El mensaje de Cristo

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El mensaje de Cristo

Conferencia pronunciada el 8 de abril de 1976 en el salón del Instituto Nacional de Previsión de Madrid, dentro del ciclo organizado por la Asociación de Universitarias Españolas.

Me han pedido que hable hoy sobre este tema: Jesucristo y su mensaje. Es muy grato hablar de ello y es lo que estoy haciendo constantemente. Precisamente estos días, y aun podría decir estos meses, casi sin interrupción estoy haciéndolo por esos pueblos de la provincia de Toledo en visita pastoral, para llevar el sacramento de la confirmación a centenares y miles de muchachos y muchachas y mayorcitos, casi jóvenes, los cuales escuchan la palabra de Dios y se preparan durante meses para recibirlo con fruto. Todavía se encuentra uno con casos como éste y no en un solo pueblo, de muchachos que trabajan aquí en Madrid. Chicos de dieciocho y veinte años que han estado durante tres meses yendo los sábados a su pueblo para recibir la catequesis que los prepara para el sacramento de la confirmación.

Es un detalle asombroso en medio de este mundo semipagano en que vivimos, que no tiene explicación, por eso que llaman las presiones sociológicas. Sus padres, que viven en el pueblo, les han hecho saber que iba a ir el obispo a ofrecer el sacramento y tienen interés en no perderlo. Y responden a las preguntas que se les hacen con convicción, con fe y con sencillez de alma, como me ocurrió hace una semana en un pueblo.

Cuando una muchacha de diecisiete años fue invitada a que saliera al presbiterio para contestar a unas preguntas juntamente con otras, y con una espontaneidad preciosa, sintomática de lo que es su alma –no venía directamente a tono, pero se enlazaba su reflexión sobre la pregunta que yo le hacía con lo que ella estaba pensando–, me contestó cuando se me ocurrió preguntarle: Y tú ¿amas mucho a la Santísima Virgen? , y con una afirmación ardorosa en medio de aquella iglesia, casi catedralicia, llena de gente dijo: «¡Sí!». No vacilando; la expresión era muy firme y el tono de la respuesta, aunque las palabras se le trababan, «porque respeto y amo mucho la pureza de la Santísima Virgen». Esto contestó aquella muchacha preciosa de unos diecisiete años, normalísima en su conducta.

Gentes que están acostumbradas a escuchar y a meditar a su modo el mensaje de Cristo. Gentes cristianas, familias católicas y buenas de nuestra España. A las que tantas veces olvidamos, encerrándonos en nuestros problematismos, frecuentemente provocados. Por eso os digo que lo estoy haciendo normalmente, y esto es la vida de un obispo, estar hablando del Mensaje de Cristo constantemente.

Este mensaje es tan amplio que es inabarcable, porque Jesucristo nos ofrece una predicación en que toca todo. Jesucristo, con su mensaje, llega al corazón del hombre, al sentimiento, a su cerebro, a su cuerpo, a su alma, a la familia, a la sociedad.

Su mensaje es presente y escatológico, es universal, es temporal, es espiritual, lo es todo. Por eso sería absurdo pretender en una conferencia hablar del contenido entero del mensaje de Jesús. Por ello voy a limitarme a tres puntos:

Punto primero: Lo que podríamos llamar núcleo sustancial. Punto segundo: Su continuidad a través del tiempo en la Iglesia. Punto tercero: Algunas de las manipulaciones que este mensaje está sufriendo hoy.

Este va a ser el esquema de la conferencia que hoy quiero desarrollar ante vosotros. Con el gozo y la satisfacción de poder corresponder a la invitación de este año, como lo he hecho en años anteriores.

No sé si conocéis un libro que ha sido editado recientemente por la BAC: Cristo, el misterio de Dios, del jesuita Manuel González Gil1, que ha sido profesor durante muchos años en una Universidad de Japón. Este libro me ha producido casi emoción al leerlo. Es un tratado de Cristología, pero que no tiene la frialdad del tecnicismo de escuela y, sin embargo, no le falta nada del rigor científico que se puede exigir a un libro de esta naturaleza, y juntamente con el rigor científico tiene una vibración espiritual; tiene una densidad en la elevación hacia el misterio de Dios, que probablemente es fruto de la acomodación de su mente al mundo oriental. Quizá él habrá comprendido esto así, después de tantos años en Japón estudiando estos temas en la Universidad y que a estos orientales el mejor modo de hablarles de Cristo era el que ha utilizado. En este libro me he fijado para resumiros brevísimamente el primer punto que os he anunciado.

