El hombre sin Dios y la cuaresma cristiana

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El hombre sin Dios y la cuaresma cristiana

Exhortación pastoral en la Cuaresma de 1977. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, marzo 1977.

Al acercarse una vez más el tiempo de cuaresma, de tanta significación en la vida de la Iglesia, quiero ofreceros, como lo he hecho otros años, luz para vuestra reflexión y orientaciones para vuestro comportamiento. Lo hago con particular atención al momento que vivimos en nuestra nación española y al entorno cultural en que estamos sumergidos.

Inquietudes y situación dramática del hombre moderno #

Introducción #

El ser humano no vive en solitario sobre la tierra, sino que forma parte de una familia, de una nación, de una cultura determinada en el tiempo y en el espacio, lo cual hace que su existencia se desarrolle con libertad responsable; sí, pero dentro de unos modos colectivos de ser y de vivir. Por ello no puede serie indiferente su propio mundo cultural. Reacciona como por instinto ante las señales de cambio, ya con sentimientos de desasosiego e inseguridad, ya con determinadas aspiraciones o temores. Que nuestra hora se caracteriza por las mutaciones de todo tipo, nadie parece ponerlo en duda, y aun salta a la vista en la crónica diaria, en la crisis de las instituciones y en la desorientación que reina en el pensamiento y en la jerarquía de valores.

Hay en estos avatares de la historia algo que se nos antoja aleatorio y sobrehumano. Obedecen siempre a una compleja suma de factores muy diversos, cuyo resultado emerge en un momento dado y marca la dirección cultural predominante hasta el cambio siguiente. Sólo en los dos últimos siglos ha adquirido el hombre aguda conciencia de estas mutaciones y se ha lanzado a la audaz empresa de querer conocerlas de antemano para dirigirlas, intentando descifrarlas en los «signos de los tiempos», es decir, en aquellas tendencias más profundas y generalizadas del corazón humano. Esta actividad no es ajena a la religión en general y al cristianismo en particular. Dios es el Señor de la historia, y al revelarnos a Cristo, su Hijo, como centro y sentido último de la misma, pide a los cristianos, especialmente a los seglares, que le sirvan, orientando al mundo hacia el reino escatológico del Salvador. Así pues, la mera consideración o el pronóstico de este mundo del hombre y sus cambios jamás puede limitarse para el cristiano a una curiosidad ociosa, ni tan siquiera a una acomodación resignada.

Dios, desplazado de la vida #

Ahora bien, ¿qué piden los hombres de hoy? Más que pedir, exigen, y con prisas; ha de dárseles todo aquí y ahora. Basan sus exigencias en su propia dignidad, tal como la entienden ellos mismos, en el valor de su propia persona, que no reconoce límites. ¿Qué es lo que quieren en definitiva? Una vida que corresponda práctica y concretamente a esa autovaloración: por una parte, no estar esclavizados a nada ni a nadie; por otra, gozar de todo, sin límites y sin esfuerzos excesivos.

Pero lo más característico, sin duda alguna, estriba en el cómo están intentando conseguirlo. Cada vez más generalmente y con más radicalidad, el hombre secular de estos dos últimos siglos no quiere tener en cuenta a Dios, al estructurar su vida y su mundo conforme al plan que acabamos de señalar. Para la existencia de cada individuo o para la convivencia de la humanidad, para lo que verdaderamente importa aquí sobre la tierra, Dios es al hombre secular perfectamente inútil o, como se dice hoy día, «irrelevante». Algunos añaden más: si ese Dios es inútil, supone un estorbo, ya que el lugar central y decisivo que antaño ocupó debe ahora ser cubierto por el hombre. Otros, en fin, más agresivos y tajantes, vienen a considerarlo como un verdadero enemigo, el primero que la humanidad ha de vencer en su esfuerzo pro divinizarse. Todas estas variedades del hombre secularista, el mundano, o el agnóstico, o el ateo, o el anti-teísta, llevan a oponerse a Dios mismo, o a su idea o, cuando menos, a toda cultura que pretenda entender la vida con la clave de Dios.

