- Introducción: vuestra vivencia del valor
- La situación del mundo actual os necesita
- No os engañéis ni os dejéis engañar
- Radical diferencia entre postura cristiana y actitudes materialistas ante la vida
- Los valores del espíritu son universales, permanentes, creadores, eficaces
- La aportación de Cristo a la vida supone las mayores y más verdaderas transformaciones
Conferencia pronunciada en León, el 3 de junio de 1977, en el acto de clausura del ciclo sobre La juventud ante la vida, organizado por la Casa de la Cultura y la Escuela de ATS de la Diputación leonesa. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, diciembre 1979, 471-491.
Introducción: vuestra vivencia del valor #
Quiero centrarme en la experiencia de la vida al alcance de todos. Todos tenemos una predisposición permanente para valorar la realidad y actuar sobre ella. Enunciamos y denunciamos realidades como valiosas o no valiosas, y esto lo hacemos desde nuestra postura de valoración. Estamos, repito la palabra, permanentemente abiertos al mundo del valor, en la misma medida en que estamos abiertos a la vida en todas sus facetas. Las valoraciones, las vuestras en concreto, van desde las que afectan a las convicciones personales más serias, hasta las que afectan a los gustos más pasajeros y sin importancia. El valor está siempre, consciente o inconscientemente, en la base, en el transcurso y en la cima de lo que sentís, pensáis y hacéis: es decir, lo que vivís. Es el móvil que os impulsa y el objetivo al que tendéis. Os da fuerza la posesión de lo que valoráis, os estimula la valoración de las personas, vuestro interior se enriquece con la capacidad de valorar. Valorar es descubrir las cosas, las personas, los hechos, saberlas coger y saberlas vivir; algo así como dar al interruptor, que de hecho es el que enciende la luz, o al botón automático que pone en marcha algo.
Los niños valoran la firmeza y seguridad de la mirada del padre; la visión que les llega a través de la caricia y la palabra de la madre; la ayuda y estímulo de los que les rodean. Los muchachos, la autonomía y la independencia, la sinceridad y la lealtad, la valentía y la fuerza. Vosotros, los jóvenes, las ideas verdaderas y justas y la generosidad en la entrega a ellas, la libertad, la invención científica y la creación artística, la capacidad de dirección y liderazgo. Todo tiene una dominante en vosotros: la impulsividad y el asumiros a vosotros mismos, afirmaros. En el hombre responsable adquiere especial importancia la experiencia y la plenitud de la realización; por eso la valoración de la entrega a lo que se ha emprendido, la fidelidad a la palabra dada, el honor como sentimiento de lo que es justo e injusto, de lo noble o vulgar, la distinción entre lo auténtico e inauténtico en palabras, conductas y cosas. Después, a medida que se avanza en edad, la capacidad de valorar se orienta a lo permanente, a la lealtad, comprensión y respeto a la vida vivida, a la obra cumplida. Envejecer significa acercarse a la muerte; por eso, lo esencial de esta edad es saber del final y aceptarlo con la conciencia clara y la sabiduría de lo que no pasa, de lo que vale y es eterno.
Lo importante es que logréis una buena jerarquía de valores hecha realidad en vuestra vida. Fijaos, digo, hecha verdad en vuestra vida, que sea realmente algo encarnado en vosotros, que os valga para cada mañana y para cada tarde, para cada triunfo y para cada fracaso, para cada alegría y para cada dolor, en fin, para cada afirmación o para cada renuncia que la verdad y la vida os exijan. En el vaivén diario necesitáis un saber hecho ya carne y sangre vuestra: “vuestra vivencia” que os sirve de fundamento y apoyo frente a lo que, sin ella, os aplastaría.
Pienso en la escena de La cabaña del tío Tom, en la que Tom expone cuál es la certidumbre que asegura su vida, y la fuente de la alegría que le hace prorrumpir en alabanzas e himnos al Señor después de haber sido azotado. A la larga exposición y a los brillantes razonamientos para demostrarle que Dios no existe, Tom contesta con una convicción profunda: ¿Dios no existe? Pero, ¡si yo le hablo! La sorpresa del interlocutor es grande. Estaba seguro de haberle convencido y su gesto había respondido a ese olímpico darse la vuelta, porque aquello ya era claro y convincente. Sin embargo, Tom no ha podido comprender ni uno solo de los razonamientos, que estaban muy lejos de él, porque “su” convicción profunda le invade. Él habla con Dios, vive con Él, está con Él y su servicio es para Él. La verdad firme, hecha vivencia propia, es el mejor bastión frente a todos los empujes.
Sois receptivos. La vida es resonancia por la apertura que se da en todo vuestro ser. Sois sensibles y os llena lo vital, lo noble, lo justo, el amor, lo estético, la naturaleza, lo religioso, la obra de arte. Una sola vivencia intensa, la fuerza de la honradez, de la justicia, de la nobleza, el arrepentimiento, el encuentro con algo grande, os puede cambiar completamente y llevar a decisiones importantes, con las consecuencias que ello implique. Ahí está un segundo paso que habéis de dar: saber y vivir conscientemente vuestra relación con el valor descubierto. Esto implica que tengáis un objetivo claro, pues, de hecho, se va a configurar vuestra vida en el sentido del valor por el que realmente creéis que todo merece la pena. La vivencia os ha preparado a la plena realización del valor. El quiero y no quiero, la afirmación y la negación, no pueden ser fruto de una manipulación extraña a vosotros, o de un capricho, de una postura de rebeldía ciega, o de una sumisión decepcionada y pesimista, de un momento de exaltación o de depresión. La consciente valoración os lleva a una jerarquía de valores que os dará el paso a la independencia. Por ella lograréis el ejercicio real de vuestra responsabilidad y autodeterminación, una actitud propia ante la vida, una postura clara y definida, un sentido crítico ante las realidades que os rodean.
