Divorcio, doctrina católica y modernidad

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Divorcio, doctrina católica y modernidad

Instrucción pastoral con motivo del proyecto de ley remitido a las Cortes para la reforma del Código Civil en materia del matrimonio, septiembre de 1980. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, septiembre-octubre 1980.

Nuevamente me considero obligado, en cumplimiento de mi deber pastoral, a dirigiros esta Instrucción, ahora sobre el tema del divorcio. Prescindo de lo que os escribí cuando se iba a someter a referéndum el proyecto de Constitución, aunque era ésta una buena ocasión para examinar ciertas afirmaciones que entonces se hicieron.

Ha sido ya enviado a las Cortes y ha empezado a discutirse un proyecto de ley para la reforma del Código Civil en materia de matrimonio y sus causas de disolución, que incluye el divorcio, y una vez más la conciencia de muchos católicos se ve turbada por la confusión reinante. Es originada esta confusión por muchos factores, entre los cuales enumero los siguientes:

a) La apelación continua a una idea de modernidad y de progreso con la que se dice que es incompatible el mantenimiento del matrimonio indisoluble.

b) El ataque despiadado de tantos órganos de expresión pública a quienes defienden con dignidad sus convicciones opuestas al divorcio vincular.

c) La presentación y defensa de los proyectos de ley divorcista por parte de hombres públicos bien conocidos por su profesión de fe católica, algunos de los cuales han dicho que contaban con la aprobación de la Jerarquía; y

d) Lo que todavía es más doloroso, el hecho de que en el interior de la Iglesia se haya producido , a pesar de las declaraciones del Episcopado Español, o bien una inhibición o silencio desconcertante por parte de quienes tienen el deber de predicar y orientar las conciencias de acuerdo con el magisterio de la Iglesia, o bien una actitud reticente, y aun hostil, por parte de eclesiásticos de diversa dignidad y representación en clara disonancia con lo que la Iglesia ha enseñado siempre y el Papa actual, Juan Pablo II, sigue enseñando con admirable fidelidad y empeño apostólico: actitud, por otra parte, que no es de estos días, puesto que ya se manifestaba en escritos impunemente publicados desde hace diez años más o menos, en contra de lo que el Pontífice Pablo VI venía diciendo. Lo que en algunos casos podría ser un noble empeño de clarificación, siempre necesario, ha sido, en ocasiones, inconcebible proclividad a asumir posiciones contrarias al magisterio de la propia Iglesia.

Todo lo cual ha contribuid o a que un gran sector del pueblo católico se encuentre desorientado y confundido. Y así, prospera y arraiga cada vez más la bien orquestada campaña de grupos políticos y pseudoculturales, que astutamente van logrando sus propósitos. Hace nueve años que en una revista española, por entonces de gran difusión, se escribían estas palabras: «Menos mal que de momento nos queda luchar por el divorcio. Cuando hayamos acabado por conseguirlo, tendremos que empezar a luchar por acabar con el matrimonio»1.

Gravedad del problema #

En el año 1967, en su discurso con motivo de la apertura del año judicial de la Rota Romana, el Sumo Pontífice Pablo VI pronunció estas palabras: «No queremos silenciar la triste impresión que siempre ha producido el ansia de quienes aspiran a introducir el divorcio en la legislación y en la vida de las naciones, que tienen la suerte de estar inmunes a él, como si fuera desdoro no tener esta institución hoy, índice de una perniciosa decadencia moral, y como si el divorcio fuera el remedio de los males que él, sin embargo, extiende y agrava aún más, favoreciendo el egoísmo, la infidelidad, la discordia, donde debería reinar el amor, la paciencia, la concordia, y sacrificando con despiadada frialdad los intereses y los derechos de los hijos, débiles víctimas de legalizados desórdenes domésticos».

Era una advertencia anticipada sobre lo que ya se veía venir, y concretamente en Italia, donde se utilizaban los mismos argumentos que ahora se utilizan en España, pidiendo la legalización del divorcio. Siete años más tarde, con ocasión del referéndum que se iba a celebrar en la nación italiana para admitir o rechazar el proyecto de ley divorcista, la Conferencia Episcopal se dirigió a los católicos y al pueblo italiano, exponiendo con toda claridad la doctrina de la Iglesia. Pablo VI, en discurso a la Conferencia misma, expresó: «Nuestra plena adhesión a la postura adoptada –por fidelidad al Evangelio y al constante magisterio de la Iglesia Universal– por el Episcopado italiano en las presentes circunstancias para la defensa y para la promoción religiosa, moral, cívica, social y jurídica de la familia. La afirmación hecha por vosotros… sobre la indisolubilidad del matrimonio, fundada en la palabra de Cristo y en la esencia misma de la sociedad conyugal, exige también de Nos, y de Nos en primer lugar, confirmación abierta, la cual no viene sugerida por una consideración unilateral del problema, ni quiere tener repercusión polémica alguna, sino que quiere reconocer públicamente la autoridad de vuestra notificación pastoral y quiere, al mismo tiempo, proponer de nuevo, con confiado respeto a los que han tomado en serio la incondicional plenitud de amor entre los cónyuges, la solidez de la institución familiar, la protección obligada y la educación amorosa de la prole por parte de los padres, un tema extraordinariamente grave».

Y tras la votación efectuada, con resultado negativo para los que se oponían al divorcio, volvió a hablar y, con evidente tristeza, dirigía «un llamamiento paternal a los eclesiásticos y religiosos, a los hombres de cultura y acción y a tantos queridísimos fieles y laicos con educación católica, los cuales no han tenido en cuenta en dicha ocasión la fidelidad debida a un explícito mandamiento evangélico, a un claro principio de derecho natural, a una respetuosa invitación de disciplina y comunión eclesial, tan sabiamente cursada por esta Conferencia y revalidada por Nos mismo»2.

Invoco estas palabras porque no creo que nadie pueda tachar a Pablo VI de desconocer las exigencias del pluralismo de la sociedad moderna y las de la libertad religiosa a la hora de señalar los deberes de los católicos en una cuestión como ésta. Nunca dijo –porque no venía al caso en esta materia– eso que tan frívolamente se repite que los creyentes no tenemos por qué imponer a los demás las convicciones que nacen de nuestra fe. Proclamó abiertamente la doctrina de la Iglesia y pidió que, a la hora de votar, todos sus hijos la tuviesen en cuenta. Si por miedo a una derrota electoral hubiera dejado de proclamarla, no habría prestado el servicio que de él se podía pedir. Porque la Iglesia no está en el mundo para ganar o perder batallas electorales, sino para predicar aquello en que cree. El Papa actual, Juan Pablo II, viene haciendo lo mismo desde que inició su Pontificado, y en los distintos lugares del mundo que ha visitado se ha referido con insistencia a la necesidad de defender el matrimonio indisoluble y ha manifestado su deseo de que no se introduzcan legislaciones que puedan destruirlo.

En contraste con este proceder, que no es más que coherencia doctrinal y pastoral con el magisterio anterior, viene observándose en el interior de la Iglesia, en España, una tendencia a olvidar o silenciar estas enseñanzas, sustituyéndolas por ideas, hipótesis y dudas de los doctores –o de los que así se llaman– a cuyos pronunciamientos muchos prestan más atención que al magisterio pontificio.