¿Cómo le ha ido en su intento a este hombre secular? ¿Qué nos está sucediendo a nosotros, hombres modernos, llevados cada vez en mayor grado por esquemas culturales donde en vano se buscará otro dios que no seamos nosotros mismos? En primer lugar, los resultados obtenidos por doquier –tanto en los esquemas individualistas de Occidente como en los colectivistas de los países del Este– deberían haber vuelto al hombre a la sensatez. No basta querer ser Dios o proponérselo para serlo en realidad.

La más inmediata evidencia, la del propio existir, nos grita a voces que somos seres intrínsecamente normados, que nuestra libertad se halla por necesidad rodeada de tinieblas y condicionamientos, nuestros planes minados siempre por la posibilidad de fracaso. Pero dejando aparte esta ilusión paranoica de pretender ser Dios, ¿ha sido nuestro hombre secular capaz de resolver sus propios asuntos temporales?

Fracaso interior #

No es éste el momento de entreteneros con estadísticas de los innumerables campos y aspectos que integran la sociedad humana, muchas de ellas ya conocidas del público o fácilmente accesibles. Sólo intento invitaros a meditar mediante algunas preguntas que os ayuden a mejor responder a esta otra capital: ¿es el ciudadano de esta sociedad laica más feliz y ha alcanzado un nivel humano de calidad superior?

Contestad previamente a estos otros interrogantes: ¿no ha aumentado el número de suicidios y se han elevado espectacularmente los índices de criminalidad, sobre todo juvenil? ¿No asistimos al nacimiento de un neo-salvajismo en la pasión morbosa y el culto a la violencia, y en la frialdad con que se chantajea o se propagan las propias ideas a costa de la seguridad o de la misma vida de personas a veces totalmente inocentes? ¿No estamos usando este maravilloso don de Dios a nuestra época, el progreso técnico y organizativo, más para producir juguetes de destrucción y para el vanidoso egoísmo de subrayar otras economías más débiles, que para el disfrute solidario y equitativo de su verdadero destinatario, la humanidad entera? ¿Es que podemos ahora, en la época de la radio, TV, y el «boom» de los demás medios de comunicación, continuar con buena conciencia –como tal vez pudimos antes– mientras no damos adecuada respuesta al grito aterrador de un tercer mundo famélico? ¿Cómo justificar, por otra parte, que no pocos países subdesarrollados saquen fuerzas de flaqueza para el odio resentido a todo el extranjero y para la agresión imperialista a otros todavía más débiles? ¿Es que supone un avance resucitar en la variedad de guerras ideológicas o de supremacía de grupos étnicos, las ya hace tiempo superadas guerras de religión? ¿No ha caído el hombre, sutil y más tiránicamente que en otros tiempos primitivos, en la dependencia de la droga o el sexo, o bien en el vasallaje espiritual a la mayoría demagógico-técnicamente manipulada y en la adscripción pasional o autohipotecadora a un partido político? ¿Tiene derecho a creerse verdaderamente libre el hombre moderno, por haberse desembarazado de un cuadro de valores que marcaban el rumbo de su existir? ¿Es más libre el marino después de haber borrado del firmamento las estrellas? ¿Podremos después de este cataclismo seguir en absoluto respetándonos, estimándonos y ayudándonos? ¿No ha comenzado ya a cobrarse con toda legalidad sus primeras víctimas en el feto humano que había comenzado su vida en el seno materno, o también en el que todavía a la puerta de la existencia reclamaba su derecho a entrar? ¿Qué sentido hemos de dar al fracaso, o aun rompimiento, de millones de parejas, muchísimas de ellas con hijos, entre los que son frecuentes los menores de edad? ¿Será cierto que en nuestros hogares se regatea cada vez más a los ancianos la atención cariñosa que merecen hasta por estricto deber de justicia?

Aún brilla la luz #

No quiero fatigaros con más cuestiones ni en modo alguno pretendo acentuar la negrura del cuadro que se contempla al hacer el saldo de estos primeros cien años de predominio de la ciudad secular. No dudo de lo mucho y bueno que hay en este nuestro mundo, ni las sombras deben cegarnos hasta el punto de no dejarnos ver la luz. Como cristianos estamos prontos a creer que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Lo que sí se puede concluir es la relación progresiva de causa a efecto entre esta situación crítica de la cultura humana y el giro secularista, producido en ella hace escasos siglos, del abandono o aborrecimiento de Dios.

