Comentario a las lecturas del domingo de la Santísima Trinidad. ABC, 2 de junio de 1996.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Este es nuestro comienzo para todo, este es nuestro caminar en la vida, y este será nuestro amén final. En el nombre de Dios que es Padre, y del Hijo que el Padre ha enviado para salvarnos, y del Espíritu Santo que mantiene la fe, la esperanza y el amor y nos introduce en la verdad plena de Cristo.
En nuestro mundo, tan secularizado y tan pobre, sentimos respeto y gozo cuando vemos, por ejemplo, un futbolista que se santigua al saltar al campo. Como nos conmueve dolorosamente, pero nos produce paz, cuando vemos que ese hombre o esa mujer, cuya vida se apaga, auxiliado por alguien que le quiere, levanta su mano vacilante y la lleva hasta su frente y su pecho, pronunciando esas palabras, que tantas veces salieron de sus labios, mientras vivió en este mundo.
La liturgia de la Eucaristía, la misa, es siempre, y hoy nos detenemos a contemplarlo, adorarlo y vivirlo, alabanza, acción de gracias y gloria a la Santísima Trinidad, la ofrecemos al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”, dice Jesús a Nicodemo en el fragmento del Evangelio que hoy leemos. En Cristo se nos ha manifestado la hondura de la vida escondida de Dios. Por Cristo, con Cristo y en Cristo aparece la realidad del Padre en su omnipotencia y bondad, el Hijo en su amor redentor, y el Espíritu Santo en su creación, amor y comunicación. La Trinidad no ha de ser algo abstracto y lejano. Lo que expresa en relación con nosotros, es de una riquísima vitalidad, puesto que somos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, discípulos amados del Espíritu Santo, que siendo la fuente de esa vida, es nuestro amigo y maestro interior.
El lenguaje de los teólogos, cuando nos habla de una sola naturaleza y tres Personas distintas es eso, lenguaje, lógica del pensamiento, que se acerca al gran misterio revelado, recoge los datos que en la Revelación se nos ofrecen, y trata de expresarlo como tiene que hacerlo: con la claridad posible y, no obstante, con la oscuridad inevitable. Pero es un lenguaje que merece el respeto de los que comprenden qué difícil es explicar con palabras, que pertenecen a una determinada cultura, algo, por poco que sea, del misterio de Dios.
La Trinidad es la síntesis de nuestra fe, misterio de amor, donación y entrega. Si leemos con el corazón y con la vida los textos de hoy, veremos que nos hablan de Dios, de su intimidad. No es inútil hablar de ese misterio trinitario, aunque apenas entendamos casi nada. En la relación existente entre las tres divinas Personas, se percibe en ellas la grandeza, que invita a orar; en nosotros, la humildad que sitúa al hombre en su sitio. Nuestra mente se pierde, pero nuestro corazón encuentra. Escribía Dámaso Alonso al final de una carta a Dios: “Dios, no sé quién eres, pero te amo. No sé si existes. Tuyo. Te amo”.
La primera lectura nos descubre el deseo ardiente de Moisés de conocer a Dios. Sube al monte con la Ley entre sus manos. Está abierto a lo que Dios quiera comunicarle. Y Dios le da una respuesta, que nos conmueve. Baja con él, es cercano, compasivo, misericordioso, leal. Y san Pablo, en la carta a los corintios, nos invita a la alegría y el buen ánimo. A tener un mismo sentir, porque el Dios de la paz y del amor está con nosotros. Se despide con la profunda fórmula trinitaria. “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros”.