El magisterio de Juan Pablo I

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El magisterio de Juan Pablo I

Homilía pronunciada el 6 de octubre de 1978, en la Catedral de Toledo, en la Misa de exequias ofrecida por el alma del Papa Juan Pablo I. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, noviembre 1978, 534-537.

Celebramos el Santo Sacrificio de la Misa por el alma de nuestro amado y tan prontamente llorado Juan Pablo I. Con el alma oprimida de pena podemos decir con los discípulos de Emaús: Nosotros esperábamos… (Lc 24, 21). ¡Y todo se ha desvanecido! ¿Todo? No, hermanos, no.

El hombre ante el misterio #

No pretendo explicar lo inexplicable. Siempre nos preguntaremos con todo derecho por qué Dios permite estas cosas. Hace poco más de un mes nos vimos confortados y alegres por las noticias relativas a su elección –¡qué próximo a él me sentí aquellos días!–. Y una esperanza evangélica, es decir, fundada exclusivamente en Dios, había ido surgiendo en nuestro espíritu, nacida al calor de las palabras y actuaciones posteriores de Juan Pablo I, tan breves, pero tan intensas.

De repente parece que ha desaparecido todo. Con su sonrisa también se ha apagado la nuestra. ¿Por qué Dios lo ha permitido? Yo sólo encuentro una respuesta. El Dios de nuestra fe es el Dios del misterio infinito. Y esto es precisamente lo que hemos olvidado en nuestro mundo, y aun en nuestra Iglesia de hoy. Todo lo hemos reducido a cálculos humanos, a sociología e intuiciones nuestras, a comentarios personales o de grupo sobre lo que hay que hacer o dejar de hacer para la mejor evangelización del mundo. Parece como si cada mañana alguien nos diera permiso para inventar la Iglesia nuestra de cada día. Pero los Apóstoles no obraron así: escucharon a Cristo y obedecieron sus palabras dispuestos a predicar lo que Él les había enseñado, y nada más. La Virgen María tampoco obró así: guardó en su corazón las palabras que había oído y las meditaba con amor. Los Apóstoles fueron llevados a la muerte cuando podían ser tan necesarios. La Virgen María, tan fiel a la voluntad de Dios, hubo de sufrir su soledad junto a la cruz. ¡Cuántas veces ha sucedido así a los santos y a los mejores planes de apostolado! Ahora nos sentimos desconcertados y, sin embargo, es una lección que se repite en la historia de la Iglesia.

Ante el misterio de Dios y su acción sobre nosotros, nuestra humildad de creyentes, no nuestro escándalo de agnósticos. Él es el dueño de la vida y de la muerte. Él hace nacer y ponerse el sol, Él nos da Papas de larga o de corta duración, padres de familia felices o crucificados, y en todo momento nos invita a rezar así: Padre nuestro, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo (Mt 6, 9-10).

Hagamos entrar más en nuestras vidas el misterio de Dios, no como una evasión, no como un criterio adormecedor y falsamente tranquilizante, sino como lo que es: una fuerza superior que nos invita a practicar la humildad, sin la cual la verdadera fe no existe. Humildad para la fe. Fe viva y esperanza siempre. Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles (Sal 127, 1).

Las lecciones de Juan Pablo I #

Cometeríamos una gran ligereza si dejáramos de pensar en lo que el Pontífice desaparecido nos ha enseñado. El era el Vicario de Cristo en la tierra. ¿Acaso por haberlo sido sólo durante un mes dejarán de ser sus palabras y su actitud las de aquél a quien quiso poner el Señor para confirmar la fe de sus hermanos? Las palabras y actitudes de Juan Pablo I durante un mes, consideradas como indicaciones programáticas o exhortaciones de índole pastoral, tienen idéntico valor que las que pronunciaron con el mismo carácter, Pablo VI durante quince años, Juan XXIII durante cinco o Pío XII durante diecinueve.

