Comentario a las lecturas del domingo posterior a la Epifanía del Señor. ABC, 12 de enero de 1997.
Apenas sabemos nada de la vida oculta del Señor. Los Evangelios nos hablan de que un día Juan estaba bautizando en el Jordán, predicando la conversión, y de pronto Jesús se presentó a él como uno más, para ser también bautizado. Así empezó su actividad mesiánica.
Detrás quedaba una profunda experiencia de infancia y juventud, de vida sencilla y familiar en Nazaret, de largos años de “crecimiento en sabiduría, edad y gracia”.
Juan, nos dice el evangelio de hoy, anunciaba que detrás de él vendría alguien que podía mucho más y a quien no merecía ni agacharse para desatarle la sandalia. Él bautizaba con agua, pero Jesús bautizaba con Espíritu Santo. Por eso leemos en el profeta Isaías lo que, a nosotros, a la luz del Nuevo Testamento, nos parece tan claro. Jesús es el elegido, el anunciado siervo de Dios. El que promoverá el derecho y la justicia y no apagará el pabilo de luz vacilante. Su vida será abrir los ojos a los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión, y de las mazmorras a los que habitan en tinieblas. Él iluminará la historia y la vida de cada hombre.
El bautismo de Jesús fue la revelación del Padre sobre quién era aquel que realmente se dejaba bautizar por Juan: su Hijo amado, el Primogénito, por el que todos seríamos hijos suyos y renaceríamos a la vida de Dios por el nuevo bautismo. El nuestro tiene un sentido muy distinto del que tuvo el de Cristo. Nuestro bautismo, que hoy debemos recordar, valorar, agradecer, revivir, y que significa morir a lo que nos hace daño espiritual y vivir como hombres nuevos.
Cada día tendríamos que ser un poco más cristianos; cada día tendríamos que ir renaciendo a la vida según el Evangelio de Jesús. Tenemos que continuar siempre adelante, a pesar de nuestros fallos. Para ayudarnos a ello está el sacramento de la Penitencia, que nos devuelve la amistad con Cristo, mediante el reconocimiento humilde de nuestras caídas, el arrepentimiento sincero, y la actitud confiada y agradecida por el perdón que renueva nuestro ánimo, y da alegría profunda a nuestra vida. No hay dicha comparable a la del pecador atormentado por sus propios delitos, que un día, como el hijo pródigo que volvió a su casa, vuelve también arrepentido a los brazos de su padre, y encuentra en ellos el calor de la misericordia y del perdón.
Hay que procurar con todas nuestras fuerzas pasar haciendo el bien; librarnos de lo que nos angustia; provocar con nuestras actuaciones que se haga realidad la bondad, que todo hombre lleva dentro de sí. Cuando se lleva la paz de Dios en el corazón, vemos el mundo mucho más noble y hermoso.
El bautismo cristiano significa muerte a la infecundidad, al pecado, a la desesperación. Es vida, resurrección, dicha, libertad y amor. No basta el bautismo de los párvulos, aunque tenga las capacidades y valores, que encierra para hacer al que se bautiza hijo de Dios. Tendría que haber en la adolescencia o la juventud una fiesta para hacer renovar el significado y las promesas del bautismo, que permitiera captar toda la grandiosidad de la nueva filiación, la que permite llamar Padre a Dios.