El núcleo sustancial del mensaje de Cristo, ¿cuál es? #

Cristo viene a predicar el Reino de Dios. El Reino de Dios que empieza en la tierra y se completará en el cielo. Este Reino de Dios no tiene una localización geográfica, ni obedece a ninguna estructura política, es más bien una situación que con ese Reino se va a crear en el corazón del hombre y en la humanidad. Es una situación en virtud de la cual el hombre se sentirá sujeto a Dios nuestro Señor, nuestro Padre, con amor, con verdad, con confianza.

Este Reino de Dios que Cristo predicó, ha sido anunciado a través de todos los siglos por los profetas y llega un momento en que ese anuncio se cumple; y el Padre a través de Cristo, su Hijo divino, revela al hombre el contenido de la revelación que El quiere hacer. Entonces los hombres, a través de y en virtud de ese mensaje de Cristo, de este Reino de Dios que Él predica, van entrando voluntariamente en esa pequeña grey, que está llamada a ser grande, quedan incorporados a Él. Escuchan desde el principio palabras de vida eterna, hasta el punto que el evangelista San Juan no emplea nunca la frase «Reino de Dios», sino la palabra «vida» o «vida eterna», como demostración de que se identifica «Reino de Dios» con la vida divina que Cristo viene a traer a los hombres. En consecuencia, el que se incorpora al «reino» participa de la «vida divina», y es ése el mensaje que nos trae Jesús.

Pero acaso lo más original sea que el mensaje no consiste en una afirmación o en una negación concreta, sino en todo el conjunto global de sus enseñanzas; ni siquiera sólo en esto, sino el que, juntamente con las enseñanzas, el objeto de las mismas es Él, que es también el sujeto que las da, Cristo. De manera que el que evangeliza, el que proclama este Reino de Dios, y el que lo presenta como una novedad ofrecida por Dios a la humanidad, es Cristo; pero lo que se presenta es también Cristo, porque Él, su persona y su vida, son el objeto hacia el cual tiende la palabra que Cristo predica Como decían los Santos Padres: Ipse est regnum; Él y el Reino se identifican.

Y ahí tenemos la gran originalidad que no se ha dado nunca jamás. Porque si buscamos en cualquiera de los hombres grandes de la humanidad o movimientos culturales o filosóficos, si buscamos a alguien que se haya presentado a sí mismo como el objeto de la propia predicación, consideraríamos que el que así obrara ya se calificaba a sí mismo y no merecería más que el desprecio por parte de los hombres. En cambio, con Cristo no ocurre esto. Se oyen sus afirmaciones: Yo soy el camino, la verdad y la vida, y nadie advierte ahí ninguna clase de arrogancia, de jactancia; no hay más que la seguridad de una profundidad divina que toca el fondo, el misterio. No hay arrogancia, no hay temeridad alguna. Es todo tersura y limpieza, y al contemplarle a Él con su vida, con su muerte, con su resurrección, empieza uno a comprender que tenía derecho a decir: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

La frase «Reino de Dios», fuera de San Juan, aparece muy frecuentemente en los Evangelios utilizada por los evangelistas y puesta en boca de Jesús. Empieza a ver uno las características de ese «reino» tal como las describe Jesucristo; se comprueba cómo la condición fundamental para entrar en ese «reino» y participar de él es la conversión del corazón. Es una conversión que exige cambio, arrepentimiento, novedad interior. San Marcos pondrá en boca de Cristo estas palabras: Arrepentíos y creed el Evangelio, porque está cerca el Reino de Dios (Mc 1, 15). De manera que este arrepentimiento, este cambio del corazón, esta adhesión, esta entrega a la buena nueva, a la buena noticia, son las condiciones fundamentales para entrar en ese Reino de Dios.

Establecida así la condición primera, enseguida aparece otra característica, y es que el que entra en el «reino» cuenta con algo que el corazón humano está apeteciendo siempre: perdón. Porque hay un enemigo de ese «reino» que no son los poderes políticos o económicos de este mundo; los enemigos de ese reino son algo más serio, que puede aparecer ahí o en otra parte, es Satanás, es el pecado. Y como esto es lo que mancha el corazón y lo que aparta de Dios, el hombre necesita encontrar el perdón, y en este reino se lo ofrecen. Las parábolas de la misericordia del Cristo perdonador, las palabras constantemente repetidas de amor, de búsqueda de la oveja perdida, de atención a todo el que sufre, de propósito delicadísimo de no agravar en nada las situaciones en que el hombre puede encontrarse oprimido, sufriendo; sino, por el contrario, de liberarle de tantas y tantas ataduras como puede tener para que se eleve, contando siempre con el auxilio divino, que es el perdón de Dios.

