Del corazón del hombre al Corazón de Cristo

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Del corazón del hombre al Corazón de Cristo

Carta pastoral, del 22 de octubre de 1969, con motivo de la festividad de Cristo Rey, publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, octubre 1969. Texto tomado del volumen Creo en la Iglesia, Madrid 1974, BAC 341, 127-144.

La proximidad de la fiesta litúrgica de Cristo Rey me ha movido a escribir esta carta pastoral, que os dirijo con honda fe en el Señor y con el deseo de que pueda servir para su gloria y para la paz de nuestras almas.

Cuando tantas cuestiones y problemas se agitan hoy en la vida de la Iglesia –también en nuestra Iglesia diocesana–, estimo que es necesario levantar nuestra mirada hacia horizontes más altos y señalar, por elevación, el lugar de encuentro y el punto de partida indispensable para nuestro trabajo apostólico.

Como los apóstoles en la noche de la última cena, hemos de volver a sentarnos en torno al Señor, dispuestos a reclinar nuestra cabeza junto a su Corazón, que sigue latiendo en la Iglesia. Obrando así, no tenemos nada que perder y sí mucho que ganar con respecto a las demás actividades, preocupaciones y tensiones de esta hora.

Mi reflexión se va a centrar exclusivamente en una idea: la de que el homenaje mejor que hoy podemos ofrecer a Jesucristo Rey es examinarnos todos sobre cómo vivimos el culto y la devoción al Corazón de Cristo. ¿Por qué no hablar de estos temas tan importantes para nuestra fe y nuestra piedad cristiana? ¿Por qué tantos y tan pesados silencios, que parecen fruto de una cobardía colectiva?

Deseoso, por mi parte, de no incurrir en ella, os ofrezco, queridos diocesanos, esta carta pastoral y os pido que la meditéis y la difundáis cuanto sea posible. Del corazón del hombre al Corazón de Cristo: así la he titulado, queriendo significar con ello que el reinado de Jesucristo en el mundo y en la sociedad humana pasa por el corazón de cada uno de nosotros. Hace años éramos más ampulosos al hablar de estas cuestiones. Se hablaba del reinado de Cristo en la sociedad, en el arte, en la ciencia y la cultura, en el progreso social, en la vida política de los pueblos… Y no es que faltasen argumentos serios, tomados de la revelación y del magisterio de los papas, para poder hablar así. Pero, sin querer, los mejores acentos se nos iban en proclamaciones innegables de los derechos de Cristo y en actos públicos exteriores y ruidosos, con los cuales nos contentábamos y a veces nos engañábamos.

Hoy, con lenguaje conciliar y más modesto, preferimos hablar de animación cristiana del orden temporal. En el fondo es lo mismo, porque no hay animación cristiana del mundo si Cristo no reina en él con su verdad y justicia, con su gracia, con su amor y su paz. No es que hayan de excluirse las proclamaciones públicas, que tienen su valor propio y su justificación merecida, sino que ellas solas, sin la íntima adhesión de cada uno, favorecerían un exteriorismo vacío y formulista. Cada cristiano debe entrar en el interior de su propio corazón, y ahí levantar al Señor un trono humilde y personal consistente en su propia conversión. Entonces se facilitará el reinado de Cristo en la sociedad en la medida en que es posible lograrlo según el plan de Dios.

Se da también la circunstancia de que en este año que corre se ha conmemorado el cincuentenario de la consagración de España al Corazón de Jesús. Al discurrir sobre este hecho, descubriremos fácilmente las razones en que descansan las afirmaciones anteriores. Intentémoslo.

Consagración de España al Corazón de Cristo en 1919
y su renovación actual #

En mayo de este año, los obispos españoles hicimos pública una Exhortación colectiva en que, después de recordar la consagración de España al Corazón de Jesús en 1919, invitábamos a renovarla ahora, en la fecha en que se cumplía el cincuentenario de la misma. El documento del episcopado era un modelo de sobriedad y exactitud en la exposición de motivos doctrinales, en la referencia al pasado y en la declaración de propósitos respecto al presente.

Reflexionando sobre ese doble hecho, el de la consagración conmemorada y el de la renovación de la misma, brotan espontáneamente consideraciones muy aleccionadoras.

¿Qué ocurrió entonces en el Cerro de los Ángeles? #

En 1919, la mayor parte de los españoles de hoy no habían nacido. El rey, jefe entonces del Estado, recitó la fórmula de la consagración. Allí estaban presentes los ministros de su Gobierno y muchos españoles que, físicamente asociados al acto o intencionalmente adheridos, confesaban su fe con gozo y esperanza. Pero ¿estaba España entera? No.