Este giro grandioso –como fue grandioso el grito blasfemo de Lucifer: «no serviré»– fue realizado por pensadores europeos, en el corazón de la cultura europea y definitivamente durante la segunda mitad del pasado siglo. Algunos de los que lo consumaron sintieron –como Nietzsche– el trágico escalofrío y la responsabilidad de aquella su elección histórica, y preanunciaron profundas y violentas conmociones en la cultura y en la sociedad.

Tampoco faltaron algunos perspicaces pensadores cristianos, que desde España a Rusia –como nuestro Donoso y Dostoievski–, atentos al momento y preocupados por el futuro, entrevieron el drama que a nosotros, sus descendientes, nos es dado contemplar. Pero tenemos algo más que agradecerles: su interpretación cristiana. Para Berdiaev, ya sea el humanismo que excluye la idea de Dios, ya el que la combate, todos son humanismos inhumanos. El drama del hombre moderno que los ha seguido y continúa siguiendo no ha de verse tanto como un justo castigo de Dios al hombre que injustamente le rechaza, cuanto como una autodestrucción del hombre mismo al separarse de su suelo vital. La experiencia secularista ha evidenciado ciertamente una dimensión de la grandeza del hombre, que es capaz de planear su vida sin Dios, pero para su propio daño. Nos hemos desembarazado de Dios; ahora cabe preguntarse si no estaremos perdiendo, en consecuencia, al hombre.

En este gran pecado, verdadero pecado original de nuestra cultura, ha ocurrido lo que ocurrió en el paraíso. También allí nuestros primeros padres concibieron a Dios como enemigo; también allí se rebelaron; y también sin contar con Dios decidieron allí disfrutar de la vida y ser como dioses. Pero nos dice el Génesis que el empeño terminó también en drama, rubricado por las palabras irónicas de Dios: He aquí el hombre, que ha venido a ser como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal (3, 22).

La Iglesia, inserta en el mundo, posee la salvación #

Nadie interprete estas líneas en sentido farisaico, puritano. Bien sé que el error y el pecado pertenecen, con estas o aquellas características, en mayor o menor grado, a todas las épocas y a cada uno de los miembros de esta pobre humanidad, incluidos, claro está, nosotros, los miembros de la Iglesia militante. Y sobre todo, no ignoro que Jesucristo, la misma santidad, y a su imitación la Iglesia Santa, proclaman sin ambages el amor al mundo y la solidaridad total con el pecador. Los cristianos estamos en el mundo y no pensamos desentendernos de él ni cejar en el empeño de rescatar a quienes al mundo pertenecen. Somos luz y sal de la tierra y no tenemos intención de abdicar como tales.

En la oración de la última Cena, Jesús afirma que sus discípulos están en el mundo, pero que no son del mundo; y para que entendamos el peligro constante en que nos hallamos de no sólo estar, sino también de ser del mundo, ruega al Padre que, sin sacarnos del mundo, nos preserve del espíritu del mal. Ni sólo pedimos en el Padrenuestro que se nos libre en la tentación, sino también el perdón de nuestros pecados, porque si alguno dijere que no tiene pecado se engaña (1Jn 1, 8). El mismo Jesús, que ha evidenciado en la pasada festividad de su bautismo tanto la solidaridad con nuestra situación miserable de pecadores como su odio irreconciliable al pecado, aparece ahora, al comienzo de la Santa Cuaresma, yendo al desierto, no para desentenderse del mundo, sino para afrontar a pecho descubierto al tentador y derrotarlo. Por tanto, si bien no hemos de admiramos de que el mundo se nos meta en la Iglesia y que el virus del hombre secularista le esté produciendo lo que ya se muestra como una de las crisis más graves de toda la historia, sin embargo, no se puede aceptar tal situación ni podría encarecerse demasiado la urgencia de combatirla.

Pues bien, en este santo tiempo del año os digo en nombre de la Iglesia a vosotros, cristianos, con las mismas palabras de San Pablo: ¡Mirad! Ahora es el tiempo favorable; ahora el día de la salvación (2Cor 6, 2).