¿Recordáis algunos pasajes del Evangelio en los que Cristo aparece perdonando los pecados? Decían, ¿quién es éste que perdona los pecados? ¿Cómo se atreve a hacer esto? O cuando ante una mujer pecadora, Él la perdona diciendo: Nadie te ha condenado, Yo tampoco te condeno, en adelante no peques más (Jn 8, 10). Él no la condena, la advierte sobre la necesidad de un corazón limpio, pero nada más. Cristo nos trae el perdón del Padre.

De manera que el reino crea una situación: sujeción amorosa a Dios. Empieza por exigir una conversión del corazón y entrega al hombre desde el primer momento lo que más le apetece: el perdón, del cual brota la paz, la dicha interior. Pero hay más en este reino, Jesucristo subraya algo de una manera muy característica y muy viva, y es la presencia de Dios Padre. Él también es el Hijo y se proclama a Sí mismo el Hijo que ha venido al mundo. Pero no solamente nos señala a Dios Padre como el Padre suyo, sino también nos invita a que le consideremos como el Padre nuestro.

Esa filiación divina que nos ofrece, en todo el rigor de la palabra, ese señalamiento de Dios como nuestro Padre y el suyo es la cumbre a que se puede llegar en la nueva situación de ese reino. Entramos en una familia nueva y ya los hombres podemos establecer con Dios relaciones que no habían existido nunca. La humanidad había sido incapaz de concebir siquiera la posibilidad de tratar a Dios como un padre, pero en el Mensaje de Cristo esto es nuclear, fundamental.

Cristo tiene mucho empeño en hacer ver que todo ha de redundar en gloria del Padre: Yo no busco mi glorificación, busco la gloria del Padre. Y nos dice que oremos a Dios nuestro Padre que está en los cielos, y añade que Él, lo que nos predica, lo ha recibido del Padre. Y cuando va a salir de este mundo se dirige a Él de la manera más solemne, y entonces es cuando le pide que le glorifique con una gloria que es como una reverberación de la gloria misma del Padre, que Él ha procurado con su vida y va a procurar con su muerte y su resurrección. Y está señalada la cumbre, Dios Padre nuestro y los hombres hijos de Dios. ¿Para qué? Para conseguir la vida eterna. En esto consiste la vida eterna. En que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste (Jn 17, 3). Yo he venido para que tengan vida y la tengan cada vez más abundante (Jn 10, 10).

Señoras y señores, hijos de la Iglesia, los que vivís percibiendo desde el comienzo de vuestra existencia la fragancia de este sentido del mensaje de Cristo, que ha llegado hasta vosotros a través de la Iglesia por tantos caminos, lo mismo que esos muchachos y muchachas a quien yo he visto estos días y seguiré viendo en las parroquias que visito, hombres y mujeres humildes, rústicos muchos de ellos, enfermos otros, como también llenos de salud y de vigor. Cuando se dice ¿qué es el Mensaje de Cristo para ti? ¿Qué es lo que vives? Tendríais que decir, como tendrían que decir ellos: es una situación nueva, que yo me siento dichoso de estar sujeto a Dios como Padre, en que he recibido de Cristo una palabra de vida eterna, en que trato que mi corazón se convierta constantemente a Dios, en que cuento con el perdón divino, en que se me asegura una vida eterna que me ha ofrecido el Hijo que ha venido a este mundo. Así podría resumirse lo más sustancial del mensaje de Cristo.

Ahora comprenderéis el por qué este libro, que os he citado del Padre González Gil, al tratar este tema escribe las siguientes palabras: «Ya desde las tentaciones del desierto, Jesús quiso desligarse de toda idea de mesianismo nacionalista, por más que ésta estuviese arraigada en el pueblo judío. De hecho, siempre se desentiende de toda cuestión política. No se deja enredar en el problema sobre el pago del censo a las autoridades romanas, porque a Él sólo le interesa dar a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 15). Cuando le anuncian la represión sangrienta llevada a cabo por Pilatos en la Ciudad Santa, transporta inmediatamente el tema al campo religioso y aprovecha para exhortar a la penitencia y se desentiende de aquel suceso, apto de suyo para excitar los sentimientos nacionalistas, e incluso para desviar la atención de la cuestión política, equipara aquel caso al accidente ocurrido en Jerusalén, en el que no puede mezclarse ningún pensamiento de patriotería. Toda su actitud en este respecto se resume en la respuesta dada a Pilatos: Mi Reino no es de este mundo»2.

No hace muchas noches leía yo un libro de Madariaga, que ahora precisamente acaba de llegar a España, Dios y los españoles, y leía cómo en unas páginas se refería a esto. Yo no apoyaría o aprobaría íntegramente todo lo que en ellas se dice, desde mi punto de vista de obispo que vela por la fe. Hay en ellas observaciones valiosísimas, y me acuerdo cómo comenta esta frase y cómo se refiere a lo que él llama ciertas desviaciones que hoy padece la Iglesia católica.

