Conferencia pronunciada el 23 de abril de 1963, en el Aula Magna de la Universidad de Valladolid, en la sesión de apertura de las IV Conversaciones de Cine de Valores Religiosos y Morales.
¿De qué hombre debemos hablar? ¿Del director de la película y el guionista? ¿De los actores y estrellas de la pantalla? ¿O más bien del hombre cómo tema y argumento, sobre el cual opera el arte cinematográfico, o para presentar su vida a los que después van a contemplarla, o para influir sobre aquellos a quienes les va a ser presentada? Cada una de estas preguntas requeriría un tratamiento distinto de la cuestión que sugieren.
La índole y el propósito de estas Conversaciones, e incluso el temario que va a ser objeto de examen y reflexión, –el hombre en el cine francés, italiano, japonés, etc.– nos indican claramente la postura que hemos de adoptar. Se trata de que reflexionemos sobre lo que viene haciendo el cine, o lo que debe hacer, respecto al tema hombre, una de las tres cuestiones –las otras dos son Dios y el mundo– que constituyen el objeto permanente y eterno de toda filosofía, y por consiguiente del arte, que es también actitud filosófica ante la vida.
¿Qué hace y qué debe hacer el cine en el hombre? ¿Cómo opera con su miseria y su grandeza? ¿Qué busca en él y qué encuentra? ¿Qué hace con lo que en él ha encontrado, sus pasiones, sus dudas, sus anhelos, su alegría y su dolor, sus esperanzas y sus fracasos? He aquí planteada la cuestión de que vamos a hablar.
Mas como quiera que el cine, además de arte, es espectáculo, y, desde el punto de vista sociológico, espectáculo de masas, resulta que cuanto el cine haga o deba hacer sobre el hombre, como tema de su expresión artística, alcanza también al hombre como espectador que toma asiento en su butaca, es decir, al niño, al joven, al padre de familia, al héroe y al malvado, a la mujer honesta y a la degradada, es decir, otra vez al hombre con sus alegrías, sus dudas, sus temores y sus esperanzas. He ahí las dos dimensiones que tiene el hombre en el cine: una, la que, extraída de su propia personalidad, es descubierta y presentada; otra, la que, al ser presentada, influye en los que la ven. Son inseparables la una de la otra.
El hombre #
Hay una sola manera de tratar al hombre. Consiste en respetar su dignidad humana y facilitarle el acceso a la altura divina, a la que, por la creación y por la redención, ha sido llamado. No podemos renunciar jamás a este principio. Esa dignidad es algo objetivo, permanente, inmutable. Brota de las raíces más hondas del ser humano. Se manifiesta en la conciencia, a través del pensamiento y la libertad. El relativismo ético, que degenera en escepticismo y sistemático desprecio de las llamadas normas morales, es una monstruosidad. Los niños del mundo entero son fundamentalmente iguales en sus aspiraciones y en sus reacciones. El hombre de la calle y el hombre culto de todos los tiempos aman la justicia y el bien. Los valores morales existen no como arbitraria imposición extrínseca a la naturaleza humana, sino porque antes existe la naturaleza que los reclama y los necesita.
Pascal escribe este pensamiento maravilloso sobre la grandeza del hombre: «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. No es preciso que se confabule la totalidad del universo para quebrantarlo; un vapor, una gota de agua, bastan para matarle. Pero aun cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más noble que lo que lo matara, porque sabe que muere y sabe la ventaja que el universo tiene sobre él; mientras que el universo no sabe nada de ello». Pero añadió este otro pasaje sobre la limitación humana: «La grandeza del hombre es tal porque se reconoce miserable. Un árbol no se reconoce miserable»; «es, pues, miserable en cuanto tal, pero es sublime porque lo sabe»1.