Faltaba una inmensa porción de la vida española, la que no quería ni podía consagrarse, o porque rechazaba expresa o tácitamente la significación del acto, o porque, aunque lo admitiera, vivía demasiado lejos de lo que significan el Corazón y el amor de Cristo para consagrarse a Él sinceramente. Muchos no querían consagrar su pensamiento, su voluntad, su esfuerzo, en el campo de las actividades políticas, sociales, profesionales, familiares o meramente personales, que preferían desarrollar al margen o en contra de lo que el acto significaba. Otros, aunque consintieran en la consagración, real y válidamente podían consagrar poco, porque no era «consagrable» un sentido cristiano de la vida polémico, excluyente, superficial, falto de justicia y de amor, incapaz de admitir lealmente las obligaciones de hermandad que habían de surgir entre los habitantes de un país que se consagra al Corazón de Cristo. Faltó, pues, aquel día una inmensa porción del pueblo español.

Pero estuvo presente otra, por lo menos tan grande como la anterior, que sí quería y podía consagrarse. Estaba compuesta por tantas y tantas personas humildes y honradas que, desde todos los rincones de la Península, sin necesidad de presencia física muchos de ellos, volvieron los ojos al Corazón de Jesús y quisieron consagrarle muchos amores y muchos sufrimientos, lo que más vale en la vida.

También estuvo presente la Iglesia de España. El cardenal primado, arzobispos y obispos, el nuncio apostólico de Su Santidad, sacerdotes, religiosos, religiosas y todos los españoles a cuya presencia de signo positivo me he referido antes, que eran miembros del Pueblo de Dios, aunque no se usaba entonces esta terminología. Pero ¿era la Iglesia entera de España? No. Faltaron también muchos católicos que no querían consagrarse porque, aunque habían recibido el bautismo y no habían renegado de la fe, vivían muy alejados o eran hostiles a aquel catolicismo, del que no acertaban a comprender lo que, según ellos, era una contradicción entre las hermosas fórmulas del amor proclamado y la triste realidad de las carencias y privaciones que ellos padecían. Esa parte de Iglesia estaba ausente aquel día.

Como también faltó la real y válida consagración de quienes, aun presentes físicamente o emocionalmente adheridos, consagraban sentimientos en lugar de decisiones, pasajeras vibraciones del espíritu en lugar de propósitos recios de vida cristiana más auténtica y profunda.

Aun así, al igual que he dicho al hablar de España como nación, también se consagró de verdad, en aquella fecha y en los años siguientes, una porción inmensa de la Iglesia española, compuesta por obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, familias católicas, jóvenes innumerables de colegios, escuelas y asociaciones, que, obedientes a lo que se les decía desde el púlpito o en el confesonario, consagraban su anhelo de vivir sin pecado, su esperanza en los misterios de la fe, sus costumbres, su lucha y su ejemplo bueno. Y entre ellos también los humildes y los pobres. ¡Cuántos miles de familias cristianas pobres y desvalidas, hijos de la Iglesia de España, han ido consagrando al Corazón de Jesús lo mejor que tenían, su fe, y lo único que les quedaba, su paciencia cristiana!

Apenas hubo un templo de ciudad o de aldea en que no apareciese un predicador de novenas o triduos en honor del Sagrado Corazón de Jesús, predicaciones que no se reducían en su eficacia a repartir detentes o a imponer escapularios de cinta roja.

Hubo muchísimos hogares consagrados al Corazón de Jesús en que no sólo había una estampa a la puerta o una imagen en la mejor habitación, sino madres de familia espléndidas, y padres y hermanos, que vivieron la devoción al Corazón de Jesús con una piedad conmovedora. Y hubo millares de sacerdotes beneméritos en todas las diócesis y en todos los seminarios y noviciados que, a pesar de las oraciones y plegarias llenas de dulcísimos superlativos, alimentaron la piedad y la fe de sus fieles orientándola hacia el Corazón de Cristo por los caminos de una ascética recia y exigente que florecía en espiritualidad muy viva.

Al recordar ese pasado, no es lícito despreciar nada ni a nadie. Merecen el mayor respeto los que nos precedieron en ese trabajo apostólico, que dio como frutos evidentes: amor a la vida de la gracia, práctica de las virtudes y esperanza de la vida eterna. Si no se prestó la debida atención a otros aspectos, lo vemos más claro ahora, no entonces. La culpa no fue de esas mujeres devotas o de esas familias cristianas, y ni siquiera de aquellos sacerdotes. Fue de todos a la vez; de toda la Iglesia, de toda la nación y de todo el ambiente de la época. De quien desde luego no fue, es del Corazón de Jesús.

