Conferencia pronunciada el Viernes de Ceniza, 13 de febrero de 1970.
Atento al propósito de predicaros en esta Cuaresma sobre la virtud de la caridad y sus exigencias en la vida cristiana, empecé en la noche del Miércoles de Ceniza hablándoos del primer mandamiento de la Ley: amar a Dios sobre todas las cosas. Insistía, si os acordáis, en la necesidad de fijar bien nuestras ideas y de reconocer la trascendencia de Dios. Os hablaba de cómo hay que amar a Dios en su ser, en su divina infinitud, en su grandeza única. Aun cuando hubiera un hombre solo en el universo, aun cuando no tuviese junto a sí a sus hermanos, los demás hombres, ese hipotéticamente único ser que existiría, ese único hombre, estaría igualmente obligado a amar a Dios, a adorarle, a expresar con los mejores sentimientos de su alma la veneración que debe sentir ante el Dios que le ha creado.
Tiene suma importancia reconocerlo así, para no caer en una teología sin Dios. Estamos diciendo constantemente que queremos cumplir con las exigencias de nuestra fe; pero la primera de estas exigencias es situarnos en nuestra humilde condición de criaturas para descubrir la relación con Dios, nuestro Padre que está en los cielos; situarnos en actitud de adoración ante Él, reconocer que todo se lo debemos a Él y arrancar de aquí para construir todo el edificio religioso de nuestra vida cristiana. También para construir el edificio de nuestro amor al prójimo, mandamiento semejante al primero. He de hablar, si Dios quiere, en noches sucesivas, del amor fraterno. Pero es necesario buscar bien las raíces y establecer los fundamentos.
Por qué hemos de amar a Dios #
Esta noche trataré de explicaros por qué en nuestra relación con Dios todo ha de estar dominado por el amor a Él. Os ruego un poco de atención para el razonamiento que he de hacer. Y aún más: os pido que escuchéis estas palabras conforme a la intención con que las predico. Trato de llamar a vuestra conciencia cristiana y ayudaros, en el cumplimiento de mi deber de obispo, ayudaros a todos, hijos de la Iglesia en nuestra diócesis, al mejor cumplimiento por vuestra parte de los deberes cristianos que tenéis. No es hora de lamentos, sino de una reacción sana, objetiva, en que nuestra vida cristiana, amparada por su propia fuerza –la que viene de la gracia de Dios que la sostiene– e iluminada con la luz de la Revelación, nos dé a todos la seguridad de que vamos por el recto camino y nos haga capaces de ofrecer a nuestros hermanos los hombres, en este mundo religioso hoy tan perturbado, el testimonio de una fe serena, tranquila, que no quiere decir perezosa; segura, aunque no esté exenta de oscuridades; fuerte, animosa; no una fe que se complace en el problema por el problema; tampoco una fe que descanse en la ignorancia. No. Es la fe que puede brotar de la oración, del trato confiado con Jesucristo, de la lectura atenta del Evangelio, de la meditación sobre la vida y ejemplos de los Santos. Esta es la fe que hoy se necesita propagar. No podemos guardarla dentro de nosotros mismos. Si Dios nos la da, es para difundirla.
El amor a Dios sobre todas las cosas da sentido a la vida del hombre, os decía el Miércoles de Ceniza. No se trata únicamente de creer en la existencia de Dios, de aceptar su omnipotencia creadora, su infinitud, su grandeza; ni únicamente de obedecer y acatar los preceptos que, como legislador supremo, puede Dios imponernos. La mera obediencia de criatura que reconoce el dominio del Creador podría llevarnos a una actitud de respeto y de temor, pero no al amor. Así lo vemos en las religiones primitivas, todavía hoy existentes en diversos lugares de la tierra. Sus adictos, los que profesan estas religiones, son creyentes, adoran a la divinidad, ofrecen sacrificios y actos de culto, observan o tratan de observar los preceptos fundamentales de la ley natural coincidentes con los mandamientos del Decálogo; pero la conciencia del amor a su Dios, aunque no desaparecida totalmente, porque nunca puede desaparecer del todo en un creyente, queda debilitada y oscurecida ante otros sentimientos más fuertes que marcan su espiritualidad, tales como el de servidumbre ciega, devoción mágica, reverencia irracional, terror incluso. Son desviaciones a las que se ha llegado por la pérdida progresiva de las luces de la Revelación primera.
