Comentario a las lecturas del XVIII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 3 de agosto de 1996.
Agua para los sedientos, alimentos varios para los que tienen hambre, bienes para los pobres. Así proclama Isaías el don y la cercanía de Dios a los hombres. “Venid a mí –dice el Señor–, escuchadme y viviréis y sellaré con vosotros alianza perpetua”.
El problema está en que hay muchos que buscan lo que no puede satisfacerles, y no buscan lo que verdaderamente necesitan. No podemos pedir, ni buscar en otros y en otras cosas lo que únicamente puede darnos Dios. Y también están los satisfechos, los que gozan con su hartazgo de cosas naturales, los que no sienten la inquietud de pedir, ni de extender las manos a Dios para recibir.
Pobres los que ni siquiera son capaces de recitar un Padrenuestro, porque “ya lo tienen todo”. Una mujer de nuestro tiempo, la hija de Onassis, escribió un día estas palabras, antes de su desgraciada muerte: “La tragedia mía ha sido no poder desear nada, porque lo tenía todo”. Le faltó añadir: todo lo que este mundo puede dar, que siempre es poco. Una vez más las palabras de san Agustín: “Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
En el Evangelio se nos narra que Jesús siente compasión de aquella multitud, que le sigue, hambrienta y en gran número enferma. Cuando los Apóstoles se le acercan para decirle que es muy tarde y que conviene despedir a los que allí están, y puedan así ir a las aldeas próximas y comprar algún alimento, les dice “Dadles vosotros de comer”. Era anunciar un cambio de mentalidad. En el futuro, cuando el Evangelio hubiese arraigado y el cristianismo fuese la nueva religión de los creyentes en Cristo, el individualismo, que nos hace mirarnos unos a otros con indiferencia, tendría que desaparecer.
La presencia de Cristo en el hombre es la interioridad cristiana. Este mismo Cristo que vive en mí vive en el otro y en el otro, en todos cuantos creen en Él. Los que creen forman la nueva comunidad. De ello resulta una comunidad de vida. Estamos fraternalmente unidos, formamos la familia de los hijos de Dios. Eucaristía y amor hacen la Iglesia. Y no solo con los que creen; también con todos los que están llamados a creer, es decir, con todos los hombres, pues todos son imagen de Dios. En lugar del odio que nos separa y desata guerras, el amor, que nos pide respeto y ayuda a los demás.
Seguir con el ansia de riquezas, cuando se tiene tanto y tanto en casa, y hay tantos hambrientos y enfermos, que arrastran consigo mismo su hambre y su enfermedad, es un delito. La Iglesia de Cristo es la nueva Alianza, la nueva cercanía de Dios con los hombres. Es la realización concreta de las promesas del Reino, la familia de los hijos de Dios reunidos en Cristo, alimentados por el mismo pan y vivificados por el mismo amor.
En cada época histórica y en cada uno de nosotros tiene una presentación distinta, pero por Cristo y el Espíritu que la vivifica es la misma siempre. La Iglesia, por Cristo, por el Espíritu Santo, por la comunión de los santos, es la plenitud, que obra en la historia, la Madre que engendra hijos continuamente. Es una realidad de fe, que solo puede captarse y vivirse con amor. Ese “dadles vosotros de comer” indica que podemos ser responsables del hambre de los demás.
El cristiano es todo lo contrario a un egoísta desentendido de los problemas del mundo. Es justo que al menos por la vía de los impuestos y leyes fiscales se procure una mayor igualdad entre los hombres. Como es injusto que por la vía de la corrupción y el robo se generen riquezas, que merecen el peor de los castigos.