Comentario a las lecturas del XXXII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 10 de noviembre de 1996.
En estos dos últimos domingos del Año litúrgico, antes de celebrar la fiesta de Cristo Rey, se nos hace una llamada a lo que es el sentido de nuestra vida, y cómo éste tiene que orientar nuestra marcha diaria: el juicio de Dios sobre nuestras acciones y omisiones. Ser fieles a la tierra, en que vivimos, no equivale a terminar en el vacío, sino en el encuentro con Jesucristo para estar siempre con el Señor. En medio de nuestra debilidad, que nos hace sentir la proximidad del final, podemos fortalecernos unos a otros con esta realidad del encuentro con nuestro Salvador.
El Señor, que todo lo sabe, que nos sondea y conoce hasta lo más profundo de nuestro ser, que ve nuestra debilidad y nuestra torpeza, será nuestro juez. El juicio será para cada uno de nosotros el último acto de Dios en lo referente a esta vida, que pasa, y servirá para decidir en qué sentido se completará en nosotros la redención, que Él nos ofreció. El Señor es el Señor de la gracia. Nos inclinamos ante Él llenos de confianza en su misericordia, pero con conciencia de nuestra libertad y responsabilidad. Dios quiere salvarnos. Nosotros tenemos que desear ser salvados, y es ahora, en el discurrir del tiempo, cuando día tras día labramos nuestro destino final.
Por eso necesitamos la sabiduría de la vida: Esa sabiduría que es un ofrecimiento de Dios. Un saber que salva, que conforta, que en cada momento nos ilumina, que sale al encuentro de los que le buscan en cada circunstancia. Ella pone al descubierto muchas necesidades, nos hace vivir el tiempo y medirlo como momentos únicos, que el poder infinito de Dios nos ofrece. Solamente en la reflexión, en la intimidad de cada uno, en esa conjunción entre comprensión y amor, entre inteligencia y sentimiento, entre lo que señala la conciencia inundada de fe y lo que encontramos en la vida, se da como resultado la sabiduría, de la que habla la Biblia. La necesitamos, porque se trata de cómo debe vivirse la vida humana.
En el evangelio de hoy, por medio de la parábola de las jóvenes sensatas y de las necias, Jesús nos enseña cuál ha de ser nuestra actitud ante la vida, la muerte y el juicio: atentos, preparados, vigilantes, llenos de esperanza y seguridad en su venida. Es decir, vivir lo que en cada circunstancia es exigible, vivir en plenitud en cada momento.
Peguntáronle un día a san Carlos Borromeo qué haría si le avisaran que dentro de una hora había de morir; y contestó que seguiría haciendo lo que hacía, esmerándose en hacerlo del mejor modo posible. Eso es encararse con la eternidad, hacer sencillamente lo que tenemos que hacer. No es cuestión de estar siempre rezando, o vivir angustiados con la espera. Todas las jóvenes durmieron, mientras esperaban al esposo, pero las sensatas y prudentes iban provistas de aceite en sus lámparas. No se dejaron aprisionar por el presente, de manera que perdieran de vista el futuro. Hemos de vivir, como dice Unamuno, al día, en las olas del tiempo, pero asentados sobre la roca viva, dentro del mar de la eternidad, el día en la eternidad. Somos hijos de esta tierra, pero lo que tenemos que descubrir es el eterno resplandor de lo terreno. Jesucristo vino e hizo suyo el destino de cada uno de nosotros.