Reforma política y renovación moral #

Hace más de un año que nuestra comunidad nacional se halla embarcada en la delicada tarea de una profunda reforma de las estructuras políticas. Sería suicida ignorar que tal esfuerzo está realizándose en medio de un mundo que ha trastocado totalmente el tradicional cuadro de valores que, con limitaciones y defectos, estaba indiscutiblemente inspirado por la fe cristiana. Acontece, además, en un año en que la Iglesia universal atraviesa, al decir de su supremo Pastor, circunstancias difíciles y aun dolorosas.

Por eso las convulsiones trágicas recientes, también en nuestra patria, y algunos síntomas de descomposición social, que últimamente aparecen entre nosotros o se han acentuado o simplemente amenazan, encuentran recta explicación como nuevos brotes de la cultura secular y ramalazos del histórico drama del hombre sin Dios. Gran pecado de ingenuidad sería que el catolicismo español entrase en esta reforma en actitud irresponsable o con talante alegre y confiado. Debemos reflexionar a tiempo.

Sería desaprovechar lo mejor de la gracia que Dios, siempre misericordioso, nos ofrece si nos quedásemos en remedios superficiales ante el gran desafío de estos tiempos. Ni como hombres ni como cristianos nos conformamos con la mera condena, aun cuando se pronuncie desde el sentido de humanidad y no desde el partidismo político; tampoco consideramos suficiente la serenidad, ni la enérgica demanda de poner fin a la locura, ni la viril exigencia de una acción gubernativa clara y decidida a cumplir y hacer cumplir la ley. Todo esto es necesario. Sin embargo, para un arreglo duradero, para una solución a medio y largo plazo, ni cada una ni siquiera todas esas recetas juntas serían bastante, ya que no rebasan la terapéutica de los síntomas.

Los pensadores, así creyentes como incrédulos, coinciden en que la única solución para una sociedad en profunda crisis como la actual es una completa renovación moral; pero la inseguridad en que se debaten muchos de nuestros pobres hermanos sin Dios, consiste en que les falta el punto de apoyo de tal renovación, dado que la urgente reforma de las costumbres apenas si puede realizarse sin unas firmes creencias y la correspondiente actitud ante la vida. En tales circunstancias es privilegiada todavía la situación de nuestra comunidad nacional, pueblo en su mayoría de gran riqueza humana, con una fe cristiana socialmente arraigada e individualmente sentida.

El Cristo cuaresmal, salvación y esperanza #

La simple reforma de estructuras no tendrá éxito duradero si no la acompaña un esfuerzo de perfeccionamiento moral de toda la sociedad española, de sus leyes y costumbres. Para proponérnoslo, ningún tiempo mejor que el de la Cuaresma. Dice a este propósito San León Magno, el Papa de los momentos difíciles de la definitiva invasión bárbara: «Cuando se avecinan estos días, consagrados más especialmente a los misterios de la redención de la humanidad, estos días que preceden a la fiesta pascual, se nos exige con más urgencia una preparación y una purificación del espíritu … Por ello, en estos días hay que poner especial solicitud y devoción en cumplir aquellas cosas que todos los cristianos deberían realizar en todo tiempo; así viviremos esta Cuaresma de institución apostólica en santos ayunos, y precisamente no sólo por el uso menguado de los alimentos, sino sobre todo ayunando de nuestros propios vicios» (Serm. 6 Cuar., 1-2).

El hombre moderno está gravemente enfermo. Lo interpretábamos a la luz de la escena de la caída en el paraíso. Pero en estos días que preceden a la victoria pascual, la Iglesia nos presenta la contrarréplica en aquellas escenas de la vida de Cristo, pagando y luchando por nosotros, ya en sus cuarenta días de ayuno y tentaciones, ya en su pasión y muerte. Sin embargo, la Cuaresma cristiana no es pura contemplación. No sólo hemos de conmemorar y agradecer el primer y último combate de la vida pública del Salvador, hemos también de reproducirlos en nuestras vidas. Lo acabamos de oír a San León: «Por el uso menguado de alimentos y, sobre todo, ayunando de nuestros propios vicios».

Queremos resucitar en una comunidad nacional más limpia, más fraterna, más justa, más alegre. El único medio para alcanzar esta meta –os lo digo sabiendo que no es popular, pero desde la grave responsabilidad de mi deber pastoral– es la penitencia y la cruz, es el esfuerzo, la conversión, la superación del egoísmo, el autocontrol. No sois paganos, aunque viváis en un mundo semipaganizado, y así puedo hablaros con audacia: muerte y resurrección están inseparablemente unidas cuando la muerte es la muerte de Cristo, cuando morimos en el amor, en la paciencia, en la humildad, en la justa obediencia, en la solidaridad de unos con otros y en la austeridad de todos, más urgente y necesaria en los que más tengan.