Aceptó su elección como señal de la voluntad de Dios, con un acto de fe que no es frecuente hoy en el comportamiento dentro de la Iglesia, donde tanto se ha extendido la norma de hacer cada cual lo que quiera. Se entregó, desde el primer momento, a un trabajo agotador dentro de lo que era su misión, en una actitud ascética de negación de sí mismo, auténticamente conmovedora, es decir, con caridad pastoral; “vosotros os vais a vuestras diócesis –nos decía–, pero yo me quedo aquí; ya no podré tener el contacto que siempre busqué con mis fieles diocesanos”. No dejaría de tenerlo y pronto comenzaría a celebrar aquellas audiencias y reuniones con fieles de todo el mundo, y poco a poco iría naciendo en su corazón, ahora de Padre universal, la alegría de establecer continua relación apostólica con hombres de todo el universo. Predicó las verdades de la fe con envidiable sencillez, con capacidad de penetración, con el corazón abierto a todos, en lo cual se resume la virtud de la fidelidad. Anunció sin temor que había de promulgar el Código de Derecho Canónico, restaurar la gran disciplina del clero y de los fieles, evitar los abusos litúrgicos, clara señal de la virtud de la fortaleza. Y se llamó a sí mismo con dos nombres, los de Juan y Pablo, que significaban deseo de continuidad en el camino de sana renovación que ha emprendido la Iglesia del Vaticano II, sin olvidar lo que ha enseñado la Iglesia de todos los tiempos, como así quisieron que fuese tanto Juan XXIII como Pablo VI, virtud ésta que se llama docilidad al Espíritu Santo. ¡Espléndidas lecciones que seguirán teniendo toda su eficacia, aunque sólo hayan durado poco más de un mes!

En suma, una actitud y un magisterio sin más solemnidad que la de sus virtudes, que ya es bastante para el que quiere ver; no signos, sino realidades. Su sonrisa nos cautivaba; su sencillez gustaba al hombre de hoy; su bondad era tan visible que al verle queríamos todos ser mejores. Pero era el Papa. Y lo que hizo y lo que dijo no debe quedar como una florecilla pronto marchitada, sino como un soplo del Espíritu de Dios que ha de seguir dando vida a la Iglesia santa.

Más que la sonrisa importa la fe. La sencillez nos conmovió porque era evangélica. Su bondad era el fruto, no precisamente de su carácter, sino de una vida de muchos esfuerzos de unión con Dios.

Un nuevo Papa #

Pronto tendremos un nuevo Papa que rija los destinos de la Iglesia en la tierra. Sea uno u otro, con esta o aquella condición, será el continuador de la obra de los anteriores y el sucesor de Pedro.

Los comentarios son inevitables. También las cábalas ahora, y las deducciones después. Más que todo eso, hermanos, importa la fe, la humildad y la obediencia llena de amor al Papa que nos sea anunciado. Y la oración ahora para que el Señor escuche el clamor de sus hijos.

Las visiones simplistas no solucionan los problemas, pero los criterios naturalistas y superficiales, aplicados a la vida de la Iglesia, no sólo no los solucionan, sino que los agravan. Nuestra Iglesia y nuestro mundo de hoy están angustiosamente necesitados de la presencia de Dios, con su misterio de amor y de poder infinito, que se refleja en nosotros, los hombres, a través de nuestra vida y de nuestra muerte.

¡Necesitados de la presencia de Dios! Más aún: ¡casi, casi necesitados de tocar a Dios con la mano! Por eso había calado tan profundamente en el corazón de los hombres el Papa Juan Pablo I. Se le veía como una transparencia de Dios. No es que otros Pontífices no la tuvieran; pero en él empezó a verse con una facilidad desacostumbrada.

Todo se olvida fácilmente cuando nos movemos en el terreno puramente emocional de nuestros propios sentimientos. Ya lo veis. Casi nadie se acuerda ya de Pablo VI, y hace, precisamente hoy, sólo dos meses de su muerte. Pronto dejará de hablarse de Juan Pablo I. Pero las lecciones de uno y de otro permanecerán para todos los que piensan en la misión de la Iglesia, con fe honda y sincera. Es en Cristo en quien debemos confiar siempre; Él es el único a quien podemos decir: Tú solo tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 69).