¿Se podría hablar –acaso–, doctrinal y pastoralmente, de la indisolubilidad del matrimonio como institución natural, silenciando toda la enseñanza doctrinal y pastoral de los Papas sobre este aspecto concreto?

El resultado es que, en estas y otras cuestiones, la brecha abierta entre moral y derecho cada vez se ensancha más. La gran tarea de la Iglesia, de moralizar y cristianizar el derecho, a la que tanto contribuyeron nuestros teólogos y juristas españoles, ha sido abandonada. Caminamos hacia una positivización de las normas jurídicas. No se cree en la existencia de la ley natural, a la que se considera una creación de la teología escolástica. Se preconiza más bien un fideísmo pietista pseudoevangélico, que deja a un lado los principios del orden jurídico y moral iluminados por la fe, a cuya formulación han contribuido los esfuerzos realizados durante siglos de profunda elaboración teológica.

El problema del divorcio, tal como se viene planteando, es muy grave, porque en él se debate algo más que la indisolubilidad del matrimonio, a saber: la existencia de la ley natural, la competencia de la Iglesia para interpretarla y enseñarla, y la obligación de los Estados de respetar en su ordenamiento político los valores éticos fundamentales. La mentalidad positivista en cuestiones de moral y derecho, el afán de parecer modernos y tolerantes, aun en cuestiones no sujetas al arbitrio de los hombres; el ceder un poco unos para que cedan otro poco los demás…, son actitudes que han penetrado también en amplios sectores de la Iglesia. Es laudable todo intento de comprensión de las dificultades de los hombres políticos, pero ¿cabe acción pastoral sin proclamación de la verdad? ¿Se pueden silenciar los errores doctrinales porque estén apoyados en mayorías sociológicas y en posturas democráticas? ¿Se puede dejar al pueblo sumido en la confusión y la incertidumbre? «La ley no debe ser nunca una denotación de lo que acontece, sino modelo y estimulo para lo que se debe hacer»3.

Intransigencia y cordura #

Esta lamentable actitud a que me refiero traerá irremediablemente funestas consecuencias para la familia. No importa. Los que dejan a un lado las enseñanzas de los Papas se muestran como los representantes de la cordura y la comprensión, cuando no se consideran intérpretes más sabios de la doctrina, gracias a las investigaciones de éstos o aquéllos. Hay que dejar a los legisladores que señalen libremente lo que pide el bien común y a los ciudadanos que actúen según su conciencia. Los católicos –añaden– ya saben cuáles son sus obligaciones. No obrar así nos llevaría a una guerra religiosa.

Pienso que al expresarse de este modo se incurre en un abuso de la palabra y los conceptos. Tan dañoso como proclamar verdades a medias en la defensa del matrimonio indisoluble es manipular el lenguaje, dejando de exponer las consecuencias que se derivan de una posición determinada. Defender, desde el punto de vista católico, lo que los Papas vienen exponiendo desde hace doscientos años –es decir, desde que con motivo de la Revolución francesa se introdujeron las leyes divorcistas– no es intransigencia, sino servicio a la verdad. Omitir esas enseñanzas es manipulación. Tergiversarlas es infidelidad.

Nuestro deber es formar rectamente la conciencia de los hombres. Si, a pesar de todo, los legisladores civiles llevan a los pueblos que gobiernan por otros caminos, lo lamentaremos por el daño que causan y seguiremos trabajando para que llegue la luz al mayor número posible de hombres en la sociedad en que vivimos. Esto no es guerra religiosa. Y evitaremos que puedan promulgarse leyes entre declaraciones y pronunciamientos de quienes dicen que cuentan con el apoyo de grandes sectores de la Iglesia, los más comprensivos, los más cultos, los más civilizados. Esto si que es una guerra sorda de consecuencias incalculables.

Querer justificar a todo trance la actuación de los políticos divorcistas, ponderar razones de bien común nunca demostradas, exaltar la justa autonomía del poder temporal en esta materia sin que nadie se detenga a precisar cuándo es justa, repetir incansablemente y sin más precisión que no todo lo que es moral puede convertirse en legal, afirmar que mejor es que el divorcio se introduzca ahora que no después con otras posibles mayorías parlamentarias de distinto signo político, etcétera, todo esto, quiérase o no, está contribuyendo a crear en la mente del pueblo sencillo una especie de autoengaño en tema social tan delicado que le deja sin defensas para reaccionar, y en otros, positivamente interesados en que tales leyes se aprueben, una conciencia de libertadores de un pueblo oprimido en esta materia que desde las columnas de los periódicos y por otros medios a su alcance atacan con su desdén y sus injurias –¡ellos, tan civilizados!– a los que proclaman distintas convicciones.

Las leyes se aprobarán, y desde luego no habrá guerra religiosa –¿por qué había de haberla? –, pero sí que aparecerá una víctima aún más herida y desangrada que lo que ya lo está: la familia. Cuando se multipliquen los efectos del divorcio en la sociedad española, y miles y miles de jóvenes rehúyan contraer matrimonio o lo contraigan con la ligereza creciente a que todo les invita, y nuevas leyes divorcistas más abiertas que las que ahora se promulguen rompan progresivamente los diques de contención, habrá que volver la vista atrás y preguntar de qué lado estaba la cordura y el servicio al hombre de nuestro tiempo. En otros países que tienen legalizado el divorcio hace años, las preguntas surgen, aunque naturalmente quedan sin respuesta. Son pueblos que se han incapacitado ya para reaccionar de otro modo. La familia está en gran parte deshecha, y no pasa nada, porque ya ha pasado todo. Siguen siendo muy civilizados y cultos. Y muy egoístas. Y el egoísmo, cuando se establece como norma de vida social, está en pugna también con los derechos humanos, o de los esposos, o de los hijos, o de los demás.

La no oposición de los católicos #

Una de las frases más repetidas en estos años, y de las más funestas por su capacidad de desorientar, es la que de que los católicos no tienen que obligar a los demás a compartir sus pensamientos en esta materia, dado que vivimos en una sociedad pluralista. Pero ¿qué van a imponer los católicos españoles si ni siquiera se les ha consultado ni se les consultará? Y tal como están las cosas, preferible es que no se les consulte, porque serían manipulados por medios propagandísticos mucho más potentes que las humildes voces de quienes desean seguir el Magisterio de la Iglesia. Ni siquiera sería eficaz ofrecer a su reflexión las repetidas enseñanzas, sobre el tema, del actual Pontífice Juan Pablo II desde que accedió al Pontificado a nuestros días. Ya surgirían voces, aun en el interior de la Iglesia, diciendo que se trataba de una involución y una falta de comprensión de la cultura del mundo occidental contemporáneo.

Si hoy me preguntasen si sería conveniente un referéndum sobre este punto, diría que no. Pero no porque no lo estimase justo, sino porque estoy convencido de que el debate público no sería honesto ni imparcial. Los medios más influyentes para inclinar el pensamiento en una dirección determinada se utilizarían con fines partidistas, como ya ha sucedido en otros momentos de nuestra historia reciente.

