Prólogo a la obra de María Luisa Rodríguez Aisa, El Cardenal Gomá y la guerra de España. Aspectos de la gestión pública del Primado 1936-1939, Madrid 1981, 11-16.
Yacen los restos del cardenal Gomá en su tumba de la catedral de Toledo, ante la cual millares de españoles que conocen la historia reciente de España se detienen con respeto y veneración, conscientes de la grandeza de esa figura insigne de la Iglesia y de la patria española.
En el sepulcro los restos, y en el archivo del Arzobispado documentos escritos por él o a él dirigidos desde muy diversas instancias, que sirven para conocer determinados acontecimientos de una época, de corta duración en el tiempo, pero de enorme trascendencia e intensidad en la vida de nuestra nación.
Pocas veces se han dado juntos a la vez tanto afán de destrucción y tan ardiente deseo de un porvenir mejor. Estoy hablando de los tres años de la guerra española de 1936 a 1939, de la Cruzada, del enfrentamiento bélico entre hermanos, de la sublevación de un pueblo contra los poderes constituidos, de la lucha entre las diversas clases sociales de España. De todo hubo en aquel doloroso conflicto en que nada fue pequeño: ni el odio ni el amor, mezclados ambos sentimientos, para que la tragedia fuese más viva, en los mismos corazones y en las mismas almas de los que lucharon y murieron de un lado y de otro.
Concretamente, el tema de la Iglesia y la guerra española sigue siendo de actualidad dentro de esa etapa de la vida de nuestro pueblo y nunca podrá soslayarse, a no ser que se renuncie injustamente a entender el fondo ideológico del conflicto. Es un tema del que se ha hablado mucho, pero que se ha estudiado poco. Predomina la polémica sobre el juicio sereno, y abundan más los análisis superficiales y subjetivos que las exposiciones documentadas.
Por lo mismo es necesario acercarse a él sin «prejuicios», sabiendo situarse en el tiempo y circunstancias en que los hechos se produjeron, convencidos de que no se necesita apología ni diatriba, sino sencillamente estudio y aportación de datos exactos, huyendo de todo tópico fácil y por consiguiente a-histórico.
Este es precisamente el intento del trabajo realizado por María Luisa Rodríguez Aisa que ahora ve la luz. Pacientes investigaciones llevadas a cabo en el archivo del cardenal Gomá, al que ha tenido acceso directo con la debida autorización de quienes podían darla sin infringir disposiciones testamentarias del cardenal, le han permitido elaborar esta tesis doctoral que alcanzó justo reconocimiento en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Es el suyo un estudio objetivo y sereno que ilumina aspectos diversos de la relación entre la Iglesia y la Patria y concretamente de la actuación, durante la guerra, del insigne Primado de la Iglesia española, cardenal Gomá.
La figura de Gomá en la guerra española #
Don Isidro Gomá vino a Toledo en 1933. Había sido obispo de Tarazona desde 1927 hasta ese año. No dejó de causar cierta sorpresa su nombramiento para Toledo, en donde venía a sustituir al cardenal D. Pedro Segura. Sin embargo, la autoridad moral de que gozaba era ya muy grande, sobre todo por los múltiples escritos pastorales, catequéticos, bíblicos, teológicos, filosóficos, que habían brotado de su pluma. También sus cartas e instrucciones pastorales como obispo de Tarazona fueron documentos muy notables en aquella época, en que no faltaban los obispos de sólida formación cultural eclesiástica.
Pero era, sobre todo, un hombre de carácter, claro en sus juicios, enemigo de toda confusión, intrépido en la defensa de la Iglesia, de su misión en la sociedad, de sus derechos frente a quienes por sectarismo o por ignorancia querían negarlos.
Cuando llega a Toledo el 2 de julio de 1933, cumplidos los 63 años, la Iglesia sufría ya las consecuencias de una legislación laicista apasionada y rencorosa. La pequeña ciudad, por cuyas piedras hablaba la antigua historia, era ya, como tantos y tantos lugares de España, foco de desórdenes y tumultos continuos. La misma toma de posesión fue accidentada y dolorosa.
Nombrado cardenal por el papa Pío XI en 16 de diciembre de 1935, al despacho del Primado en Toledo o al Palacio de la Cruzada en Madrid llegaban continuamente visitas, informes y consultas. Y todo fue en aumento cuando, a partir de las elecciones de febrero de 1936, la vida nacional se convirtió en un alud incontenible de tensiones de toda índole, que hacían presagiar la gran tormenta que pronto se desencadenaría. El Cardenal no tuvo nunca conocimiento de lo que se venía tramando, y sí únicamente la presunción de que, tal como iban las cosas, la gran explosión se produciría inevitablemente. Tenía, si se quiere, más información que otros muchos españoles para presentir la tragedia que se avecinaba, pero nada más. Su ausencia de Toledo cuando se produjo el Alzamiento del 18 de julio se debió pura y simplemente al compromiso asumido hacía mucho tiempo de ir a Tarazona a consagrar al que había de ser su obispo auxiliar Dr. D. Gregorio Modrego. Allí estaba el 18 de julio y ya no pudo volver a Toledo hasta que se produjo la liberación de esta ciudad y de su Alcázar por las tropas nacionales el 27 de septiembre de 1936.