Aunque hablo a vuestra fe, permitidme refrendar lo que estoy diciendo con una experiencia muy reciente. ¿Cómo se ha conseguido el resurgir económico y técnico que se llamó el «milagro español»? ¿Con la insolidaridad de la huelga fácil o el fácil cierre de las fábricas? ¿Con la impaciencia o la rebelión armada? ¿Con la disgregación de la unidad patria? ¿Con leyes que minasen la moralidad pública o la unión y buena conciencia familiares? Me diréis que no; que esta resurrección fue, como lo es siempre, un milagro de fe, de austeridad y limpieza doméstica, de solidaridad entre los españoles, de alegre laboriosidad en el campo y en el taller. Un examen frío y desapasionado de los hechos nos obliga a reconocerlo así, aunque también existieron fallos y defectos. Sólo con la abnegación y el sacrificio, por parte de todos, se reconstruye una nación.

No hay soluciones cómodas #

La fe cristiana nos lleva a creer que no hay solución para los grandes problemas del hombre fuera de Jesucristo. Tenemos el urgente deber de devolver al corazón de nuestros cristianos el convencimiento práctico de que Jesús significa salvador. Él es la piedra angular; un pueblo cristiano que emprendiera la gran aventura de edificar su ordenamiento político-social rechazándola, construiría en vano; porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que podamos salvarnos (Act 4, 11-12).

Médico le llaman los santos Padres. La medicina que nos prescribe está lejos de ser facilitona y demagógica. Nos recomienda la guerra y la violencia, pero tan sólo en la lucha espiritual contra el pecado que habita en nosotros. Son métodos eficaces, no fórmulas que obren por arte de magia. El mal de la humanidad es muy hondo y amenaza sobrepasar sus límites de tolerancia. El hombre –de modo especial el moderno– adolece de mutua incomprensión, violencia de los más fuertes política y socialmente, insumisión radical, una sexualidad que conjuga el desenfreno con el refinamiento, una libertad sin más pauta que el capricho de cada uno. Este tipo de demonios no se arrojan si no es por la oración y el ayuno (Mt 17, 21).

Jesús no pretende ofrecer soluciones cómodas, pero sabe que Él es el único Salvador: La salvación no está en ningún otro (Act 4, 11-12). Por eso nos previene contra falsos cristos y falsos profetas que llegan con recetas halagadoras por ambiguas, y fáciles por inoperantes. La salvación de nuestra patria no está en la dialéctica de las agresiones, así como tampoco ha de salir milagreramente de las urnas. La dialéctica de las agresiones, al estar movida en el que la desencadena por la sinrazón o el odio, es una dialéctica estéril. Por otro lado, de las urnas no sale sino lo que hayamos previamente introducido en ellas: si espíritu de servicio, sentido de justicia e ilusión de convivencia, saldrá la paz; pero si nuestras papeletas rezuman insolidaridad partidista o egoísmo a nivel individual y social, no esperemos otra cosa que la degradación moral, seguida de la desintegración del orden público, que a su vez daría paso a una férrea dictadura de tal o cual color ideológico.

Para la remodelación de la vida nacional, tan importantes como la ideología que la inspire, son los modelos que al pueblo se presentan. Para muchos, el ideal de perfección cultural y política a que han de tender Estado y sociedad en nuestra patria es el sistema laico y permisivo de las democracias liberales de Occidente. No es mi cometido hacer un recuento valorativo, en el terreno de lo meramente temporal, de las ventajas e inconvenientes de este modo concreto de entender y ordenar la vida. Tampoco voy a hacer aquí y ahora un juicio de valor desde los grandes principios de la filosofía política y la moral cristiana. Mi intento es mucho más modesto, aunque por radical más trascendente.

