El Concilio Vaticano II

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El Concilio Vaticano II

Prólogo de la obra de Miguel A. Molina Martínez, titulada «Diccionario del Vaticano II», 1968.

¿Quién que, por exigencias de su misión, haya tenido que vivir el Concilio Vaticano II podrá olvidarse jamás de aquellas jornadas romanas en que durante cuatro años seguidos estuvimos reunidos los obispos del mundo, movidos todos por el deseo sincerísimo de prestar nuestro humilde servicio a la Iglesia y a los hombres de nuestro tiempo?

Uno tras otros, el repetido otoño de Roma nos ofreció la serenidad de su cielo y la caída de las hojas de sus árboles: lo uno podía ser símbolo del hermoso horizonte, que tratábamos de descubrir; lo otro, éralo también de aquellas formas de vida en la Iglesia que, por periclitantes y caducas, estimábamos que debían desaparecer bajo la mirada respetuosa de todos los que hasta entonces las habíamos utilizado.

Nuevo iba a ser el horizonte, pero idéntico el cielo; y los árboles también seguirían siendo los mismos, aunque el follaje que tendría que brotar fuera en gran parte distinto.

Han pasado tres años desde aquella mañana del 8 de diciembre de 1965, festividad de la Inmaculada Concepción de María, en que el Concilio se clausuraba en la plaza de San Pedro, y los obispos nos despedíamos unos de otros entre lágrimas y abrazos de religiosa emoción y fraternidad. A esta corta distancia en el tiempo, ¿podemos sentirnos hoy tan gozosos como aquel día?

¿Brotan ya las nuevas y tiernas hojas de los árboles y se adivina más cercana la presentida serenidad del horizonte deseado?

Me temo que la respuesta no pueda ser afirmativa. Siguiendo con el símil empleado, debo decir que da la impresión de que durante este tiempo nos hemos dedicado a fabricar nubarrones, que se interponen entre nuestros ojos y la limpidez del cielo que buscábamos; y con nuestras manos estamos apretando tanto el árbol, que impedimos y casi hacemos estéril su savia circulante, ansiosa de dar frutos, si empezáramos por permitir que diese hojas y flores.

¡Cuánto subjetivismo apasionado en la utilización de los textos conciliares! ¡Cuánta interpretación parcial y arbitraria de sus enseñanzas! ¡Cuánta y qué incalificable frivolidad en las alusiones, en las citas y en las fulgurantes y rapidísimas invocaciones a la doctrina conciliar! Y lo que aún es peor, porque es más impreciso, ¡qué irritante abuso de lo que se llama el espíritu del Concilio y la psicología de la Iglesia posconciliar! Para unos, lo que hay que hacer es ahogarla antes de que nazca, porque sólo males puede traernos; según otros, el ritmo de su aparición y crecimiento es intolerable para su afán de prisa devastadora; la obligada lentitud en la marcha es una traición, el afán de equilibrio auténticamente creador equivale a frenazo paralizante o maniobra intencionadamente diversiva.

Mientras tanto, el gran acontecimiento religioso de la Edad Contemporánea, nuestro Concilio Vaticano II, está ahí, en medio no ya de la plaza de San Pedro, sino de la gran plaza del mundo, pendiente de examen, de conocimiento y de amor. Examen digo, no simplemente mirada intuitiva y caprichosa; conocimiento, es decir estudio serio, reposado, integrador, de todo el conjunto de sus enseñanzas; y amor, porque se trata de un hecho religioso, dentro del cual late el corazón de la Iglesia, y por lo mismo cada uno de los textos conciliares, de sus afirmaciones, de sus ruegos, tiene que ser contemplado amorosamente, con ese cálido cariño que nace de la fe en lo que es obra del Espíritu.

Refiriéndome ahora solamente a la necesidad del conocimiento y el estudio, pienso en este libro, Diccionario del Vaticano II, que puede prestar un servicio utilísimo. El autor es un joven sacerdote, que ha acometido la empresa con paciente reflexión y análisis riguroso de temas y conceptos. Sobre cada uno de ellos ha recogido ordenadamente los textos conciliares y nos los presenta fáciles y dispuestos para la meditación integrante y complexiva de todo el conjunto. Al pie de los mismos sitúa las referencias a conceptos paralelos o similares, que enganchan la óptica del estudio y el análisis sin riesgo de desorbitarla.

No caben extremismos, cuando se estudia así el Concilio. Lo único que cabe es deducir consecuencias con honradez, con fidelidad y sin personalistas aficiones, ni torpes propósitos de reproducir el Vaticano I o inventar el Vaticano III. Las cosas son como son y, no como quisiéramos nosotros que fuesen. Una obra como ésta, preparada con seriedad objetiva y con atención suma a los textos conciliares, libera al lector del riesgo de las omisiones involuntarias y de las imprecisiones más o menos conscientes; facilita grandemente el estudio y nos economiza ese tiempo de que quisiéramos disponer, y a veces no podemos, para encontrar con prontitud y en su propio y directo lenguaje lo que el Concilio ha dicho sobre un determinado concepto.

Espléndido servicio el del autor y el de la BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, que merecen el agradecimiento y el aplauso común.

Diciembre, 1968