El Calvario y la Resurrección garantía y fortaleza para nuestra fe

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El Calvario y la Resurrección garantía y fortaleza para nuestra fe

Conferencia pronunciada el 29 de marzo de 1968, viernes de la cuarta semana de Cuaresma.

Os he hablado el viernes último del optimismo cristiano que brota de la fe. Y os predicaba un mensaje de confianza, de triple confianza: en Dios, nuestro Señor, en la Iglesia del Concilio, sí, y en la sociedad religiosa española de la que formamos parte de una manera especial dentro de la Iglesia universal.

El amor que nos une debe ser suficiente para despertar en nosotros esta actitud cristiana de la confianza; actitud mucho más evangélica, decía, que esa otra de la crítica despiadada y reivindicativa, y el reformismo que amenaza convertir en fin lo que no es más que un medio. La confianza no se opone al análisis sincero, ni teme enfrentarse con las consecuencias del examen. Mas bien nos asegura y nos libra de caer en la tentación de estos fanatismos de un lado y de otro, fanatismos que confían únicamente en sus propias reivindicaciones, como si de ellos, no de Dios, dependiese la salvación del hombre y del mundo. En todo este turbulento proceso revisionista que estamos viviendo, lo malo no es la revisión, sino el espíritu con que quieren hacerla muchos que proceden como si Dios no contase para nada, como si todo dependiera del arbitrio y talante de cada uno. Dios está siendo el gran olvidado, en esta hora en que tanto se habla de teología, pero poco de Él, del Dios personal, del Dios de la revelación, del que nos predicaron los Apóstoles, del que sigue predicándonos la Iglesia en su Magisterio verdadero y seguro.

Pues bien, para que ese optimismo cristiano, cuya naturaleza os describía el viernes último, se mantenga a salvo de la prueba, es necesario acudir a las fuentes que lo alimentan, a lo que le da fortaleza y consistencia; en una palabra, a Jesucristo, nuestro Señor, contemplando una y mil veces su vida santa y particularmente su muerte y resurrección.

De ello vamos a hablar hoy, queridos diocesanos míos de Barcelona. Sé que esta noche tengo dos auditorios concentrados en diversos lugares: el que formáis vosotros aquí en la Catedral y el del Price, con el que se ha establecido una conexión radiofónica: allí mi querido hermano, el obispo auxiliar de Sevilla, viene ofreciendo estos días su palabra de luz orientadora. A él mi agradecimiento, y a los que están allí, como a vosotros que estáis aquí, así como a todos los demás invisibles oyentes a quienes llega mi voz, la paz y la bendición de Dios, con el ruego fervoroso de que Él aumente vuestra fe, y de a esa fe fortaleza y consistencia cada vez mayor.

San Pablo, Apóstol del entusiasmo en un mundo sin fe #

Causa asombro leer las epístolas de San Pablo y meditar los datos que tenemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Si hay algún rasgo que pueda caracterizarle, diríamos que es el del entusiasmo para predicar la fe en un mundo sin fe.

Este hombre, convertido en el camino de Damasco, fue un ardiente seguidor de Cristo, sin desfallecimiento alguno. Sufrió toda clase de persecuciones y se mantuvo impávido y erguido; quisieron que callase y habló siempre; predicó a los pobres esclavos de Roma, a los ricos comerciantes de Corinto, a los sabios de Atenas; no dudó, afirmó; no se detuvo jamás, avanzó siempre; no se le ocurrió pensar que faltaba al respeto a la libertad, acercándose a los hombres, judíos o gentiles, para hablarles del Cristo de las Escrituras o del Dios desconocido. El mundo en que le tocó vivir no era mejor que el nuestro. La descripción que hace él mismo en su carta a los romanos responde a una realidad tan sombría que no pueden superar su negrura las tinieblas de hoy. Y sin embargo vibra en todas sus predicaciones y escritos y en toda su actuación, a través de los viajes que realiza, un entusiasmo desbordante y conmovedor. Con frecuencia prorrumpe en exclamaciones y gritos como aquel: Todo lo puedo en el que me conforta (Fil 4, 13). Gritos que parecerían un ejemplo de jactanciosa altanería, si no fueran más bien los latidos de un creyente verdadero que se ha comprometido con su fe hasta las últimas consecuencias.

