Comentario a las lecturas del II domingo de Pascua. ABC, 6 de abril de 1997.
Año tras año, el segundo domingo de Pascua leemos el mismo fragmento del evangelio de san Juan, que narra dos encuentros de Jesús resucitado con sus discípulos muy fundamentales. Tenían éstos miedo y permanecían ocultos en una habitación con las puertas cerradas, y Jesús apareció en medio de ellos.
La última vez que estuvieron juntos fue en la cena pascual. Luego la huida a la desbandada y el terror ante la muerte en la cruz. Por eso ahora, las primeras palabras del Señor fueron: la paz sea con vosotros. La paz de Dios, el gozo de saber que Él es realmente el Hijo de Dios, el Señor que ha vencido a la muerte y ha resucitado.
Y luego, la gran misión, a la que antaño se había referido al hablar con ellos, y ahora les es comunicada como un mandato, que viene de lo alto. “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Por eso, les comunica su Espíritu, y les da el poder de perdonar los pecados.
La Resurrección es la garantía de que el pecado podrá ser perdonado, de que nos espera la salvación y alcanzaremos la vida eterna. No se refiere únicamente a una transformación espiritual, sino a la realidad de nuestra vida, tal como es, con su cuerpo y su alma, en la que se operará una definitiva superación de nosotros mismos. Estamos en camino de alcanzar ese fin, que no es utópico, sino un hecho ya presente en el Señor resucitado.
A continuación nos narra san Juan un nuevo encuentro de Cristo con los suyos, que tuvo lugar ocho días después. En la ocasión anterior no estuvo presente Tomás, uno del grupo. Cuando le contaron todo lo sucedido, se negó a admitirlo. Tenía que verle él mismo para creerlo, y meter sus manos y sus dedos en las heridas del cuerpo, que decían haber visto.
San Juan, que es el evangelista que más categóricamente ha afirmado la divinidad de Jesús, es el que presenta, con más fuerza, los rasgos vivientes y concretos del cuerpo resucitado de Jesús. Y Tomás da la impresión de ser un hombre noblote, pero muy elemental y obstinado. Cuando Jesús les anunció que iba a Jerusalén, porque su amigo Lázaro había muerto, es el que dijo: “Vayamos todos y muramos con Él”.
Estaban, pues, reunidos como en la ocasión anterior, y ahora sí se hallaba Tomás con ellos, y de nuevo se les apareció Jesús con el mismo saludo: Paz a vosotros. Y enseguida, se dirigió a Tomás diciéndole: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Y respondió Tomás, exclamando: “¡Señor mío y Dios mío!”. Palabras preciosas, como un grito humilde de adoración y de fe, maravillosa afirmación que se ha convertido, para tantos, en profunda adoración ante el Señor en la cruz, en la Eucaristía, en las horas de dolor, o en los momentos de alegría, cuando quisiéramos abrazar a Jesús, pidiéndole perdón, y dispuestos –ahora sí– a vivir o morir con Él. Pocos cristianos han dejado de pronunciar alguna vez esa exclamación tan corta y tan rica, que llena de placer espiritual el alma de quien se rinde al proclamarla.
Y para todos nosotros, la gran bienaventuranza: Dichosos los que sin haber visto, como tú, Tomás, han creído. Porque esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. Quien realmente vence al mundo, como dice san Juan, es el que cree que Jesús es el Hijo de Dios. Así creyeron los de las primeras comunidades, de quienes nos hablan los Hechos de los Apóstoles. Pensaban y sentían lo mismo. Porque la fe engendra comunión y participación. Daban testimonio de la Resurrección con mucho valor. Esto es amor, un solo corazón. Eran comunidad misionera. Como tienen que ser nuestras parroquias, nuestros grupos de apostolado, nuestras obras sociales. La Iglesia toda ha de ser una comunidad misionera de la paz y del amor del Señor.