Comentario a las lecturas del IV domingo de Cuaresma. ABC, 9 de marzo de 1997.
Nos deslumbra el poder del hombre, su capacidad de investigar, de aprovechar los recursos de la naturaleza, de transformarlos, de penetrar las leyes del cosmos y descubrir sus secretos. Ciertamente la ciencia, el arte, la cultura, ponen de manifiesto el singular puesto del hombre en el mundo, como afirmó Max Scheler en su célebre libro.
El esfuerzo humano va venciendo dificultades cada vez mayores y los pasos dados en los campos científicos y técnicos nos llenan de asombro. Y tendríamos que sentirnos llenos de reverente admiración hacia Dios, que ha creado así al hombre; y sin embargo perdemos el sentido de la orientación, nos alejamos de Él y confiamos únicamente en las posibilidades humanas. Lo que vamos logrando no es capaz de salvarnos. Es lo que decía Malraux: Hemos llegado a la luna, ya estamos allí, ¿será para suicidarnos mejor y más tranquilamente? Es decir, aun con todos los progresos alcanzados, seguimos sintiendo hambre y sed de salvación, hambre y sed de lo que verdaderamente estamos llamados a ser y podría facilitarnos la felicidad que buscamos. Como lo sentía el Pueblo de Dios.
Su historia es también historia de alejamientos, desconfianza en el poder salvador de Yahvé, sufrimiento, súplica de perdón y nuevo acercamiento. Puede una madre olvidar al hijo de sus entrañas, pero Dios no puede. A los israelitas, desterrados y necesitados de liberación, les pone, en medio de sus angustias, a Ciro, Rey de Persia, un pagano, que les devuelve a su tierra amada. Y la vida de un pueblo humilde y purificado es de nuevo posible en Jerusalén.
Dios nos ama, he aquí la gran verdad. Dios, rico en misericordia, nos perdona siempre a nosotros, autosuficientes y desconfiados, y nos invita a recapacitar sobre el origen de nuestros talentos, a vivir con Cristo y a resucitar con Él. Dios muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia y de su bondad. Sólo hacen falta corazones capaces de recibir con humildad ese don precioso. Cuando la humildad nos acompaña, la paz y la alegría se hacen sentir incluso a la hora de la muerte, cuando todo se desvanece. Somos obra de sus manos y lo que poseemos es don suyo. Nuestra singularidad viene a ser responsabilidad para que nos dediquemos a las buenas obras, que se determinó que practicásemos, como dice san Pablo en su carta a los efesios.
Hemos de vivir con sentimientos de gratitud permanente ante Dios, nunca de orgullosa altanería, y ciertamente vivirlo así, ya es una riqueza. Como dice santa Teresa, si no conocemos a quien recibimos, no nos despertaremos a amar. El progreso humano en todos los órdenes y el esfuerzo del hombre para alcanzarlo merecen nuestra admiración y nuestro deseo de que todos se beneficien, y no haya tan dolorosas divisiones entre el norte y el sur, entre el primero y el tercer mundo.
Indica una pobreza mental verdaderamente deplorable dejarse desconcertar por el ateísmo y la indiferencia religiosa, o por tantas proclamas de que el hombre se basta a sí mismo. Desgraciadamente no es así. La enfermedad nos desgasta y la decrepitud final va reduciendo nuestro organismo físico y nuestras energías psíquicas a un nivel cada vez más pobre. ¿Dónde está el hombre que se basta a sí mismo? ¿Acaso en la práctica de la eutanasia?
Tenemos una cumbre hacia donde dirigir nuestras miradas: la cruz de Cristo, que llena la historia. Él es el único que salva. Dios no mandó a su Hijo para condenar, sino para salvar. No quiere las tinieblas, sino la luz. La Iglesia, a través de cada uno de nosotros, a través de cualquier germen de Cristo, dondequiera que se encuentre, ha de ser lugar de salvación y de reconocimiento de Cristo. La ciencia, la técnica, el poder tienen que estar al servicio de todos los hombres iluminados por la luz, que nos llega desde la cruz de Cristo.