Estudio publicado en el volumen Episcopale munus, sobre el ministerio episcopal, pp. 122-136, ofrecido a Mons. J. Gijsen, obispo de Roermond, al cumplir el primer decenio de su servicio episcopal, y en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, febrero-marzo 1983, 120-134.
Me es sumamente grato contribuir con estas humildes páginas al homenaje que un grupo de amigos en el Señor ofrece a S.E. Monseñor Joannes Baptist Matthijs Gijsen al cumplirse diez años de su ordenación episcopal y de su trabajo pastoral en la Sede de Roermond. Lo hago con afectuosas resonancias de simpatía. Aunque con muchos más años de episcopado consumidos en otras sedes (Astorga y Barcelona), también yo he cumplido este mismo año un decenio de servicio episcopal en la diócesis de Toledo. Me gozo especialmente porque, de este modo, a través de mi pobre persona, esta sede, primada de España, cargada de una rica tradición eclesiástica, puede hacer llegar su más sincera felicitación a S.E. Mons. Gijsen.
Prescindiendo de precedentes históricos más antiguos, pero también más modestos, el primer gran esplendor de la Iglesia en España tuvo lugar en la época visigótica. Importancia fundamental en la vida eclesiástica compete entonces a Toledo, de la que dependían en ese tiempo 20 diócesis sufragáneas1, y que era también la capital del reino. El año 589, en el III Concilio de Toledo, convocado por el rey Recaredo, se realizó la unidad católica nacional2. El Concilio reconocía que las cartas sinodales de los obispos de Roma debían tener fuerza de ley3. San Leandro, arzobispo de Sevilla, cerró el Concilio con una homilía de alegría por la conversión de los visigodos4. Por lo demás, el conjunto de los 19 concilios visigóticos de Toledo contiene inmensas riquezas doctrinales, que culminan en algunas de sus famosas profesiones de fe, los credos toledanos5. El período de esplendor eclesiástico visigótico es el tiempo en que se estructura la liturgia hispánica6 que durante siglos (711 a 1492) alimentó la vida espiritual de los cristianos españoles que vivieron bajo la dominación árabe (los “mozárabes”)7, y que todavía hoy se conserva en la capilla mozárabe de la Catedral de Toledo y, en grado diverso, en las parroquias mozárabes de la misma ciudad, que son parroquias personales (no territoriales) destinadas a las familias descendientes de los cristianos que en Toledo vivieron bajo el dominio islámico hasta el 25 de mayo de 1085, fecha de la reconquista de la ciudad. Digna de estudio es la preocupación por la formación del clero en la Iglesia visigótica8, problema que sigue siendo, también hoy, objeto de nuestras grandes preocupaciones pastorales9.
Esta época de esplendor eclesial en España tiene tres focos principales: Toledo, Sevilla y, en grado menor, Zaragoza10. San Isidoro de Sevilla (560-633)11 y sus discípulos, San Ildefonso de Toledo (+ 667)12 y San Braulio de Zaragoza (581-651)13forman una tríada que brilla respectivamente en los tres focos de vida religiosa visigótica. San Isidoro de Sevilla era hermano de aquel San Leandro que tuvo papel tan decisivo en el Concilio III de Toledo. San Isidoro llegaría a decir que aquel Concilio “fue obra de la fe e industria de Leandro”14.
Las invasiones bárbaras representaron un grave peligro de desaparición de la antigua cultura latina cristiana. De modo paralelo a como Boecio y Casiodoro ante ese peligro de olvido de la cultura antigua en ambiente ostrogodo se habían preocupado, por procedimientos diversos, de intentar salvarla15, una preocupación semejante se revela en el carácter enciclopédico y recopilador de la cultura eclesiástica visigótica. Baste recordar, en el caso de San Isidoro, esa gran enciclopedia del saber de su tiempo –no sólo eclesiástico, sino también profano– que son las Etimologías16 y el hecho de haber inaugurado el género literario de las “Sentencias”, con sus tres libros17, en los que nos transmite, sobre todo, el pensamiento teológico y ascético de San Agustín y San Gregorio Magno18. El género literario de las sentencias tendría en Occidente una notable continuación con Tajón de Zaragoza (+ 683)19y, ya en plena Edad Media, alcanzaría su más alta cima con Pedro Lombardo (+ 1160)20. Es notable que esa misma preocupación se dio también en Oriente, cuando la invasión árabe puso en peligro la supervivencia de la antigua cultura cristiana. Al mismo género literario de sentencias pertenece, sin duda, la obra De fide orthodoxa, de San Juan Damasceno (+ ca. 754)21, que, como es obvio, transmite la gran tradición patrística griega, como San Isidoro había transmitido la latina.
Podrá decirse que los grandes Padres visigodos no fueron extraordinariamente originales. Y es verdad. Pero a ellos se debe haber salvado en España la gran tradición eclesiástica anterior y, de ese modo, la salvaron de hecho también para la cultura cristiana europea.