Esa grandeza y esa miseria, conjugadas, nos ponen a las puertas de la moral. Porque todo hombre se pregunta inevitablemente qué tiene para ser grande y por qué, a pesar de todo, es miserable. Al hacer esas preguntas, que son eternas, está rozando ya la cuestión del mal y del bien, de la luz y las tinieblas. Esto es así, y será así siempre, a pesar de las guerras mundiales que proponen generaciones de locos, a pesar de los grandes núcleos de juventud adoradores del nihilismo como sistema de vida, a pesar de las filosofías del disparate y del absurdo que, por serlo, se condenan a sí mismas como anti filosofías más bien.
La misma naturaleza humana nos conduce a Dios, y por eso no es posible tratar al hombre con la dignidad que merece, si no le facilitamos el acceso a la altura divina a que está llamado. Escuchad este otro pensamiento, también de Pascal, sólo en apariencia pesimista: «La verdadera y única virtud es, pues, odiarse (porque somos odiosos por la misma concupiscencia), y buscar un ser verdaderamente amable para amarlo. Pero, puesto que no podemos amar lo que está fuera de nosotros, es necesario amar un ser que esté en nosotros y que sea nosotros, verdad ésta que es válida para todos los hombres. Ahora bien, no existe más que el ser universal que reúna tales condiciones. El reino de Dios está en nosotros, el bien universal está en nosotros, es nosotros mismos y a la vez no lo es»2.
Es decir, que sin la religación con Dios –religión– el hombre, y por consiguiente su dignidad, son algo incompleto. Dispensadme de más razonamientos en este primer paso de mi exposición. O, si queréis, permitidme que añada otro. Supuesto que la religión es necesaria para saber en qué consiste, de manera total, la dignidad humana, resulta, y cuantos estamos aquí lo reconocemos, que la luz verdadera de la religión verdadera ha sido encendida en el mundo por Jesucristo. Luego todo lo que vaya contra el Evangelio, va contra el hombre.
El cine #
He leído con atención la mayor parte de las ponencias y comunicaciones de las dos últimas Conversaciones que aquí se han celebrado. A través de ellas he visto la preocupación de muchos de vosotros, por lo cual ya no extrañaréis que yo también manifieste la mía. Estáis empeñados en una batalla hermosa, pero difícil, muy difícil. Vuestra acción será eficaz, ¿cómo no? Nada de cuanto hacemos se pierde en el vacío. Pero la eficacia depende de que tengáis criterios muy claros, lo cual no quiere decir cerrados. Sin duda los tenéis. He visto que en esas Conversaciones se ha hablado y se ha repetido y se ha comentado el discurso de Pío XII sobre el film ideal. También se han tenido presentes la Encíclica Miranda prorsus del mismo Pontífice y la Vigilanti cura de Pío XI. Bien. No voy a hacer yo un comentario más a normas tan sabias y tan magistralmente trazadas. Lo que intento es fortalecer un modo de pensar que a todos nos defienda.
A) En el Evangelio leemos estas palabras: «Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas, pues el que camina en tinieblas no sabe dónde va» (Jn 12, 36). El cine no se ha puesto al servicio de la luz. En términos generales, podemos decir que ha servido más bien a las tinieblas. En los sesenta años de su carrera de expansión vertiginosa el cine ha hecho mucho daño a la dignidad humana.
Se dice que el cine cuenta cada año con 12.000 millones de espectadores. Los países más atrasados y que cuentan con menor número de asistentes al cine con los de mayor población: los asiáticos y los africanos. Por consiguiente, entre los europeos y los americanos –los más avanzados en cultura, técnica, religión– es donde el cine cuenta con más espectadores. O sea que está sirviendo a las tinieblas donde más debiera reinar la luz.
Dice Mons. Bernard, director de la O.C.I.C.: «He aquí el verdadero pecado del cine: pretender existir, tener un valor, tener un público, sin darse cuenta de que Jesucristo ha vivido, sin tener en cuenta que el mundo ha sido salvado, que el mundo no es ya un receptáculo de átomos inteligentes, o el campo cerrado de instintos incontrolables, o la reserva de animales feroces que se baten; el mundo debe cantar la gloria de Aquél que lo ha puesto en orden, debe hacer triunfar el Espíritu sobre el instinto, debe orientarse hacia el amor universal liberándolo de sus pasiones y de sus intereses personales».
