Comentario a las lecturas del domingo de la Pascua de Resurrección. ABC, 30 de marzo de 1997.
Lo sabemos, pero por desgracia no lo vivimos. La Resurrección de Jesús es el centro de nuestra vida cristiana, el fundamento de nuestra fe y la fuerza de nuestra espera.
Tendría que suceder en nosotros lo que sucedió a los discípulos de Jesús y a las mujeres, que con tanta solicitud querían embalsamar su cadáver. El Maestro les habló de su Pasión y su resurrección, pero nunca le entendieron, ni se les ocurrió que esto fuera posible. Y una vez vivido el proceso de su Pasión y muerte, quedaron destrozados. Lo primero que pensó Magdalena ante el sepulcro vacío, es que habían robado el cuerpo del Señor. Durante estos tres días incompletos, en aquellos corazones angustiados sólo había una profundísima tristeza. La resurrección era algo que nunca esperaban, a pesar de lo que habían oído al Maestro. Nosotros tenemos que pasar también, como ellos, un proceso purificador.
Jesús de Nazaret, el Maestro del pequeño rebaño, a quien algunos habían proclamado Mesías y sus enemigos ajusticiaron, vuelve a vivir. Nuestros sentimientos más íntimos protestan ante lo que nuestra fe proclama y exige sea admitido. Aceptar su resurrección es admitir la nuestra. Y esto supone un cambio radical en el horizonte de nuestra vida con consecuencias prácticas, que todo lo transmutan, mundo nuevo, renovación interior, búsqueda de los bienes que merecen la pena, aspiración a lo de arriba, no a lo de la tierra, ser masa nueva, levadura de verdad y de justicia.
El hecho de la Resurrección es difícil de admitir naturalmente, y por lo mismo ha sido impugnado del modo más diverso y con toda clase de razonamientos. Se ha dicho que los discípulos creían con toda el alma en el mesianismo de Jesús y ante el dolor de ver que su amado había muerto, se forjaron como una necesidad imprescindible la loca convicción de pensar: Él vive. O que las primeras comunidades dieron vida a Jesús como ser sobrenatural. Y tantas otras hipótesis de los racionalistas de todos los tiempos, consecuencia de una lógica humana al servicio de su pasión negadora o cerrada y empequeñecida ante la gran manifestación de Dios en Cristo muerto y resucitado. La creación es una manifestación de la gloria de Dios. Jesucristo es una nueva recreación, que se manifiesta a nosotros. Dios nos ama hasta el punto de asumir nuestra vida y nuestra muerte, y quiere asumir con ello nuestra resurrección. Nos constituye en hijos suyos, hermanos de Jesús y herederos de su gloria. Esta es nuestra fe.
Pedro, el hombre que muerto de miedo le negó tres veces en la noche de la Pasión, afirmó después valientemente ante todo el que quisiera oírle, que él era testigo de todo lo que había hecho en Judea y en Jerusalén, que lo colgaron de un madero, que Dios lo resucitó y se lo hizo ver a él y a otros testigos, a los que encomendó dar este solemne testimonio de parte de Dios. Con lo fácil que hubiera sido hacerle callar con solo decirle: Mentira, lo habéis robado del sepulcro, habéis ocultado su cadáver en tal o cual sitio.
Ciertamente el cristianismo y la vida cristiana existen o desaparecen según se admita o no la Resurrección del Señor, porque no es un acontecimiento marginal de la fe, sino el núcleo esencial en que descansa toda la fuerza del mensaje cristiano. Como dice Romano Guardini: “Ya no diremos: ni existe en el mundo la resurrección de un muerto y por tanto el mensaje de la Resurrección es un mito; sino que diremos: Cristo ha resucitado; por tanto, la Resurrección es el fundamento del mundo verdadero”.