Mi reino no es de este mundo (Jn 18, 36). Pero cuidado que al decir esto no podemos olvidarnos de que precisamente por incorporarnos a una vida divina, con las exigencias que ésta tiene, Cristo va al fondo de los problemas humanos y transformando el corazón del hombre, puede también cambiar la situación de esos problemas. Porque de este mensaje en que se nos habla del Padre no solamente brotan lo que podíamos llamar líneas esquemáticas de unas creencias en que se configuran nuestros dogmas, sino que brota también una nueva moral, la moral cristiana.

En efecto, Cristo no viene a señalar aspectos externos en el cumplimiento de la ley, no la desprecia, se eleva por encima, y hace que el cumplidor de la ley antigua o de la ley nueva empiece a vivir con una nueva dimensión en su alma, la del amor a Dios, dentro del cual tiene que ver el cumplimiento de los preceptos. No los elimina, quitará los que podían ser localistas, propios exclusivamente para un rito o teocracia, de un pueblo elegido para un momento determinado de la historia

Los preceptos que va a marcar para el nuevo Evangelio, para la Iglesia, para el futuro de esa humanidad que Él busca, también tendrán dimensiones externas. También exigirán concreciones en el orden familiar, político, social, económico, etc. No se limitan a sus proclamaciones exteriores. Todas tienen que nacer de eso que es el hombre nuevo, de aquello que Él mismo dijo a Nicodemo: Hay que nacer otra vez (cf. Jn 3, 3). Y cuando se nace con esa vida nueva que Él ha traído al mundo, hay un precepto fundamental: Amarás a Dios con toda tu mente, con todo tu corazón, con toda tu fuerza, con toda tu alma, y el segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo (Mc 12, 29-31). Con este amor aparece la nueva moral, la cual nos pide pensamientos y deseos limpios, no sólo acción. Manos limpias, mente pura, corazón iluminado, cuerpo transfigurado en el uso del mismo y en la intención con que se ha de usar, mientras nos sirva como criatura de la tierra, alma pendiente de Dios y de los hombres.

El mensaje de Cristo, tocando el corazón llega a tocar todas las realidades de la tierra. No entra en estas políticas de los hombres, no lo necesita. Busca el alma y el corazón, para que desde allí, el hombre que posee esas facultades se gobierne y gobierne la vida humana, en consecuencia con lo que Cristo le está predicando.

Continuidad del Mensaje a través de la Iglesia #

Un pensamiento muy sencillo que deseo ofreceros, porque ilumina mucho nuestra condición, es el siguiente: el mensaje de Cristo, por ser mensaje del Hijo de Dios, había de tener universalidad y fijeza, no podía estar sujeto a las arbitrariedades interpretativas de los hombres, para eso sería mejor que no se hubiera predicado. Imaginemos lo que sería que Jesucristo viene a ofrecer su mensaje de salvación eterna y no pudiera garantizar la transmisión del mismo. Esto sería absurdo. Pero que quedase a la vez como una reliquia que se va traspasando de generación en generación expuesta a los caprichos interpretativos de los hombres, la reliquia existiría, pero ya no conocería nadie a quién pertenecía.

He ahí el porqué del mismo hecho de que exista un mensaje del Hijo de Dios que es situación nueva, que es adhesión al Padre, conversión del corazón, perdón, filiación divina, seguridad de salvación, también moral nueva predicada por Cristo; del hecho de que exista esto se sigue, como consecuencia inevitable, la necesidad de que haya alguien que garantice la fidelidad en la transmisión, de lo contrario mejor es que no hubiera venido Cristo al mundo a predicar, si es que tenía destino universal. Por eso nos encontramos con la necesidad de la Iglesia. Es otra particularidad del mensaje de Cristo que nos permite ver los tres elementos unidos: la palabra que Él predica, la persona que la predica, y que es objeto de la palabra, y la Iglesia en que se transmite. Todo esto es un misterio. Tiene visibilidad porque Cristo tuvo existencia visible, histórica, y la Iglesia también la tiene hoy, lo necesario para que haya podido ser aprendida por el hombre. Pero lo más rico del misterio está dentro, es el Espíritu Santo, que es el mismo Espíritu de Jesús, el que anima a la Iglesia, el que la alienta, el que la fortalece, el que hace que conserve con fidelidad el mensaje que Cristo transmitió.

Este es el pensamiento que quería ofreceros, tan sencillo, pero que nos permite vislumbrar de un golpe total la hermosura del panorama: cómo Cristo necesariamente tiene que estar transmitido de una manera viva y fiel por la Iglesia para que su mensaje pueda tener garantías de fidelidad y de aceptación, de lo contrario no lo habría predicado. Repito el pensamiento: la Iglesia es la transmisora fiel del mensaje de Jesús.