Pero lo que no se puede hacer nunca es presentar sofismas y falacias. Los católicos son ciudadanos igual que los demás, y si tienen la convicción de que el divorcio vincular va contra la ley divina y natural y contra la expresa voluntad de Cristo, manifestada en el Evangelio, tienen el derecho y la obligación de obrar en conciencia en su comportamiento individual y social, puesto que el matrimonio es también una institución social y el divorcio un mal social. Ese católico que votara así no iría contra nadie ni impondría nada a nadie. Sencillamente actuaría con libertad democrática y diría lo que piensa, como lo podría decir en otras cuestiones que pudieran ser sometidas a su decisión. Sucede, además, que una eventual ley de divorcio ejerce su influencia nefasta también sobre los que no la quieren. Más tarde o más pronto son víctimas de ella, o lo son sus hijos, bien sea por el ambiente que se crea o por los defectos que produce: luego tienen derecho a defenderse de lo que en su conciencia es un injusto agresor.

Los que votaran en contra de una ley de divorcio, lo que harían al obrar así es defenderse a sí mismos, no imponer nada a los demás. Son los legisladores los que, al aprobar leyes divorcistas, pueden causar daño a los ciudadanos que en conciencia no pueden admitirlas.

De aquí se deduce también que no es digno decir que, al fin y a la postre, aprobada una ley de divorcio, a nadie se obliga a divorciarse, porque hay leyes que simplemente con ser promulgadas son dañosas.

Los católicos, por otra parte, según el Concilio Vaticano II, tienen como norma imperativa de su conducta pública procurar que el sentido del Evangelio informe el orden temporal, haciendo cuanto sea lícito para lograrlo. Y no sé que pueda haber algún campo más indicado para cumplir esa noble tarea que el de la propia familia, a la que tienen que defender según sus creencias y conforme a la índole que tiene la institución natural. Por eso Pablo VI actuó como hemos dicho con ocasión del referéndum italiano.

Los legisladores #

Acción distinta de la de los ciudadanos es la de los legisladores. Su misión es procurar el bien común de los pueblos, para los cuales legislan. ¿Pueden en conciencia sostener que favorecen el bien común legislando en contra de lo que pide la ley natural? Porque no se trata de mera tolerancia, sino de introducir positivamente leyes nuevas que disuelven los matrimonios válidamente constituidos. No son meramente permisivas, sino que facultan a los jueces para dictar sentencias constitutivas de divorcio vincular, y a las autoridades competentes para legitimar un segundo matrimonio de los cónyuges divorciados con terceras personas.

El famoso discurso de Pío XII, dirigido a los juristas católicos, que se suele aducir como testimonio magistral para justificar las leyes permisivas (6-12-1943), en determinados supuestos, deja muy claramente afirmado que «ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna Comunidad de Estados, cualquiera que sea su carácter religioso, pueden dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral. Un mandato o una autorización de tal clase no tendría fuerza obligatoria y quedaría sin valor… Ni siquiera Dios podría dar un mandato positivo en contradicción con su absoluta veracidad y santidad».

Por lo cual, pretender dar a una sentencia de divorcio, como quieren algunos canonistas y moralistas, un efecto puramente formal de «cesación» o «suspensión» de los efectos meramente civiles del matrimonio –entre ellos del impedimento dirimente de «ligamen» para contraer un matrimonio posterior– significa abrir una brecha profunda entre moral y derecho –o mejor dicho, entre Derecho Natural y Ley positiva–, aceptando los postulados del positivismo jurídico. Porque una cosa es que no todos los preceptos de la Ley natural puedan ser recogidos por la Ley positiva; y otra cosa distinta que la Ley positiva pueda autorizar algo que sea intrínsecamente contrario a la Ley natural. Y no se trata sólo de licitud o ilicitud moral, sino de eficacia jurídica, porque la indisolubilidad del matrimonio válido por Derecho Natural «irrita» o «invalida» todo precepto positivo o todo acto jurídico contrario a dicha norma.

No deja de haber algunos moralistas que quieren justificar tales acciones del Estado, diciendo que, aunque en la forma sea introducción positiva de una ley, en la práctica es reconocimiento tolerante de situaciones de hecho a las que hay que dar vía legal por la presión del ambiente y por la situación internacional. Este planteamiento es sumamente nocivo para los principios de la moral católica: ayuda a legitimar otras leyes que pueden dictarse por los mismos motivos; priva de argumentos serios a la conciencia objetiva; se sitúa en contra de lo que vienen diciendo los Papas; olvida el significado social de las leyes divorcistas y el progreso inevitable del mal del divorcio, que, legalizado hoy en grado mínimo, se extiende mañana más y más, abriendo sucesivas brechas en la institución familiar. Una compasión mal entendida frente a los casos del matrimonio desavenido origina catástrofes incalculables posteriores, de las que habría que hacer responsables, en el grado que les corresponda, a los que abrieron el primer portillo. Digo en el grado que les corresponda, y no sé decir más. El Señor nos juzgará a todos. Pero al menos que no se amparen en un adoctrinamiento que de comprobaciones meramente sociológicas –número de matrimonios rotos, dramas familiares, presión de unos u otros– quiera elevar a norma moral justificante lo que la Iglesia nunca ha admitido.

He aquí unas palabras de Pío XII que no debieran olvidarse: «Pero si la voluntad de los esposos, cuando ya lo han contraído, no puede desatar el vínculo matrimonial, ¿podrá acaso hacerlo la autoridad, superior a los cónyuges, instituida por Cristo en la vida religiosa de los hombres? El vínculo del matrimonio cristiano es tan fuerte que si ha alcanzado su plena estabilidad con el uso de los derechos conyugales, ningún poder en el mundo, ni aun el nuestro, es decir, el del Vicario de Cristo, es capaz de romperlo. Es verdad que Nos podemos reconocer y declarar que un matrimonio contraído como válido en realidad era nulo, o por vicio sustancial en el consentimiento o por defecto de forma sustancial. Podemos también, en determinados casos y por graves motivos, disolver matrimonios privados del carácter sacramental. Podemos, finalmente, si hay una causa justa y proporcionada. desatar el vínculo de los esposos cristianos, el por ellos pronunciado ante el altar, cuando conste que no ha llegado a su cumplimiento con la actuación de la convivencia matrimonial. Pero una vez que esto ha sucedido, aquel vínculo queda sustraído a cualquier injerencia humana. ¿Por ventura Cristo no ha restituido la comunidad matrimonial a aquella dignidad fundamental que el Creador le había dado, en la paradisíaca mañana del género humano, y a la dignidad inviolable del matrimonio uno e indisoluble?»4

Estas afirmaciones del Papa tienen gran importancia. Porque no faltan quienes para defender que la indisolubilidad del matrimonio no es de derecho natural, invocan que, si lo fuera, la Iglesia no podría autorizar la disolución en ningún caso.

Lo que deberán decir es que hay determinadas y muy concretas excepciones, de las cuales la Iglesia tiene conciencia desde los tiempos apostólicos. Lo cual es completamente distinto. Hay excepciones, pero hay una norma. Lo que no se puede decir nunca es que, porque existan excepciones, deja de haber una regla5.

Otras veces la impugnación se basa en las sentencias de anulación de matrimonios dictadas por los tribunales eclesiásticos. No entro en el tema, que es ajeno a la cuestión que estoy tratando. Corresponde a los que lo dicen probar que existen tales sentencias injustas. Y si existieran, la conclusión sería que se obra injustamente, no que la indisolubilidad no es norma de doctrina católica. Las revistas y periódicos que airean con escándalo las anulaciones conseguidas por tales o cuales personajes no publican los autos del proceso porque los desconocen, y tampoco hablan de tantos y tantos que no han logrado la anulación que buscaban.