El cristiano, en cambio, cuando entiende y se afana por practicar bien su religión, no solamente cree en Dios, sino que ama a Dios; y toda su religión se reduce a esto: amar a Dios y amar al prójimo, amar siempre, por encima de las dificultades que puedan surgir: dificultades de alma y cuerpo, personales, sociales, familiares; amar con amor de gratitud, de obediencia también, de afecto religioso, libremente. El cristiano es un hombre libre de verdad cuando ama a Dios; y cuanto más puro y más fuerte y más vivo es su amor a Dios, más grande y más plena es su libertad, porque sólo entonces camina hacia su fin verdadero –libertad en cuanto al destino–; sólo entonces se libera de la esclavitud de las cosas creadas –libertad en cuanto a los medios–; sólo entonces sus facultades interiores, inteligencia y voluntad, se mueven dentro de la luz y del orden objetivos, es decir –libertad en cuanto a las exigencias desordenadas de las propias pasiones–.
Pero la pregunta es inevitable. Vuelvo a formularla tal como os decía al principio: ¿Dónde y cómo podemos conocer plenamente que nuestro fin, nuestra dignidad y nuestra gloria, más aún, nuestra plena libertad, descansan sobre el amor de Dios? Es Dios mismo el que nos da la respuesta. La Biblia nos muestra la revelación que Dios ha querido hacer de Sí mismo, nos abre el secreto de la creación del hombre, nos ilumina sobre la relación fundamental que ha de existir entre el hombre y Dios, y nos enseña que ésta no es otra que el amor. Amamos a Dios porque nos ama a nosotros. Nos ha creado por amor, nos ha redimido por amor, nos ofrece en su amor el premio de la gloria en la salvación eterna. Esta es la enseñanza de la Biblia; más concretamente: ésta es la enseñanza de Jesucristo, el Hijo de Dios, la palabra santa de Dios.
Este mandamiento primero, amar a Dios sobre todas las cosas, no es simplemente un precepto que se nos ha impuesto desde fuera. Podría haberlo hecho Dios así. Podría haber dicho simplemente al hombre: ama. Y este hombre tendría que escuchar con respeto la voz de su Dios. Pero no. No es esto. Se trata de algo muy distinto. Ese primer mandamiento de la Ley brota de la entraña misma del Ser, del ser de Dios y del ser humano tal como Dios lo ha hecho. La Ley es una expresión que refleja el orden existente. Cuando un hombre, ateniéndose a las enseñanzas de la Biblia (yo estoy hablando a cristianos, no a incrédulos), piensa en su religión y trata de explicarse el por qué de este amor que se le señala como precepto fundamental, no se limita únicamente a escuchar esa frase que llega hasta él como imperativa de un mandato: amarás a Dios sobre todas las cosas. No. Este hombre piensa en sí mismo, en su condición de criatura; y ve que cuanto tiene es a imagen y semejanza de Dios que le creó por amor; y que ha sido elevado a un orden sobrenatural, de participación en la vida divina, que le libera del pecado y le hace heredero de la gloria merced a los méritos de Cristo, el Hijo de Dios, que viene al mundo.
La respuesta más profunda a los interrogantes del hombre #
Atento a estas enseñanzas de la Biblia, el hombre encuentra respuesta a los más profundos interrogantes, y empieza a moverse dentro de un orden que da sentido a su existencia. ¿Qué soy yo, pobre criatura del universo, un hombre… o millones de hombres, aislados de esta fuerza divina que les creó por amor? ¿Qué significa mi presencia en el mundo y mi relación con los demás, si me aparto de este horizonte dentro del cual se mueve el origen de la vida y, por consiguiente, también el ser personal, inteligente y libre que hay en mí? ¿Por qué de la nada he sido puesto en la existencia y en la vida? ¿Por qué de esta existencia terrestre paso, misteriosamente, pero atendiendo y satisfaciendo un anhelo que llevo dentro de mí, a esa vida inmortal que está reclamando toda mi naturaleza? ¿Por qué el desorden del pecado? ¿Por qué está justificada la lucha contra ese desorden? ¿Por qué la belleza de la virtud me atrae? ¿Por qué el contraste entre el vicio desordenado y la hermosura de esa virtud, tal como se ve reflejada en Cristo y en la vida de los santos? ¿Por qué mi alma libre, libre de pasiones y prejuicios, intuye y capta algo de una belleza que trasciende las cosas de la creación? ¿Qué es esto? ¿A qué corresponden todos estos anhelos y estas llamadas secretas que brotan de mi interior? ¿Qué soy yo, hombre? Un poco de polvo que se convierte en polvo, decimos la mañana del Miércoles de Ceniza.
