Homilía en el día de la Misión Apostólica, 30 de octubre de 1993. Texto en BOAT, diciembre 1993.
M. I. Cabildo Primado de esta Santa Iglesia Catedral; queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, hombres y mujeres, jóvenes de ambos sexos que estáis aquí en representación de vuestros grupos de formación y apostolado:
Dentro de muy pocas semanas entraremos en el tiempo de Adviento. Hoy nosotros, parece que nos hemos anticipado. En Adviento la Iglesia nos dispone a celebrar a Jesús que nace en Navidad, la noche de la paz y del consuelo. Y hoy, en esta Iglesia Madre, nuestra Catedral Primada, de su seno, brota también algo así como una disposición canónica, espiritual, pastoral, que nos hace esperar el nacimiento de Cristo Redentor en muchos de esos lugares y personas que tenemos presentes en nuestro afán apostólico.
El más importante de nuestros deberes #
Doy las gracias a estos jóvenes, que nos han hablado de lo que han hecho y vivido este verano. Yo quería precisamente esto. Quería un acto en el que aparecieran estos testimonios, porque debemos hacer actos vivos, muy vivos, muy realistas, que supongan algo más que palabras. Yo preveía que, si pasaban por aquí estos jóvenes, que no han ido a países de misión a hacer turismo, sino que se han sacrificado por amor a Cristo y a la Iglesia; si nos ofrecían así, sencillamente, un testimonio de lo que han hecho, nuestro espíritu se sentiría confortado. Les doy las gracias y les bendigo por tomar el avión o el barco, para trasladarse a tierras lejanas, a otro continente, y hacer lo mismo aquí, en Toledo, donde hay zonas carenciales que están ya casi exangües de vida cristiana. Y hay muchas personas que están haciendo lo mismo en las parroquias, aunque no se las conoce. Con todo, hay también muchas más que, aunque dicen que son católicos, no llevan dentro de sí mismos el impulso del Evangelio. Si este acto hubiéramos podido hacerlo de modo que hubieran asistido numerosos hombres y mujeres y otros muchos jóvenes, chicos y chicas, estoy seguro de que en el espíritu de muchos se hubiera producido una pequeña revolución interior, porque oír estos testimonios supone una interrogación para ellos: ¿Y tú qué haces? ¿Cómo vives? ¿Qué tienes? ¿Cuánto te sobra? ¿A dónde llega tu egoísmo?
Hay un peligro evidente en ese mundo que han visitado estos jóvenes. Acabo de estar en Roma, en una sesión de trabajo, de la Sagrada Congregación del Clero; allí se ha dicho: «De no venir muchas más vocaciones sacerdotales a Hispanoamérica, para el año 2010 o 2020, la mitad de Hispanoamérica habrá dejado de ser católica». Por consiguiente, os doy las gracias a vosotros, y a los que aquí, en Toledo, hacéis apostolado cristiano y evangelizador, porque están cumpliendo el más importante de los deberes que hoy tenemos.
Hay tres encíclicas de los papas modernos, que deberían ser conocidas y meditadas fuertemente por todos: «Evangelii Nuntiandi», de Pablo VI; «Christifideles Laici», de Juan Pablo II; y «Redemptoris Missio», también de este Papa. Son tres lecturas que no deberían caérsenos de las manos.
¿Quién nos envía? #
Porque hoy es el Día de la Misión Apostólica; mi misión, nuestra misión, la Iglesia misionera, misionera «Ad gentes», es decir, para con los paganos, y misionera dentro de sí misma, en los ambientes cristianos que lo fueron y han dejado de serlo, o que, aún siéndolo, están contaminados por un materialismo atroz y por un secularismo que da vergüenza. ¿Quién nos envía? No es otro que Jesucristo, Nuestro Señor. Hay que pensar en Él. Él nos dice a la hora de su despedida: «Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros». Lo dice a sus Apóstoles, para que esto resuene y repercuta en la conciencia y en el espíritu de todos los hombres. Así os envío yo a vosotros, “para que de esta manera los hombres todos sean uno, como Tú y Yo, Padre, somos uno; para que viendo los hombres que somos uno, crean”. De manera que Él vincula la creencia de los hombres a la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y, a imitación suya, la unidad de los cristianos. Pero ¿qué unidad puede haber cuando tantos cristianos no hacen ni caso de estas realidades?
Habláis de que habéis ido casa por casa, chabola por chabola; es más fácil entrar en una chabola, que en las casas en que se tiene todo; en éstas es más difícil entrar, porque ocupan la puerta y el corazón de sus moradores las atenciones, los egoísmos, el afán de placeres, el materialismo, la terrible ignorancia religiosa, en que van cayendo poco a poco nuestras familias, nuestros matrimonios jóvenes, los que creen saberlo todo y, sin embargo, no saben nada.
