Prólogo para el libro que con este titulo escribió, y no fue publicado, el Dr. don Domingo Muelas Alcocer, 2000.
Con la muerte, no esperada, del Obispo don José Guerra Campos la Iglesia española quedó sin duda empobrecida. Digo simplemente empobrecida, porque siguió entregada a sus tareas de evangelización trabajando y luchando por llevar a todos los ambientes el nombre, la palabra y la vida de Cristo.
Pero con Mons. Guerra Campos murió también el que estaba mejor dotado para el análisis profundo de los temas y cuestiones, que se nos proponían desde Roma; o bien las consecuencias, que podrían derivarse de una ley o una disposición de los gobiernos regionales o nacional de España; y con los análisis la expresión literaria, ese precioso estilo, de los comentarios, que fácilmente surgían de su lucidez o capacidad crítica.
En este libro del Dr. Domingo Muelas Alcocer, Canónigo Penitenciario y Párroco de Cuenca, se nos ofrecen algunos testimonios de lo que digo, cuando el autor, en confirmación de lo que va exponiendo, aduce textos literales del Obispo Guerra Campos. Así, por ejemplo, en la respuesta a la revista “Interviú”, que le había calumniado; o en lo que el autor titula “Por qué dejo de asistir a la Conferencia”; o en lo que Don José escribió en el Boletín de la Diócesis, dando la versión completa de su juicio sobre el Concilio, como él lo expuso a petición del periódico ABC, pero que éste publicó mutilado. Igualmente es interesante, en relación con lo que estamos diciendo, la valoración que don José hace de la Asamblea Conjunta a diez años de haberse celebrado.
El libro es, pues, como una crónica diocesana del Pontificado de Mons. Guerra en Cuenca, no muy ordenado ni pormenorizado, pero suficiente para suscitar el más vivo interés del lector por conocer y saber más y más de lo que hizo y dejó escrito el Obispo de quien se trata.
No es un estudio a fondo de sus escritos en las diversas funciones que desempeñó durante su vida episcopal. Por ejemplo, sería del mayor interés la documentación que el Obispo poseyera como propia, en relación con los documentos de la Conferencia durante el tiempo, en que fue Secretario de la misma. Estoy seguro de que él no retuvo documentos de la Conferencia o a la misma dirigidos, pero lo que sí tendría serían comentarios, juicios críticos de unos y de otros, que fueron surgiendo y que consideró conveniente conservar.
En relación con todos estos hechos, que tuvieron relación con Mons. Guerra Campos y que dieron lugar a tanto y a veces indigno tratamiento de su persona y sus cualidades, puedo revelar algo de singular interés. En uno de mis viajes a Roma, que solían durar siempre una semana, me llamó Mons. Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado, y me rogó que una vez en España hablase a Mons. Guerra, como amigo y como Metropolitano suyo que yo era, y le dijese que él –Mons. Benelli– deseaba hablar con Mons. Guerra, después que fuese a Roma, tan pronto como pudiese; que le estimaba y quería mucho desde los tiempos de estudiante en la Gregoriana, que sabía lo mucho que valía , etc… Francamente daba a entender que sería una entrevista muy grata y tendente a eliminar obstáculos para una inteligencia mutua y un comportamiento sucesivo que sería muy provechoso.
Cuando llegué a España, llamé enseguida a Mons. Guerra y le expuse lo que se me había dicho. Recibió la comunicación con ánimo tranquilo, sin darle mayor importancia; y al poco tiempo fue a Roma. Pero la fatalidad hizo que Mons. Benelli no estuviera. Le dijeron que había tenido que acudir a una Diócesis del Sur de Italia, donde había un conflicto muy serio y no había dejado recado ninguno para su visitante. Esperó tres o cuatro días; y, sin más, se volvió a España. Probablemente de haberse producido la entrevista, habrían cambiado muchas cosas.
Mons. Guerra volvió a su Diócesis y siguió trabajando en jornadas agotadoras, recibiendo a sacerdotes a veces hasta las cuatro de la tarde, comiendo pobremente, asistido por una prima suya progresivamente enferma, visitando parroquias, haciéndose presente en las fiestas de los pueblos grandes y pequeños, recuperando con laborioso esfuerzo el patrimonio artístico de la Diócesis, fomentando la creatividad en museos y escuelas, atendiendo a la formación de los seglares en una Escuela de Teología instituida ad hoc, intentó establecer lazos culturales de Cuenca con América, concretamente con la República de Santo Domingo, dio a conocer la joya cultural y pastoral del Catecismo Trilingüe, viajó a América y asistió a la Canonización del P. Juan del Castillo, conquense, en Paraguay martirizado en 1626 con otros jesuitas, y conmovió al Papa hasta moverle a decir: “¡Cuenca, ¡bendita!”.
Don José siguió su curso, cada vez más pobre de recursos y más rico en virtudes. Una de sus últimas obras, pensando siempre en la ayuda del clero diocesano, fue la construcción de la Casa Sacerdotal de la Diócesis.
Al cumplir los 75 años, le fue aceptada la renuncia, que más de una vez había presentado, y el que calificaron de intelectual etéreo, que se movía en el campo de las abstracciones, dejó recuperados para la Diócesis monumentos notables, dio vigor a la Cáritas Diocesana, y realizó obras de restauración y conservación en 337 templos parroquiales, ermitas, conventos y monasterios.
Felicito al autor de este libro por el esfuerzo que ha hecho para recopilar datos, que de otro modo podrían olvidarse, y ofrecernos una magnífica síntesis de trabajo y vida de un Obispo extraordinario.
Noviembre de 2000