Comentario a las lecturas del XVIII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 3 de agosto de 1997.
Comienza la conmemoración del discurso eucarístico de Jesús, como anuncié el domingo pasado. La referencia a la historia del maná está presente en este comienzo. Los oyentes de Jesús, aunque nos parezca extraño, pues acababan de vivir la multiplicación de los panes y los peces, le piden un signo similar al maná que comieron en el desierto sus antepasados.
Es desconcertante que le recuerden la historia del maná, pues acababan de vivir una experiencia extraordinaria de amor de Dios hacia ellos. Por manos de Moisés los libró de la esclavitud de los egipcios. Pero por el duro esfuerzo que suponía el peregrinaje a través del desierto, se quejaban y añoraban las inseguridades que tenían, aunque estaban ligadas a su condición de esclavos del faraón.
“Nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos”. Murmuraban contra Dios, contra Moisés, contra Aarón. Hubiesen preferido morir en Egipto, deshumanizados, esclavizados, a pasar por la prueba que ahora permitía el Señor. Nos parece extraño y nos desconcierta, pero en nuestra historia personal hacemos quizá muchas veces lo mismo. Cada uno tenemos que atravesar nuestro propio desierto. Queremos seguridades y poder saciarnos. Pedimos a Dios lo signos que a nosotros nos parece le hacen cercano y providente. Y lo que nos sucede lo juzgamos más duro y peor que lo que acontece a los demás.
Pero, nuevamente, como ocurre con nosotros, si tenemos capacidad de ver, Dios mostró a su pueblo lo que más tarde dijo Jesús: sin mí nada podéis hacer. Y volvió a enseñarles cómo un padre quiere a su hijo y que Él es quien le alimenta y le cuida. Cada día les daba lo necesario con el maná y así tenían el mismo alimento para todo el pueblo de Dios en marcha. Y hacia el crepúsculo vespertino comían carne, pues bandadas de codornices cubrían todo el campamento.
Los que ahora seguían a Cristo también querían señales poderosas, que abrieran su corazón a la solicitud de Dios, como si no se las hubiera dado ya en la multiplicación de los panes y los peces. Jesús quiso ocultarse para descansar un poco, pero la gente le encontró en la otra orilla del lago. Le buscaban, porque querían seguir saciándose de lo que Él les diera, y así se lo dijo Jesús, reprochándoles su ambición puramente terrena. “Buscad no el alimento que perece, sino el que perdura para la vida eterna”. “Y, ¿qué hemos de hacer para trabajar en lo que Dios quiere?”, preguntaron ellos. A lo que Cristo contestó: “Que creáis en el que Dios ha enviado”. Así empezó lo que sería uno de los pasajes más extraordinarios del Evangelio: el discurso eucarístico. Quiso suscitar en ellos preguntas que, sin que se dieran cuenta, brotaban de su necesidad espiritual más íntima.
“No fue Moisés el que os dio pan del cielo, sino mi Padre”. A lo que ellos respondieron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús contestó: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará sed”.
Cristo nos espera en la Eucaristía, la Eucaristía. Como sacrificio que se celebra, y como presencia que nos ayuda a amarle. Él nos alimenta y da sentido al caminar de cada día. Se ha convertido en alimento constante de nuestro peregrinar en esta vida. La Eucaristía es la culminación de nuestra experiencia de Cristo y nos fortalece cuando la recibimos con espíritu de adoración, de gratitud, de servicio, de amor, de fraternidad. Vidas limpias que se alimentan con el cuerpo de Cristo, que adoran a Cristo en el silencio de una visita al Sagrario, llena de amor y de oblación.