La situación del mundo actual os necesita #
La situación del mundo actual está pidiendo clamorosamente que se levante una bandera de esperanza, y nadie mejor que vosotros, los jóvenes, la puede llevar en su mano. En un sentido, el privilegio de la juventud consiste en que el tiempo no ha pasado por ella. No tenéis la costumbre y el hábito sanos que nos ayudan en la vida cotidiana, y necesarios en toda sociedad; pero tampoco tenéis la costumbre enmohecida y el hábito encallecido. Pienso en el privilegio de lo nuevo y espiritualmente joven. Nuevo y joven en su sentido hondo de “tener capacidad” para poder “dar de sí”, no en el de la superstición de la novedad, del último grito impugnativo. Hay que tener buenos hábitos, buenas costumbres, pero hay que guardarse del atrofiamiento y esclerosis que pueden producir. Tenéis mucho de “romero”, como canta León Felipe en su poesía Romero sólo:
Ser en la vida
romero,
romero sólo que cruza
siempre por caminos nuevos;
ser en la vida
romero,
sin más oficio, sin otro nombre
y sin pueblo...
Ser en la vida romero,
romero..., sólo romero.
Que no hagan callo las cosas
ni en el alma ni en el cuerpo...,
pasar por todo una vez,
una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos,
para que nunca recemos
como el sacristán
los rezos,
ni como el cómico
viejo
digamos los versos...
Para enterrar
a los muertos como debemos
cualquiera sirve, cualquiera...,
menos un sepulturero.
Un día todos sabemos hacer justicia;
tan bien como el rey hebreo
la hizo
Sancho el escudero
y el villano
Pedro Crespo.
¡Que no hagan callo las cosas
ni en el alma ni en el cuerpo...!1.
Vosotros nos tenéis que sacudir del embadurnamiento con que se recubre la libertad del hombre; de toda esa capa de envejecimiento que impide la articulación de nuestra vida diaria con la savia vital, siempre joven y nueva, del Evangelio. Maravillosamente lo expresa Chales Péguy, el cantor de la “esperanza de la resurrección”:
“Mientras el hombre no está acostumbrado, mientras es nuevo y espiritualmente joven, la libertad del hombre se articula herméticamente sobre la gracia para la vida eterna y para la salvación. El resultado de este juego libre y exacto es la salvación y la vida eterna. La costumbre es la que cubre de grasa esta articulación. Todo lo que la costumbre resta a la novedad, a la libertad del hombre, le es restado también a la gracia y prepara la amortización y la muerte. Todo ese embadurnamiento con que se recubre la libertad del hombre, toda esa capa de envejecimiento, impide el libre juego de la articulación de la libertad sobre la gracia y, de este modo, impide, en la misma media, que la gracia influya sobre la libertad”2.
Haría falta que el mundo fuese “joven y a la vez eterno” para escapar al envejecimiento. Pero sólo Dios es “joven y a la vez eterno”. En El cada instante es surgimiento de vida, amanecer, juventud, libertad, permanencia. Los hombres sólo son jóvenes un instante; su juventud no es duradera. La gracia estaría en salvar ese estado de juventud, en vivir en la libertad de un surgimiento perpetuo. Pero sólo Dios es esta libertad:
Sabéis que el ser de Dios recrece sin cesar
a su nivel de fuerza, a la misma altitud.
Constituye en sí mismo su retriplicación,
la vida sempiterna y la beatitud.
Sabéis que el ser de Dios torna incesantemente
hasta su fuente eterna y hasta su plenitud.
Constituye en sí mismo su acrecentamiento,
su fuerza sempiterna y su mansuetud.
Sabéis que el ser de Dios bebe incesantemente,
en su venero eterno y en su noche profunda.
Constituye en sí mismo su acrecentamiento,
la salvación del hombre y la fuerza del mundo3.
Nada más lejos de Dios que este mundo cada vez más identificado con la fatiga radical, más envejecido y escéptico. Nada más lejos de Dios que la costumbre que inmoviliza. Por esto ha venido Dios a la tierra y “constituye en Sí mismo su acrecentamiento, la salvación del hombre y la fuerza del mundo”. El tiempo participa de la inenarrable juventud de Dios. Decídnoslo con vuestras vidas jóvenes. Si queremos, ya no conoceremos el envejecimiento, podemos transfigurarnos en la aurora de la resurrección. En Jesús Resucitado. Este es el mensaje de Péguy, lo eterno se ha hecho “interno” a lo temporal al hacerle participar de la fuente de vida que es Él mismo.
No os engañéis ni os dejéis engañar #
Sí, pero para ese “recrecer sin cesar” al que nos tiene que llamar vuestra juventud vivida desde la esperanza de la resurrección, es necesario que no os engañéis ni os dejéis engañar. Hoy es fundamental la jerarquía de valores que de verdad “sirva” para la vida humana.