Han pasado cincuenta años desde entonces. Mucha agua bajo los puentes, muchas lágrimas en los ojos, mucha sangre en las manos. Llegó un día en que la imagen del Corazón de Jesús del Cerro de los Ángeles fue fusilada y el monumento destrozado. Pienso que aquellas balas sacrílegas, disparadas por un odio inconsciente, intentaban fusilar, tanto o más que a una imagen y a lo que para ellos significaba, un modo de vivir y pensar en la Iglesia y la nación española que se había revelado incapaz de solucionar a tiempo el gravísimo problema que todos padecíamos. Fue, sin duda, horrible profanación y sacrilegio. Pero fue también triste reflejo de muchas otras profanaciones anteriores cometidas día tras día por quienes, como españoles o como católicos, pospusieron la ley del amor a la de sus egoísmos.

La consagración, renovada ahora #

Cuando en mayo de este año, en un acto público de parecida solemnidad, aunque más discreto que el de entonces, se renovó la consagración de España al Corazón de Jesús, surgió inevitablemente la pregunta: ¿Por qué? ¿Qué valor puede tener esto? La respuesta es fácil.

Es cierto que ni España es hoy lo que era entonces, ni la Iglesia española es la misma de antaño. Podemos decir, en términos generales, que han cambiado muchas cosas en una evolución más favorable y positiva. No obstante, sigue pesando sobre nuestra conciencia el deber de procurar una mayor armonía entre la vida práctica de cada uno y la pública profesión de nuestra fe, entre el orden social existente y el sentido católico en que quiere inspirarse, entre el deseo de justicia y de paz y el aborrecimiento del pecado, que destruye toda paz y toda justicia auténticas.

La consagración ahora renovada no era un acto superfluo. Estaba justificada, porque quería ser, como escribíamos los obispos españoles en nuestra Exhortación colectiva, una pública profesión de fe, hoy más necesaria que nunca; un acto de adoración a Cristo Rey, triunfador de la muerte y del pecado; un testimonio visible de unidad fraternal; un anhelo de fidelidad al Señor, que busca el perfeccionamiento de nuestras vidas y nuestras costumbres; una reparación de nuestros pecados contra Dios y contra los hombres; una manifestación de gratitud a Dios, por parte de la comunidad española, por los beneficios que nos ha otorgado, tanto en las horas de prosperidad como en los tiempos de prueba.

No otra cosa se pretendía. Que ello se consiga o no, o que se logre en mayor o menor proporción, dependerá de la buena voluntad de todos, de la sinceridad en el deseo y el propósito de la voluntad seria de cooperar a las llamadas de la gracia de Dios. Las apelaciones a Dios y a Jesucristo, su enviado; los ofrecimientos y consagraciones, tanto en el ámbito privado de cada uno como en la vida pública de los pueblos, se quedan, por lo general, muy lejos de lo que el deseo proclama. Pero no por eso dejan de hacerse. También cuando rezamos el padrenuestro damos expresión a actitudes religiosas fundamentales con las que nuestra vida dista mucho de estar conforme; pero seguimos diciendo humildemente que sea santificado su nombre y que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. Los pueblos, como tales, también deben rezar, manifestar su confianza en Dios, pedir perdón por sus pecados.

Y no es lícito despreciar tales manifestaciones por el hecho de que no se logren tan rápida e intensamente como quisiéramos las transformaciones colectivas deseadas. No exigimos tanto en ningún orden de cosas de la vida. Si el Señor fuera tan riguroso con cada uno de nosotros, difícilmente le quedaría a nadie el recurso de acudir a su bondad.

Nuestra respuesta en Barcelona #

En nuestra diócesis hemos procurado responder a esta llamada del episcopado, que lógicamente había de encontrar eco en la ciudad del Tibidabo. Mi conciencia pastoral me hace pensar que, en esta hora de la Iglesia, necesitamos imperiosamente reavivar el culto al Sagrado Corazón de Jesús y no incurrir en cobardes silencios ni en abandonos nocivos al Pueblo de Dios que nos está encomendado. La Junta diocesana que se constituyó para promover en la diócesis las celebraciones del cincuentenario ha trabajado diligentemente. Recordamos los actos habidos en Santa María del Mar, en la santa iglesia catedral y en el mismo templo del Tibidabo como particularmente expresivos de una actitud religiosa que merece alabanza. ¿Podemos decir que con ellos hemos cumplido ya lo que se nos pedía? Ciertamente, no. Si a ello nos limitáramos, daríamos la impresión de que buscábamos más el acto público que la meditación provechosa, la solemnidad exterior más que la renovación interna, la actualización forzada por encima de la permanencia de lo profundo y lo sencillo.