Os envía Jesucristo. Pero de manera inmediata os envío yo, como Pastor de la Diócesis. A todos estos grupos y movimientos les he dado mi aprobación, mi bendición, y les he comunicado mi ardor misionero, el que puedo tener, dentro de la misión que Dios me ha encomendado. A todos he bendecido y a todos les he pedido que se alimenten con la Eucaristía y con la oración diaria, y que lleven a ese Jesucristo amado, como el impulso más fuerte de su decisión de trabajo apostólico.
No se trata solamente de estos grupos laicales; hay sacerdotes también, y ahora voy a darles esta pequeña cruz a cada uno de los cuatro que hay aquí, y que van a irse muy pronto a tierras americanas. A vosotros, sacerdotes, os bendigo de manera especial. Yo no inculpo a nadie, porque no puedo inculpar; yo solamente tengo que bendecir y aprobar, pero sí puedo decir que nos sobran sacerdotes, tengo que decirlo: ¡nos sobran sacerdotes! Hay que trabajar más, aunque quedemos menos. De esta diócesis podrían salir fácilmente, en estos dos o tres años, cincuenta sacerdotes. Este fue el objetivo que yo anuncié, cuando venían las celebraciones del V Centenario de la Evangelización de América.
Otros podrán acariciar ya esta realidad, porque yo espero que se logre. Tal como vamos en nuestra diócesis, se puede esperar muy bien que, en tres, cuatro o cinco años, cincuenta sacerdotes toledanos monten su tienda en territorios de América; con ellos también algunos y algunas seglares, como de hecho han venido haciéndolo en el Ecuador, donde no pocas veces, y bastante tiempo, han estado trabajando con los sacerdotes que allí había, dos o tres de los cuales siguen, y con ellos, algunos seglares.
¿Y a qué nos envía? #
A hacer lo mismo que hizo Cristo, en la proporción en que puede hacerlo un cristiano. Sois Iglesia, y vais a ir a implantar la Iglesia, y a desarrollarla. No vais a calentar sueños, ni utopías. La cosa está clara, porque la Iglesia es visible; precisamente es una condición esencial de la Iglesia de Cristo, su visibilidad. Tiene estructura, tiene jerarquía, tiene sacramentos, tiene palabra autorizada, tiene modos de piedad, tiene comunidad; todo esto es Iglesia. Y es fácil, cuando uno ama, comprender el misterio de la Iglesia y vivirlo e implantarlo, para que los demás lo vivan. Lo importante es amar. Siempre el amor; de la misma manera que de Dios hacia nosotros lo que llega, y siempre, es el amor. Vais a eso, lo mismo lo que os trasladáis allá, que los que os quedáis aquí, y trabajáis en los diversos modos y métodos, con los cuales hay que trabajar hoy.
Nuestro amor a la Iglesia #
Yo amo a la Iglesia, en la que conozco, mejor que otras personas que la atacan, las manchas que afean su rostro. Las conozco. Pero amo a la Iglesia, porque me entrega el tesoro de Jesús, el Evangelio; porque me hizo hijo de Dios, cuando apenas vine a este mundo; porque me facilitó un ambiente familiar, en el que me enseñaron enseguida a distinguir el bien del mal; porque me enseñaron a rezar el Padrenuestro, y supe después que esa oración, lo mismo que la rezaba yo con el lenguaje balbuciente de niño, la rezaban millones de seres humanos en el mundo entero, y seguirán rezándola, porque la enseñó Jesús, el Hijo de Dios.
Amo a la Iglesia, porque en mi adolescencia me facilitó otros medios, que me hicieron conocer un poco más lo que Jesús pedía a los niños y a los jóvenes. Amo a la Iglesia que despertó en mí, valiéndose de otras personas, un deseo de ir a un centro, en el cual nos preparaban para, quizás el día de mañana, ser sacerdotes.
Amo a la Iglesia que pone a mi disposición la Eucaristía, tan fácilmente me la pone a mi lado, para verla y adorarla, y también para alimentar mi alma con lo que la Eucaristía significa: un alimento para que mi alma y mi espíritu vivan de la Verdad y el Amor. Amo a la Iglesia que me ha rodeado de todas las ayudas necesarias para vivir una vida digna, lo mismo cuando era un joven del mundo, que cuando he sido sacerdote y obispo.