Pero, ¿qué tenéis ante los ojos? Ambición de poder, de dinero, de placer. Las fuentes de la vida humana, poder y sexo, están desviadas y muchas veces pervertidas. El poder, que es específicamente humano, significa la posibilidad de ayudar al hombre al desarrollo de su plenitud, o el peligro de enajenarle y destruirle. No le es algo añadido, está en el misterio de su ser, le es esencial ejercitarlo. Su mal uso le oscurece su vocación humana. Si el hombre se sabe a imagen y semejanza de un Dios personal, vivo y libre, que también es su salvador, será noble en su fuerza creadora, tendrá conciencia del sentido del conjunto de la vida y de su propia vida y destino, distinguirá lo que está lleno de valor y lo que debe ser sacrificado para lograr una mayor riqueza, tendrá una mirada despejada para captar el auténtico y pleno desarrollo de su ser.
Por eso la importancia de la interrogación tan citada de Bernanos en su libro Diario de un cura rural: ¿De qué nos servirá llegar a fabricar incluso la vida misma, si perdemos el sentido de ella? La incertidumbre se manifiesta por la ausencia de un valor central que dirija la vida y desde el que es necesario abarcar toda la realidad.
Hoy parece que no haya ni principios, ni religión, ni lógica racional. Se afirman hechos tan absurdos como que la religión cristiana –salvación del hombre por el mismo Dios hecho hombre– y la ideología marxista o comunista, prescindo ahora de los diferentes matices entre ambas –materialismo ateo dialéctico–, puedan vitalizar a la misma persona. Se sabe que la ciencia sin verdad objetiva es un absurdo, que ésta se enriquece por las leyes y principios que van integrando la disparidad de los fenómenos, al descubrir fórmulas cada vez más comprehensivas, mediante las cuales podemos agrupar fenómenos cada vez más extensivos. Pero nada de esto parece tenerse en cuenta en la vida sencilla y diaria. Podemos daros la impresión de un mundo de adolescentes que encuentran, como único remedio para la situación, la aventura, el deseo de agruparse para una acción que no tiene todas las exigencias del destino para el que hemos sido creados, y la rebelión incontrolada contra todo lo que es orden, convicción seria y firmeza. Y en otros casos, como decía antes, se llega a la desviación y perversión de fuerzas vitales.
Y lo mismo respecto al sexo. Es necesaria la realidad de unos valores a los que hay que subordinar todo, incluso, en determinados momentos, otros valores. Hay un desconocimiento entre los cristianos de la importancia de vivirlo así, y además como forma eminente de servicio para con los que se convive y para con la sociedad entera. Mirad el sexo como informador de toda la vida humana, “ser hombre” o “ser mujer”, con mirada serena de personas que en “ser hombre” o en “ser mujer” estriban su grandeza y no su servidumbre. En este “ser de una determinada manera”, con “una ecuación personalísima”, como dicen los neuro-endocrinólogos, en el análisis de este instinto específico, de esta “forma de ser” y de esta forma de realizar con plenitud la propia vida, hay que encontrar las grandes líneas que sirven de soporte biológico a la configuración espiritual de cada ser humano. Ser hombre o ser mujer es algo mucho más complejo que dejarse llevar sencillamente del impulso sexual, y fijaos que digo impulso y no instinto, y me baso para ello en los trabajos del doctor Gregorio Marañón. Él llama “impulso” a la fuerza de atracción que hace buscarse y unirse a la mujer y al hombre. En cambio, el “instinto” es un concepto mucho más amplio y noble. Ciertamente, en su más amplia interpretación, es la expresión de la energía que cada ser viviente desarrolla para perpetuarse en la especie, y aparece aquí y allá, a cada instante, poniendo su acento vigoroso sobre las diversas actividades humanas. Por eso ser padre o madre –Marañón lo dice sólo de la madre, pero en el sentido serio de lo que quiere decir y en el contexto de sus obras puede aplicarse a los dos– es algo mucho más complejo que engendrar hijos y darlos a luz. Es algo que se extiende muy lejos del acto concepcional, que implica muchos deberes y muchas cualidades, hasta tal punto importantes, que por sentirlos y practicarlos con amor de padre o madre, hay muchos hombres y mujeres que siendo vírgenes, pueden ostentar ese título con más legítima razón que muchos muy fecundos biológicamente4 Gregorio Marañón, Obras completas, vol. III, Madrid, 1972, 9. 95. 717..
Pensad en el servicio y en el testimonio que pueda ser hoy la vida de un matrimonio cristiano, y cuando digo cristiano afirmo que sólo puede ser vivido como tal por los que tienen la gracia, la fuerza del Espíritu de Dios en ellos y la fe en Jesucristo. Fijaos en el hecho de que un hombre y una mujer, por encima de las tornadizas inclinaciones del corazón, acojan en sí esa energía unificadora que es la gracia sacramental, que no se limita a ser sólida y buena, sino que es “santa y eterna”. Dos seres humanos, orgullosos, inconstantes, egoístas, dispuestos a rebelarse contra lo que es difícil y duro, acogen en su conciencia y en su voluntad una unidad sagrada, y ésta los mantiene, transforma su comunidad de vida, a pesar de todas las miserias y trágicos destinos, en un verdadero amor. Se produce algo grande, fruto de muchos sacrificios y renuncias. Cristo sabe lo que pide en el matrimonio cristiano y se ve a lo largo de todo el Evangelio, mejor dicho, de todo el Nuevo Testamento, porque pienso en las cartas de los Apóstoles: mucha energía, luz de amor, fidelidad profunda, respeto no ahogado por el afán de dominio, buena intención ante la vida y un corazón animoso para no ser víctima de la cobardía y del egoísmo.