Es muy de desear que, a partir de ahora hasta el próximo mes de junio de 1970, desarrollemos todos un programa ordenado de enseñanza doctrinal y de culto fervoroso al Sagrado Corazón de Jesús con la oportuna proclamación externa, para mejor estímulo de todos, y con el discreto silencio de la piedad sencilla, para que cale hondo en las almas el valor religioso de este culto, y el de la meditación sobre sus insondables riquezas para la vida cristiana.

La Junta promotora, constituida hace unos meses, debe reanudar sus trabajos y facilitar con sus orientaciones todo cuanto pueda contribuir al logro de los fines señalados. Debería dirigirse a los señores párrocos y rectores de iglesias, a los directores de escuelas y colegios, a las diversas asociaciones religiosas existentes, y de modo particular a los hospitales, clínicas y demás casas de sufrimiento y de dolor, ofreciéndoles iniciativas, ideas y ayudas para que puedan organizarse actos de culto, consagraciones personales y colectivas, triduos y semanas de oración y predicación que permitan recordar y exponer la doctrina de la Iglesia sobre el culto al Sagrado Corazón, su actualidad perenne, su fecundidad singularísima y su concreta oportunidad hoy para fortalecer los cimientos hondos de la paz y la convivencia religiosa de todos los que formamos parte de la familia cristiana.

Pido a dicha Junta que se esfuerce por realizar dicho trabajo de manera sencilla y realista, pero sólidamente doctrinal, poniendo a disposición de aquellas personas e instituciones a quienes haya de dirigirse, libros, folletos, hojas y guiones escritos que permitan comprender fácilmente las razones invariables que apoyan la necesidad de este trabajo apostólico. Nunca como ahora hemos hablado tanto de comunidad cristiana, y nunca han existido tantos gérmenes de división, tantas contradicciones y divergencias, tantos afanes personalistas de marcar los rumbos de la piedad cristiana, olvidándonos de los demás y atentos únicamente al propio criterio. Algo está fallando en la Iglesia de hoy, y es la humilde conciencia de nuestros pecados de toda clase y la fe en el amor de Dios y de Cristo, «horno ardiente de caridad» en el que pueden y deben quemarse nuestras diferencias.

De manera sencilla y realista #

¿Qué queremos decir al hacer esta precisión? Al menos, lo siguiente:

1º. Que, reconociendo que ha habido expresiones externas defectuosas en el culto y en las maneras de hablar sobre el Corazón de Jesús, se corrijan esos defectos, pero no se destruya el contenido sustancial que el culto y la doctrina encierran.

2º. Que se responda con aclaraciones serias, sin polémicas ni asperezas, a las dificultades que suelen oponerse, para lo cual tanto puede ayudar, aparte de otros documentos pontificios, la encíclica Haurietis aquas, de Pío XII, con los comentarios que a la misma han hecho diversos autores.

3º. Que se haga ver la relación estrechísima que tiene el culto al Corazón de Jesús con la sagrada Eucaristía, centro y quicio fundamental de la vida cristiana.

4º. Que se insista sin cesar en que el culto sincero al Sagrado Corazón de Jesús y nuestra consagración a Él exigen de nosotros un compromiso constante de velar por el cumplimiento de toda justicia en la vida personal, familiar y social.

5º. Que, no obstante esto, no se reduzca el horizonte del culto exclusivamente al afán de transformar las condiciones sociales de la vida de los hombres aquí abajo, porque atender solamente a esto sería desnaturalizar la doctrina de la Iglesia y caer en el extremo contrario.

6º. Que, por lo mismo, se haga ver qué es lo más característico de la devoción al Corazón de Jesús teológicamente hablando, y por ello lo que va a la raíz de la transformación de la persona, sin la cual no hay renovación de la sociedad. Precisando más, diremos que es esencial en el culto al Sagrado Corazón de Jesús:

  1. Reflexionar sobre el amor que Dios nos tiene.
  2. Corresponder con el nuestro al suyo, amándole a Él y a los hombres, incluso a nuestros enemigos, para cumplir cada vez mejor el mandato nuevo, y llegando hasta la consagración de nosotros mismos, en una entrega y donación total que nos haga vivir, a imitación de Cristo, el deseo de cumplir en todo momento la voluntad de Dios.
  3. Reparar por los pecados nuestros y de los demás, humildemente atentos a un deber de expiación que incumbe de manera particular a los cristianos, solidarios de Cristo, nuestro Pontífice santo, en sus dolores y en su sacrificio.
  4. No perderse en consideraciones poco indicadas cuando se habla al pueblo sencillo. Los fieles entienden de sobra que el que ama a Cristo amará a su Corazón, «símbolo de su inmensa caridad hacia los hombres», y no disocian ni separan el corazón de la persona de Cristo, sino que comprenden que todo lo que se ofrece al Corazón divino se ofrece propia y verdaderamente al mismo Cristo, como afirma León XIII en la encíclica Annum sacrum.