La Iglesia y la justa autonomía del poder civil #

La Conferencia Episcopal de España ha hablado en tres ocasiones sobre este tema del divorcio. También lo han hecho muchos obispos individualmente, y algunos reunidos en Provincia Eclesiástica. Conviene que leáis el documento último de la Conferencia, promulgado en noviembre de 1979. En él se señalan con brevedad los puntos principales que un católico debe tener en cuenta sobre el tema del divorcio.

Cuando se promulgó, en seguida se produjeron ataques por parte de diversos grupos y personas que se sentían molestos por ciertas afirmaciones del documento. Diputados del Parlamento, hombres de las distintas esferas del Gobierno hicieron manifestaciones diversas en el ejercicio de su libertad de opinión. Nada tenemos que oponer a esa libertad. Pero lo que no se puede admitir es el reproche que se hacía a la Iglesia de invadir un campo que no le corresponde, porque es precisamente lo contrario: le corresponde plenamente. Las leyes que afectan al matrimonio como institución natural o como sacramento, y las consecuencias que de ellas brotan para la familia pueden y deben ser objeto del juicio de la Iglesia si ésta quiere cumplir con su misión de iluminar al hombre en su camino terrestre.

El Magisterio de la Iglesia no sólo tiene –en virtud del mandato de Cristo– competencia para enseñar e interpretar la moral revelada, sino también la ley natural, cuyo cumplimiento fiel es necesario para salvarse (Encl. Humanae Vitae, 4); y, por tanto, puede proclamar la indisolubilidad del matrimonio y la ilicitud e invalidez de toda ley de divorcio no sólo ante sus propios fieles –cualquiera que sea la posición que éstos ocupen en el Estado–, sino ante la propia sociedad.

Y sería incongruente afirmar que esa intervención de la Iglesia mediatizaría la legítima autonomía de la autoridad del Estado –proclamada por el Concilio Vaticano II– «con resabios clericales de poder indirecto», lo que vendría a situar a los católicos en actitudes pre democráticas o totalitarias.

En primer lugar, hay que señalar que la autonomía del Estado es relativa, no absoluta, hasta el punto de que pueda considerarse «independiente de Dios y de que los hombres puedan usarla sin referencia al Creador» (GS 36, 3).

En segundo lugar, esa autonomía relativa respecto de la Iglesia, no significa , en ningún caso, que no sea «de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la Fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos, según la diversidad de tiempos y situaciones» ( GS 76, 5 ).

Y el mismo Concilio Vaticano II enuncia entre los deberes de los Obispos, enseñar «hasta qué punto, según la doctrina de la Iglesia, haya de ser estimada la persona humana con su libertad y la vida misma del cuerpo; la familia y su unidad y estabilidad…» (CD 12, 1).

Más aún, sin considerar su institución divina y los poderes recibidos del mismo Cristo, la Iglesia, en cuanto mera confesión religiosa, puede «manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana» (DH 4, 5) como una exigencia de la libertad religiosa.

Resultaría sorprendente que cuando la Iglesia, y no sólo en España, ha tenido una intervención tan activa, acrecentada después del Concilio Vaticano II, sobre tantos problemas sociales, políticos y económicos de los pueblos y naciones, y después de haberse insistido tanto por teólogos y pastoralistas que debe ser una «conciencia crítica» de la sociedad; cuando, en la propia España, ha tenido intervenciones clamorosas después del Concilio, pudiera inhibirse sobre un tema tan grave, tan «sagrado», aun desde un punto de vista natural, de tantas repercusiones no sólo para la sociedad civil y para la salud moral del pueblo, sino incluso para la salvación de las almas, como es el del matrimonio y su indisolubilidad.

Si la Iglesia no pudiese pronunciarse en España sobre este tema sobre el que vienen pronunciándose desde hace casi dos siglos todos los Papas, hasta el punto de que se puede afirmar seriamente, como lo ha hecho en fecha reciente el hasta ahora Obispo de Sigüenza6, que se trata de una enseñanza que reviste los caracteres de «doctrina católica», habría que plantearse seriamente sobre qué otro punto de incidencia político-social podría pronunciarse la Iglesia católica con más derecho y con mas fuerza de razones, y si no tendría que reducirse al silencio de los templos y de las sacristías.

La gravedad y la irreversibilidad del paso legislativo que va a dar el Estado español al admitir el principio de disolubilidad extrínseca de todo matrimonio, a efectos civiles, lo consideramos de tal trascendencia que el silencio anuente, o la tolerancia pasiva o la mera apariencia de aceptación por parte de la Iglesia, y mucho más las palabras que pueden servir de aliento a tal legislación arrojarían una oscura sombra de duda sobre la credibilidad de todo su Magisterio en el orden sociopolítico y gravaría con enorme responsabilidad su actuación ante el juicio de la historia, y nos atreveríamos a afirmar ante Dios, Señor de la historia y de todos los hombres.

La sociedad española, la familia española, los padres y madres de familia, angustiados ante el porvenir moral de sus hijos quedarían indefensos y desamparados por la Iglesia ante tamaño atentado a la firmeza del matrimonio que, siempre, a través de los siglos, ha sido defendido por la Iglesia.

Nos preocupa profundamente, una vez que pase la euforia y el oscurecimiento de estos últimos años, y cuando los males ya sean irreparables, lo que se pueda pensar de los eclesiásticos que nada hicieron cuando todavía era tiempo, por salvar de la epidemia del divorcio a la familia española.

Por el lado contrario, otros se acogieron a algunas frases del documento de los Obispos, en las cuales han querido encontrar fácil justificación para su postura en favor de las leyes divorcistas. Son aquellas en que se habla de la justa autonomía del gobernante, y de su deber de juzgar qué es lo mejor para el bien común, si rechazar los proyectos de ley de divorcio o acogerlos.

Es evidente que la Iglesia no puede menos de respetar la «justa» autonomía de la autoridad civil para legislar en orden al bien común. Es la doctrina de siempre, que lo mismo se puede afirmar respecto del divorcio que del aborto, la enseñanza, la eutanasia, etc.

El Estado goza de autonomía –incluso en un Estado confesional– dentro de su esfera civil, respecto de la Iglesia; pero si esta autonomía es »justa» será ejercida conforme a las exigencias de la justicia y, por tanto, respetará las exigencias y los derechos fundamentales de las personas y de las instituciones naturales –entre ellas la familia– y no podrá legislar nada que atente contra las características esenciales de tales personas e instituciones. Es decir, el ejercicio de la autonomía de la autoridad civil no puede ser arbitrario, parcial, oportunista, electorero, sino justo, conforme a razón (la Ley es una ordenación de la razón, según la clásica definición de Santo Tomás), y dirigido al bien común. Por eso, el Concilio Vaticano II afirma que «el poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica» (GS 52, 2).

Por otra parte, si los legisladores españoles consideran y ponderan objetivamente, como es su gravísima obligación, los males producidos por la legislación divorcista en otros Estados, sobre todo la escalada del índice de divorcios y la consiguiente inestabilidad de las familias –que, por cierto, la clarividencia de León XIII denunció hace ya un siglo ( 1880), en la Encíclica Arcanum– y que son apuntados, por el documento de la Conferencia Episcopal Española del pasado mes de noviembre, difícilmente la introducción del divorcio civil podría ser considerada conforme al bien común, si éste se entiende por «el conjunto de aquellas condiciones de vida social en las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección».