«Cuando el cine busca público y cuando el público va en busca de una película, hacen como si Jesucristo no hubiera existido, se complacen en tesis materialistas o satisfacen sus instintos de brutalidad o de sensualismo decadente; cuando trabajan por el triunfo del orgullo, de la envidia o de la cólera, hay que pedir que al menos reconozcan la justicia de los anatemas que contra el cine se lanzan»3.
No extrañéis que los obispos del mundo entero –los de Italia, Francia, Austria, Estados Unidos, tengo sus declaraciones a la vista– se manifiesten llenos de alarma. Está justificada esta actitud. Se ha dicho que la Iglesia adoptó una postura negativa ante el cine. No es cierto. No se debe confundir a la Iglesia con algunos hijos suyos, eclesiásticos o laicos, los cuales con actitud que era más bien hija de un ambiente y de una época, condenaban incluso el instrumento, al condenar el fin al que servía. La Iglesia no necesita hacer explícitas y formales declaraciones a cada paso frente a un invento que surge, un hecho social que se consolida, o una expresión artística que aparece. Más bien tiene derecho a confiar en la honradez de los hombres que la conocen, los cuales, sin esperar nuevas precisiones, deberían recordar que ella ha hablado ya con su doctrina teológica y moral de siempre, nacida del Evangelio, sobre el uso de las cosas creadas, y sobre la obligación que el hombre tiene de poner sus facultades y talentos al servicio del bien y de la verdad.
Más aún, estoy por decir que la Iglesia no ha tenido ni tiempo siquiera de adoptar otra actitud que la de ponerse en guardia, hasta el momento en que Pío XI y sobre todo Pío XII, con un esfuerzo supremo de esperanza en medio del desastre, señalan los aspectos positivos que, más que tiene, puede y debe tener el cine. Hasta entonces, el crecimiento y difusión del mismo fueron tan explosivos y repentinos, que fue necesario esperar para ver a dónde conducía aquella carrera. En el año 1920, aproximadamente, es cuando empieza a tratar los valores humanos en la pantalla. Pronto se vio que más los degradaba que los enaltecía. Cuando el agua envenenada ha envenenado el organismo de un enfermo, lo primero que hace el médico es tratar de desintoxicar ese organismo prohibiendo que beba más; después procurará que las fuentes y los ríos ofrezcan agua pura. Esto es lo que ha hecho la Iglesia en la peligrosa y terrible cuestión del cine. Si, aun hoy, se oye más su palabra de cautela que de aliento positivo, la cual desde luego existe, es porque comprueba hechos como éstos que vosotros conocéis mejor. Las películas reprobables en Italia en 1955 fueron el 5% de la producción; en el 58, el 22%; en el 59, el 35%; en el 60 el 45%4. En el 61, las clasificadas como excluidas o desaconsejables, representan el 47,03% de la producción, y si a éstas se suman las consideradas «con reservas para adultos», se llega al 59,46% del total producido en un solo año5.
B) Lo más terrible de todo es la complacencia en el mal y el obstinarse en servirse de él para propagarlo y hacer que los demás lo asimilen. Entonces se cumple otra frase del Evangelio: «Si un ciego se convierte en guía de otro ciego, ambos caen al hoyo» (Mt 15, 14). Esto tiene particular aplicación al hombre de hoy, puesto que de él hablamos, y más precisamente al hombre de la cultura occidental, a la cual pertenecemos.
Durante mucho tiempo, Europa, y con ella, desde hace 50 años, América del Norte, han sido los guías de la humanidad. Hoy las cosas han cambiado. En África y en Asia aparecen nuevos pueblos que se adelantan a ocupar su puesto en la historia y a influir sobre el destino de la humanidad. Ya nada ni nadie podrá detenerlos. Y en el Oriente de Europa, en Rusia, hace tiempo que apareció un nuevo sistema de vida. Esos bloques inmensos de seres humanos, que cada día toman más fuerte conciencia de sí mismos, se preguntan si tienen algo que aprender de las viejas grandes naciones europeas, muchos de cuyos hogares y ciudades en nada se diferencian de un parque zoológico. Selva por selva, es preferible la de los bosques a la del cemento y las salas de cine. El erotismo y la sexualidad están creando en Occidente una civilización afrodisiaca. No nos extrañemos de que este materialismo del corazón y las costumbres, en los pueblos que conducían y guiaban, provoque el materialismo de las ideas en los países y naciones que hasta aquí eran conducidos y guiados. Con la diferencia de que al hacerse materialistas en el pensamiento se creerán superiores, pues entienden que es propio de seres decadentes hacer concesiones a los instintos del bajo placer y a la inmundicia.