Amo a la Iglesia que me explica la Palabra de Dios y que me enseña el Evangelio de Cristo, garantizándome una transmisión fiel, siglo tras siglo, desde que los Apóstoles, estos conocidos nuestros, se dispersaron por el mundo llevando el Evangelio de Jesús y predicando con energía, como se dice en uno de los textos que se han leído hoy, a Cristo Resucitado; incluso, al recibir ese llamamiento, disponiéndose a dejar todos los bienes, venderlos y darlo a los pobres, como hizo ese desconocido Bernabé, que era de Chipre, Bernabé que significa el que trae el consuelo.
Amo a la Iglesia de los sacerdotes, de las familias cristianas, de los obispos, de los papas, sea Pío XI, el primero que yo recuerdo de niño con todo lo que significó en el mundo de las misiones y de la Acción Católica; o Pío XII, el «Pastor Angelicus», que cuando hablaba y abría sus brazos parecía que iba a rasgar el cielo, para que todos pudiéramos ver el rostro de Dios; o Juan XXIII, el Papa de la bondad, que manifestó patentemente el corazón inmenso de esta madre bendita, la Iglesia, para que todos la miraran con mayor simpatía; o el Papa Pablo VI, el del espíritu delicadísimo y talento excepcional; luego el que vivió tan poco tiempo, Juan Pablo I; y el actual Juan Pablo II, gigante que lleva sobre sus hombros el peso moral del mundo entero, el hombre más admirado de la tierra, aunque no tenga ningún poder más que el de la palabra y el del latido de su corazón apostólico.
¿Por qué me echáis en cara las faltas de la Iglesia, si no son suyas, son nuestras, de los hijos que ella ha recogido con el deseo de limpiar su cara, para ir poco a poco haciendo de cada uno un santo, un hijo bendito de Dios, un discípulo de Cristo? ¡Esto es lo que la Iglesia promueve y realiza!
Día de la Misión Apostólica #
Gracias por estar aquí, los que habéis venido; habrá que evitar en lo sucesivo la coincidencia con otras reuniones, porque yo doy una importancia máxima a que se introduzcan en la vida de la Iglesia actos de esta índole.
No nos limitemos a lo que conocemos; daos cuenta de que hay tantos hombres y mujeres en nuestra ciudad, sobre cuya mente resbala todo lo que se dice en esa media hora escasa del domingo, si es que van a la Iglesia. ¿Qué podemos hacer ya, con católicos así? ¿Para qué nos sirven? ¿Y por qué se llaman católicos? Pero más grave es aún, ¿por qué estamos tan ciegos que nos contentamos con esto, y decimos que, en nuestra parroquia, o en nuestra diócesis, tenemos tantas y cuántas familias católicas? ¿Qué queda de vida católica en muchos hogares? ¿Qué hacen para instruirse un poco mejor?
A Jesús le preguntaron: «¿Dónde vives, Maestro?», y Él les invitó a ir con Él. «Enséñanos a orar», y les enseñó. «Explícanos la parábola», y la explicaba. «¿Qué hemos de hacer para encontrar el Reino de Dios?», y decía lo que había que hacer. Esto lo hace la Iglesia hoy, pero hay que abrir el oído para poder escucharlo.
Queridos miembros de los grupos y asociaciones apostólicas: hay que crear pequeños grupos. Queridos párrocos, hay que hacer algo distinto de los actos parroquiales genéricos, hay que buscar grupos parciales, concretos, unidos por ciertas características, que se reúnan en determinados lugares y se comuniquen lo que sienten, lo que sufren, lo que desean y lo que esperan, lo que aman, y juntos puedan ver, llevados por la luz de Dios, que la solución a sus problemas puede estar en ese Cristo tan cercano, y que les está esperando para darles el abrazo de su paz, de su consuelo y su alegría. Hay que cambiar métodos, tenemos que salir de nuestros templos, hay que buscar a los alejados, a los que están lejos; si ellos hubieran estado aquí hoy, oyendo a estos muchachos, o viendo este ejemplo de los sacerdotes, vuelvo a decir, habrían sentido palpitar su corazón, porque se ven víctimas de su egoísmo y su miseria, cuando podían tener el fulgor de la belleza de su generosidad y de su entrega. Hay que cambiar muchas cosas, tenemos que molestarnos en discurrir, en pensar, en hacer nuestros trabajos más vivos, es decir, ponernos más a disposición de Cristo Jesús, nuestro Jefe amado, nuestro Hermano querido, nuestro Redentor y Santificador.
Que este Día de la Misión Apostólica sirva para que, a lo largo del año, se realicen gran parte de estos bienes espirituales, a los que me estoy refiriendo. Y para que otra vez podáis reuniros y hacer balance positivo, no sólo de vuestros gestos misioneros al exterior, sino de la penetración en el ambiente de la ciudad, en las parroquias, en tantos alejados que se han olvidado de la belleza de la vida cristiana. ¡Dios nos ayude para conseguirlo!