7º. Que, con el fin de que el ideal de consagración y reparación no se reduzca a la mera recitación de fórmulas hechas, insistan los sacerdotes y los educadores de la fe en la necesidad de la oración, la caridad y la penitencia, actitudes que deben acompañar y brillar siempre con luz intensa en todo aquel que de verdad desee unirse con Cristo y vivir prendido de Él en la intimidad sagrada de su Corazón.

8º. Por último, que con humilde decisión y valentía, esto es, sin miedo alguno, hablemos todos, y prediquemos a los fieles, y les exhortemos a practicar la devoción y el culto al Sagrado Corazón de Jesús, tal como la Iglesia lo desea. Que sepamos seguir hablando, con justeza y exactitud, de los primeros viernes, de la comunión frecuente, de las vidas consagradas a Dios, del aborrecimiento del pecado, de la devoción al Corazón Inmaculado de María, del rezo del rosario, de las visitas a Jesús sacramentado; es decir, de todo aquello que hoy se está dejando en el olvido; en unos, por equivocación trágica; en otros, por miedo a parecer anticuados y no conciliares, como quieren decir algunos con expresión injusta y desdichada. La devoción profunda a la Eucaristía y a la Santísima Virgen María nos ayudará eficacísimamente a penetrar en el conocimiento y la estima del culto al Sagrado Corazón de Jesús, y a la vez se verá perfeccionada y fortalecida en nuestras almas por este mismo culto al Corazón de Cristo, porque cuanto más nos acerquemos a Él, mejor comprenderemos que son dones de su Corazón a los hombres la Eucaristía, la Virgen y la misma Iglesia, como afirmaba Pío XII en la encíclica Haurietis aquas.

Magisterio de la Iglesia #

No es ocioso, a los fines que me propongo en esta instrucción, añadir ahora una palabra sobre lo que la Iglesia, por boca de los papas, nos ha dicho y nos sigue diciendo sobre el culto al Corazón de Cristo. Es tan repetida la doctrina, tan insistente la exhortación, tan clara y vehemente la súplica, tan normal y continua la llamada de los romanos pontífices a practicar y vivir la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que ningún hijo de la Iglesia en cuya alma no haya desaparecido el respeto a lo que significan la voz y la guía espiritual del papa, podrá permanecer indiferente.

Prescindiendo de los papas anteriores, cuyos documentos sobre el tema son más conocidos de todos, fijémonos únicamente en Juan XXIII y en Pablo VI, los papas del concilio.

Juan XXIII habló de esta devoción, encareciéndola siempre, por lo menos en estas ocasiones:

  1. En la clausura del sínodo romano en 1960.
  2. En su carta apostólica Inde a primis, sobre el culto a la Preciosísima Sangre, junio de 1960.
  3. En su mensaje al Congreso Internacional del Sagrado Corazón, en Barcelona, en octubre de 1961.
  4. En su primera audiencia general, una vez comenzado el Concilio, octubre de 1962.

Y, aparte de estos documentos públicos, nos confió en el Diario del alma lo que él personalmente sentía, con estas palabras conmovedoras: «Para preservarme del pecado y no dejarme huir lejos de Él, Dios se sirvió de la devoción a la Eucaristía y a su Sagrado Corazón. Esta devoción deberá ser siempre el elemento más eficaz de mi progreso espiritual… Debo considerar que vivo tan sólo para el Sagrado Corazón». «La misma experiencia me ha confirmado la gran eficacia de este método (de apostolado), que asegura los verdaderos triunfos».

Y recién comenzado el Concilio, públicamente proclamaba en su alocución del 17 de octubre de 1962: «El culto del Sagrado Corazón es una luz nueva, una llama viva suscitada providencialmente para disipar la tibieza y demostrar el infinito amor de Cristo, como una nueva época de gozo. Esta devoción ha aportado incalculables beneficios a la Iglesia y a toda la humanidad».

De Pablo VI tenemos los siguientes documentos:

a) Su carta apostólica Investigabiles divitias, de febrero de 1965, en la cual escribe: «Las insondables riquezas de Cristo, que brotaron del costado abierto del divino Redentor en el momento en que, muriendo en la cruz, reconcilió al género humano con el Padre celestial, han brillado con luz tan clarísima en estos últimos tiempos gracias a los progresos del culto al Sagrado Corazón, que de ello se han seguido gozosos frutos para la Iglesia».

