Comentario a las lecturas del II domingo de Cuaresma. ABC, 23 de febrero de 1997.
Apenas iniciada la Cuaresma, se nos invita en este domingo a leer el pasaje de san Marcos sobre la transfiguración de Jesús en el Tabor. Resplandeciente como el sol, poderoso en su majestad, bellísimo en su rostro y figura. No es extraño que Pedro dijese sin poder reprimirse: “Señor, ¡qué bien se está aquí!”
Pero no había llegado la hora del descanso, ni mucho menos la del gozo de la presencia divina. Era un alto en el camino y, sobre todo, una preparación para los días tristes, que habían de venir. Cuando llegasen, al menos estos tres, Pedro, Santiago y Juan, testigos ahora de aquella transfiguración gloriosa, podrían recordar el momento en que habían percibido el resplandor de la divinidad. Y habían escuchado las palabras del Padre que decía: “Éste es mi Hijo amado, escuchadle”.
También a nosotros Dios nos habla y se nos revela. Tenemos que percibir su voz en los acontecimientos diversos, escucharle en su Palabra. Él siempre está viniendo a nosotros. El presente siempre está lleno de Él para los que saben verle. Nuestras estrecheces se ensanchan, cuando Él las penetra. La cruz que llevamos se nos vuelve signo de vida, de resurrección y de victoria. Dios está con nosotros en el dolor, en la alegría, en el triunfo, en el fracaso. Un cristiano sincero es también un hombre transfigurado. “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?”.
Se nos habla también de Abrahán, que es paradigma de fe, esperanza y confianza en nuestro peregrinaje. Abandonó todo y se puso en camino ante la llamada de Dios. Dejó tierra y familia. Y todavía el Señor le pidió lo mejor de la promesa que le había hecho: su propio hijo.
Siempre el mismo dinamismo pascual, desprendimiento de lo que se tiene, para lograr lo que se espera. Fe, esperanza y confianza, que desafían todos los riesgos y son ejemplo para nosotros, que necesitamos vivir esas actitudes de Abraham. No debemos dejarnos llevar por una pobre confianza en nuestros esquemas y fuerzas, sino por la fe en Cristo que murió, resucitó e intercede por nosotros. Es lo que corrientemente ha quedado como un tópico de nuestro lenguaje, “la fe de Abraham”. Pero lo que no tiene que ser un tópico es la fe a prueba de todas las pruebas y la confianza en Dios, pase lo que pase y suframos lo que suframos. Dios es bueno siempre, aunque tardemos en verlo con nuestros ojos pobres.
El relato de la transfiguración nos tiene que confortar. El Señor llevó al monte consigo a los tres Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, para que vieran lo que iba a suceder, pero aún a ellos les encarga que guarden silencio, que no digan a nadie lo que han visto y oído. Sólo después de que Él resucite de entre los muertos podrán hablar. Es decir, hay que pasar la noche oscura, sufrir la pasión, hay que llevar sobre los hombros la cruz dolorosa. Nos espera una gloria inmortal.
En Cristo había algo, que rebasaba la vida y la muerte, lo que no le impidió vivir plenamente nuestra vida. La realidad de Cristo transforma nuestra vida y nuestra muerte. La transfiguración es como el relampagueo luminoso de la resurrección del Señor. Nuestra propia garantía. Ser salvados significa participar en la vida de Jesucristo. También nosotros resucitaremos. En Jesús sabemos que podemos ser transformados. Necesitamos momentos como los que vivieron Pedro, Santiago y Juan. Pero tenemos que saber retirarnos, para verle y escuchar la palabra del Padre. ¿Silencio de Dios? No, Dios nos habla.
“Este es mi Hijo, escuchadle”. ¿Cuál puede ser nuestra montaña de la transfiguración? No lo sé, pero existe. Una lectura seria del Evangelio, una Eucaristía vivida intensamente, un dolor aceptado con confianza en Dios, una vida de piedad sencilla pero cotidiana, que culmina en un momento de luz, paz, alegría interior, una frecuencia en los sacramentos que abre nuestro corazón. ¡Tantas cosas pueden ser nuestro monte Tabor!