La conclusión fluye, a mi juicio, clara y definitiva: la autoridad del Estado no puede introducir el divorcio en la legislación civil, en el ejercicio de su «justa autonomía», a la que corresponde legislar atendiendo a «las exigencias del bien común» ya que el divorcio es siempre el MAL MAYOR. La ley de la indisolubilidad «no la pueden anular ni los decretos de los hombres, ni las convenciones de los pueblos, ni la voluntad de ningún legislador» (Pío XI, Casti Connubii).

Reflexión final #

No he deseado más que ayudaros a pensar, sobre todo a vosotros, sacerdotes y familias católicas, en un problema que afecta vivamente a la sociedad a que pertenecemos, y por lo mismo, a todos nosotros. Grave es que se introduzca el divorcio; aún lo es más que su legalización se produzca en medio de nuestra indiferencia, o de un confusionismo provocado o consentido.

Es ridículo hablar de modernidad en el sentido de progreso objetivo y auténtico. Tratándose del divorcio, la modernidad no es más que cronológica en cuanto que se legaliza hoy lo que no era legal ayer. Pero con su introducción no se presta un servicio ni a la civilización cristiana ni a los fundamentos éticos de la sociedad civil.

Quizá la única postura que cabe es la de resignación entristecida ante el empeño tan obstinado de separar lo que Dios ha unido. En realidad, se está haciendo pagar a la institución matrimonio, en lo que tiene de hecho personal y social, las consecuencias de tantos fallos personales y sociales, como se cometen en la relación de hombre y mujer antes del matrimonio y después de haberlo contraído. El mal uso de la libertad hace que salte hecho añicos todo compromiso serio. La falta de energía moral impide a muchos luchar para tratar de vencer las pruebas a que la convivencia conyugal está expuesta, y poco a poco va entrando en el ánimo de los que las sufren la idea de que una separación y un nuevo matrimonio les liberaría de las cadenas que les oprimen. Las cadenas se rompen, sí ¡pero quedan rotos también tantos otros valores de la persona humana!

Por eso la Iglesia ha luchado siempre cuanto ha podido por mantener la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Y lo ha hecho consciente de que ello no sólo era un deber de fidelidad a su Señor, Cristo, ni sólo una exigencia del carácter sacramental del matrimonio cuando el Sacramento existe, sino también una actitud reclamada por la dignidad humana y por la institución matrimonial en cuanto expresión fundada en la misma naturaleza.

Olvidar esto o silenciarlo en nuestras predicaciones es muy grave. Porque una de dos: o los Papas se han equivocado sobre este tema, y entonces se podría pensar que igualmente se equivocan en otras cuestiones, o han tenido y siguen teniendo razón, y entonces nuestro silencio es inadmisible.

No permitáis que vuestros fieles se dejen engañar por esa expresión tan repetida de que en virtud del pluralismo de la sociedad moderna y del principio de libertad religiosa, la Iglesia y sus ministros deben callar, hágase lo que se haga. Porque no se trata, al defender la indisolubilidad del vínculo, solamente de un principio de moral específica y exclusivamente católica, sino de moral natural. Y la Iglesia, al proclamarlo, está defendiendo a la naturaleza humana tal como desde el principio fue instituida por Dios en la relación de hombre y mujer.

Está en juego, en esta materia, no solamente la conciencia personal de los cónyuges, sino la estabilidad de la institución de la familia, según las exigencias de la ley natural y del bien común. No se puede plantear el tema de la familia desde una postura exclusivamente intimista y de pura decisión personal, cuando es la célula base de la vida social y el fundamento de todas las demás instituciones. Las leyes no pueden quebrantar positivamente el orden jurídico natural. Esto no es moderno, por más que sea frecuente.

Por otra parte, como ponen de relieve las experiencias y la legislación comparada, los supuestos legales de las leyes de divorcio quedan ampliamente rebasados en la praxis jurídica: por eso nos parece una ingenuidad que sesudos moralistas y canonistas examinen meticulosamente el texto de ley para ver si puede ser aceptad a como «mal menor», partiendo de la hipótesis de que esos supuestos van a ser respetados escrupulosamente.

Lo grave en materia de divorcio es abrir la puerta; una vez abierta, la fuerza de los hechos obliga a hacerla más ancha cada vez. Y cuanto más se abre, más se dirá que el divorcio es un mal necesario en la sociedad moderna, y aun una solución humanitaria para matrimonios desgraciados, mientras se escamotean, consciente y persistentemente, a la opinión pública todos los problemas de fondo que el divorcio origina, y se reduce a silencio a los que con conocimiento de causa pueden oponerse al mismo.

He dicho arriba que quizá nuestra actitud tenga que ser la de una resignación entristecida ante los males que se ven venir para la familia en España sobre los que ya existen.

Pero simultáneamen te deben surgir otras actitudes, que enumero rápidamente:

1ª Procurar el fortalecimiento de la vida espiritual y cristiana en las familias , para que puedan superar sus crisis con humildad y con amor.

2ª Que en nuestra predicación y catequesis, una vez aprobadas las leyes, sigamos exponiendo la doctrina católica con toda exactitud, para formar bien las conciencias de quienes quieran oírnos. Esto no será guerra religiosa, sino sencillamente cumplimiento de nuestro deber.

Queda después el problema pastoral de lo que la Iglesia, madre de misericordia y fiel esposa de Cristo, ha de hacer con los divorciados que acuden a ella, con sus hijos, con los que contraen nuevos matrimonios, etc. Serán situaciones nuevas que habremos de atender en el ejercicio de nuestra misión como mejor podamos, con infinita caridad y con fidelidad al mandato del Señor.

La sociedad española, que se dio a sí misma una Constitución de la que se dijo «que no era divorcista» alcanzará, también en este campo, la deseada cota de modernidad tan insistentemente proclamada como un ideal de nuestro tiempo, que va a solucionar grandes males.

Que al menos aquellos católicos que tan torpemente han tomado la iniciativa en la materia, o la han secundado en pactos y consensos, reflexionen si es lícito proceder así y decir, como se ha dicho a veces, que la Iglesia daba luz verde a sus proyectos. ¿Qué Iglesia y quiénes?

La Iglesia no tiene por qué dar luz verde ni roja, sino simplemente proclamar su doctrina y defender la institución familiar. En el futuro, los que no han obrado así serán muy responsables de todo lo que venga, y los hechos nos dirán si las nuevas leyes van a servir al bien común.

En cuanto a lo que sucede en el interior de la Iglesia, os pido al menos a vosotros, sacerdotes de la Diócesis, sobre los cuales tengo una misión concreta, a la que no puedo renunciar, que seáis fieles, honrados y firmes. No prediquéis ni digáis nada que no esté conforme con la doctrina de los Papas, a la que yo, Obispo diocesano, quiero ser fiel, sin miedo ninguno a los calificativos con que nos obsequien. Al hablar ahora de estos proyectos que pronto pueden ser leyes, lo hago porque tengo obligación de hacerlo. Ese pueblo del que vosotros cuidáis pastoralmente en vuestras ciudades, villas y aldeas, es tan importante como el de las grandes metrópolis.

Lo que se ha dicho repetidas veces de que no se trata de un tema religioso, sino civil y político, y que los católicos ya saben cuál debe ser su actitud ante una eventual ley de divorcio, es una verdad a medias y una ocultación de las implicaciones religiosas y de ética fundamental que el tema lleva consigo.