Jóvenes, os repito, no os engañéis ni os dejéis engañar, devolved al amor humano, con vuestras vidas y con todos los medios a vuestro alcance, su sentido y su destino profanado. Volved a creer en el amor, en la significación sagrada del matrimonio cristiano:
“Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo y la tierra nueva, así los laicos quedan constituidos en poderosos pregoneros de la fe en las cosas que esperamos, cuando, sin vacilación, unen a la vida según la fe, la profesión de esa fe. Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo.”
“En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un especial sacramento, a saber: la vida matrimonial y familia. En ella, el apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela preclara, si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta, tanto las presentes virtudes del reino de Dios, como la esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su testimonio, arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad” (LG 35).
Radical diferencia entre postura cristiana y actitudes materialistas ante la vida #
Toda religión verdaderamente tal expresa, como indica la naturaleza misma de la palabra religión, la dimensión constitutiva de la existencia del hombre: su vinculación a Dios, su forma de ser en relación con el Ser Supremo. Por consiguiente, una religión en todo el sentido de la palabra no es una ideología, y como tal, a merced de las evoluciones de la historia, de los progresos políticos, sociales y económicos, aunque, evidentemente, suponga en cada época una comprensión de las circunstancias que se viven. Cualquier religión exige, esencialmente, la expresión del vínculo que une al hombre con Dios, y las exigencias y consecuencias que de ello se derivan. La vivencia religiosa es, ni más ni menos, que la actuación del carácter especial que en cada religión tiene esta vinculación.
Ahora bien, la diferencia fundamental entre las religiones y la Religión o revelación cristiana –y ya veréis por qué digo ahora revelación con especial interés– estriba en el hecho de que las religiones son el tanteo del hombre en su búsqueda de Dios, la expresión de un movimiento inscrito en su corazón, que va del hombre hacia Dios. En cambio, la religión cristiana es un movimiento inverso, no va del hombre a Dios, sino de Dios al hombre. La esencia de la REVELACIÓN radica en que Dios ha venido al hombre. Quizá algunos de vosotros habéis estudiado, en filosofía o en historia de las religiones, que éstas son expresión del genio religioso de los pueblos o de las razas. La Revelación no es, en modo alguno, expresión del genio religioso de un pueblo, no proviene del hombre, viene de Dios, y por eso hemos pasado de la religión a la Revelación o Buena Nueva Cristiana. Se ha cambiado de plano. El cristianismo es algo totalmente libre con respecto a todas las culturas y razas. Es una Palabra que se anuncia a todos los hombres, de todas las religiones. No anunciamos la religión de Occidente, sino la Palabra de Dios susceptible de ser recibida por todas las razas y culturas, en todas las épocas de la historia a partir de la venida de Cristo.
“Para las religiones el acontecimiento carece de importancia: la relación con Dios es algo intemporal. Para la Revelación el acontecimiento es fundamental. Si el Verbo de Dios no ha tomado carne en el seno de María, si el Verbo de Dios no ha resucitado esa carne el día de la Resurrección, no queda nada. Las religiones existen. No ha habido necesidad de esperar a Jesucristo para ser religioso. No hace falta en modo alguno ser cristiano para creer en Dios. Millones y millones de hombres creyeron en Dios antes de que Cristo apareciera. Cristo no vino a enseñarnos que Dios existe, sino que Cristo vino a revelarnos que Dios es amor, es decir, que ha venido a nosotros, que ha venido a buscarnos”5.
Ser cristiano exige, desde el principio, situarse en esta luz de la Revelación. Y entonces, como Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida, es cuestión de salvación, de esperanza, de entregarse con generosidad a Él, de acoger el amor y la bondad que de Él nos viene, con corazón “joven y nuevo”. En una palabra, fundamentar la vida y el pensamiento sobre Él. Aquí tenéis la diferencia entre el ámbito de la experiencia religiosa, de esa oscura búsqueda de Dios, propia del no cristiano, y el ámbito confiado y seguro de la fe.
Desde esta afirmación de Cristo el Camino, la Verdad y la Vida, podéis ver a los falsos maestros de las revoluciones que no tienen nada que decir, se quedan en el plano de la impugnación; no tienen nada que afirmar, no son profetas, son enterradores. Tened valentía y deducid las respuestas que vuestro tiempo os pide, del cristianismo, de la gozosa confianza en la inteligencia, de la esperanza de la vocación humana, de la realidad de su historia de salvación. La duda, la náusea, el absurdo, la impugnación de todo, la reducción de la inteligencia a la función del “no”, la búsqueda del placer por el placer, la evasión de la realidad por el procedimiento que sea, la satisfacción y la conveniencia propias como normas de vida, los terrorismos como luchas por la justicia –¡y hay tantas clases de terrorismos!– nada de todo esto es el criterio de la existencia auténtica.