Resulta curioso que esta gran tradición eclesiástica latina, salvada por los grandes obispos visigodos, no realizara su trasvase cultural desde España al resto de Europa por el camino más corto y directo que hubiera sido a través de los Pirineos. Inglaterra había producido una figura de genial recopilador: San Beda el Venerable (673-735). Se ha señalado con razón que alguna de sus obras está inspirada en San Isidoro22; no es, por tanto, simplemente una figura paralela en cuanto a la similitud de sus preocupaciones de recopilador, sino, en algún sentido, dependiente de los obispos visigodos. Un discípulo de Beda, llamado Egeberto (+ 766), fue el fundador de la escuela de York23. Con ello surgía en las islas británicas el asilo providencial para la conservación y transmisión del tesoro, que en gran parte se había ido recogiendo y acumulando en España. En efecto, de allí pasó al continente. Los misioneros celtas que de Inglaterra e Irlanda vinieron al continente, traían consigo esa cultura. ¡En qué medida no es San Bonifacio, el gran apóstol de Alemania, también un transmisor de esa cultura tradicional!24. Y viniendo a un ámbito más científico, el artífice principal del renacimiento carolingio, “el primer ministro intelectual de Carlomagno”25, Alcuino, procedía de la escuela de York y depende, en no pocos de sus escritos, de San Isidoro de Sevilla26.
Con estas consideraciones preliminares deseo explicar cuál es la línea de rica tradición eclesiástica en la que, como arzobispo de Toledo, me encuentro situado, y cuáles han sido las repercusiones de esa tradición sobre la cultura cristiana de Europa. Por eso también, al pergeñar estas páginas sobre “El obispo y sus sacerdotes”, expondré, en primer lugar, lo que sobre ello encuentro en la tradición eclesiástica visigótica, en concreto en San Isidoro de Sevilla, para después estudiar el mismo tema a la luz de la doctrina del Concilio Vaticano II.
El obispo y sus sacerdotes en San Isidoro de Sevilla #
“En el Nuevo Testamento, después de Cristo, el orden sacerdotal comenzó en Pedro”27. Con esta nítida frase, San Isidoro señala el papel singular que a la figura de Pedro compete históricamente en la Iglesia: él es el comienzo. Es verdad que esta singularidad podría parecer empañada, cuando San Isidoro afirma a continuación que “los demás Apóstoles fueron hechos con Pedro consortes de un honor y potestad semejantes, los cuales también, dispersos por todo el orbe, predicaron el Evangelio”28. Pero nótese que “pari” (semejante) no es sinónimo de “eodem” (el mismo)29. Por lo demás, en otras ocasiones, San Isidoro añade al sentido del comienzo una serie de títulos que, en ningún modo, son comunes con los otros Apóstoles: ‘‘Pedro es en Cristo el fundamento de la Iglesia. Cefas es el principado y la cabeza del cuerpo de Cristo. Simón de Juan es la regeneración incorrupta de la virginidad. El cual mientras que según Juan sería el tercero, según Mateo es elegido el primero: y no sin razón, pues es el príncipe de los Apóstoles. Y el primer confesor del Hijo de Dios, y el discípulo, y el pastor de la grey humana, Piedra de la Iglesia, poseedor de las llaves del reino, amador y negador del Señor: confesando alabado, presumiendo engreído, negando caído, llorando purificado, confesando probado, padeciendo coronado, al cual se da el nombre por la obra, se le impone el título por el mérito de la potestad”30. Es igualmente revelador de la mentalidad teológica de San Isidoro lo que escribe en las Etimologías a propósito de la palabra ‘‘Cefas”, a pesar de que sea filológicamente insostenible su empeño de derivar su significado a partir del griego, aunque él mismo reconoce que la palabra es aramea: “Cefas, así dicho porque está constituido cabeza de los Apóstoles, pues kefalé en griego significa cabeza. Este nombre es sirio”31.
La clara posición de San Isidoro con respecto al Primado de Pedro es obvia, si recordamos la valoración que ya el Concilio III de Toledo había reconocido a las cartas sinodales del Papa. San Isidoro es hermano de San Leandro y sucesor suyo como arzobispo de Sevilla, y no puede olvidarse el papel que tuvo San Leandro en aquel trascendental concilio toledano.
Como hemos visto, San Isidoro ha señalado, junto a la figura de Pedro, la existencia e importancia de los demás Apóstoles. La sucesión apostólica es para él el punto de partida de su teología del episcopado: “Muertos ellos (los Apóstoles), les sucedieron los obispos, que están constituidos por todo el mundo en las sedes de los Apóstoles, los cuales ya no son elegidos por la familia de carne y sangre, como antes según el orden de Aarón, sino por el mérito que a cada uno haya conferido la gracia divina”32. Por cierto, San Isidoro ve, ya en las palabras de Dios a Elí, un preludio de este cambio en el modo con que han de ser elegidos los obispos, en cuanto que será la dignidad moral personal, y no la pertenencia física a una familia, el elemento determinante para la elección: Por eso Yahveh, Dios de Israel, dice así: Yo había afirmado que tu casa y la casa de tu padre andarían en mi presencia perpetuamente; mas ahora –declara Yahveh– ¡lejos de mí tal idea!, a quienes me honren, honraré, y los que me menosprecien, serán afrentados (1Sm 2, 30)33.