«Puesto que el Sagrado Corazón es horno de caridad ardiente, símbolo e imagen acabada de aquel eterno amor con el que tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, estamos seguros que esta piadosa conmemoración (centenario de la fiesta del Corazón de Jesús) ha de ayudar a investigar y entender las riquezas de este divino amor; y confiamos también que de ahí han de sacar todos los fieles mayores fuerzas para conformar su vida a las enseñanzas del Evangelio, corregir sus costumbres y cumplir perfectamente toda la ley divina».

«Ante todo, deseamos que se rinda este culto al Sagrado Corazón por medio de una participación más intensa en el culto al Santísimo Sacramento, ya que el principal don de su amor fue la Eucaristía… Es preciso, pues, que nos lleguemos a este Corazón con deseo ardiente, para que su fuego queme nuestros pecados, ilumine nuestros corazones y de tal manera nos haga arder, que nos transformemos en Dios».

«Esta piedad (la devoción y culto al Corazón eucarístico de Jesús) la exige nuestro tiempo, conforme a las normas insistentes del Concilio Vaticano II, para con Cristo Jesús, Rey y centro de todos los corazones, que es cabeza del Cuerpo místico que es la Iglesia, el Principio, el Primogénito de todos; así Él tendrá siempre la primacía en todo».

«Puesto que el Concilio universal recomienda en gran manera los ejercicios de piedad cristiana, especialmente cuando son realizados por voluntad de la Sede Apostólica, parece que, ante todo, hay que inculcar éstos, puesto que todo este culto se dedica a adorar y a reparar a Jesucristo, y está fundado, sobre todo, en el augusto misterio de la Eucaristía, de la cual, como de todas las acciones litúrgicas, se sigue la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a la que tiende toda la actividad de la Iglesia, como a su fin».

«Con esta mira de que los fieles todos, renovando el espíritu de esta devoción, procuren el debido honor al Sagrado Corazón, reparen con fervorosos obsequios todos los pecados y acomoden su vida a las normas de una genuina caridad, que es la plenitud de la ley».

b) En mayo del mismo año hizo pública otra carta, la Diserti interpretes, dirigida a los institutos religiosos especialmente vinculados al Sagrado Corazón de Jesús. A ella pertenecen los siguientes párrafos: «Deseando en gran manera que este culto al Sagrado Corazón florezca cada día con más vigor y sea estimado por todos como una insigne y segura forma de piedad, nos sirve de extraordinario gozo contemplar los grupos generosos y humildes de vuestros hijos que, fieles a su instituto, dan preclaro testimonio con su vida a los hombres de nuestro tiempo de cómo deben también ellos practicar esta excelente devoción, de la que saquen, como de su fuente, el esfuerzo necesario para conformar sus vidas al Evangelio, reformar valientemente sus costumbres y ajustarlas cada vez mejor a las normas de la ley divina».

«Este creemos que es vuestro deber y vuestro trabajo peculiar que difundáis cada vez con más ardor este amor al santísimo Corazón de Jesús y mostréis a todos que aquí es donde han de recibir la inspiración y la mayor eficacia, tanto para la deseada renovación interior y moral como para una mayor virtualidad de las instituciones de la Iglesia, como reclama el Concilio Vaticano II».

«Por esta razón es absolutamente necesario que los fieles rindan culto y veneración, ya con actos de íntima piedad, ya con públicos obsequios, a aquel Corazón de cuya plenitud todos hemos recibido, y aprendan de Él a ordenar su vida, de modo que responda exactamente a las exigencias de nuestro tiempo. En este santísimo Corazón de Jesús se encuentra el origen y manantial de la misma sagrada liturgia, puesto que es el templo santo de Dios, donde se ofrece el sacrificio de propiciación al Eterno Padre, de modo que puede salvar perfectamente a cuantos por él se acercan a Dios».

«De aquí (del santísimo Corazón de Jesús) recibe también la Iglesia el impulso para buscar y emplear todos los medios que sirvan para la unión plena con la sede de Pedro de todos aquellos hermanos que están separados de nosotros; más aún, para que también aquellos que todavía están al margen del nombre cristiano conozcan con nosotros al único Dios y al que Él envió, Jesucristo. Porque, en efecto, el ardor pastoral y misionero se inflama principalmente en los sacerdotes y en los fieles para trabajar por la gloria divina cuando, mirando el ejemplo de aquella divina caridad que nos mostró Cristo, consagran todos sus esfuerzos a comunicar a todos los inagotables tesoros de Cristo».