Pero, no. Hay también otra realidad: yo soy un hombre que piensa, que habla, que ama, que comunica su palabra a quienes quieren escucharme, que se une, por una ley secreta, con las almas de otros que reciben mis ideas, que sintoniza con sus aspiraciones y que coincide con los de hoy y los de ayer en buscar siempre lo mismo: una luz indeficiente, una verdad que no falle, una fuerza que no se rompa, un amor eterno y permanente. Mi vida no tiene explicación si no es porque hubo un amor infinito: el amor omnipotente de Dios Creador, que me ha puesto en el mundo. Esa es la enseñanza de la Biblia que disipa mis dudas.
Veamos qué nos dice Jesucristo al hablar de Dios. El nos lo presenta como a nuestro Padre, que está en los cielos. No se puede hablar de Dios así, si Dios no es amor hacia nosotros. En las religiones primitivas todavía existentes en la tierra, alejadas de la luz de la Revelación, no se habla del amor de Dios Padre. Pero Jesucristo nos enseñó así: ved, pues, cómo debéis orar: Padre nuestro, que estás en los cielos; santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6, 10-14).
Cristo no dio una definición de Dios; pero cuando enseña a los hombres a orar les dice que Dios es Padre suyo. La invocación primera con que empieza la oración es una invocación confiada: Padre nuestro, que estás en los cielos. Y después de otras peticiones, encaminadas a reconocer la santidad de Dios y cómo hemos de respetar su voluntad y desear que se cumpla, se dice a ese Padre con toda confianza: danos el pan de cada día.
A un Dios que no es amor no se le pide así. Más aún, a ese Padre que está en los cielos se le dice, con toda humildad, pero también con una inmensa esperanza de que podremos conseguirlo: perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. El lenguaje del perdón, la confianza en que un ser es perdonado se tiene, sobre todo, con los padres que nos aman.
Sí, continuamente, no sólo ahora cuando nos enseña a orar. Seguid atentamente los textos del Evangelio: El Padre, que está en los cielos, cuida de nosotros con providencia amorosa. En el mismo capítulo, sexto del evangelio de San Mateo, en el Sermón de la Montaña, cuando habla de la providencia, dice Jesucristo:No podéis servir a Dios y a las riquezas. En razón de eso os digo: No os acongojéis por el cuidado de sustentar vuestra vida o de dónde sacaréis vestidos para cubrir vuestro cuerpo. ¿Es que no vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros y vuestro Padre celestial las alimenta. Pues, ¿no valéis vosotros mucho más, sin comparación, que ellas?(Mt 6, 24-26).
Vuestro Padre celestial. El misterio de la providencia, que no invita tampoco al abandono de nuestras actividades, no. Es el trabajo confiado y solidario de unos con otros, ayudándonos mutuamente para observar también, en esa mutua ayuda, la Ley de Dios. Podemos estar seguros de que Dios cuida de nosotros. Amorosa providencia del Señor. El hecho de que luego existan la enfermedad, la muerte, el fracaso y la frustración humana, no se opone en nada a la providencia. Forman parte del juego de esta relación entre la criatura de Dios y el mundo actual. Mientras vivimos en este mundo, no ha suprimido Dios el dolor, ni siquiera en su divino Hijo, que nos redimió en la Cruz. El dolor, la frustración y la enfermedad no se oponen a esta actitud paternal de Dios, que cuida de las aves y de los lirios del campo y aún más de nosotros. Aunque aparezcan la enfermedad y la muerte, este Dios de que nos habla Jesucristo nos concede los dones que le pedimos y que necesitamos para nuestra salvación.
El sigue hablando: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y os abrirán. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama se le abrirá. Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que se las pidan?(Mt 7, 7-11).Es Jesucristo, el Verbo de Dios, el que está enseñándonos quién es Dios y revelándonos sus actitudes de Padre con respecto a nosotros.