Y ved la radical diferencia entre postura cristiana ante la vida y actitudes materialistas, aunque éstas sean para la lucha por un mundo aparentemente mejor. ¿Cómo se va a poder lograr un mundo mejor con actitudes materialistas, bien sean éstas consecuencias de sistemas ideológicos, filosóficos, económicos o políticos, o bien de un pragmatismo personal centrado puramente en lo material? Plantear la vida humana en unos moldes así es de inmediato recortarla; vivirla así es desarraigarla y evadirla de su verdadera realidad. Criterios de eficacia y de utilidad son necesarios para aspectos muy concretos, pero no para dar un sentido a la vida. ¿Dónde está la línea de demarcación para saber qué dolor debe superarse, qué sacrificio se debe imponer, qué enfermo hay que curar? ¿En nombre de qué el deber, el sacrificio, el amor, la comunidad de los hombres? Las actitudes materialistas matan la vida hasta en sus fuentes biológicas: aborto, eutanasia, actos terroristas. Cuando un médico practica el aborto, dice el profesor Lejeune, catedrático de Genética fundamental en la Universidad de París, en una entrevista que acaban de hacerle, él mismo es un aborto de la medicina. Cuando Pasteur, el inventor de la vacuna contra la rabia, era un niño de doce años, todavía se lapidaba en Francia a los enfermos de rabia. No el materialismo, sino el hondo respeto a la dignidad del hombre es lo que realmente ha hecho adelantar las ciencias del hombre. La auténtica valoración de la vida humana sólo puede hacerse desde su espíritu, desde el interior. Ante las residencias de ancianos, ante los hospitales de niños, ante todas las clases de dolor que hay en el mundo, ¡qué diferencia tan radical entre la postura cristiana y la actitud materialista! Los hombres, por el materialismo, están perdiendo, no la capacidad de sufrir, que es inseparable de su condición, sino la noble y alta aceptación del sufrir que es típica de la jerarquía humana. Han perdido la fe en lo que puede convertir el sufrimiento en holocausto necesario y fecundo, en fuente de paz y de progreso interior, y, a la larga, también de progreso material.
“Ciego será quien no vea que el ideal de la etapa futura de nuestra civilización será un simple retorno a los valores eternos y, por ser eternos, antiguos y modernos: a la supremacía del deber sobre el derecho, a la revalorización del dolor como energía creadora, al desdén por la excesiva fruición de los sentidos, al culto del alma sobre el cuerpo; en suma, por una u otra vía, a la vuelta hacia Dios’’6.
La postura cristiana ante la vida es la que realmente es “fiel y leal a la tierra”, la ve desde Dios y en Dios con toda su grandeza y posibilidad; y esto no es un ideal sino una realidad. No hacemos justicia al misterio de la alegría que significa la Resurrección de Jesucristo. Resucitó para revelar que, por su muerte, la vida de la libertad y de la bienaventuranza queda ya infusa en la estrechez y el dolor de la tierra, en medio de su corazón. Ahora somos nosotros los que tenemos que vivir de ello. El objeto de la fe es el plan de amor de Dios hacia nosotros, y tenéis que ver hasta qué punto este plan es la respuesta a los problemas vitales, que no son solamente nuestros problemas sino también los de la humanidad que nos rodea. Con harta frecuencia “la verdad cristiana” puede presentársenos como si fuera una verdad más o menos abstracta que no atañe a vuestra vida. Si así es, ni se ha rozado la verdad cristiana. El cristianismo es la forma de vida de los hombres que se saben amados por Dios y dan este amor a los demás. El cristiano, que de verdad empieza a decir que su vivir es Cristo, descubre que las afirmaciones cristianas atañen a lo más íntimo y vital de su existencia, a las fibras más sensibles de la vida, a sus intereses más concretos y personales, y no hay zona de su actuación que no quede totalmente afectada.
La postura cristiana ante la vida no persigue meramente la acción y el orden exteriores, el equilibrio más o menos logrado de bienes, la justicia de “dar a cada uno su derecho”, el logro de un cierto “paraíso” de confort y bienestar material que no llena al hombre que luego busca otras salidas a su radical insatisfacción. Para hablar de una sociedad humana o inhumana hay que empezar por saber “qué es el hombre”, dónde está su felicidad, su libertad, su máxima realización. Y esto es lo que hace Jesucristo: abrirnos a lo que somos y llamarnos a nuestra plenitud; presentarnos los obstáculos que fundamentalmente están en nosotros mismos, “lo que mancha al hombre es lo que sale de su interior”, y darnos su ayuda. Busca la raíz de donde brota nuestro pensar, hablar y actuar: el interior. Somos un todo sin compartimientos. Nuestros actos tienen sus preliminares, provienen de la disposición del corazón expresada por palabras, gestos y actitudes. La intención engendra la obra, por eso lo que hay que rectificar es la actitud del corazón.
Los que tenemos que ver el hecho concreto de nuestra justicia, honradez, servicio, trabajo, somos cada uno de nosotros. Para Cristo el hombre que sólo quiere la justicia, a secas, es incapaz de realizarla plenamente. No se evita la injusticia si se respeta tan sólo la justa medida. Leed el sermón de la montaña: Bienaventurados…: oísteis que se dijo, Pero yo os digo… ¡La peculiaridad del cristianismo está en ese ‘bienaventurados’! Ellos son los señores de las cosas, en el corazón de los cuales ha arraigado la bondad, los que dominan por la fuerza de su vida, fundan la paz verdadera, no están a merced de las circunstancias, tienen como exigencia de su vida el hambre y la sed de justicia. Y el Yo os digo: la justicia sólo podrá hacerse bajo el impulso de la caridad que no mide, que se da generosamente. Entonces surge la verdadera justicia. Si quieres ser bueno sólo cuando encuentres bondad, no sabrás siquiera corresponder a ella. No puedes devolver bondad por bondad si no te elevas al nivel del nuevo amor que se llama caridad.
