El Hermano Rafael Mª. Arnaiz

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El Hermano Rafael Mª. Arnaiz

Prólogo para la biografía del Hermano Rafael Arnaiz, redactada por don Francisco Cerro con el título de «Silencio en los labios, cantares en el corazón. Vida y espiritualidad del Hermano Rafael», B.A.C., Madrid 2000.

Cuando el Hermano Rafael se decidió a dar el primer paso serio hacia la Trapa de San Isidro de Dueñas, escribió una carta al Padre Abad, pidiendo respetuosamente le concediera una audiencia o entrevista para exponer su propósito y poder tomar la resolución pertinente.

El Padre Abad encargó al Padre Maestro de novicios que le contestase, y así lo hizo éste en carta muy amable de noviembre de 1933. Le dice, por ejemplo, “no quiero dejar de advertirle que en la hospedería no tenemos calefacción, y, por tanto, que ha de pasar frío, si quiere venir enseguida, pero usted manda y usted ha de señalar el día de su venida y la hora, para estar sobre aviso”. Y añade: “Para todas las órdenes se necesita una verdadera vocación, pero en particular es necesaria para la Orden Cisterciense, cuyas características son la oración, el trabajo y el silencio”.

Unas semanas después, en carta que Rafael escribió al Maestro de novicios, el 1 de enero de 1934, escribía: “El Monasterio va a ser para mí dos cosas; primero, un rincón del mundo, donde sin trabas pueda alabar a Dios día y noche; y segundo, un purgatorio en la tierra, donde pueda purificarme, perfeccionarme y llegar a ser santo,… quiero ser santo, delante de Dios y no de los hombres: una santidad que se desarrolle en el coro y en el trabajo, una santidad que se desarrolle en el silencio, y que sólo Dios la sepa y ni aún yo mismo me dé cuenta, pues entonces ya no sería verdadera santidad”.

Llama la atención cómo, desde el primer momento, tanto en la carta del Maestro de novicios como en la de Rafael aparece ya, como referencia fundamental para lo que va a ser su próxima y nueva vida, el silencio.

Él nunca fue un joven taciturno, que rehuyera el trato y la conversación animada, incluso la alegre ingeniosidad, que despertaba la alegría de familiares y amigos. Los que le conocieron y trataron, le buscaban después atraídos por su simpatía y su locuacidad contagiosa, que para todos tenía amable respeto si eran mayores, amistad cordial con los de su edad, facilidad para la sabrosa tertulia en los ratos libres, y comunicabilidad fácil, en una palabra, con cuantos se acercaban a él, fuesen o no de su clase y condición.

Pues siendo así, desde que empieza a pensar en la Trapa empieza a pensar en el silencio.

El estudio sobre el Hermano Rafael, que el autor de este libro ha logrado elaborar, nos da a conocer la personalidad y el proceso de su santificación con un análisis certero de su vida y sus escritos, y poniendo de relieve su estimación del silencio de la Trapa. Yo lo he experimentado y vivido. Mientras estuve en Valladolid, mi Diócesis, pasaba el último día del año sumergido en ese silencio denso de la Trapa, donde vivió y murió el Hermano Rafael; y en alguna ocasión practicando Ejercicios Espirituales, y pude percibir qué grata compañía ofrece el silencio, cuando se busca a Dios.

Y es que la sociedad, para que merezca ese nombre, tiene que estar integrada por personas, no por cerebros electrónicos ni por ruidosos mecanismos. Ser persona implica una interioridad, en la que el hombre descubre su propia realidad, la del otro y la del mundo que habita. No podemos perder la excelsa y exclusiva capacidad de contemplar, admirar, adorar. El autor de este libro ha sabido descubrirnos esa rica interioridad del Beato Hermano Rafael, tan rica, que necesitaba el silencio para poder desplegarse hacia el infinito de Dios, sin sufrir perturbación exterior alguna.

Hace ya muchos años, en 1973, en el V Congreso de la Asociación de San Benito, Patrono de Europa, pronuncié la conferencia de clausura: “La contemplación, alma de la civilización del mañana”. O sea, la contemplación, alma ya del “hoy”. Y pienso en el Hermano Rafael, el estudiante de arquitectura, joven culto y conocedor del mundo, de alma limpia, que rechaza el ruido, que aturde, y busca el silencio en que contempla y adora.

Somos muchos los que nos hemos admirado y nos hemos alimentado con sus escritos, con su ejemplo, su mirada sobre el mundo, su serenidad, que a nosotros nos ha enriquecido y sosegado. Estoy convencido de que estamos necesitados de volver nuestra mirada a él y a personas como él. Este libro puede ayudarnos mucho.

La contemplación, el silencio, la interioridad dan fuerza y potencia a la vida humana y aseguran su raíz y fundamento. Nuestra civilización necesita contar con hombres íntegros, que nos hagan avanzar más y más en todos los órdenes, porque todo lo que es progreso tiene que estar cimentado en la verdad.

Los hombres, al asumir la responsabilidad de orientar nuestras vidas, abrazamos con mirada inquieta nuestras posibilidades, cuya realización y logro constituyen el drama de nuestra libertad. Sólo la contemplación silenciosa de Dios, oculto pero real, nos impedirá abdicar de nuestra condición humana y de nuestra vocación a la grandeza. Toda acción es un interrogante sobre nuestra propia responsabilidad. Los hombres luchan, se afanan, mueren, ¿por qué? ¿En nombre de qué el esfuerzo, la técnica, el trabajo, la política, el frenesí de poseer, la diversión, el placer? ¿No es la primera ley la de defender la dignidad humana, la integridad del hombre, su felicidad eterna? ¿Por qué sus actos? ¿Le fundamentan, le destrozan, le realizan? La respuesta a la acción última sólo puede venir de la dimensión fundamental del hombre, de su estructura esencial, de su condición esencial de ser religado a Dios, que nos viene de Él y va a Él.