Aquí tengo un documento que es conocido por vosotros, pero sobre el cual hay que insistir mucho, porque se ha hecho enseguida demasiado silencio sobre él. Es la exhortación apostólica de su Santidad Pablo VI Evangelii nuntiandi, sobre la evangelización en el mundo contemporáneo. ¿Valor de este documento singularísimo? Yo le pondría entre los tres o cuatro mejores que han salido de Pablo VI en su pontificado. El valor es que responde a las deliberaciones del Sínodo de 1974.

Cuando el episcopado del mundo entero, a través de sus representantes, deliberan, llevan sus propias aportaciones y las aportaciones de los diversos grupos de obispos a los que pertenecen, y de los que son hermanos, comisiones episcopales, provincias eclesiásticas, etcétera. Deliberan y llevan esas reflexiones y durante un mes trabajan sobre el tema «Evangelización en el mundo actual», y después de aquella reflexión de todo un mes de obispos del mundo entero, el Papa asume la responsabilidad de ser él el que promulgue en su día un documento sobre la cuestión.

Cuando se habló de que el Sínodo había sido un fracaso porque no había salido ningún documento, era precisamente todo lo contrario: había sido un éxito rotundo; en primer lugar, porque los sínodos no tienen como misión dar un documento, sino ayudar en el gobierno de la Iglesia. Pero, además, es porque el conjunto de reflexiones era tan enorme y tan valioso que era imposible resumir y ordenar suficientemente lo que se había dicho. Y entonces el Papa, con su autoridad, asume el propósito de promulgar un año después un documento sobre el tema.

Este documento tiene la autoridad magisterial propia del Papa, la autoridad, digamos, intelectual de la reflexión nacida de personas que han venido de todo el mundo, la autoridad que nace de un conocimiento de los problemas.

AI final del Sínodo, el Papa pronunció un discurso muy firme y muy solemne, en que corrigió en ese mes de octubre de 1974 algunas expresiones y tendencias que se habían manifestado en el Sínodo, las corrigió y llegó a decir «No cumpliríamos con nuestro deber de velar por la fe y confirmar a nuestros hermanos en el episcopado y a toda la Iglesia si no advirtiéramos tal… y tal… Somos como el vigilante puesto al comienzo del camino para evitar que los que han de discurrir por él se desvíen. Es necesario reafirmar la doctrina correcta sobre la teología de la liberación, sobre comunidades de base, sobre liturgia autóctona, etcétera». De manera que es un documento que va acompañado del propósito del Papa de dar una palabra definitivamente orientadora en el momento actual sobre las cuestiones debatidas. Precedidas de las advertencias del discurso, precedidas de una reflexión a escala universal. Y, por consiguiente, cuando el día de la Inmaculada del año 1975 se lanzó este documento, el mundo católico: obispos, sacerdotes, religiosos, creyentes, todos deberían haberlo recibido con inmenso respeto.

Este documento tendría que ser hoy libro de estudio y meditación en todos los Institutos de Pastoral y en las clases de los seminarios, una especie de vademécum de los principios fundamentales de la evangelización. Llama la atención poderosamente cómo muchas revistas de la Iglesia española apenas le han prestado atención.

¿Qué nos dice sobre el segundo punto de mi reflexión?: Continuidad del mensaje a través de la Iglesia. Brevemente os leeré algunas de las palabras del mensaje: «Como núcleo y centro de su buena nueva, Jesús anuncia la salvación. Ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es, sobre todo, liberación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser conocido por Él y de verle y de entregarse a Él» (Evangelii nuntiandi, 9). Me llama la atención este lenguaje del Papa, porque cuando se habla que este mensaje de Cristo es esto, liberación del pecado, liberación del maligno, parece que es reducirlo simplemente a romper las cadenas de una sombría esclavitud, que parece poco digna de una misión tan colosal y grandiosa como la que viene a traer Cristo al mundo.

El Papa no se limita a esta afirmación y dice: «Todo esto tiene su arranque durante la vida de Cristo y se logra de manera definitiva por sumuerte y resurrección. Pero debe ser continuado pacientemente a través de la historia hasta ser plenamente realizado el día de la venida final, cosa que nadie sabe cuándo tendrá lugar, a excepción del Padre» (ibídem). «La Iglesia tiene viva conciencia de las palabras del Salvador. Es preciso que anuncie también el Reino de Dios en otras ciudades (Lc 4, 43). Se aplican con toda verdad a ella misma, y por su parte ella añade de buen grado siguiendo a San Pablo: Si evangelizo no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara! (1Cor 9, 16). Con gran gozo y consuelo hemos escuchado estas palabras al final del Sínodo. Nos queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia. Una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes…» Y luego dice: «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia en su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, para ser canal del don de la gracia, para reconciliar a los hombres con Dios, para perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa» (Evangelii nuntiandi, 14). Es un puñado de pensamientos apretados, breves, en que se resume la misión de la Iglesia, idéntica a la de Cristo. Y a esto es a lo que llama el Papa tarea suprema de la Iglesia, idéntica a la de Cristo: evangelización.