Los valores del espíritu son universales, permanentes, creadores, eficaces #
Os decía al comienzo que la consciente valoración os lleva a una jerarquía de valores, y ésta, realmente vivida, os dará el paso a la independencia. Vuestra vida se configurará en torno al valor que, de hecho, os merezca la pena. Los valores del espíritu son universales, permanentes, creadores, eficaces. Pensad lo que han aportado a la historia hombres y mujeres que han vivido la justicia, la honradez, la verdad, la generosidad, la alegría del corazón, la entrega a la ciencia, al arte, a la contemplación. No creáis en los demoledores de los valores del espíritu. Son estos valores la savia de la vida, las líneas de fuerza que todo lo penetran; y cuando fallan, todo se viene abajo.
No sé si habéis oído hablar de lo que ya hace muchos años ocurrió en la catedral de Maguncia. Cayó un bloque de piedra de la bóveda. Se buscaron las causas y al ahondar en los cimientos se vio que el edificio estaba sobre un enrejado de vigas de encina, muy fuertes, pero podridas casi todas. Habían estado siempre rodeadas por el agua subterránea del Rin, pero al canalizarlo, el agua se había retirado y las vigas, que se habían quedado resecas, se estropearon. La catedral se mantenía en pie, pero los cimientos estaban estropeados. Hubo que arreglarlos y sustituir la madera podrida por cemento. Sin valor, los motivos pierden fuerza; sin valor, se debilita la sociedad, la conciencia de la obligación de las personas. Parece que algo cambia, pero es lo externo. Manan de nosotros, de nuestra personalidad, como el chorro de un manantial. Es inútil pretender igualarlos a los valores útiles, inmediatos, a la arbitrariedad de las ideologías o sistemas, gustos de las épocas. Su calidad y su calibre son de otro orden.
El peligro ante la subversión de valores y ante su impugnación no proviene de vosotros, sino de los malos maestros que orientan vuestras aspiraciones hacia ideologías que, a la postre, son destructoras y alienantes. El influjo marxista, por ejemplo, conduce a desechar el valor del espíritu en lo que todo radica: la interioridad. Los marxistas, o los humanistas ateos, son superficiales, rozan sólo la exterioridad del hombre: “A medida que estudio más el marxismo, más me impresiona su carácter espantosamente superficial. Pueden encontrarse en él cosas de valor en el plano del mundo de las apariencias, en el plano de la dialéctica económica, por ejemplo; pero prescinde de lo que constituye el aspecto más esencial del hombre. Y por ese motivo, cuando rechazamos el marxismo tenemos clara conciencia de que lo que defendemos no es solamente a Dios, sino al hombre. El hombre en la plenitud de su dimensión, es decir, en su triple relación con el mundo, con los demás y con Dios. Por eso nunca traicionaremos la tarea de afirmar la dimensión divina de la existencia humana, porque esa dimensión nos parece constitutiva del único humanismo integral, el único que hace plena justicia a la dignidad de la naturaleza humana”7.
Los jóvenes intuís que hay que ir hasta el final de uno mismo en la búsqueda de lo valioso. En el interior del hombre habita la verdad. Volveos hacia vosotros mismos. Es el grito de Unamuno: Adentro. El hombre que quiere encontrar lo auténtico se vuelve hacia su interior. Adentro, donde radican los valores del espíritu, en la interioridad. De ellos sabe el sabio, el científico, el humanista, el poeta, el artista, el que ama, el asceta, el fundador de una religión. Los valores del espíritu brotan de la interioridad. ¿Quién puede daros la libertad, la independencia, la veracidad, la justicia? Nadie. Vosotros habéis de descubrirlas como exigencias de vuestro interior, y vivirlas por el ejercicio de vuestra responsabilidad y autodeterminación. ¿Dónde está la raíz de la justicia, de la veracidad, de la creatividad, de la alegría? Nacen de dentro, donde está la raíz de toda conducta humana. Por eso hemos visto cómo Cristo persigue y llama al hombre a su interior, donde Dios habita. La alegría de corazón, y no la diversión, es la que ensancha, hace fuerte e independiente, da la justa medida de las cosas. ¿Quién es veraz? Aquel que en su interior siente la urgencia de salir de toda mentira, de tornarse auténtico, de no dejarse seducir ni por sí mismo. El que tiene valor para mirar las cosas de frente y responde con su vida a sus convicciones. ¿Y quién es justo? El que “sabe” de la dignidad de la persona, tiene el presentimiento de su grandeza, el que tiene conciencia de la importancia y del valor del “respeto”.