El silencio del trapense, tan serio, tan nutrido de resonancias interiores, tan acompañado siempre del examen de sí mismo, de la oración corta o larga, va clavando poco a poco al monje que lo practica en la estructura vital de la esencialidad, del desasimiento, de la estimación profunda y radical de lo que verdaderamente es valioso y digno. Es un silencio, además, que viene acompañado de muchos siglos de experiencia en esos espacios, claustros, salas, y templos que a su modo hablan también, porque por esos lugares se han movido hombres muy santos, que han sufrido y amado, que han vencido tentaciones, que se han sumergido en meditaciones siempre nuevas, aunque parezcan antiguas. Las abadías cistercienses, en las que alguna vez nos es dado entrar a nosotros para acercarnos a la vida de sus moradores, tienen el valor de una cátedra, en que aprendemos siempre algo sin que nadie pretenda enseñarnos nada. Hablan la figura del monje que pasa, el salmo que recitan suavemente en el coro, la aguda voz del joven novicio, el gesto de humillación amorosa del que permanece arrodillado junto a una columna, como si no le importase morirse en ese mismo instante para postrarse definitivamente ante su Dios amado.

Para el ilustre pensador Josef Pieper hay un mundo contemplativo de ver el mundo. Sólo así se ve lo que entraña y esconde. La contemplación silenciosa implica serenidad, y la serenidad marca lo luminoso frente a lo atormentado y oscuro. La serenidad siempre está iluminada con la luz del espíritu. Tenemos que amar serenamente nuestra vida, y no es posible amarla de verdad sin oración, sin contemplar cómo Dios nos ama. Lo que impide que todo esto se manifieste es nuestra ceguera interior. El silencio, la contemplación, la interioridad son estructura fundamental de nuestro ser, la base de nuestra trascendencia, la plataforma desde la que saltamos al conocimiento de Dios, de los hombres y del mundo.

Se acaba de publicar traducida la obra póstuma de Saint-Exupery, el autor del conocido libro Le petit prince. En ésta, que ahora nos ofrece nuestro idioma Citadelle, encontramos pensamientos como estos. La soledad, que el hombre siente, es una “extensión” que hay que llenar. Porque se siente la soledad, se siente el espíritu, una presencia más densa. La soledad del hombre es su responsabilidad ante Dios. El mundo tiene sus sitios, su jerarquía, su ceremonial, y esto sólo se puede leer a través del silencio. El hombre no puede encontrar a otro hombre más que en el silencio. Se goza en la obra de arte teniendo ambos, objeto contemplado y hombre, como medida común, el silencio. La perfección, la belleza, se logran, cuando la espontaneidad del silencio de la naturaleza y la del espíritu se encuentran y unifican en la “creación”. El silencio es la base natural de la extensión del espíritu. Es fértil como el grano de trigo, que se pudre en la tierra.

¡Pobre Hermano Rafael! ¿Pobre? Lo digo únicamente para referirme a lo mucho que tuvo que sufrir con sus enfermedades, con su anhelo de vivir abrazado a la cruz, con sus salidas de la Trapa y su retorno repetido como el del ciervo sediento que busca las aguas de la fuente, aunque no pueda beberlas para mayor sufrimiento. Sólo algún que otro gemido se le oye en medio de su sed abrasadora. Sed de Dios, de paz, de poder vivir la vida de la Trapa amada como los demás. Él, que había renunciado a tanto para poseer tan poco. ¿Poco? No. Era mucho lo que intuía su alma privilegiada, cuando pensaba en una observancia fiel y amorosa de lo que en la Trapa podía tener. Vea el lector la diferencia que hay entre lo que escribe sobre el silencio en el año 34, que he citado más arriba, y lo que escribe ahora, tres años más tarde en otra carta:

“Y en cuanto al silencio ¿qué te diré? Es el silencio del que ama tanto a Dios, que al pensar en Él, una de dos: o grita como un loco por plazas y calles… o se calla. Es el silencio del que tanto espera allá en el cielo, que todo lo que sea tierra y palabras de hombres y consuelos humanos, los da de lado como inútiles… y a veces es el silencio del que tanto sufre, que por no llenar de quejas y angustias la atmósfera, que le rodea, y entristecer a los demás, calla sus penas y solamente abre su boca para consolar al que llora y alegrar al triste, pero no para hablar de si mismo y de su cruz”.

¡Cuánto ha ganado en profundidad y entrega a Dios desde que inició su camino!

El libro que ha escrito el Dr. Francisco Cerro, va ofreciéndonos el proceso doloroso de una vida joven y hermosa, pero humanamente destrozada por una enfermedad implacable. El Hermano Rafael era además de un monje, un artista, lleno de sensibilidad, muy dotado para captar la belleza de la vida. Captó la suya también en medio de tantos dolores y privaciones. El autor ha sabido ofrecernos la imagen real de quien tanto supo sufrir y amar. Y nos presenta, como conclusión de su estudio, una síntesis de su espiritualidad, que él llama mirada de conjunto espléndidamente sugeridora y rica en sus reflexiones. Invito al lector a comprobarlo por sí mismo.

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