Va desarrollando el mismo pensamiento anterior en otros puntos, en que con una exactitud precisa, matemática, señala todos los problemas que se debaten hoy, actualmente, en escuelas de teología, en círculos de pastoral, que tantas veces alteran el corazón de los sacerdotes y de los cristianos, llevándolos por caminos de desorientación y confusión. El Papa lo precisa en este documento con una exactitud sorprendente, y pienso que, si fuéramos hoy más humildes, más fieles al magisterio del Papa, se podrían eliminar en un noventa por ciento las tensiones existentes con sólo prestar atención seria y profunda al conjunto de reflexiones que nos hace el Papa sobre la acción de la Iglesia, tal como él la define en este documento.

Las manipulaciones que hoy sufre el Mensaje #

Pasamos al tercer punto. Por causa del tiempo no puedo hacer más que unas breves indicaciones, tomando también como punto de apoyo pensamientos del Papa, pues estimo que deben ser ofrecidos a vuestra consideración.

Dice el Santo Padre: «Manipulaciones frecuentes está sufriendo hoy este mensaje de Cristo, al que la Iglesia debe ser absolutamente fiel» (Evangelii nuntiandi, 32). Y yo señalo las siguientes: primera, el oscurecimiento casi deliberado de todo cuanto se refiere a la vida eterna; segunda, la metodología en lugar del espíritu, es decir, más técnica en el trabajo apostólico que espíritu de fe; tercera, la mutilación de la verdad; cuarta, el respeto indebido a una libertad que es libertinaje; quinta, la reducción, en gran parte, del mensaje que predicamos a un mero humanismo social; sexta, el relativismo en el concepto del hombre; séptima, el recurso indiscriminado a los signos de los tiempos, sin darnos cuenta de su ambivalencia y de la obligación moral que tenemos de distinguir cuáles son los positivos y cuáles los rechazables.

Y mientras en estos puntos no coincidamos en virtud de una fidelidad a las precisiones que el magisterio eclesiástico nos traza, no saldremos de la confusión. Mientras sigamos empeñándonos en considerar a Cristo como un amigo, como un hermano, peor aún, como un camarada, no haremos nada. Y el cristianismo se nos hundirá entre las manos, en lo que afecta a lo que nosotros podamos vivir o invitar a vivir de ese cristianismo, al que servimos con la visión diversa con que cada uno le sirve.

Sobre los problemas de la teología de la liberación. A pesar de lo que ha dicho el Papa en este documento, de lo que dijo al comenzar el Sínodo, otro día en el Ángelus y en otro discurso que pronunció en otra ocasión, a pesar de eso siguen los terrenismos políticos sociales considerándose como la suprema ambición de muchos que se mueven en lo que se llama el apostolado cristiano. Yo no digo que a eso no haya que llegar como consecuencia de la transformación del corazón. Lo que digo es que si se establece una tal desproporción entre lo poquísimo que concedemos al núcleo del mensaje y lo muchísimo en que nos entregamos a lo que deben ser consecuencias, forzosamente, por una ley casi física, se produce un desequilibrio interno entre las actitudes apostólicas de la Iglesia, que hace que el rostro de ésta quede desfigurado. Como luego, además, en la medida que el hombre pierde la contemplación de Dios pierde también la serenidad y la paz, cuanto más se mete en la agitación de los problemas que son consecuencia del pecado real o supuesto, cuanto más entra ahí, más víctima es de la agitación que eso produce, más pierde el horizonte que tiene que contemplar, y entonces ese núcleo cristiano de la predicación de Jesús va como reduciéndose cada vez más y sólo queda la periferia, la ambición hacia el mundo. Ya no hay paz en el corazón, ni capacidad limpia de perdón.