El clamar por la igualdad humana se basa en la exigencia de igualdad de derechos. El derecho viene de fuera en cierta manera; lo que brota de dentro es el deber. El deber mana de nosotros, de nuestra personalidad. Por eso quiero hablaros, al hablaros de los valores del espíritu, de vuestros deberes. Esta es la piedra de toque para conocer la calidad y el calibre de un hombre. ¿Y no creéis que lo que verdaderamente diferencia a los hombres es la manera de vivir sus deberes, porque ésta es la raíz de cómo gozarán de sus derechos? Os voy a repetir lo que escribí en una Carta a los jóvenes, en la que hablaba de la Virgen María y la juventud: “Sed conscientes de vuestros deberes. Sabed que no existe un derecho que no tenga junto a sí la exigencia de un deber. Tenéis el derecho a la libertad porque tenéis el deber de la dignidad humana. Los jóvenes actuales dais muchas veces la impresión de hombres desequilibrados, como dice Marañón, por la hipertrofia del sentimiento del derecho sobre el sentimiento del deber. Leed a este respecto los dos ensayos sobre El deber de las edades y Los deberes olvidados. En el primero, analiza los deberes que pone la edad al individuo humano: la obediencia en la niñez, la rebeldía en la juventud, la austeridad en la madurez y la adaptación en la vejez. En el segundo, la pérdida de aquellos puntos de referencia éticos que nos sirven para orientar nuestra conducta, los deberes que olvidamos y los derechos que exigimos”. *
Y me fijo en lo que os atañe: “El joven deber ser rebelde, sin rebeldía roja ni negra, sino vital, entusiasta, desinteresada, ante el espectáculo de la sociedad en perpetua evolución. ¿Y quién que haya vivido con gente joven podrá dudar de que tengo razón? Y si la tengo, ¿podrá ser peligroso –como algunos me objetan– el que diga la verdad, que es siempre sagrada y eficaz…? Mi tesis de la rebeldía juvenil no puede interpretarse como escandalosa desde el momento en que he hablado del deber de la rebeldía; del deber, y no de derecho a ser rebelde. Ningún deber es, ni ha sido jamás, subversivo ni peligroso…”
“El derecho a la rebeldía es una fuerza disolutiva y ciega que nadie puede atribuirse, cualquiera que sea su condición y edad.”
“El deber de la rebeldía es, por ser deber, ante todo una disciplina. Disciplina para no acomodarse a la arbitrariedad de los demás, que es la verdadera indisciplina, aun cuando muchas veces tenga el marchamo de la legalidad. Y esta disciplina, de no someterse ante la injusticia, en la niñez constituye una quimera, porque el niño es débil; y en la plenitud es un heroísmo excepcional, porque el hombre maduro suele estar paralizado por la responsabilidad. Queda, pues, como deber, reservada a la juventud. Sin ella la humanidad se convertiría, tras unos cuantos años, en un rebaño de corderos manejados por gañanes ignorantes y viles. Cuando he dicho a los jóvenes: ‘Sed, por deber, rebeldes’, he añadido siempre: ‘rebeldes, no con rebeldía sistemática y ciega, sino contra lo que no sea justo, y ante todo contra vuestra propia juventud, que está indefectiblemente ribeteada de arbitrariedad’. Se dice que hay que domar los instintos juveniles, pero domarlos no es aplastarlos, sino vencerlos, rebelándose contra ellos…”.
‘‘El joven de hoy, a la inversa de San Bruno, da uno a los demás por cada ciento que exige y toma para sí. Y es urgente que invierta esta fórmula para que florezca en sus manos el porvenir, cuya responsabilidad se le acerca a pasos de gigante… Su misión en el futuro será, ante todo, restablecer la disciplina del deber; hacer de la vida un sacrificio del individuo por el bien de los demás, al contrario de lo que ofrece ahora”8.
La aportación de Cristo a la vida supone las mayores y más verdaderas transformaciones #
No bastan los valores del espíritu simplemente humanos. La aportación de Cristo a la vida supone un cambio total que llena de alegría el corazón humano y capacita al hombre para lograr las mayores y más verdaderas transformaciones individuales y sociales.
Lo que inquieta es la multitud de hombres, hijos de Dios, que, al no creer en Cristo, se autodestruyen: desesperación, tedio, tristeza, náusea, sordidez, desarraigo, fatalismo, anarquía sexual, etc. La fe nos revela lo que nosotros mismos no sabíamos que éramos. Pascal tenía razón al decir que fuera de Jesucristo no sabemos qué es la muerte, ni qué es la vida, ni qué es Dios, ni qué somos nosotros mismos. Tenéis, por ejemplo, un testimonio, bien vivo, en la imagen y vivencia del hombre que os dan los escritores que tienen fe en Jesucristo, y la que os dan los que no la tienen. En la magnífica obra de Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, que tantas veces recomiendo a la juventud, podéis ver un desfile de testigos de ambas posturas.
Un mundo sin pecado es una utopía, y esto es fácil, no ya de comprender, sino de ver tangiblemente. Pero un mundo sin fe en la vida, muerte y resurrección de Cristo, ¿es el caos? ¿La desesperación? ¿La negación y afirmación de todo a la vez? ¿El absurdo…? No es lo mismo que X millones de personas no tengan fe, a que en la humanidad no haya fe. No sabemos lo que sería un mundo así, porque de hecho hay hombres y mujeres en todas partes que son la luz y la sal de la tierra. Yo siempre estaré con vosotros, hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20). Son incontables los hombres que utilizan fuertes valores, socorros sin los que no podrían vivir, y nunca, sin embargo, se paran a preguntar de dónde les vienen. No viven despiertos a la realidad de la fe. La vida se les da a cada momento en multitud de aspectos y cortan de ella con prodigalidad. Y esos hombres viven sin preguntarse y sin “justificarse” a sí mismos su existencia. ¿Es Dios el que tiene que justificar la suya? ¡Qué inversión! Menos irracional sería que la tierra regada por el agua viera en ella ya natural su humedad, y exigiera con insolencia al agua misma que justificara la suya.
El cristianismo es un don que se dirige al hombre en su totalidad, y no sólo en el aspecto más inmediato de su vida temporal. No se conseguirá promocionarle íntegramente quitándole de la adoración de Dios en su misterio de Amor y de salvación, de Paternidad, de Filiación, de Espíritu que todo lo alienta. No se logrará orientarle con falsos profetas que acaban con los signos a los que Cristo ha querido vincular su gracia y misericordia: los sacramentos. No se le favorecerá, bajo pretexto de necesaria secularización, quitándole la expresión de la fe en su vida diaria, como pueden ser las fiestas religiosas, el Día del Señor, la vivencia del año litúrgico.