¿De dónde le viene este entusiasmo que no conoce el ocaso? De una aceptación plena del misterio de Jesús, Hijo de Dios, y de lo que significan su muerte y resurrección. Leed sus escritos: vuestro corazón se sentirá llamado por una voz que no es de este mundo.

Apelo a esta vida de Jesús, y de manera particular a su muerte y resurrección gloriosa, para proclamar que ahí es donde nosotros también encontraremos hoy la fortaleza para nuestra fe cristiana. Al contemplar a Cristo en la cruz diciendo: Padre, perdónales, que no saben lo que hacen (Lc 23, 24); o prometiendo el Paraíso al buen ladrón, o entregando su espíritu al Padre que le envió a este mundo, se advierte la grandiosa seriedad del compromiso divino de salvarnos.

Aquello no es un juego y el que muere no es un simple ajusticiado por haber cometido infracciones a la ley. Por el contrario, era tan puro y limpio que el mismo Pilato le declaró inocente. Moría para asegurarnos la vida, la vida que Dios ha querido ofrecer al hombre, a este hombre a quien ama y eleva a la condición de hijo suyo. Ese es el misterio, que Dios nos ame así, hasta ese grado inconcebible. Pero ése es también el hecho: que así nos ha amado Dios de tal manera que entregó a su Hijo unigénito por nosotros. Murió, pero no fue vencido por la muerte. Resucitó al tercer día y fue glorificado. Y por esta glorificación del Jesús paciente, humillado, crucificado y muerto, revela Dios definitivamente el misterio de su perdón y de su amor a los hombres, y los llama a la conversión del corazón (Hch 2, 22-41; 3, 18-26; 4, 12; 5, 31; 13, 38).

Así surgió la Iglesia, como comunidad de hombres que creen en la resurrección de Cristo. Y apareció el entusiasmo de la fe en un mundo sin fe. Apareció en San Pablo, en San Pedro, en los Apóstoles, en la comunidad de los creyentes. Este entusiasmo no era sentimentalismo fugaz y pasajero; no era reacción psicológica alucinada y turbia; no era sometimiento torpe a una presión dirigista y esclavizante. Era respuesta de hombres libres a la gracia santificadora de Dios que llegaba hasta ellos por medio del Espíritu Santo, cuya presencia dinámica en el hombre redimido había sido prometida por Cristo, y se hacía ahora realidad después de su muerte y su ascensión a los cielos (Hch 2, 33; 1Cor 15, 45; Rm 8). Esta fe, esta adhesión profunda a lo que significaba la muerte, resurrección y ascensión de Cristo a los cielos es lo que daba fuerza y entusiasmo a aquella fe de los primeros creyentes. Podríamos citar innumerables textos tomados de las epístolas de San Pablo o del libro de los Hechos de los Apóstoles; pero hay una página inmortal en la carta de San Pablo a los romanos, en la cual podemos encontrar resumido todo lo que yo quería deciros a propósito de este entusiasmo de la Iglesia primitiva. Entusiasmo fundado en esas bases tan sólidas y tan fuertes de la fe en Cristo, muerto y resucitado. Vivían de eso; no solamente creían. Si no hubiera sido así, el cristianismo no hubiera durado veinticuatro horas; hubiera podido aparecer un sentimiento difuso, impalpable, pero no habría mantenido desde aquel primer día una cadena ininterrumpida de las mismas afirmaciones dogmáticas y de las mismas vinculaciones morales, las mismas ayer que las que practicamos hoy y hasta hoy vivimos cuando queremos ser fieles al Magisterio de la Iglesia. Este es el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, donde se encuentra ese párrafo maravilloso, del que el papa Pablo VI, en conversaciones con el académico francés Jean Guitton ha dicho que es la página de todos los escritos de San Pablo que él elegiría, si tuviera que quedarse solamente con un fragmento.