No otra explicación tiene la burla de Kruschef ante ciertas exhibiciones que le fueron hechas en su viaje por los Estados Unidos. O la respuesta de un grupo de jóvenes ucranianos que en régimen de intercambio visitaron no hace mucho la ciudad inglesa de Exeter. Después de recorrer varios círculos industriales, artísticos, culturales, fueron conducidos a un club de «jazz». «Muy instructivo –comentaron–, pero bastante inmoral». O los versos de una canción compuesta por un joven comunista del Vietnam del Norte el 14 de julio de 1960, mientras en Hanoi la muchedumbre danzaba en honor de la toma de la Bastilla. «Oigo, a la cruda luz del falso día de la noche, el ruido insoportable de la samba… Oh manes de mis antepasados, que nos enseñasteis las danzas castas, el pudor de la mirada, la continencia del lenguaje, la moderación del cuerpo, …permitid que cambien los gobiernos, que se produzcan las revoluciones, que el sol se levante y caiga la lluvia…, pero no permitáis que nuestras hijas se contoneen al ritmo bárbaro de la samba».
Se calcula que Asia en 1980, dentro de 18 años, tendrá 2.011 millones de habitantes, bastante más de la mitad del mundo entero. En vista de lo cual se comprende la frase de Cardjin: «Ninguna fuerza técnica podrá impedir mañana a los pueblos asiáticos dominar el porvenir de la humanidad. Sólo los ciegos pueden negar este hecho».
Pues bien, aquí también va a entrar o está entrando ya la corrupción. Los ciegos conducen a otros ciegos. El Japón es el más grande productor de filmes en el mundo, más que Hollywood. El lenguaje técnico del cine japonés es, poco más o menos, el mismo que el de Occidente. Lo que constituye su carácter más original –escribe Etsuka Takano– es la naturaleza de sus temas… El de la exaltación de los valores familiares es constante. El amor, hasta fecha muy reciente, se trataba de manera harto distinta a como suele hacerse en las películas de los países occidentales. Un pequeño número de filmes han comenzado a reducir la importancia de la familia y a conceder al amor entre dos un papel preponderante. El adulterio, desconocido hasta ahora, ha hecho su aparición en el cine japonés hace tres o cuatro años.
Se dice que no sólo el cine, que también la radio y la prensa y la calle y el teatro y la literatura contribuyen al desastre. Es cierto. Pero ninguno de estos medios de difusión lo hace a tan gran escala y con tal profundidad como el cine.
No le demos vueltas. El erotismo, al que gran parte del cine sirve con tanto descaro, no puede engendrar más que enanos en el orden moral, hombres y mujeres llenos del más sórdido egoísmo, incapaces de sentir la llamada de la solidaridad fraternal de unos con otros, como no sea bajo la presión de circunstancias políticas y económicas, lo cual no es humano. Se puede lograr el Mercado Común Europeo, y puede suceder que sus beneficiarios consientan en la unión, más por un instinto de defensa propia que porque les agrade la ayuda común.