Declarada la guerra y partida en dos la vida y la geografía de España, desde el primer momento apareció el factor religioso como elemento importantísimo de la nueva situación, o como aglutinante de estímulos y reacciones para la lucha por parte de unos, o como objeto de persecución devastadora y odio «impío» por parte de otros.
Gomá fue el que entendió que no podía permanecer indiferente. Asumió con dolor, porque él también era el Cardenal de la paz, todas sus responsabilidades, enormemente delicadas, complejísimas, difíciles, y pasó a ser, sin él quererlo, la figura clave de la Iglesia española durante la guerra, no sólo en la zona nacional, sino por consecuencia y derivaciones de sus actos, también en relación con la Iglesia que vivía o moría en la otra parte y con las instancias superiores de la misma.
Fue figura clave en la guerra:
Como cabeza de la Iglesia española, la cual, con rarísimas excepciones, formó un bloque sólido y compacto.
Como representante, aunque meramente oficioso, de la Santa Sede durante casi un año.
Y como exponente de una postura clara en relación con el Estado que surgía y en sus juicios sobre la naturaleza sustancial del conflicto y las implicaciones del mismo en el orden social y religioso.
Qué extraño es que muy pronto, y sobre todo años después, haya pasado a ser una figura controvertida y, más aún, combatida por muchos. ¡Triste destino –triste o glorioso según se mire– el de aquellos hombres que, sin buscarlo, se encuentran en un momento dado sumergidos en las tinieblas de la noche, teniendo que hacer sobrehumanos esfuerzos para encontrar caminos que permitan vislumbrar mejores horizontes para la Iglesia y para la Patria amada en el fragor de la tormenta! Son más cómodas otras actitudes. Lo difícil es mantener con firmeza convicciones que se estiman justas, y proclamarlas en nombre de una fe que tiene sus exigencias y cuenta con la experiencia histórica de tantos y tantos dramas humanos en el decurso de la civilización, también la que llamamos cristiana.
El Cardenal Gomá ha sido muy combatido; hora es ya de que sea profundamente estudiado, teniendo a la vista documentos fehacientes a través de los cuales puedan conocerse los matices de su gestión, lo que afirmó y rechazó, los motivos que le inspiraron y los límites más allá de los cuales ni pasó él, ni quiso que pasara nadie, en cuanto se refería a lo que el hecho religioso –mezclado con el político, social, bélico, etc., sin que él lo hubiera buscado– significaba o demandaba en tan difíciles circunstancias.
Fuera del libro de su secretario D. Anastasio Granados, apenas se ha escrito nada serio sobre su figura y actuación. Todo han sido repeticiones de los primeros juicios de aproximación, las mismas alabanzas, los mismos ataques y, por supuesto, las mismas fáciles contraposiciones con otros protagonistas de la vida civil o eclesiástica, que también sufrieron y actuaron de modo distinto, según se lo aconsejaba su conciencia y el ambiente en que se movieron. Decir de él que fue el Cardenal belicista es simplemente una calumnia; añadir que para explicar el fondo de su espíritu hay que acudir a su anhelo de restaurar una Iglesia constantiniana en el sentido peyorativo de la palabra, es ignorancia crasa. Hay que examinar con detenimiento los «papeles» de su archivo, todos los que se conservan, en los cuales se refleja con sinceridad su posición ante los problemas que le tocó afrontar. Y, desde luego, no empeñarnos tercamente en juzgar con criterios de hoy lo que sucedió entonces. Lo que decimos en un intento de explicación de tantas incomprensibles posturas de hoy, a saber, que en cuarenta años ha evolucionado mucho el mundo actual, hemos de aplicarlo también al hecho que comentamos.
Algunos rasgos de su gestión #
Para la historia quedan, y lo importante es que se ofrezcan con exactitud, los aspectos fundamentales de su gestión; lo que hizo o dejó de hacer; las ideas que guiaron su conducta; sus reacciones ante el curso de los acontecimientos; sus juicios sobre el momento y sus previsiones del porvenir. Esto es lo que la autora de este estudio nos presenta con fidelidad que se apoya en documentación rigurosamente analizada.
El Cardenal Gomá defendió siempre la independencia de la Iglesia en sus relaciones con las autoridades políticas o militares y luchó para que fueran reconocidas la dignidad y prerrogativas de su condición de Primado, tanto en el interior de la Iglesia como en sus gestiones con el Estado.
