Comentario al evangelio del Domingo de Ramos. ABC, 31 de marzo de 1996.
Nos disponemos a celebrar solemnemente el misterio pascual. Empieza la semana cumbre, nuestra Semana Santa. Vamos a asistir a celebraciones populares y a profundos oficios litúrgicos, a leer una y otra vez la Pasión del Señor, todo ello para penetrar en el gran misterio de amor del Dios a los hombres, centrado en la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, en la llamada de Jesús al amor fraterno, en su mensaje de la Última Cena, en su Pasión, Muerte y Resurrección.
Los contrastes y paradojas, que acompañan la vida de Jesús, tienen su máxima expresión en esta semana que iniciamos con la celebración del Domingo de Ramos. Cristo, Rey, Profeta, Mesías, sencillo, pobre, humilde, aclamado por el pueblo y por los niños; que pasa haciendo el bien, que predica y muestra el camino, la libertad, el amor, y que, por contraste, es víctima de injusticias y crueldades insufribles. Cristo, que cura, sana, bendice, acaricia y consuela a los que más lo necesitan, y Cristo que es sometido a las más acerbas críticas, mal interpretado, rechazado, perseguido hasta la muerte más ignominiosa.
En esa jornada de camino a Jerusalén, la multitud le aclama: “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”, pero ese mismo día los grupos más influyentes del pueblo judío están tramando, en conciliábulos secretos, el modo de eliminar a aquel que con la grandeza de sus virtudes tanto les humilla.
Jesús, envuelto en esa atmósfera de tantas contradicciones, es un anticipo de lo que va a ser a través de los siglos frente a la humanidad. Nunca dejará de ser amado y adorado; nunca dejará de ser menospreciado y perseguido. ¿Por qué este misterio? En este que llamamos Domingo de Ramos leemos algo del poema del Siervo de Yahvé, de Isaías, que nos lleva a contemplar la figura del Mesías, que sufre y se entrega en una inmolación sublime. En la segunda lectura se nos invita a reflexionar sobre el anonadamiento de Jesús, el Hijo de Dios, con un texto de la carta de san Pablo a los filipenses conmovedor. El cristiano que lo lee o lo escucha, sentirá en su interior una llamada al arrepentimiento, que le libera de toda clase de orgullo y arrogancia para mejor imitar a su Maestro querido.
Se recita también la Pasión del Señor según san Mateo. Vemos a Cristo que padece, muere y resucita. Pasión y resurrección son la culminación y resumen de todo lo que precede. Todo converge aquí. Él apuró hasta las heces del cáliz de la culpabilidad. Nosotros somos más pequeños que nuestro pecado que ofende a Dios. ¡Qué mal podemos medir la importancia del mal que hacemos! Solo Dios es capaz de penetrarlo, pensarlo y juzgarlo.
Esta es la Pasión y muerte de Jesús. Se sometió por amor, con plena conciencia, con entera libertad. Nadie ha padecido como Jesucristo, porque Él es la misma vida. Nadie ha caído tan hondo en la soledad, dolor y desamparo, en la angustia y quebrantamiento. “Me muero de tristeza”. “Si es posible, que pase de mí este cáliz”. “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Sólo en la medida en que vayamos aprendiendo a amar a Cristo, empezaremos a comprender.