Todo pecado, aun el que se comete en la soledad de los más íntimos deseos de cada uno, constituye también un delito social. Hace daño a los demás, aunque no lo crean esos millones de desertores que entienden que sólo se causa un perjuicio, cuando se roba o se asesina. El que quebranta el orden moral se mutila y se disminuye a sí mismo, por lo cual roba a los demás lo que éstos tienen derecho a recibir de sus semejantes. Un hombre menos limpio de corazón y pensamiento es un defraudador, porque a partir de su pecado se hace más egoísta y sus ojos ya no pueden mirar a sus hermanos los hombres con la limpia generosidad de antes. Para comprenderlo del todo, basta contemplar la perspectiva contraria. El santo –un Francisco de Asís, un Vicente de Paúl– y todos cuantos en uno o en otro grado se acercan a este ideal, son los grandes bienhechores de la humanidad, de los que nadie duda, ni los asiáticos ni los comunistas.
Se comprende, pues, la declaración del Cardenal Arzobispo de Viena: «Estamos muy obligados a las buenas películas y a los servicios que rinden a la formación y a la orientación de los hombres. Quiero expresar públicamente mi gratitud y mi reconocimiento a cuantos han contribuido a la realización de obras artísticas nobles y valiosas».
«Pero existe desgraciadamente otra tendencia que se hace cada vez más clara. Es nuestro deber decir que es paralela al problema, aún no resuelto, del capitalismo liberal desenfrenado que se sirve del obrero como un simple medio para enriquecerse. Por su desarrollo desmedido –los especialistas de historia económica nos lo dicen– ha provocado la reacción violenta de un mundo obrero explotado de una manera desvergonzada. ¿No nos encontramos ante un hecho análogo, cuando la industria del cine utiliza sus medios de influencia para atraer una clientela sin capacidad de juicio sobre una mercancía averiada? ¿No es asimismo vergonzoso suministrar al consumidor –el espectador de cine– lo que, en vez de hacerle más feliz y mejor, le hace más triste y menos bueno?».
Y concluye: «La movilización de todas las fuerzas responsables de un país debe conducir a establecer contactos similares a los que se produjeran en la época del capitalismo liberal sin freno que permitieron finalmente reducirlo al silencio»6.
C) No obstante todo lo dicho anteriormente, no es propio de cristianos limitarnos a una constatación tan dolorosa. También en el Evangelio hay otra frase de Jesús que puede tener aplicación entre nosotros: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5, 16).
¿Por qué entre esas obras buenas no ha de aparecer, cada vez con más frecuencia, el film ideal, tal como lo definió Pío XII? El que se aproxima, cuanto es posible, a lo que debe ser para responder a las exigencias de la verdad, del bien y de la belleza. El que, si tiene que presentar el mal, porque el mal forma parte de la vida, no lo hace nunca en forma seductora, sino de tal manera que sale abiertamente condenado, aunque para condenarlo, no tiene porqué convertirse la pantalla en un pulpito. El que comprende, respeta, satisface y ama al hombre, sea éste niño o adulto; el que exalta y defiende los valores positivos de la familia, la religión y la sociedad; el que deleita y procura una grata evasión, necesaria al hombre fatigado; el que instruye y ofrece, con el poder persuasivo que él únicamente tiene, las conquistas del saber; el que no abusa de su influjo tremendo sobre la psicología del espectador, siempre en peligro de caer bajo la esclavitud de la imagen y el sonido, precisamente porque es esclavo de los sentidos; el que entiende de una vez para siempre que valores humanos irrenunciables son el sacrificio aceptado en defensa de la virtud, el deber de comprensión, la lealtad, el dominio de las bajas tendencias humanas, la solidaridad, la paz, el amor.
Creemos en el cine como elemento positivo de elevación, y aún más, queremos creer a pesar de todo. No podemos admitir que una criatura tan bella, salida de las manos del hombre, haya de vivir permanentemente prostituida y degradada.
Es necesario que se multipliquen los directores, guionistas y productores de filmes que tengan fe en el hombre y estén de acuerdo en lo que el hombre es, un hijo de Dios. Nosotros estamos de acuerdo. Si los demás no lo están y prefieren seguir ofreciendo mercancía averiada, que se fabriquen hombres a su antojo, pero que no destruyan los que viven, tal como Dios los ha hecho. Es necesario también que los hombres mismos, el débil ejército de los espectadores, que sobre la debilidad congénita de cada uno tiene además la servidumbre humillante de la colectividad y la masa, reaccione y luche. Si el cine no rectifica en gran escala y termina por producirse la catástrofe, el hombre de mañana que se ponga a juzgar nuestra época se sentirá atónito al comprobar que millones de hombres que se decían cristianos y creían en el Evangelio fomentaron gustosos con su presencia y su dinero la destrucción de sí mismos.