Capítulo octavo de la Carta a los Romanos. No puedo leerlo todo; pero, dice así: Vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que el espíritu de Dios habita en vosotros. Que si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ese tal no es de Jesucristo. Mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté muerto por razón del pecado, el Espíritu vive en virtud de la justificación. Y si el Espíritu de aquel Dios que resucitó a Jesús de la muerte habita en vosotros, el mismo que ha resucitado a Cristo de la muerte dará vida a vuestros cuerpos mortales, en virtud de su Espíritu que habita en vosotros(Rm 8, 9-11). Es el horizonte grandioso de la inmortalidad futura, la cual nos es asegurada mediante esta incorporación al Cristo que murió y resucitó, y que nos ha enviado al Espíritu para que habite en nosotros.

Así que, hermanos: somos deudores no a la carne; si viviereis según la carne, moriréis; si vivís con el Espíritu y con el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. No habéis recibido espíritu de servidumbre, sino que habéis recibido espíritu de adopción de hijos. Siendo hijos, somos también herederos, herederos de Dios, coherederos con Cristo; con tal, no obstante, que padezcamos con Él cruz, a fin de que seamos glorificados(Rm 8, 12-17).Yo estoy persuadido de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros. Aquí las criaturas todas están aguardando con ansia la manifestación de los hijos de Dios, porque se ven sujetas a la vanidad o mudanza, no de grado, sino por causa de aquel, que les puso tal sujeción, con la esperanza de que, también ellas, todas las criaturasinsondable misterio–, también ellas serán libertadas de esa servidumbre de la corrupción para participar en la libertad y gloria de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta ahora todas las criaturas están suspirando como en dolores de parto; no solamente ellas sino también nosotros mismos que tenemos ya las primicias del espíritu (Rm 8, 18-23).

Y sigue hablando en párrafos que hay que meditar con frecuencia, si queremos mantener el entusiasmo de nuestra vida cristiana, para terminar diciendo: Dios está con nosotros: ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo, después de habérnosle dado, dejará de darnos cualquiera otra cosa? ¿Y quién puede acusar a los escogidos de Dios? Este Cristo no sólo murió por nosotros, sino también resucitó, y está sentado a la diestra de Dios en donde asimismo intercede por nosotros(Rm 9, 31-34).Oíd, hermanos, oíd; después de esto dice San Pablo:¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, el hambre, la desnudez, el riesgo, la persecución, el cuchillo? En medio de todas estas cosas triunfamos por virtud de Aquel que nos amó; por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni todo lo que hay de más alto y de más profundo, ni otra ninguna criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor(Rm 8, 35-39).

Este era el lenguaje, ésta era la leche con que alimentaban los Apóstoles aquellas primeras comunidades cristianas. Se explica la fuerza del entusiasmo de la fe, y así ha sido siempre. De esa muerte y resurrección de Cristo creída, aceptada y vivida por el cristiano; ha brotado la fortaleza de los mártires y de los confesores de la fe, de las vírgenes y los penitentes, la de los santos todos, conocidos y desconocidos, que han pasado por la historia durante veinte siglos siendo testigos.

Todos somos responsables: sacerdotes, religiosos, religiosas, seglares #

Es lo mismo que tenemos que hacer hoy, y por eso afirmo que somos todos responsables, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos cristianos. Hoy, en un mundo en que la fe se ha debilitado y parece como si se apagara en muchos sectores de la vida, ¿cómo podremos ser fuertes en medio de la debilidad? Porque ésta es la hora de la debilidad y de la confusión, a pesar de nuestro orgullo. La confusión es fruto y causa a la vez de la debilidad e inconsistencia.

Para ser fuertes en la fe, antes de que hable a cada uno de estos grupos que he enumerado, apliquémonos unas palabras de Cristo que valen para todos.