Sólo quisiera recordar a los hijos de la Iglesia, para evitarles el burdo engaño y tal vez una desgracia irreparable, que muchas ideologías de importación han recibido su primera inspiración –como se indica al comienzo de estas páginas– en actitudes ateas, y que los españoles, si queremos seguir viviendo a lo cristiano, hemos de examinar a la luz de nuestra fe y con sumo cuidado toda mercancía que se nos quiera vender. Sólo así acertaremos en la gran empresa de la reforma nacional. Escuchemos a San Pablo: No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos por la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Rm 12, 2). Es verdad que constituye un rasgo cristiano el tender la mano a otros pueblos, sobre todo si nos son afines por proximidad cultural o hasta geográfica, y estar dispuestos a aprender de todos; pero vuestra caridad sea sin fingimiento: detestando el mal, adhiriéndoos al bien (ibíd. 9). Lo contrario se llama imitar sin personalidad, con el nada teórico peligro de que nos precipitemos a copiar lo fácil y pervertido, ya que lo grande y moralmente valioso, que también existe en la vieja cultura europea, requiere casi siempre tiempo y esfuerzo.

Discernimiento y fe #

Es bien sabido que los españoles, en su mayoría, somos un pueblo creyente. No es raro que las ideologías del hombre secular se nos presenten disfrazadas de Cristo y de Evangelio. Examinémoslas bien examinadas. Así nos lo recomienda San Juan en su primera carta: Queridos, no os fieis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo …; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios; ése es el Anticristo de quien habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo (4, 1-3). Y Pablo, escribiendo a los fieles de Galacia, se expresa así: Me maravillo de que os paséis tan pronto a otro evangelio –no que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren transformar el Evangelio de Cristo–. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! (Gal 1, 6-8).

Pero no agotaría toda la riqueza de este santo tiempo litúrgico que precede al triunfo de la Pascua si me limitara a convocaros a un examen cristiano de conciencia, avisaros de las más peligrosas tentaciones y confortaros con el ejemplo de Cristo en el esfuerzo por el cumplimiento del deber. Quiero invocar también la alegría y esperanza que caracteriza igualmente a la celebración cuaresmal. Yo pido, por amor de Cristo, sobre todo a aquellos nuestros creyentes, hombres y mujeres con tiempo y preparación para pensar, jóvenes activos y políticos sagaces, que se sientan llamados a contribuir de manera especial en esta etapa, sin duda alguna, histórica de nuestra amada España –tal vez se estén poniendo los cimientos para toda una era–, que con originalidad propia, puesto que ningún pueblo renuncia a la suya, aunque busque la unión con los demás, con la intención más altruista de que sean capaces. desempolven el Evangelio, sacándolo al mismo tiempo del rincón, si allí estuviera, de su biblioteca y del fondo de su corazón cristiano.

Quisiera contagiarles mi íntimo convencimiento cuaresmal de que a quien lucha con Cristo y como Cristo para bien de la comunidad social, de un modo o de otro, ya a la corta, ya a la larga, le espera siempre la victoria. Exactamente la misma persuasión que nuestra madre la Iglesia expresa por boca de San León en uno de sus famosos sermones de Cuaresma: «Cristo luchó a su tiempo, para que nosotros luchemos después. Venció Cristo, para que a semejanza de Él venzamos también nosotros …

¡Qué pena si se perdiera esta gran ocasión por no haber tenido presente lo que la fe nos pide! ¿No podría aplicársenos a los españoles de esta generación aquellas otras palabras del Apóstol?: Oh insensatos gálatas, ¿quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentada la imagen de Jesucristo crucificado? … ¿Sois tan tontos que, habiendo comenzado según Dios, vais a concluir al modo de los hombres? (Gal 3, 1-3).

Nosotros, los sacerdotes #

Pero nada me preocupa tanto como el que nosotros, los sacerdotes de Cristo, dejásemos de tener confianza en nuestra propia misión sacerdotal. Se dice insistentemente que hoy ya no se vive en nuestra comunidad cristiana la Cuaresma, ni la Semana Santa y la Pascua, ni otros tiempos litúrgicos. Esto, dicho así, en términos tan absolutos, es falso. Sigue habiendo muchísimas familias católicas que no son indiferentes a la conmemoración de los misterios de nuestra fe. Y sigue existiendo una tradición que hace permeables las conciencias de muchos, incluso no practicantes, al influjo saludable de la Revelación, que llega al pueblo a través de la Iglesia.