Lo que ocurre es que nosotros, en nuestra pequeñez, achicamos demasiado estos conceptos y nos fabricamos un Dios de bolsillo hecho a nuestro gusto; y entendemos todo esto en un tono raquítico y pobre, como si Él fuera un Dios limosnero que tiene que estar ahí, a la puerta de la despensa, para nuestras pequeñas necesidades. Ciertamente, que ni un solo cabello caerá de nuestra cabeza sin permiso del Padre que está en los cielos. Y la más pequeña necesidad es atendida por Él en el juego normal de la providencia, en el que entran la lucha del trabajo y las obligaciones de solidaridad de unos con otros. No lo pongamos en duda por el simple hecho de que no se nos conceda todo lo que pedimos, conforme lo pedimos, y en el momento en que lo pedimos. Esto no lo ha prometido Dios nunca. Tampoco los padres con sus hijos hacen esto.
No pidamos a Dios, el Padre que está en los cielos y que conduce nuestras vidas hacia la eternidad, que obre como si exclusivamente hubiera de estar atento a estas instancias y apremios que puede presentar el inmediatismo de nuestras necesidades de cada día. No. La relación entre criatura y Creador, entre hijo y Padre, entre redimido y Redentor, es más grande. Nada, por pequeño que sea, se escapa; pero dentro de lo pequeño y lo grande, la santa voluntad de Dios nos conduce, a veces, por caminos misteriosos. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6, 33).
Así podríamos ir recorriendo innumerables pasajes del Evangelio en que aparece Jesucristo hablándonos de Dios, de cómo Él, el Señor, nuestro Padre que está en los cielos, nos quiere y nos cuida como lo hace un padre con sus hijos. Busca también la inocencia de nuestra alma, el brillo de la virtud. Desea que el escándalo no cause daño a sus hijos, a grandes y a pequeños, porque para Dios todos somos pobres y pequeños.El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que se había perdido,dice Jesucristo.Si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se hubiera descarriado, ¿qué os parece que hará entonces? ¿No dejará las noventa y nueve en los montes y se irá en busca de la que se ha descarriado? Y si por dicha la encuentra, en verdad os digo que más se alegra por causa de esto que por las noventa y nueve que no se le han perdido. Así, pues, no es voluntad de vuestro padre que está en los cielos el que perezca uno solo de estos pequeñitos(Mt 18, 11-14; cf. Lc 17, 1).
Correspondencia filial #
Pues bien: si ésta es la idea de Dios que nos transmite Jesús –la de un Dios que es nuestro Padre y nos ama–, al situarse el hombre en relación con Él, ya no cabe en la postura humana otra actitud distinta de la que le corresponde al amor, porque se ve, por lo que aparece en la Revelación, que esto es lo primero que quiere Dios, aunque pensemos en Él como Creador y Dueño de nuestras vidas, sin que ello suponga desconocimiento de ninguno de los derechos que corresponden a sus atributos divinos. Pero en el momento en que se ha establecido una relación con los hombres –la relación del Verbo encarnado– lo que prevalece, lo que Dios quiere que quede por encima de todo en la actitud religiosa del hombre, es el amor.
Entonces esta muchachita joven que está aquí escuchándonos; cualquiera de vosotros, padres de familia, con vuestros problemas; ese sacerdote ordenado para el culto y el sacrificio divinos y para predicar la palabra de Dios; ese joven que trata de abrir cauces a su vida; todos, unos y otros, en nuestra relación con Dios a partir de la Revelación cristiana, no es que podemos encontrarnos con Él como Padre; es que no puede ser de otra manera. El amor nos envuelve. Lo cual no obsta para reconocer el hecho de que hemos de tener un santo temor a su justicia, cumplir las leyes que Él nos ha dado, porque entenderemos enseguida que es por nuestro bien, que Él busca con ello que el pecado no se apodere de nosotros, que no hagamos mal uso de nuestra libertad, que nos situemos en el camino que nos lleva a la posesión completa de su gloria. No es posible pensar de otra manera.
Luego, en mi relación con Él, ¿cómo no llamarle Padre cuando oro, si Cristo me ha enseñado a orar así? Y en lo tocante a adorar a Dios y dirigirme a Él, ¿cómo no lo voy a hacer con confianza y amor, si me dice que está ahí para atender mis peticiones? Y al pensar en Él, ¿cómo no voy a pensar en su pureza infinita, a la cual tengo que amar correspondiendo con la mía, si lo que veo es que, según me dice Jesucristo, Él quiere que no se pierda ninguno de estos pequeñitos, ninguna de sus criaturas humanas, ninguno de los hombres que ha creado y redimido? Redimido, sí. Porque hay algo más que una palabra. Está el hecho de la Redención.
Cristo, la Redención consumada: ésa es la obra maestra del amor de Dios, el cumplimiento de todas las promesas de salvación por amor.