Hay una pasión tan despótica como puede ser la pasión sexual, llevada al ansia de poder y de dominio, de este grupo o del otro, que se traduce muchas veces en odio a una clase social determinada, en la eliminación del adversario, en desprecio sistemático de todo lo que pida paciencia, ponderación, serenidad y fe, valores evangélicos supremos. Se oscurece el sentido de la vida eterna y no se predica para nada, cuando es precisamente lo fundamental, a qué viene el Señor, cómo es una acción salvífica, pero no para este mundo. En este mundo se incoa ese reino de justicia, pero no es más que una preparación de lo que ha de venir después, y sobre eso hay un silencio pavoroso. Hoy se parcializan las verdades, hoy se hace hermenéutica de los dogmas. Se toma la definición de tal o cual Concilio simplemente para presentarla bajo el prisma de nuestros pensamientos de hoy, como algo que, si valió entonces, ya no vale en nuestros días. Con lo cual se introduce un relativismo en todas las enseñanzas de la Iglesia que forzosamente ha de tener consecuencias funestas.

Se nos habla del cambio, casi del cambio por el cambio; la idolatría del cambio. Se nos habla del hombre moderno como si fuera esencialmente distinto del hombre antiguo.

Von Hildebrand, este autor alemán que escribió hace unos años El caballo de Troya en la Ciudad de Dios, ha vuelto a escribir no hace mucho sobre estos puntos de vista interesantes. Dice: «Pero ¿qué es esto del cambio que se nos presenta casi como un mito del que ya no podemos apartarnos? La sociedad está en cambio…, el hombre de hoy cambia…; tenemos que acomodamos a los cambios que el hombre experimenta…», y dice Von Hildebrand muy acertadamente: «Lo que ocurre es que, hoy como ayer, entre los hombres que ahora viven los hay diversos. Unos son de una manera y otros de otra. Existe el cambio dentro de cada generación, pero no porque dentro de esta generación el hombre sea distinto de la generación anterior. En la anterior había también hombres de una manera y hombres de otra, pero estamos hablando tanto del cambio que nos parece que el hombre de estos años del siglo XX,casi en su final, es esencial y radicalmente distinto del anterior. No; el hombre de hoy necesita de los mismos valores: de la paz, del sentido y gozo de la familia, de la amistad, de un trabajo que asegure su subsistencia y le permita comprobar el progreso y desarrollo de su vida. Y siente las mismas tentaciones de lujuria, de egoísmo, de apetencia de poder que ha sentido el hombre de ayer».

La rebeldía de la juventud de hoy podrá manifestarse más, pero siempre ha sido un instinto que ha brotado de toda persona joven. Y, sin embargo, por ceder en estos «slogans», vamos cayendo en algo que tiene consecuencias fatales. Como el hombre cambia, tiene que cambiar también la presentación de los dogmas de fe, y al cambiar tanto la presentación, se hace cambiar a los propios dogmas y llega un momento en el que se dice: «Esto ya no vale para el hombre de hoy». Y ni se sabe qué se tiene que creer, ni qué se tiene que obrar. Y la oración del hombre de hoy tiene que ser distinta. ¿En virtud de qué principios se pueden hacer estas afirmaciones que destrozan por completo la consistencia de las verdades de la fe y la operatividad apostólica normal, dentro de un mensaje de Cristo, cuya identidad, al menos por hipótesis, hemos de suponer que se conserva fielmente en la Iglesia, no ya por fe, porque si discurrimos en nombre de la fe ya no caben hipótesis? La identidad del mensaje de Cristo ¡claro que se conserva! Y ese mensaje que es universal, pleno y eterno, vale para el hombre de hoy igual que para el hombre de ayer.

Signos de los tiempos: la libertad, el progreso, el consumo, los derechos humanos, la persona. El Cardenal Bengsch, de Berlín, que tuvo una intervención preciosa en el Sínodo, dice que un hombre de Iglesia, un cristiano frente a esas frases no puede colocarse en una actitud neutralista; necesariamente tiene que pensar y analizar. ¿En qué sentido se acomoda o se aparta del Evangelio este concepto que hoy predican y que manejan continuamente en periódicos y revistas? Porque, claro, son realidades positivas: el cuerpo, la sexualidad, el amor, la libertad, la afirmación de la personalidad propia, el afán de una sociedad mejor. Todo este conjunto de afirmaciones, evidentemente, encierra valores positivos, pero hay quien los emplea deliberadamente en otro sentido, y el predicador del Evangelio, el catequista, el seglar, la familia que quiere conservar la fe, tiene la obligación de preguntarse: ¿en qué sentido están empleando esto? Porque si no es así, yo no puedo aceptarlo, aunque me digan que es un signo de los tiempos, y si lo es, será un signo de los tiempos tristes y de decadencia que siempre existen en la sociedad. Todo este conjunto de reflexiones sobre las que, gracias a Dios, va apareciendo luz cada vez con más precisión, merecería ser mucho más desarrollado, pero ya no puedo hacerlo, ha pasado el tiempo de que disponía y hemos de dejarlo para otra ocasión.