Se opuso siempre, como lo había hecho toda su vida, al laicismo entendido como ausencia o negación de Dios en la vida social, por lo cual propugnó ardorosamente un confesionalismo católico en la vida pública de España, cuya alta orientación política deseaba fuese informada por los principios cristianos tantas veces proclamados por la doctrina católica, la cual el propio Concilio Vaticano II estimaba válida al hablar, en la Declaración sobre libertad religiosa, sobre el deber de las sociedades en relación con la verdadera religión.
Esta convicción le movió a trabajar cuanto pudo, dentro del régimen político que nacía del 18 de julio, en favor de una legislación que –sobre todo en materia de enseñanza– reparase los estragos causados durante la República.
Su juicio sobre los valores que estaban en juego en nuestra guerra fue clarísimo y firme, y nunca dudó en manifestarlo así, convencido honestamente de que su responsabilidad pastoral de Jefe de la Iglesia española se lo exigía. De ahí, su rotunda legitimación del Alzamiento del 18 de julio y su empeño en que esta actitud suya fuese conocida, a la vez que las razones que la avalaban, en el extranjero y sobre todo en Roma, lo cual no significó nunca la aprobación sin más de la política concreta del Estado naciente.
Como el obispo de Salamanca, Dr. Plá y Deniel, más tarde sucesor suyo en Toledo, Gomá no dudó en llamar Cruzada al doloroso conflicto, y ello no por presión extraña alguna, sino porque así lo estimaba en su conciencia.
En sus relaciones con el Generalísimo Franco y con las demás autoridades políticas y militares, mantuvo su independencia y libertad, lo que le llevó en ocasiones a tener que sufrir graves tensiones, cuando pensaba que en algún aspecto no se respetaba la necesaria autonomía de la Iglesia.
Habló a tiempo ante quien debía hacerlo, del peligro de ciertas corrientes ideológicas que podían ser dañosas para la vida de la Iglesia y del pueblo español, o llevar a España por caminos ajenos a su historia (nazismo, socialismo, autocratismo, injerencia excesiva del poder político, etc.).
Deseoso de favorecer lo más posible el acercamiento entre el Vaticano y la España nacional, trabajó incansablemente por el establecimiento de relaciones oficiales, exponiendo sus opiniones con toda lealtad y sinceridad ante ambas partes, teniendo que experimentar dolorosas incomprensiones de unos y de otros. El Cardenal pensaba que los roces con el nuevo Estado se debían a la ausencia de acuerdos legales entre el mismo y la Iglesia. La dificultad principal estribaba en las diferencias entre el Vaticano y el Estado español respecto a la reinstauración de los antiguos privilegios concordatarios, sobre todo en el nombramiento de obispos.
Su vida se fue agotando en medio de tantos trabajos y sufrimientos, y, poco más de un año después de terminada la guerra, entregó su alma a Dios en su sede de Toledo con la misma grandeza de sentimientos con que había vivido siempre, lleno de paz y confianza en el Señor a quien se había consagrado, y deseando para España días más venturosos que los que él tuvo que vivir.
Lejos ya del fragor de la contienda, quizá su pensamiento en los últimos meses, en esa hora en que una mente lúcida contempla lo que va quedando de las cosas y examina las raíces profundas de los hechos vividos, volvería con frecuencia a meditar en lo que había sido su preocupación pastoral más noble y honda en lo que se refería a la Iglesia en su Patria española, aunque de ello apenas se ha hablado por parte de los que han tenido interés en presentarnos una figura parcial y deformada.
El Cardenal Gomá se lamentó toda su vida de los fallos del catolicismo español, de la fe rutinaria y puramente emocional de gran parte del pueblo, de la falta de preocupación social en las clases más acomodadas, de la deficiente formación de los sacerdotes, a cuya injerencia en asuntos políticos con claros matices partidistas de signo contrapuesto en todas las regiones españolas, pero particularmente en las más enardecidas por la pasión nacionalista, atribuía gran parte de los males que la Iglesia hubo de sufrir.
En el diagnóstico que hizo de la vida religiosa de España y en los trabajos que realizó para renovarla –tanto como escribió y habló a lo largo de su vida– apuntó certeramente a este objetivo fundamental: la formación espiritual e intelectual del clero. Pensaba él –sin necesidad de esperar al Concilio Vaticano II– que, si esto se lograba, se remediarían muchos otros males que secularmente habían venido influyendo sobre el catolicismo español, puesto a prueba tan dolorosamente en la dura guerra en que él tanto tuvo que sufrir.
El había amado la paz y la concordia sin dejar de servir nunca a la verdad. El no quiso la guerra. Sencillamente, cuando estalló, se vio envuelto en el conflicto según fue éste evolucionando, y trató de cumplir con su deber. Amó a la Iglesia y a España y este doble amor le acompañó en su agonía hasta que se extinguió su vida.