Tenéis una gran misión #
Vosotros, señores organizadores y participantes en estas Conversaciones Internacionales, tenéis una gran misión. Esforzaos por afirmar bien los sanos criterios. Difundidlos. Influid para que el cine se ponga al servicio del hombre. Cuidad, con esmero exquisito, de las películas que presentáis, los juicios que hacéis, los premios que otorgáis. La buena intención puede no coincidir con el dictamen de la prudencia. Todo es delicado, cuando está en juego el espíritu del hombre. Pero hacéis bien en seguir vuestra tarea. Si me lo permitís, yo me atrevería a daros un consejo o, si esto es excesivo, a señalar un peligro. El de que por un internacionalismo mal entendido os dejéis llevar, en vuestra apreciación, de una benevolencia excesivamente conciliadora. Cuando juzgáis una película, no sólo emitís vuestro juicio sobre un director o sobre un ambiente; también dais sentencia sobre la pregunta que se harán después millones de espectadores. Es menester que los principios que nos guían, como a hombres y como a cristianos, permanezcan íntegros e intangibles. Dios no disimula sus mandamientos, aunque puedan parecer severos.
A todos nos es conocida la figura insigne de un pensador europeo, teólogo y enamorado del arte, humanista y sacerdote, predicador y filósofo, Romano Guardini. Su influencia es grande en todos los sectores cultos. Él mismo ha declarado que el secreto, si le hay, de su influencia, consiste en que ha arrancado siempre de los dogmas revelados y de la verdad natural. No ha tratado de acomodarlos al mundo, haciéndoles perder su propia fuerza, sino de situar al mundo en la órbita que le corresponde, la de Dios. Comprendo que hacer esto en el cine es más difícil que en el ensayo escrito o en una conferencia. Pero ése es el camino.
Cuantos os esforzáis por lograr un cine mejor –que sea cine, y que sea bueno– debéis saber que no estáis solos. Y cada vez lo vais a estar menos. Se aproxima la fecha de apertura del Concilio Vaticano II. Su propósito es la renovación de la cristiandad. De esa cristiandad renovada pueden brotar muchas fuerzas que hagan más fácil lo que hoy parece tan difícil, la salvación del hombre. ¿Por qué no puede también producirse un movimiento que ayude eficazmente a la renovación del cine? Del Concilio de Trento brotaron consecuencias de muy largo alcance que permitieron realizar empresas universales. Una sola cosa os pido: alma limpia y llena de luz frente a las tinieblas de gran parte del cine de hoy. Del seno de la cristiandad renovada nacerán millones de hombres que lucharán, consecuentes con su fe, por conseguir para sus hijos lo que ellos no han tenido: un cine al servicio del hombre, con todo lo que el cine es.
Espero muy poco, en cuanto al servicio a los valores humanos y religiosos, de gran parte del arte de hoy. Espero mucho de los cristianos verdaderos que tengan fe y la vivan. «La máxima desgracia del hombre moderno –escribe Daniel Rops, y ello es aplicable a los movimientos artísticos de hoy, y por lo mismo al cine– está en que no asiente. ¡Se le ha enseñado tanto el orgullo! Le es odioso todo cuanto marca un límite a su potencia, a su placer y a lo que él cree que constituye su realización. Cada uno cree poseer su verdad, porque la verdad ya no es algo que se recibe, cuando uno se hace digno de ella, tras larga paciencia, sino que tiene sus raíces en la peor de las vanidades. Semejante actitud puede compaginarse con el peor de los ‘consentimientos a los destinos’, a saber, la claudicación del hombre, que vimos ya, frente a las fuerzas que, desencadenadas por él, lo amenazan; pues, herido en su propio orgullo, prefiere el salto en el vacío a reconocer su propio desastre. De la misma raíz nacen también los árboles envolventes con los frutos mortales de la intolerancia, de la violencia y del odio… La rebelión del orgullo cierra al hombre aquel reino que fue prometido a los humildes de corazón»7.