Son manipulaciones, repito, que sufre el Mensaje de Cristo, y que, por otra parte, no son nuevas. Ahora bien, tenemos la obligación de prepararnos, de pensar y de orar y de vivir de acuerdo con lo que ese mensaje en que creemos nos pide para poder ser luz y para no sucumbir ante esta presión de los confusionismos existentes. Gracias a Dios tenemos posibilidad para ello, porque el que quiere ilustrarse puede hacerlo siguiendo el magisterio del Papa, cuando éste se pronuncia en la forma y autoridad con que lo hace en algunas ocasiones.

Quiero terminar leyéndoos precisamente este documento del Papa sobre un punto en el que las confusiones han aparecido en este tiempo y que podrían ser casi como un espejo de otras muchas, en las cuales tantos y tantos han caído en estos tiempos. El Papa habla en el final de este documento de cómo hay que tener celo por la predicación de la verdad, y se refiere, fijaros con qué precisión, a estas corrientes que han surgido en nuestros años y que han tenido una trascendencia sobre todo en el campo de las misiones, corrientes devastadoras podríamos decir.

Pertenezco actualmente a la Congregación de las Misiones y tengo que asistir en Roma a las reuniones de la Congregación plenaria con obispos de todo el mundo, misioneros, etc., y he oído exponer allí varias veces cómo muchas misiones se han destrozado como consecuencia de este relativismo dogmático y de esta confusión que les hace a muchos pensar que no hay que predicar porque es una imposición de la verdad, es una coacción del hombre moderno. Un signo de los tiempos: la independencia, la autonomía, no dejarse coaccionar, hay que evitar todo lo que sea falta de respeto a la personalidad humana.

El Papa se refiere a este problema porque, repito, no es de pura especulación, está teniendo consecuencias prácticas tremendas, y dice: «Sería ciertamente un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida en Jesucristo con plena caridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda haber –sin actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta–, lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad, a la que se ofrece la elección de un camino que incluso los no creyentes juzgan noble y exaltador. O ¿es que es un crimen contra la libertad ajena proclamar con alegría la buena nueva conocida gracias a la misericordia de Dios? O ¿por qué únicamente la mentira y el error, la degradación y la pornografía han de tener derecho a ser propuestas, y por desgracia incluso impuestas, por una propaganda destructiva difundida mediante los medios de comunicación social, por la tolerancia legal, por el miedo de los buenos y la audacia de los malos? Este modo respetuoso de proponer la verdad de Cristo y de su Reino, más que un derecho es un deber del evangelizador, y es a la vez un derecho de los hombres, sus hermanos, a recibir a través de él el anuncio de la buena nueva de la salvación. Esta salvación la puede realizar Dios en quien Él quiere y por caminos extraordinarios que sólo Él conoce. En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para revelamos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la salvación, y es Él quien nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta revelación. No será inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento –y ahora os ruego que le prestéis atención–: «Gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio, los hombres podrán salvarse por otros caminos, pero ¿podremos salvamos nosotros si por negligencia, por miedo, por vergüenza –lo que San Pablo llama avergonzarse del Evangelio–, o como consecuencia de ideas falsas omitimos el anunciarlo? Porque esto significaría ser infieles a la llamada de Dios, que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; de nosotros dependerá el que esa semilla se convierta en árbol y produzca frutos» (Evangelii nuntiandi, 80).

Este es el lenguaje que quisiera ver continuamente empleado por nosotros, sin miedo ninguno, con ese celo apostólico que ha movido siempre a los santos y a los servidores del Evangelio. En las comunidades religiosas, en los grupos apostólicos y en las familias católicas volver a hablar así, con estas condiciones, con esta profundidad en la fe, sin diluirnos en simples esquemas sociológicos, como si fuera faltar al respeto al hombre el decir abierta y claramente que es un hijo de Dios, que tiene que apartarse del pecado, que tiene que buscar esa trascendencia divina uniéndose a Dios como a un Padre, que tiene que vivir este santo Evangelio y la Iglesia y los Sacramentos en toda su pureza. Este es el lenguaje en que, a pesar de todos los defectos, vivieron muchos de nuestros antepasados y gracias a él constituyeron familias ejemplares en todos los órdenes. ¿Por qué no puede ser compatible ese lenguaje de la fe con la atención necesaria a los problemas que el mundo moderno nos presenta? Para contribuir a resolverlos en la proporción en que a cada uno nos corresponda, sin querer convertirnos cada uno en un Mesías con su propio mesianismo, con sus propios programas liberadores, cuando lo único que tenemos que mirar es a esto: a la liberación que nos ofrece Jesucristo como enviado del Padre.

1 M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, 2 vols. BAC 380 y 381, Madrid 1976.

2 O.c., BAC 380, 354.