«A nadie se le oculta que tales son los principales objetivos que, por divina inspiración, recomienda y alienta en los fieles el sagrado Concilio; y, mientras nos esforzamos para traducir en realidad lo que la esperanza nos propone, hemos de pedir una y otra vez la luz y fuerza necesarias a aquel Salvador divino cuyo Corazón traspasado nos inspira tan ardientes deseos de lograrlo».

c) En junio de 1966, en la audiencia concedida a los Padres del Sagrado Corazón, dijo: «El amor y la reparación son dos características de todos los tiempos, y hoy, no dudamos en decirlo, son más actuales que nunca». «Hemos creído nuestro deber recordar (en varias ocasiones) la actualidad y urgencia de esta devoción en la Iglesia y la necesidad de no dejarla debilitar en el alma de los fíeles».

d) En 17 de noviembre del mismo año, dirigiéndose a los PP. Jesuitas, les dijo: «El culto que promovéis del Sagrado Corazón, ¿no ha de ser todavía para vosotros el instrumento más eficaz para contribuir a la renovación de las almas y de las costumbres del mundo entero que el Concilio Vaticano II exige y para cumplir provechosamente la misión que os encargamos de contrarrestar el ateísmo actual?».

Ante estos testimonios tan reveladores, se comprenden las palabras del hoy cardenal Garrone cuando, todavía en su diócesis de Toulouse, en su carta pastoral de 1965, escribía: «El Papa nos exhorta en términos enérgicos a no resignamos». «¿Por qué decae esta devoción? Porque, ante el desagrado de los que nos rodean, preferimos seguir la corriente a ir contra ella».

«La Iglesia no ha abandonado nunca esta devoción que muchos hoy desprecian». «Cuando se trata de una devoción que la Iglesia hace suya, el que la pone en litigio resulta sospechoso; y, si no la utiliza, se priva voluntariamente de un bien».

«Con razón, el Sumo Pontífice nos pide con empeño, a todos, una reacción eficaz».

Una reacción eficaz, sí. Esto es lo que hace falta hoy en la vida de la Iglesia. Pero entendámoslo bien. La reacción no ha de consistir en que unas voces se levanten contra otras, con el consiguiente endurecimiento de la polémica y la agravación de la discordia. No se trata de que los unos griten más porque los otros callan demasiado. O de que éstos prorrumpan en quejas y exaltaciones porque aquéllos han incurrido en el desprecio. Se trata de que unos y otros meditemos más en la doctrina perenne de la Iglesia, de que recemos y hagamos oración personal y silenciosa, nosotros los sacerdotes más que nadie, para pedir al Señor que vuelva a nuestras almas la serenidad que se ha perdido. Recobrada ésta, comprenderemos mejor que no hay razón ninguna para abandonar el culto y la devoción al Sagrado Corazón de Cristo ni en nombre de la Sagrada Escritura y la teología católica, ni en nombre del Concilio Vaticano II y la piedad litúrgica, ni en nombre de un cristianismo de testimonio y preocupación social por los hombres, nuestros hermanos. Si en determinados aspectos de la expresión externa de este culto se han introducido, a lo largo del tiempo, formas menos adecuadas, corríjanse con celo y con prudencia, pero sálvese a la vez lo sustantivo y permanente del mismo con respeto y delicadeza.

No debemos dejar de predicar y ofrecer al mundo el amor de Cristo al mismo. Ahora bien, hablar y fomentar el culto al Sagrado Corazón de Jesús es traducir en una forma más concreta y muy querida por la Iglesia ese misterio del amor de Cristo. Si ha habido y hay sectores de cristianos a cuya mentalidad, psicología o talante religioso el culto al Corazón de Jesús les resulta menos atrayente, porque piensan más espontáneamente en otras formas y modos de vida cristiana, nuestro deber es hacerles ver que no hay oposición alguna entre este culto rectamente entendido y su mayor preferencia por otras expresiones. Pero a la vez tenemos otro deber: el de ser conscientes de que hay también un sector inmenso de hombres y mujeres, que también son del mundo actual, que se esfuerzan y trabajan por el perfeccionamiento de la vida moderna en todos los campos –político, cultural, económico, social–, que tienen tantas preocupaciones como el que más por la necesaria reforma de las estructuras, y a la vez quieren y desean vivamente que se les hable y se les ayude a vivir la doctrina y el culto al Sagrado Corazón de Jesús. No tenemos derecho a traicionar esta esperanza y este legítimo deseo. Ellos, esta gran porción de cristianos, también son el mundo de hoy. Y este mundo necesita ser consagrado a Jesucristo.