Evangelios de San Mateo y San Lucas: Huerto de los olivos:Salió Jesús acabada la cena y se fue según costumbre hasta el monte de los Olivos para orar. Le siguieron asimismo sus discípulos. Cuando llegaron allí, les dijo: Orad para que no caigáis en tentación(Mt 26, 41). Y apartándose de ellos como a la distancia de un tiro de piedra, hincadas las rodillas, hacía oración, diciendo: Padre mío, si es de tu agrado, aleja de mí este cáliz; no obstante, no se haga mi voluntad sino la tuya(Ibíd. 42). En esto se le apareció un ángel del cielo confortándole. Entrando en agonía, oraba más largamente; y le vino un sudor, como gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo. Levantándose de la oración y viniendo a sus discípulos, les halló dormidos por causa de la tristeza, y les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos, y orad para no caer en tentación(Lc 22, 40-46).

Oración, hermanos, oración; por ahí hemos de empezar. Si abandonamos este recurso, sucumbiremos. Las crisis de la fe que el mundo padece, tenemos que estudiarlas para saber darles el tratamiento adecuado. Pero si no oramos, caeremos en la tentación de la debilidad y del confusionismo, nosotros también. Y, entonces, ¿quién llevará la luz a las tinieblas? ¡Qué ejemplo el de Cristo en el Huerto de los olivos!: la hora de la agonía, la hora suprema de la verdad, y lo que hace es orar; lo que dice a sus Apóstoles en ese momento solemne no es otra cosa más que ésta, orad para que no caigáis en la tentación. La tentación, la tentación del desfallecimiento, de la huida, de la cobardía, del fingimiento, de la contemplación de sí mismos. Para no caer en la tentación, levantaos y orad, insistentemente lo repite.

Hacen eco a estas palabras de Jesús las siguientes del Papa, olvidadas también hoy, como muchas de las que está pronunciando, pertenecientes a su discurso del 20 de julio de 1966, “La Iglesia es la sociedad de hombres que hacen oración”. Dijo así: “La Iglesia es la sociedad de los hombres que rezan. Su fin principal –palabras del Papa–, su fin principal es enseñar a rezar. Si queremos saber qué hace la Iglesia, debemos advertir que la Iglesia es una escuela de oración”. Sigue hablando, y dice: “Todos saben cuánto se ha hablado, escrito y trabajado en orden a la oración… Lo que ahora interesa advertir, si queremos conocer la misión de la Iglesia, es la importancia esencial y suprema que ella atribuye a la oración, ya como actividad personal, que brota del fondo del corazón humano, ya como culto divino en el que se difunde la voz de la comunidad cristiana… Igualmente sabéis que la primera afirmación, la primera reforma, la primera renovación, que el Concilio Ecuménico ha dado a la Iglesia, ha tenido por objeto la Liturgia… Recordémoslo bien”.

“¿Qué diremos de los que distinguen la actividad de la Iglesia en cultual y apostólica, separando la una de la otra y prefiriendo la segunda en menoscabo de la primera? ¿Y qué diremos de los que tienen por artificiosa, pesada e inútil la vida interior, y prácticamente dan por perdido el tiempo y por vano el esfuerzo para tender al silencio exterior y para dar su voz íntima al coloquio interior? ¿Podrá jamás el cristianismo dar testimonio de sí mismo ante el mundo necesitado de verdad vital, si no se presenta como arte de explorar la profundidad del espíritu, de conversar con Dios y de adiestrar a sus seguidores en la oración? ¿Habrá jamás un cristianismo privado de profunda, sufrida y amada vida de oración, el soplo profético, que le es indispensable para imponer entre las mil voces resonantes en el mundo, la suya que grita, que canta, que arrebata y que salva? ¿Podrían tener los carismas indispensables del Espíritu Santo una actividad que pretendiese dar testimonio de Cristo e infundir en la humanidad el fermento de la novedad regeneradora, sin sacar de la humildad y de la sublimidad de la oración el secreto de su firmeza y de su fuerza?”1. Imposible. Así termina el Papa.

¿Por qué olvidamos estos aspectos fundamentales a la hora de la renovación conciliar?