«Desvanecida la confianza en la razón y en la riqueza interior del hombre –añade Passeri Pignoni– el sentido de la caducidad de los bienes terrenos ha adquirido un tono más dramático; no aparece ya el riesgo inevitable ligado al rigor de una ley natural, sino el sentido de precariedad de lo condenado a la autodestrucción».
«La humana dignidad se ha dispersado en la humillación progresiva del hombre absorbido por la masa, arrastrado en el ciclo de terribles acontecimientos en que su voluntad se ha ido anulando. La unidad de su vida se ha fraccionado en una serie de posturas aisladas que no pueden dar la idea de su totalidad. Y las teorías filosóficas de nuestro tiempo (fenomenología, existencialismo, marxismo, historicismo) aparecen como el testimonio de una pavorosa desbandada moral».
«Podría observarse que el choque de la materia contra el espíritu, la preponderancia de la técnica, la mecanización cada vez más sofocante que lleva a la humanidad a la muerte de toda poesía interior y al espectro del suicidio atómico que brota sobre el recuerdo atroz de terribles experiencias ya afrontadas y vividas, no son la causa, sino más bien la coartada de la inquietud de nuestros días… Y el arte ha sido el primero en diagnosticar su drama; en gritar, con inerme falta de pudor y de reserva, su angustia»8.
O salimos, pues, de esta confusión, o nos vemos perdidos como niños en el bosque en medio de la noche. El cine podría contribuir a salvarnos. Hasta ahora no ha contribuido, ni por parte de los que lo hacen, ni por parte de los que lo ven. Unos y otros parece que tienen miedo a ser cristianos. Y no se dan cuenta de que sólo siéndolo de verdad, cuando conocen que lo deben ser, son también plenamente hermanos. Si el cine ha fallado, como arte y como espectáculo, es porque antes ha fallado la conciencia en el artista y en el espectador.
Por eso no creo que del arte de hoy pueda venir la salvación. Tanto más cuanto que muchos de los agravios que comete el cine ni siquiera se cometen en nombre del arte; proceden de un fondo más bajo.
Sí que creo en el cristiano auténtico, porque éste es el restaurador del sentido del deber y de la esperanza. Luchad, señores, luchad. Gritad sin miedo las exigencias de la moral cristiana, que son las mejores defensas del hombre: alguien las escuchará con respeto. Dios es una añoranza y una nostalgia para muchos que le han perdido y no saben encontrarle. Cuanto hagáis por dignificar el cine servirá para facilitar el hallazgo.
Comprendo vuestras dificultades. Juzgáis con criterio, no local, sino internacional y mundial. Esto puede explicar muchas cosas. Pido al Señor que os dé acierto en la selección de las películas y en la distinción que hayáis de otorgar. Es más difícil construir que derribar, o simplemente mirar cómo la ruina se produce. La Iglesia no quiere que asistamos, pasivos e inertes, a la ruina del hombre en el cine. Que colabore también el espectador con la repulsa a lo que debe ser rechazado, o el aplauso a lo que es digno de ser aplaudido. Colaboremos todos, cada uno en nuestro puesto.
1 B. Pascal, Pensées, edición de E. Havet, París, 1891, 117.
2 Ibíd., 184.
3 Véase Revista Internacional del Cine, diciembre de 1960, n. 36-37, 122.
4 Cf. L’Osservatore Romano, 23 de marzo de 1961.
5 Cf. el artículo de A. Avelino Esteban, en Resurrexit, 31 de marzo de 1962, 64-65.
6 Véase Revista Internacional del Cine, diciembre de 1960, n. 36-37, 124.
7 Daniel Rops, Lo que muere y lo que nace, Buenos Aires 1950, 163-164.
8 P. Pignoni, El hombre y lo humano en el arte contemporáneo, Madrid 1961, 251-253.