En muchos jóvenes se está minando la doctrina cristiana con falsas concepciones de sinceridad, según las cuales la lealtad exige ajustar el comportamiento a los sentimientos. La fidelidad a cualquier exigencia o compromiso se hace imposible, porque nada es tan movedizo como el ámbito de la psicología. La sinceridad auténtica está en garantizar la fidelidad a las elecciones decisivas, a los deberes y responsabilidades propios, contra las vicisitudes de la sensibilidad. Y no está en ajustar la conducta a los vaivenes de los sentimientos movedizos, de los gustos o de las últimas impugnaciones y eslóganes. La Iglesia de Cristo ofrece aquí una buena ley de humanismo al defender la fidelidad a los compromisos adoptados, frente a la revisión de los mismos, ya que defiende lo humano contra lo que tiende a destruirlo. Ya habéis empezado, quizá a tener la experiencia de que la vida humana está sometida a pruebas de fidelidad en las que pasa de zonas superficiales de la sensibilidad a las regiones más profundas del interior. Un compromiso, un amor humano, una postura honrada, una actitud de verdad –poned el hecho más próximo a vuestra vida– que ha sabido triunfar de la inevitable dificultad de ciertas horas, de la molestia de ciertas cosas, de la necesidad de ciertos cambios, se hace más fuerte y arraiga con más profundidad. El tiempo sólo gasta las cosas de la carne, hace más hondas las del espíritu.
La aportación de Cristo a la vida supone un cambio total en el corazón del hombre, que le hace decir sí a la vida, a la bondad, al amor, a pesar de las pérdidas, dificultades y dolores. Por Cristo el hombre entra en un proceso de transformación por el que surge en su corazón un respeto a la dignidad del prójimo que le hace dominar sus impulsos egoístas y dominadores, devolver bien por mal, amistad por enemistad, detener la violencia, dar paso a una justicia iluminada y vigorizada por el amor. La marcha de la historia ha demostrado que los individuos altamente “progresados” no son capaces de lograr la transformación que de verdad beneficia al hombre en su propio ser, no han sido señores de sí mismos. Las posibilidades realmente salvadoras, he dicho en más de una ocasión, residen en la conciencia del hombre que está unido a Cristo de modo vivo. La fe es, desde luego, factor decisivo de la historia, personal y colectiva. Causa extrañeza el que los cristianos no tengamos más conciencia de lo que entra en juego al vivir nuestra fe, tanto para nosotros mismos como para la sociedad en la que estamos. Pensad en una ciencia y en una técnica sin sentido cristiano: dones mortales. Y hoy lo sabemos muy bien y tenemos duras y tristes experiencias. Se utilizan los instrumentos para fines que no son los del verdadero servicio de la humanidad.
“No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio anuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad…”
“La Iglesia, cuando predica, basada en su misión divina, el Evangelio a todos los hombres y ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a la consolidación de la paz en todas partes y al establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna entre los hombres y los pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y natural. Es éste el motivo de la absolutamente necesaria presencia de la Iglesia en la comunidad de los pueblos, para fomentar e incrementar la cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones públicas como por la plena y sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y exclusivamente por el deseo de servir a todos” (GS 41. 89).
Al que permanece atento –ha dicho un convertido, Conventry Patmore, al que acude frecuentemente Charles du Bos al evocar su propia conversión– todas las cosas se le revelan, a condición de que tenga valor para no renegar en las tinieblas de lo que ha visto en la luz. El cristiano tiene que ofrecer, como un servicio a los demás, la fidelidad a su propia conversión, a la nueva vida a la que ha renacido. Es un profeta de la alegría, un peregrino de la esperanza, un hombre espiritualmente joven y siempre con capacidad de dar de sí. Tiene que estar al servicio de toda transformación que sirva realmente al hombre en su totalidad.
El cristianismo no es la religión que sólo salva “el alma”; el Mensaje de Pascua y Pentecostés pone de manifiesto lo excepcionalmente humano del cristianismo: la resurrección del hombre y la renovación de la faz de la tierra por el Espíritu de Dios.
Esta es vuestra tarea, jóvenes: renovaros y renovad la faz de la tierra. Lograd, injertados en Cristo, las mayores y más verdaderas transformaciones individuales y sociales que a vuestro alcance estén. Sed honrados y consecuentes en vuestra formación, para conseguirlo.
1 León Felipe, Versos y oraciones del caminante,4: enObras completas,Buenos Aires 1963,46-47.
2 Charles Péguy, Note conjointe,París 1957, 133.
3 Charles Péguy,Oeuvres poetiques, La Pléiade, París 1957.
5 J. Daniélou, La fe de siempre y el hombre de hoy, Madrid 1969, 90.
6 Gregorio Marañón. Obras completas, vol. I, Madrid 1975, 128.
7 J. Daniélou,El escándalo de la verdad.Madrid 1969, 119.
* N. del E. El texto de este documento ha sido publicado en el volumen III: En el corazón de la Iglesia de la presente edición de Obras del Cardenal Marcelo González Martín.
8 Gregorio Marañón, Obras completas, vol. IX, Madrid 1975, 28-30.