Lo que nos ocurre es que –porque vemos, con más claridad que antes, que llegan también otras influencias de signo contrario– perdemos fácilmente el ánimo para perseverar en el combate de la fe y la vida cristiana. Nosotros mismos somos víctimas de las consideraciones sociológicas, en lugar de proclamar nuestra confianza en la gracia de Dios y vamos prescindiendo, poco a poco, de acciones pastorales que podían ayudar notablemente en nuestro ministerio.

Más aún, no sólo se abandonan costumbres y prácticas, que no son sustituidas por otras, sino que frecuentemente se desfiguran o se inutilizan los mismos medios de la evangelización instituidos por Cristo para su Iglesia, sin los cuales nuestro trabajo será estéril.

Para la juventud todo son halagos complacientes, sin atrevernos a presentar las ardientes exigencias de una vida de gracia; en la administración del sacramento de la penitencia se están introduciendo abusos intolerables, abiertamente en contra de lo que la Iglesia ha establecido; en el culto a la presencia del Señor en la Eucaristía, un pesado silencio lo envuelve todo, como si no tuviéramos fe en el misterio; no hablamos apenas de la oración, del arrepentimiento, de la mortificación necesaria, del cielo y el infierno; los llamados ejercicios espirituales, en lugares de retiro, se convierten en coloquios pocas veces provechosos, en que las críticas, las revisiones y los cánticos no llegan al fondo de la conciencia de cada uno para transformarla y purificarla con la ayuda de los auxilios divinos; los mandamientos de la Ley de Dios se reducen a muy vagas apelaciones al amor y apenas se insiste en la obligación de adorar y dar culto a nuestro Padre, de respetar los juramentos, de no blasfemar de palabra o por escrito; en cuanto al amor al prójimo, todo es reiterar una y otra vez la defensa de los derechos humanos, sin que se diga nada de la obligación de no mentir, no matar, no fornicar, etc. Así no se puede seguir. Una religión cristiana en que prescindimos de lo que Cristo nos ha enseñado como obligaciones indiscutibles del doble amor a Dios y al prójimo, no es, por mucho que nos empeñemos en buscar explicaciones a nuestros comportamientos, la Religión de Jesucristo, porque faltan en ella su mensaje, sus preceptos su vida.

Yo os pido, sacerdotes y religiosos de Toledo, agentes principales de la evangelización, que os mantengáis fieles y firmes en la fe. Apenas puedo tener quejas de vosotros, porque estáis demostrando un excelente espíritu, lleno de buen sentido.

Pero os llegan inevitablemente influencias perturbadoras por muchos conductos.

Lo que os digo es que hoy, sí, todavía hoy, podéis hacer mucho por nuestro pueblo cristiano de España en la porción que os ha tocado evangelizar. La Cuaresma es una buena ocasión para ello. Vividla vosotros y ayudad a vivirla a los demás. Y dejad a Dios y a su divina voluntad que EJ haga fecundos vuestros esfuerzos cuándo y cómo El quiera. Pero no deis a los hombres humanismo por Evangelio; critica social en lugar de vida de gracia; política por fe.

Recordad las palabras de Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi: «He ahí un rasgo de nuestra identidad, que ninguna duda debiera atacar, ni ninguna objeción eclipsar: En cuanto Pastores, hemos sido escogidos por la misericordia del Supremo Pastor, a pesar de nuestra insuficiencia, para proclamar con autoridad la Palabra de Dios; para reunir al Pueblo de Dios, que estaba disperso; para alimentar a este Pueblo con los signos de la acción de Cristo, que son los sacramentos; para ponerlo en el camino de la salvación; para mantenerlo en esa unidad de la que nosotros somos, a diferentes niveles, instrumentos activos y vivos; para animar sin cesar a esta comunidad reunida en torno a Cristo, siguiendo la línea de su vocación más íntima. Y cuando, en la medida de nuestros limites humanos y secundando la gracia de Dios, cumplimos todo esto, realizamos una labor de evangelización : Nos, como Pastor de la Iglesia universal; nuestros hermanos los Obispos, a la cabeza de las Iglesias locales; los Sacerdotes y Diáconos, unidos a sus Obispos, de los que son colaboradores, por una comunión que tiene su fuente en el sacramento del Orden y en la caridad de la Iglesia» (Evangelii Nuntiandi, 68).