Comentario a las lecturas del IV domingo de Adviento. ABC, 22 de diciembre de 1996.
Estamos ya en el umbral de la Navidad. Todo nos invita a vivir la gran alegría, que se nos viene anunciando. La liturgia de este domingo es como un estallido del amor de Dios al hombre. El misterio de su amor. Hemos de reunirnos con nuestros mejores sentimientos ante Dios, que tan incomprensiblemente nos amó, que se introduce en nuestra carne y nuestra sangre y hará habitar allí su divinidad. El Santo, que va a nacer, se llamará Hijo de Dios. Reinará para siempre; su Reino no tendrá fin, porque para Dios nada hay imposible. Viene a participar de nuestra condición humana con todas sus limitaciones. Verdaderamente tiene que merecer la pena ser hombre ante todo lo que ha hecho Dios por nosotros. Pensémoslo mucho. Alimentemos nuestro interior con esta realidad y seamos consecuentes con ella. Esto es lo verdaderamente importante; lo demás es circunstancial.
El hecho de que Dios haya salido de la eternidad para entrar en lo temporal y pasajero, que haya cruzado el umbral de la historia para caminar por ella, ¿qué mente humana lo puede comprender, razonar, imaginar? Solamente podemos pensar que Dios nos hizo capaces de recibir su Revelación y admirar, adorar y sentir conmovidos el misterio de su amor inmenso y gratuito. Cuando Dios es el que ama, cuando Dios es el que proyecta, ¿qué hemos de hacer? ¿Cuál puede ser nuestra respuesta? Abrirle de par en par nuestro corazón y con toda sencillez y humildad de un niño para con su padre pedirle que nos haga capaces de recibir un amor así, vivir una misión así. Ser hijos suyos y hermanos de Jesús.
Por lo demás, las tres lecturas están como impregnadas del sabor de una promesa, que está a punto de cumplirse.
En primer lugar, la del profeta Natán a David, cuando sabe que éste se dispone a construir una casa digna para que en ella habite el Arca de la Alianza. El profeta le dice de parte de Dios que el Señor cuidará de él y le librará de sus enemigos; y Él, el Señor, será quien dará a David una casa, una estirpe de la que nacerá el Mesías, casa y Reino que durarán por siempre. Léase el salmo, que nos hace cantar eternamente las misericordias del Señor. Es el Reino nuevo, el Reino mesiánico, la Iglesia que se adivina en lontananza a través de las promesas.
En segundo lugar, aparece san Pablo, que escribe a los romanos y les habla de que él predica a Cristo Jesús, en quien se manifiesta el secreto mantenido durante siglos y siglos, para que todas las naciones ofrezcan el homenaje de la obediencia de la fe al Dios, único sabio, es decir, la gloria por Jesucristo por los siglos de los siglos.
Por último, el arcángel Gabriel enviado a María, aquí ya todo es luz y lenguaje transparente. Es el momento cumbre, en que la tierra virginal de su seno tiembla de emoción al escuchar las palabras, que vienen del cielo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Es el evangelio de la encarnación del Verbo de Dios. No falta ni el momento de silencio, en que María se turba, porque no entiende qué clase de saludo era aquel. María va a ser el nuevo templo, la nueva casa, en la que Dios se encierra.
Cristo, como dice san Pablo, descorre el velo del misterio de Dios, es el Dios con nosotros, su amor es el amor de Dios. Su profundidad y su poder son los que elevan al hombre a la altura inaccesible de eso que llamamos la gracia, la divinización del hombre, la esperanza colmada, el cumplimiento de todo lo que se nos había prometido, el gozo pleno de un encuentro con Dios, anunciado desde todos los siglos, el germen fecundo de la transformación de la familia y la sociedad.
¿De qué no es capaz el amor de Dios derramado sobre el hombre a manos llenas? Es tan sublime que puede parecer locura, absurdo, escándalo a todo aquel, que no tome como punto de partida el insondable amor de Dios. María aceptó el mensaje y se sumergió en ese océano de amor, que hacía de ella la Madre de Cristo y de la Iglesia, sin dejar de ser la purísima Virgen de Nazaret.