Pero además de este deber que es común a todos los que queremos trabajar por el fortalecimiento de la fe, cada uno de nosotros tiene deberes específicos. Hablo, en primer lugar, a los sacerdotes: somos responsables de la predicación de la fe, sí, tenemos que predicar el misterio de Cristo, muerto y resucitado. Sin miedo, sin reticencias, sin disimulos; libres de todo orgullo, pero con entusiasmo, como lo hacían los Apóstoles; a todos, a los pobres y a los ricos; a los pequeños grupos, y a las multitudes, como hacía Jesucristo; atentos a un mínimo de disposición buena para aprovecharla, porque así obró también el Señor; bastaba que se acercase a Él alguien con humildad de corazón para darle el don divino, para decir que el reino de Dios había llegado hasta él. ¿Por qué vamos a exigir tanta depuración cátara si Dios no lo exige?

Los valores de la religiosidad popular #

La religiosidad que llaman sociológica no es perfecta, ciertamente, pero entra en el juego de la historia humana, y muchas veces resulta apoyo indispensable querido por Dios para evangelizar y santificar. Si no es perfecta, esforcémonos por perfeccionarla; pero no la destruyamos sin más, con el riesgo gravísimo de no saber con qué sustituirla después, que tenga eficacia para todos, porque es a todos a quienes tenemos que atender, absolutamente a todos. Párrocos y sacerdotes que os esforzáis por encontrar formas nuevas de acción pastoral: Dios bendiga vuestro esfuerzo, y lo bendecirá, si lo proseguís con humildad, y obedientes a las voces de la Iglesia, cuando nos vienen de parte de quien tiene autoridad suprema para darlas. Buscad caminos nuevos y eficaces que son también necesarios, pero no despreciéis a un pueblo humilde y sencillo para el cual un beso al crucifijo y un avemaría a la Virgen pueden ser un valor religioso definitivo. Misiones populares, ejercicios espirituales, predicaciones diversas, celebración solemne de festividades religiosas: cultivadlo con esmero y hacedlo más perfecto, pero no lo abandonéis, porque ello significaría dejar de dar pan a los que tienen hambre. No queramos sustituirlo en seguida con manjares tan delicados que después no hay ni despensa ni despenseros para ofrecerlos, ni tampoco organismos aptos para resistirlos.

Ciertamente esta religiosidad no es perfecta, y tenemos que perfeccionarla, pero no seamos ligeros en nuestros juicios; esta religiosidad llamada sociológica no es puramente una apariencia exterior, es el fruto también, la convergencia de múltiples acciones espirituales que han brotado del interior de muchas vidas santas a lo largo del tiempo: padres y madres de familia, cristianos buenos que pertenecieron a esa sociedad, asociaciones, grupos que pudieron constituirse al amparo de un modo de vivir y de determinadas condiciones sociales, todas las cuales fueron promoviendo reacciones magníficas, sacrificios y actos de penitencia, oraciones privadas y públicas, formas sociales y colectivas de religiosidad que no aparecieron un día como fruto de una improvisación artificial, sino que fueron el resultado progresivo y lento de un esfuerzo respetabilísimo de las generaciones anteriores. ¿Por qué lo vamos a despreciar?

Vosotros, los religiosos, también sois responsables. Muchos de vuestros ministerios son semejantes a los nuestros, y para todos vale lo que acabo de decir. Pero además tenéis en vuestras manos un arma muy eficaz para predicar a Cristo, muerto y resucitado: son vuestros votos de pobreza, castidad y obediencia. La doctrina del Concilio no ha disminuido nada de sus exigencias ni de su valor soberano en el reino de Dios. Ha pedido que se hagan esfuerzos para lograr un mejor modo de vivirlos, que es distinto. Vuestra consagración os pide una delicadeza especial en vuestro comportamiento. Si la quebrantáis, no es sólo vuestra orden o congregación la que sufre, sino todas las parcelas del reino de Dios. Empeñados también en acomodaciones necesarias, no os olvidéis del misterio de la cruz. Sólo meditando en él y amándole, encontraréis la alegría interior para superar vuestras pruebas.