Con el pretexto de hacernos cercanos a los hombres de hoy y de compartir sus problemas, estamos dando lugar a un reblandecimiento pernicioso de las exigencias de una «nueva vida en Cristo», que la revelación cristiana ha proclamado siempre como postulado fundamental del Evangelio.

Casi todos los matrimonios, de ayer y de hoy, han sufrido y sufrirán desilusiones, desencantos y aun crisis profundas. La solución no está en una mal entendida libertad que rompa hoy lo que quiso unir ayer, ni en que una con carácter precario y provisional, lo que exige unión perpetua, sino en aceptar la disciplina de las costumbres rectas y la fidelidad en el orden natural y en buscar con los medios adecuados el auxilio que la fe ofrece a los que, siendo cristianos, quieren vivir como lo que son.

La Iglesia no se complace en éxitos estadísticos ni teme las derrotas que haya de sufrir por la repulsa que se hace de sus enseñanzas. Su único éxito es la fidelidad a su Señor Crucificado por dar testimonio de la verdad, aunque, como Él, sea despreciada y rechazada. Esa es su gloria y la grandeza de su misión.

Cuanto llevo escrito en esta Instrucción no desconoce que en la unión del hombre y la mujer en el matrimonio hay otros aspectos que exigen una positiva atención de la Iglesia a los valores que encierran. Debemos prestarla siempre. El Sínodo que ha comenzado a celebrarse en Roma será un poderoso impulso para lograrlo y nos ayudará a encontrar los caminos de una renovada acción pastoral sobre la familia y de la familia misma. Pero ello no nos dispensa de luchar dignamente contra lo que destruye el sagrado núcleo familiar, como es ahora la epidemia del divorcio.

Quiera Dios también que los legisladores españoles se den cuenta de la gravedad del problema, nunca minimizable por el hecho de que el divorcio esté introducido en tantos países. Que escuche cada uno la voz de su conciencia rectamente formada, para que con su acción sepan servir al verdadero bien común de la familia y la sociedad españolas, evitando o reduciendo, cuanto les sea posible, el daño que, quizá sin quererlo, podrían causar a muchos, entre los cuales pueden estar los mismos que les dieron su voto. Piensen que algún día han de dar cuenta a Dios de todos sus actos.

Anexos #

Textos pontificios sobre divorcio #

León XIII #

10 febrero 1880

«Esta unión del hombre y la mujer, para que respondiera mejor a los sapientísimos propósitos de Dios, mostró ya desde aquel tiempo dos propiedades nobilísimas, profundamente impresas y grabadas, a saber, la unidad y la perpetuidad.»

«El divorcio es el enemigo número uno de la prosperidad de la familia y del Estado, porque el divorcio nace cuando la moral de los pueblos ha quedado corrompida y, como enseña la experiencia, deja el camino expedito y la puerta abierta a las costumbres más viciosas en la vida pública y privada. Y mucho más claramente se verá la gravedad de estos males si se considera que no hay freno tan poderoso que, una vez concedida la facultad del divorcio, pueda contenerla dentro de ciertos límites» (Encíclica Arcanum divinae, publicada en La Familia, Madrid, 1975, núm. 61. p. 51. y núm. 74. p. 68.)

Pío XI #

31 diciembre 1930

«Permanece en pie aquella ley de Dios única e irrefragable, confirmada amplísimamente por Cristo. No separe el hombre lo que Dios ha unido (Mt 19, 6): ley que no pueden anular ni los decretos de los hombres, ni las convenciones de los pueblos, ni la voluntad de ningún legislador. Que si el hombre llegara injustamente a separar lo que Dios ha unido, su acción sería completamente nula, pudiéndose aplicar, en consecuencia, lo que el mismo Jesucristo aseveró con estas palabras: Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada del marido, adultera (Lc 16, 18). Y estas palabras de Cristo se refieren a cualquier matrimonio, aun al solamente natural y legítimo, pues es propiedad de todo verdadero matrimonio la indisolubilidad, en virtud de la cual la solución del vínculo queda sustraída al beneplácito de las partes y a toda potestad secular» (Encl. Casti Connubii, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, ed. cit., p. 1629. núm. 33. 1).

«Y aunque parezca que esta firmeza (se refiere a la indisolubilidad del vínculo conyugal) está sujeta a alguna excepción, bien que rarísima, en ciertos matrimonios naturales contraídos entre fieles o, también, tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos y no consumados, tal excepción no depende de la voluntad de los hombres, ni de ninguna autoridad meramente humana, sino del derecho divino, cuya depositaria e intérprete es únicamente la Iglesia de Cristo» (Ibíd., p. 1616. núm. 12. 1).

Pío XII #

«Quien quiera investigar hoy los verdaderos orígenes del hundimiento moral, del veneno que corrompe a una parte importante de la familia humana, no tardará en descubrir que una de las causas más fatales y más culpables de esa situación reside en la legislación y en la práctica del divorcio. Las instituciones y las leyes de Dios ejercen siempre una bienhechora y poderosa influencia, pero cuando la ligereza y la malicia de los hombres se mezclan con ellas, producen turbación y desorden, y entonces el fruto benéfico se sustituye por una suma incalculable de males, como si la propia naturaleza se revolviese indignada contra las artimañas de los hombres, y quién podrá negar o dudar que entre las instituciones y las leyes de Dios, la indisolubilidad del matrimonio constituye el más firme sostén de la familia, de la grandeza nacional, de la defensa de la patria» (Alocución a los nuevos esposos, publicada en francés en Relations Humaines et Société Contemporaine, Ed. St. Paul, Fribourg, Paris, volumen I, pp. 456-457. núm. 992-993).

29 abril 1942

«Echad una mirada a la sociedad moderna en los países en donde rige el divorcio, y preguntad: ¿Tiene el mundo la clara conciencia y la visión de cuántas veces en ellos, la dignidad de la mujer ultrajada y ofendida, conculcada y corrompida, viene a yacer casi enterrada en el envilecimiento y en el abandono? Cuántas lágrimas secretas han bañado ciertos umbrales, ciertas habitaciones; ¡cuántos gemidos, cuántas suplicas, cuántos desesperados votos y acentos han resonado en ciertas entrevistas, por ciertas calles y callejas, en ciertos rincones y lugares desiertos! No, la dignidad personal del marido, como la de la mujer, pero sobre todo la de la mujer, no tienen mejor defensa y tutela que la indisolubilidad del matrimonio. Están en un error funesto los que creen que se puede mantener, proteger y elevar la cultura de la mujer y su digno decoro femenino, sin ponerle como fundamento el matrimonio uno e indisoluble. Si la Iglesia, cumpliendo la misión recibida de su divino Fundador, con gigantesco e impávido uso de una santa e indomable energía, ha afirmado siempre y difundido por el mundo el matrimonio inseparable, alabadla y glorificadla, porque con ello ha contribuido en gran manera a defender el derecho del espíritu frente a los impulsos de los sentidos en la vida matrimonial, salvando, con la dignidad de las nupcias, la de la mujer, no menos que la de la persona humana» (Discurso a los recién casados, 29 de abril de 1942: Ecclesia, 27 de junio de 1942.)