Desde el momento de la creación, cuando con el pecado de nuestros primeros padres se produce la ruptura, ya hay una promesa: La mujer quebrantará tu cabeza (Gn 3, 15); promesa que va después formulándose de una manera más explícita. Un día, Dios busca y llama a aquel arameo errante que era Abraham, para convertirle en padre de un pueblo. Le somete a una prueba: el sacrificio de su hijo, que acepta Abraham con humilde obediencia. Dios detiene su brazo. Ha visto la fidelidad. Y es entonces cuando le reitera la promesa: Te bendeciré largamente y multiplicaré grandemente tu descendencia (Gn 22, 17). Empieza el caminar del pueblo escogido. Vienen después los grandes personajes de esa historia sagrada: los Profetas. Israel es como una pequeña porción de la humanidad, en la cual se mantiene el fermento salvador, la promesa de que un día se cumplirá lo que se anunció en el paraíso.
Y el Verbo se hizo carne, y nació del seno de la Virgen María, concebido por obra ygracia del Espíritu Santo. Nace en el portal de Belén. Nace el Salvador del mundo. Así fue llamado; así ha sido reconocido; así ha sido adorado por los siglos de los siglos. Esa es la fe de los Apóstoles; ésa es la fe de todas las generaciones cristianas. Nació Jesús. El Bautista, haciendo eco a todos los anuncios y vaticinios de Antiguo Testamento, le presentó así: He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo. Seguidle –dice el Bautista a sus discípulos–. En pos de mí viene alguien que ha pasado delante de mí, porque era primero que yo (Jn 1, 29-30). Yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia (Jn 1, 27). Y empieza Cristo su predicación. Tres años nada más. Predicación escasa; pero cuyo contenido es inagotable.
Jesús viene al mundo y toma nuestra naturaleza. Sí, es de nuestra condición y de nuestra raza; se ha injertado en nuestra familia humana; lleva carne y sangre nuestra. Unidas su naturaleza divina y su naturaleza humana en una única persona, redimirá al hombre. En adelante, el hombre se verá libre de pecado. El pecado era la desobediencia, era la ruptura con Dios, el desorden fundamental que trastorna todo el plan divino. La muerte de Cristo, por obediencia y amor, viene a restaurar el orden quebrantado. Se somete con dolor. Hay en su naturaleza un sufrimiento fuerte y visible, bien claramente puesto de relieve en el Huerto de los Olivos. Pero sube a la cruz y en la cruz muere por nosotros. Desciende al sepulcro. Después, resucita glorioso.
La Resurrección #
Esta resurrección es la fuerza de la Iglesia. De aquí brota todo el misterio del cuerpo místico de Cristo, en el cual estamos nosotros injertados como miembros suyos, solidarios ahora, como antes lo éramos en el pecado, en los frutos de la redención. De aquí brota la esperanza de la gloria: Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe (1Cor 15, 14). Pero si fuisteis resucitados con Cristo –afirma San Pablo– buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra (Col 3, 1).
Estáis destinados a una vida inmortal. Y ahora viene la pregunta: ¿Cómo se explica todo esto? Por amor y nada más que por amor de Dios al hombre.
Esta es la respuesta de la Sagrada Escritura; ésta es la respuesta de toda la teología católica; ésta es la respuesta que Dios sigue dando al que quiere escuchar sus palabras. Y entonces fluye también la contestación al interrogante primero: ¿Por qué el primer mandamiento de la Ley para el cristiano ha de ser éste: amar a Dios sobre todas las cosas? Es fácil comprenderlo cuando vemos que, de parte de Dios hacia nosotros, como creador y redentor, no ha habido más que esto: amor sin límites. Cuando un cristiano se sitúa en esa perspectiva le es más fácil entender también el misterio de los demás amores: el amor al prójimo, el amor a la Iglesia y el amor al mundo.
El camino está ahora más expedito. Era necesaria la reflexión de estas dos primeras noches para encontrar las motivaciones de este amor que se nos pide en relación con nuestros hermanos. En cualquier momento de debilidad o de cansancio, lo mismo se trate de cumplir nuestros deberes con Dios que con los demás hombres, tendremos una voz que nos llama y nos avisa siempre con ternura paternal: tendremos la voz de Dios Padre y tendremos la voz de Cristo encarnado y Redentor de nuestra vida, el cual nos recordará siempre el camino de amor en que hemos de movernos.
No lo olvidemos. “Dios nos amó primero” (1Jn 4, 10).