Que no se queden vacíos vuestros noviciados por miedo a proclamar los grandes postulados que el Evangelio os señala a los que quieren seguir más de cerca al Maestro. La libertad en el reino de Dios está en proporción directa de la decisión con que uno quiere hacerse esclavo de la cruz por amor al que la llevó y a los hombres en cuyo servicio fue puesta en el Calvario. Podríais incluso ser responsables del daño causado a los jóvenes que se han acercado a vosotros con gran generosidad, y han encontrado, más que la libertad necesaria para la maduración, la falta de directrices sabias y prudentes para el sacrificio libremente aceptado. La vida religiosa es indispensable en la Iglesia de Dios. Hay que vivirla con honda profundidad; para ello no hay que dejar de mirar nunca a ese Cristo que muere y resucita ofreciendo la clave para entender lo que es la inmolación y la libertad verdadera.

Y vosotras, las religiosas, también sed conscientes de vuestra responsabilidad para ayudar a mantener la fe con fortaleza. Religiosas, madres de familia del hogar espiritual de la Iglesia, las que en silencio estáis siempre esperando al Esposo; las que en los colegios y escuelas os santificáis en un apostolado ingrato y duro, engendrando hijos de vuestro pensamiento y corazón; las que en asilos, clínicas y hospitales y en tantas otras formas de vida derramáis caridad y prestáis tan pacientes servicios, no confundáis la renovación conciliar de vuestros institutos y congregaciones con la aparición de apetencias subjetivas que acaso por un momento os dieran mayores satisfacciones personales, pero que podrían frustrar a la larga el misterio de vuestra maternidad espiritual, siempre necesitadas de particulares cuidados para asegurar el normal alumbramiento que Dios quiere de vosotras. Acudid a Cristo, muerto y resucitado. Ahí encontraréis la fuente de la caridad que os facilitará el cumplimiento de vuestras obligaciones. Piedras de altar sois, sobre las cuales se inmola Cristo con vuestra propia inmolación. Las crisis y vaivenes pasajeros pueden ser superados. No permitáis que nadie entre en vuestras casas religiosas que opine, de palabra o por escrito, de manera divergente, no digo ya contraria, a lo que señala el Papa y los obispos, cuando expresamente ofrecen la auténtica interpretación de lo que pide el Concilio, y la Iglesia nos está pidiendo a todos.

No dudéis del valor de vuestra consagración; os ha llamado la Iglesia y esto es lo que teológicamente puede engendrar en vosotras la certeza necesaria. La Iglesia es lo que Cristo ha fundado, es lo más suyo, es el sacramento de salvación, es instrumento visible y cognoscible de la voluntad de Dios. La Iglesia con su doctrina, con sus invitaciones, con sus llamadas por parte del Papa y los obispos, y las órdenes y congregaciones religiosas que ella aprueba y bendice, incluso con su mirada en el mundo llena de misericordia, pero ansiosa de pureza cuando contempla el pecado y la miseria humana, pide a todos que vivan hasta el máximo posible su propia vida, que es la vida del Señor. A vosotras lo ha pedido y vosotras habéis respondido que sí. Esto es todo, y esto basta. La Iglesia os quiere, y por esto os quiere Jesucristo. Seguidle tal como es; no permitáis que nadie mutile nada del rostro de vuestro Esposo.

Por fin vosotros, los laicos, los seglares del reino de Dios, antes que deciros palabras mías, os recuerdo las que os dice el Concilio: “Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos (así habla en el decreto sobre el apostolado de los seglares, número 4); buscar su voluntad en todos los acontecimientos; contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden a la renovación del hombre”. Ya lo veis, incluso para juzgar sobre el verdadero sentido de las realidades temporales es necesaria esta vida interior de unión con Cristo. Continúa el Concilio inmediatamente: “Quienes posean esta fe viven con la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, acordándose de la cruz y de la resurrección del Señor” (AA 4).

De Dios al mundo y del mundo a Dios #

Si nos olvidamos de esto, no es posible hacer nada. No lo dudemos: si en el mundo la fe se apaga, se debe en gran parte a que cada uno de nosotros apaga su propia llama. Yo os predico a Cristo, muerto y resucitado, para que volvamos a Él nuestros ojos. No hay salvación fuera de Él. Si de Él nos separamos y no practicamos la mortificación y vivimos las virtudes, todos nuestros intentos de encarnación cristiana en el mundo se desvanecerán como burbujas de jabón. Muchas tensiones hoy existentes desaparecerían si todos miráramos más a Cristo crucificado y resucitado; encontraríamos ahí la calma precisa y necesaria para madurar nuestras responsabilidades y para cumplir con seriedad nuestro papel, el de cada uno, en esta misteriosa y santa Iglesia de Dios. Necesitamos a todo trance reforzar estas ideas y vivirlas muy intensamente.