22 abril 1942

«En la unidad del vínculo conyugal ved impreso el sello de la indisolubilidad. Es, ciertamente, un vínculo al cual inclina la naturaleza, pero que no está causado necesariamente por los principios de la naturaleza, sino que se realiza mediante el libre albedrío; pero si la simple voluntad de los creyentes lo puede contraer, no lo puede desatar. Esto se dice no solamente de las nupcias cristianas, sino en general de todo matrimonio válido que se haya contraído sobre la tierra con el mutuo consentimiento de los cónyuges. El ‘sí’, que brotaba de vuestros labios por el impulso de vuestro querer, ata en vuestro derredor el vínculo conyugal, y al mismo tiempo liga para siempre vuestras voluntades. Su efecto es irrevocable; su sonido, expresión sensible de vuestro consentimiento, pasa; pero el consentimiento mismo formalmente queda fijo, no pasa, es perpetuo, porque es consentimiento en la perpetuidad del vínculo, mientras que un consentimiento de vida solamente para algún tiempo entre los esposos no valdría para constituir un matrimonio. La unión de vuestro ‘sí’ es indivisible; de donde no hay verdadero matrimonio sin inseparabilidad, ni hay inseparabilidad sin verdadero matrimonio» (Discurso a los recién casados, 22 de abril de 1942: Ecclesia, 6 de junio de 1942.)

6 octubre 1946

«Aun entre los no bautizados, los matrimonios legítimamente contraídos son, en el orden natural, una cosa sagrada, de modo que los tribunales civiles no tienen la facultad de disolverlos, ni la Iglesia ha reconocido en semejantes casos la validez de la sentencia de divorcio» (Alocución a la Rota Romana, publicada en francés en Relations Humaines et Société Contemporaine, Ed. St. Paul, Fribourg, Paris, vol. 11, p. 1325, num. 2.858.)

Juan XXIII #

15 mayo 1961

«En esta materia hacemos una grave declaración: la vida humana se comunica y propaga por medio de la familia, la cual se funda en el matrimonio uno e indisoluble«. (Encl. Mater et Magistra, 193, texto español en Ocho grandes mensajes, BAC Minor 2, Madrid 1972, 182)

13 diciembre 1961

«Al tutelar con preocupación celosa la indisolubilidad del vinculo y la santidad del sacramentum magnum, la Iglesia defiende un derecho, no sólo eclesiástico y civil, sino, sobre todo, natural y divino-positivo. Estos dos grandes y necesarios bienes que el velo de las pasiones y el de los prejuicios ahora oscurecen hasta hacerlos olvidar, antes que por la ley positiva, han sido definidos, el uno por la ley natural, esculpida con caracteres indelebles en la conciencia humana, y el otro por la ley divina de Cristo. No se trata, pues, de prescripciones y normas que imponen las circunstancias, y que el curso de las generaciones puede cambiar, sino de la voluntad divina, del orden intangible establecido por Dios mismo como salvaguardia del primer núcleo fundamental de la sociedad civil. Se trata de la primordial ley divina que la palabra de Cristo, en la plenitud de los tiempos –ab initio non fuit sic–, ha devuelto a su integridad genuina» (Discurso a la Rota Romana, publicado en Anuario Petrus. La Voz del Papa, año 1961, segunda parte, Barcelona 1962, 157-158.)

Pablo VI #

Aparte los textos citados, en diciembre de 1970, en discurso a los Cardenales, dijo: «La Iglesia, en efecto, no puede dejar de proclamar el altísimo principio que, inscrito ya en el derecho natural, ha sido confirmado y reforzado para los cristianos por la Ley del Evangelio, donde Cristo advierte que el hombre no puede atreverse a separar lo que Dios mismo ha unido» (Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1970. Librería Editrice Vaticana, 456)

Juan Pablo I #

21 septiembre 1978

«Nuestro es también el oficio de animar a las familias en la fidelidad a la ley de Dios y de la Iglesia. Es preciso que no temamos nunca proclamar todas las exigencias de la palabra de Dios, pues Cristo está con nosotros y dice, hoy como entonces: El que a vosotros oye, a Mí me oye (Lc 10, 16). Particularmente importante es la indisolubilidad del matrimonio cristiano; aunque es una parte difícil de nuestro mensaje, debemos proclamarla plenamente como parte de la palabra de Dios, parte del misterio de la fe. Pero, al mismo tiempo, estamos junto a nuestro pueblo en sus problemas y dificultades. Deben saber ellos siempre que los amamos» (Discurso a los Obispos de Estados Unidos, 21 de septiembre de 1978, en L’Osservatore Romano, 22-9-78)

Juan Pablo II #

1 octubre 1979

«El divorcio, sean cuales fueren las razones por las que es introducido, es inevitablemente cada vez más fácil de conseguir, y gradualmente tiende a ser aceptado como algo normal en la vida. La misma posibilidad del divorcio en la esfera de la legislación civil dificulta la estabilidad y permanencia del matrimonio. Ojalá continúe siempre Irlanda dando testimonio ante el mundo moderno de su tradicional empeño por la santidad e indisolubilidad del vinculo matrimonial. Ojalá los irlandeses mantengan siempre el matrimonio a través de un compromiso personal y de una positiva acción social y legal«. (Homilía en Limerick, Irlanda, en Juan Pablo II, heraldo de la paz, BAC, Madrid 1979, 150)

30 agosto 1980

«Los cristianos deben dar testimonio abierto y convencido de que en Cristo se encuentra la salvación del hombre, deben actuar contra los peligros que profanan el santuario de la familia y amenazan con devastar sus sagradas estructuras; quiero decir el hedonismo que lleva a la falta de amor entre los cónyuges y hacia los hijos, a la infidelidad conyugal. al divorcio y al aborto» (Diario YA, 2-9-1980, 15.)

Textos del Concilio Vaticano II #

7 diciembre 1965

«Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la Ley Divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana…»

«Esta íntima unión como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad» (Const. Pastoral Gaudium et Spes, 48, en Ocho grandes mensajes, BAC Minor 2, Madrid 1979, 436)

«El matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por esto, aunque la descendencia tan deseada muchas veces falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de vida, y conserva su valor e indisolubilidad». (Ibíd., 50, 440.)

«El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia…» (Ibíd., 52, 2, p. 442.)

Instrucción colectiva del episcopado español sobre el divorcio civil #

1. En el programa legislativo del Gobierno se anuncian importantes modificaciones del derecho de la familia. que pueden afectar seriamente a su estabilidad, con la introducción del divorcio civil. Este hecho cae de lleno dentro del orden moral, compromete la conciencia de los cristianos y exige de los Pastores una palabra clarificadora. La decimos hoy con la mejor voluntad, dirigida, ante todo, a cuantos se sienten miembros de la Iglesia, pero ofrecida también con respeto a los demás ciudadanos, por lo que pueda interesarles o ayudarles la doctrina católica sobre el matrimonio.

Indisolubilidad del matrimonio #

2. La indisolubilidad del matrimonio no es otra cosa que la expresión normativa de la exigencia de fidelidad que brota del auténtico amor conyugal, de la alianza personal de los esposos, del bien de los hijos y de la dimensión social de la institución matrimonial que rebasa los intereses privados de los cónyuges. Por ello, el vinculo conyugal del matrimonio queda sustraído a la voluntad privada de los cónyuges y es intrínsecamente indisoluble.