Consagración del mundo #

Precisamente porque hoy damos menos importancia, en lo religioso, a los signos externos y a las proclamaciones públicas, aunque sigan siendo necesarias, el culto al Corazón de Jesús, bien entendido, facilita grandemente los caminos por donde se puede ir llegando a esa consagración en las actividades humanas y de todas las criaturas, con las cuales la actividad del hombre está en relación, tarea a la que no puede renunciar nadie que sienta las exigencias de su fe. Porque una cosa es la justa autonomía del orden terrestre y otra la orientación del mismo hacia Cristo, Dios y Señor de todo lo creado. Lo primero es un reconocimiento obligado que evita confusiones perjudiciales, tanto para la Iglesia como para el mundo; lo segundo es una consecuencia de la doctrina sobre la animación cristiana del orden temporal, tan repetida hoy después del Vaticano II y, por otra parte, tan antigua como la fe cristiana.

Vale la pena recordar lo que a este propósito precisaba el Papa Pablo VI en su alocución del 27 de abril de este año: «Por consagración entendemos no ya separar algo del mundo para reservarlo a Dios, sino establecer su relación con Dios conforme al orden de su naturaleza».

«La Iglesia ha adoptado una nueva actitud ante las realidades terrenas; pertenecen a un orden de creación que tiene en sí razón de fin (aunque esté subordinado al orden de la redención). El mundo, de suyo, es profano, no admite la concepción unitaria medieval, es soberano en su campo». «Entonces, si la Iglesia ha reconocido la autonomía del orden temporal, ¿cómo es posible esa consagración? ¿No será volver a una concepción sacral, clerical del mundo?»

«La Iglesia acepta reconocer al mundo tal como es: libre, autónomo, soberano en su campo, autosuficiente. No trata de instrumentalizarlo para sus fines religiosos, ni mucho menos para lograr un poder temporal. La Iglesia admite la emancipación libre y responsable de los seglares cuando actúan en el campo de las realidades temporales» (Pío XII llegó a hablar del legítimo laicismo del Estado). «Deben ser perfectos ciudadanos del mundo, elementos positivos y constructores, amantes de la sociedad» (cf. 1P y Rm 13).

«Pero, respetando esa profanidad, la consecratio es, como enseña el Concilio, la animación de las realidades terrestres mediante los principios cristianos (AA 7; GS 42), los cuales, si en su dimensión vertical, es decir, referidos al término supremo y último de la humanidad, son religiosos y sobrenaturales, en su eficiencia que hoy se dice horizontal, es decir, terrena, son sumamente humanos; son la interpretación, la inagotable vitalidad, la sublimación de la vida humana en cuanto tal». «Así es como los católicos confieren al mundo una nueva consagración: cristianizándolo y siendo en todo momento testigos de Cristo (GS 43; AA 2); no introduciendo en él signos específicamente religiosos (lo cual en ciertas circunstancias estará bien), sino coordinando el mundo con el Reino de Dios mediante el ejercicio del apostolado en la fe, la esperanza y la caridad» (AA 3). «Esta es la vocación típica de nuestro tiempo, la vocación de todos nosotros: la santidad que se irradia sobre el mundo y en el mundo».

Pues bien, para que este tipo de cristiano exista y se multiplique en el mundo con capacidad constante de ser testigo de Cristo mediante el apostolado en la fe, la esperanza y la caridad, el culto y la devoción al Corazón de Jesús será siempre un medio eficacísimo, porque permite introducirse mejor en la intimidad del Evangelio, en la contemplación del misterio de amor que es la redención, en el deseo de vivir en la gracia y de la gracia, con el consiguiente propósito de luchar contra el pecado en todas sus formas, que es siempre la verdadera raíz del mal. La consagración del mundo no se logrará sólo recitando fórmulas en alta voz, por hermosas que sean –aun cuando sea conveniente recitarlas–, sino consagrando al Señor muchas vidas humanas, muchos corazones limpios, muchos pensamientos rectos, muchas decisiones humildes. De esas consagraciones brota después, inconteniblemente, una corriente de paz y de santificación activa, que es el alma del cristianismo en la sociedad. Este es el homenaje a Cristo Rey que yo os pido en el próximo día de su fiesta.

La Iglesia necesita, sí, muchas reformas, y en el intento de lograrlas está empeñada valerosamente, como lo prueba el hecho mismo del sínodo que en estos días se está celebrando en Roma.

Pero si olvidamos la interioridad, es decir, el silencio de la plegaria, el reconocimiento del misterio del amor de Cristo, el destino de cada una de nuestras vidas, que a Él deben ser consagradas, la necesidad permanente de luchar contra el pecado, contra todo pecado, no conseguiríamos más que sustituir un estructuralismo por otro.

Recitad, sí, el próximo domingo, en todas las iglesias de la diócesis, la fórmula de la consagración a Cristo Rey tal como está ordenado. Pero ofrezcamos, ante todo, el obsequio humilde de nuestro propio corazón.