Terminaré con unas palabras del Papa. Pertenecen a un discurso que pronunció él, también en 1966, en el mes de agosto: “La Iglesia, su fuerza en su debilidad”; y dice: “Es necesario pasar los umbrales del Evangelio y estudiar de cuáles principios quiere el Señor tomar la fecundidad de esta institución espiritual que es la Iglesia fundada por Él… Inmediatamente nos encontramos con la conocidísima paradoja: Cristo ha fundado la vida moral de sus seguidores sobre una base, diríamos negativa: la renuncia, la abnegación, el sacrificio, la cruz. Todos recordamos sus tremendas palabras: El que busque salvar la propia vida, la perderá; el que la pierda por mi causa, la salvará (Mt 8, 35). El que de nosotros –dice el Papa– creyese renovar la vida de la Iglesia suprimiendo las mortificaciones y molestias, pequeñas o grandes, que le son propias, ya por exigencia moral, ya por costumbre ascética reconocida, no interpretaría a conciencia la ley fundamental del espíritu evangélico, del cual precisamente recibe la Iglesia su vitalidad. No busca ella un crecimiento a través de ese bienestar ávido de comodidad y de exteriorizaciones, alimentado por el hedonismo y por el egoísmo que caracterizan las costumbres cómodas, frívolas y ligeras del mundo moderno; lo busca por el contrario en la práctica silenciosa y constante de aquellas virtudes que al mismo tiempo mortifican y fortalecen al discípulo de Cristo: en el paciente sufrimiento, en la obediencia fiel, en la simplicidad austera, en la imitación de Cristo; de Cristo crucificado (1Cor 1, 23)”2.

Esta es nuestra fuerza, hermanos, no podemos dejar de acudir a las fuentes de donde brota. Os hablaba el otro día con el mismo entusiasmo con que hoy os invito a tenerle en vuestra vida de fe en la Iglesia del Concilio, porque tenemos que creer en ella, tenemos que vivir y hacer posible, entre todos, las santas reformas que esta Iglesia, movida por el espíritu de Dios, va buscando, para lograr una mayor perfección de toda la comunidad cristiana. Pero se ha hecho daño al Concilio, porque muchos no han reflexionado ni en la totalidad de sus documentos ni con el espíritu de paz con que hay que examinarlos, para colocarse en actitud de servicio y no de ásperas reivindicaciones. Ahora ya los grandes teólogos del Concilio: Rahner, Congar, Philips, Journet, hoy cardenal de la Iglesia, dan su voz de alarma, y apuntan al naturalismo que se está apoderando de muchos espíritus, con el pretexto de objetivos muy nobles en la expresión verbal, pero muy equivocados en la práctica tal como muchos los conducen y como quieren enfocarlos. Es necesario fortalecer más y más el espíritu sobrenatural de la unión profunda e íntima con el Cristo personal de nuestra fe, con el Cristo muerto, resucitado, elevado a los cielos, allí intercediendo por nosotros, gracias al cual vivimos porque ha cumplido para con nosotros las promesas que nos hizo.

Fortalezcamos nuestra fe, uniéndonos a Él y viviendo intensamente todo cuanto podamos del misterio de su vida tan santa. Entonces la luz de la fe no se apaga, seremos más fuertes. En un mundo sin fe, tal como pueda ser el nuestro, como pudo ser el de los primeros tiempos, seremos también discípulos de San Pablo, el Apóstol del entusiasmo.

1 Pablo VI, Homilía a los fieles, miércoles 20 de julio de 1966: IP IV, 1966, 816-818.

2 Pablo VI, Homilía del miércoles 31 de agosto de 1966: IP IV, 1966, 840-841.