Las leyes que establecen y regulan la indisolubilidad no son una mera imposición de la sociedad. ni brotan exclusivamente de un precepto religioso sobreañadido, sino de la entraña de la misma realidad conyugal. De ahí que las normas jurídicas deberán reconocer, garantizar y fomentar esta estabilidad del matrimonio para estar de acuerdo con las exigencias del orden moral.

3. El matrimonio no pertenece sólo al orden de la creación, sino que ha sido incorporado por Dios al orden mismo de la salvación en Cristo. Por eso, la unión matrimonial «en el Señor» reviste para el creyente una significación y un valor especial, y su estabilidad e indisolubilidad adquieren una particular firmeza. El matrimonio de los cristianos es, por voluntad de Cristo, el sacramento que actualiza y manifiesta en los esposos la unión inefable, el amor fidelísimo y la entrega irrevocable de Jesucristo a su esposa la Iglesia (cfr. Ef 5, 22 y ss).

Esta doctrina sobre el matrimonio, y en especial sobre su estabilidad, que acabamos de recordar, es apreciada en toda su significación y peculiaridad desde la fe.

El divorcio civil #

4. En orden al problema de una eventual legalización del divorcio, proponemos los siguientes criterios fundamentales:

a) La estabilidad inherente al vinculo matrimonial es un valor sumamente importante para la vida afectiva de los esposos, para el bien de los hijos, para la firmeza de la familia y, al mismo tiempo, un elemento integrante fundamental del bien común de la sociedad. El divorcio pone en peligro estos bienes; es de suyo un mal para la sociedad.

b) No podemos admitir que la regulación civil del divorcio sea un derecho de la persona humana. No se trata de reconocer un derecho, sino, a lo más, de ofrecer un supuesto remedio a un mal social. Nadie debería dudar de que la ruptura de los matrimonios es un grave mal social. Y aquí se encuentra el primer gran equivoco de cualquier ley divorcista: induce a pensar que el matrimonio es disoluble, y supone la introducción legalizada de una permisividad que socava las bases más firmes de la sociedad y de la familia. Este peligro difícilmente se podrá evitar, sean los que sean los términos en que se mueva una ley de divorcio.

c) La experiencia enseña que este tipo de legislación es prácticamente irreversible y mueve a los propios legisladores a deslizarse por el plano inclinado de la progresiva multiplicación de las causas, que declaran legalmente roto el compromiso matrimonial. Y así resulta verdad que «divorcio engendra divorcio», ya que prácticamente sirve de incitación a matrimonios sin problemas insolubles, pero víctimas del medio ambiente. Por eso cabe preguntarse sinceramente si su admisión como posibilidad legal, en determinados casos, constituye realmente un remedio al mal que se intenta atajar o es más bien una puerta abierta a la generalización del mal.

d) Consideramos que es absolutamente inaceptable el llamado divorcio consensual. Una ley que introdujese el divorcio de tal manera que la pervivencia del vínculo quedase a disposición de los cónyuges, sería rechazable moralmente y no podría ser aceptada por ningún católico, ni gobernante ni gobernado. Al pretender privatizar así el vínculo matrimonial, el Estado no cumpliría uno de sus deberes fundamentales de cara a un elemento esencialmente constitutivo del bien común: la protección de aquel mínimo de estabilidad y unidad matrimonial, sin el cual no se puede hablar de institución matrimonial.

e) Las peculiares circunstancias históricas que determinan lo que ha sido y es –en muchos casos– la familia española, que se conforma según modelos jurídicos, culturales y éticos inspirados en la fe cristiana, ponen un acento de mayor gravedad a la hora de afirmar la responsabilidad de los católicos ante la posible introducción en España de un divorcio civil. No hace falta subrayar cuán gravemente negativos serian los efectos que se derivarían, a corto y a largo plazo, para la salud moral y religiosa de nuestras familias, nuestra sociedad y nuestro pueblo.

5. Se debe aspirar a que la legislación sobre el matrimonio y la familia coincida con las exigencias del orden moral7 No ignoramos que en la sociedad actual no todos los ciudadanos entienden el matrimonio desde nuestra perspectiva cristiana. Respetamos la justa autonomía de la autoridad civil, a la que corresponde legislar, atendiendo a las exigencias del bien común, compuesto por diversos elementos8. En orden a este bien común, la prudencia política del legislador, dentro de un marco legal que tutele y promueva los bienes de la comunidad familiar, al ponderar las consecuencias negativas que pudieran seguirse de una absoluta prohibición del divorcio civil, tenga también en cuenta los graves daños morales arriba enumerados, que se derivarían de su introducción en nuestra legislación.

6. La Iglesia, al iluminar la conciencia de los católicos sobre la repercusión inevitable y negativa de una ley de divorcio en el orden ético y religioso, pide a cuantos puedan influir en la modificación de nuestro derecho de familia, especialmente a los legisladores, que mediten muy seriamente sus determinaciones.

En todo caso, sepan los católicos que el hipotético divorcio civil no disolverá su vinculo matrimonial, y que la doctrina de la Iglesia permanece inmutable. Sean conscientes de que aquí se les ofrece una ocasión de demostrar la fidelidad a Jesucristo –generosa siempre y a veces muy sacrificada–, así como de dar un testimonio ejemplar a todos nuestros hermanos y una contribución importante al bien común de la sociedad.

7. En esta hora tan decisiva para el futuro de la institución matrimonial en nuestro país, exhortamos a las autoridades civiles a que emprendan una audaz, valiente y acertada política en orden a una protección eficaz de la familia, célula primaria de la sociedad. Pedimos al Señor ilumine las mentes de nuestros gobernantes y legisladores.

Madrid, 23 noviembre 1979.

(XXXII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española. Madrid, 19-24 noviembre 1979.)

Libros recomendables sobre esta materia #

El vínculo matrimonial. ¿Divorcio o indisolubilidad? Varios autores, BAC 395, 1978.

El divorcio, por Gabriel García Cantero, catedrático de Derecho Civil, BAC Popular 8, 1977.

Indisolubilidad del matrimonio y divorcio en la Biblia. La sexualidad en la Biblia, por Alejandro Diez Macho, catedrático de la Complutense. Ediciones Fe Católica, Madrid, 1978.

Manipulación del hombre en la defensa del divorcio, por Alfonso López Quintas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense. Acción Familiar 1980.

1 Triunfo, 24 abril 1971. Citado por A. López Quintás, Manipulación del hombre en la defensa del divorcio, Madrid 1980.

2 Homilía en la clausura de la Plenaria de la Conferencia Episcopal italiana; Ecclesia, 19 junio 1974, p. 852.

3 Juan Pablo II, 7 de diciembre de 1979.

4 Pío XII, discurso a los recién casados, 22 de abril de 1942: Ecclesia, 6 de junio de 1942.

5 Véase Juan Fornés, Ius canonicum, Revista del Instituto Martín de Azpilicueta, Universidad de Navarra, XVIII, núms. 35-36.

6 La indisolubilidad del matrimonio y el Derecho natural, suplemento del “Boletín Oficial del Obispado de Sigüenza-Guadalajara”, 1980, p. 2.

7 «Ojalá los irlandeses mantengan siempre el matrimonio a través de un compromiso personal y de una positiva acción social y legal» (Homilía de Juan Pablo II en Limerick. Irlanda. L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 14 octubre 1979, p. 6)

8 «El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social en las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección» (Gaudium et spes, núm. 74. Cfr. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, AAS 53 [1961] 417)