Junto a los obispos, coloca San Isidoro a los chorepíscopos, “vicarios de los obispos”, que equivaldrían a nuestro actual concepto de obispo auxiliar. Han sido instituidos “a ejemplo de los setenta ancianos, como consacerdotes (del obispo) por la solicitud de los pobres”. En efecto, residen en los pueblos y aldeas, y tienen licencia de ordenar lectores, subdiáconos, exorcistas y acólitos. Pero se les advierte que “no se atrevan a ordenar presbíteros y diáconos sin conocimiento del obispo, en cuya región se les reconoce a ellos (a los chorepíscopos) una cierta presidencia”34.
Los presbíteros constituyen el grado inmediatamente inferior al obispo. “Al presbítero pertenece consagrar el sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor, decir las oraciones y bendecir al pueblo”, escribe tajantemente San Isidoro en una carta al obispo Laudefredo35. Por dependencia de un conocido texto de San Jerónimo36, que reproduce de modo literal, San Isidoro, en un pasaje de su obra De ecclesiasticis officiis37, da la impresión de considerar las limitaciones de los presbíteros con respecto al obispo, por ejemplo, su falta de poder para ordenar, como procedentes de una mera costumbre eclesiástica38. Pero el texto de la carta a Laudefredo que acabo de citar, es demasiado tajante para sostener esta interpretación; tanto más que se completa con una no menos nítida descripción de las funciones del obispo: “Al obispo pertenece (…) la confección del crisma; él mismo constituye los oficios y órdenes eclesiásticos antes citados”39. Y aun dentro de la obra De ecclesiasticis officiis es innegable la afirmación de que las diferencias entre obispo y presbítero no han surgido por mera costumbre eclesiástica. La clara toma de posición se encuentra en un contexto en que se habla de la confirmación: “Se debe sólo a los Pontífices que confirmen o confieran el Espíritu Paráclito, lo cual lo demuestra no sólo la costumbre eclesiástica, sino también aquella anterior lectura de Los Hechos de los Apóstoles, que afirma que Pedro y Juan fueron enviados, para que confirieran el Espíritu Santo a los ya bautizados (Hch 8, 14-17). Porque a los presbíteros está permitido, sin obispo o estando presente el obispo, cuando bautizan, ungir con crisma a los bautizados, con tal que haya sido consagrado por el obispo, pero no signar la frente con el mismo óleo, lo cual corresponde sólo a los obispos, cuando confieren el Espíritu Santo”40.
“El obispo, como dice un prudente, es nombre de trabajo, no de honor. Es una palabra griega, como también el vocablo del que se ha deducido, que significa que aquel que es puesto sobre, tiene superintendencia, llevando el cuidado de los súbditos; pues scopus es intención. Por tanto, a los obispos podemos llamarlos en latín superintendentes, para que él comprenda que no es obispo si no le gusta ser útil, sino presidir”41. Esta reflexión induce a considerar las cualidades y virtudes de las que el obispo debe estar adornado.
Como es obvio, todas ellas tienen, como trasfondo, algo mucho más radical y general, porque afecta a todo miembro del clero. “Dicen que se llaman clérigos, porque están dados a la suerte de la heredad del Señor, o porque el mismo Señor es la suerte de ellos, como está escrito de ellos, siendo el Señor el que habla: Yo, la heredad de ellos. Por lo cual conviene que los que tienen a Dios como herencia se preocupen de servir a Dios sin ningún impedimento mundano e intenten ser pobres de espíritu para que puedan decir de modo conveniente aquello del Salmista: El Señor es la parte de mi herencia (Sal 16, 5)”42. A partir de este principio general, San Isidoro hace una detallada descripción de lo que debe ser la vida de los clérigos. Aparte de su insistencia en evitar determinados vicios, cultivar virtudes y llevar un estilo de vida correspondiente al propio estado43, quiero resaltar esta exhortación al estudio sagrado y a la vida interior: “Finalmente, dedíquense a la doctrina, a las lecturas, salmos, himnos, cánticos, con ejercicio continuo”. Ello no se les pide sólo para su enriquecimiento espiritual, sino que “los que se procuran mostrarse al servicio de los divinos cultos, deben ser tales que, mientras se dedican a la ciencia, administren a los pueblos la gracia de la doctrina”44. En otras palabras, de este modo pueden ejercitar un apostolado más eficaz, en cuanto que más denso de doctrina.
En el caso más concreto del obispo, se le pide la ejemplaridad como condición para que su gobierno sea eficaz. “¿Con qué cara podrá argüir a los súbditos cuando el corregido podría enseguida replicarle: Antes, enséñate a ti mismo las cosas que son rectas?”45. El obispo debe presentarse a los otros como “forma de vida”, y tiene que invitar “a todos con la doctrina y con la obra”, es decir, con la palabra y el ejemplo46. Este planteamiento deja también en claro que al obispo no le basta la vida ejemplar: al obispo “es también necesaria la ciencia de las Escrituras, porque si sólo es santa la vida del obispo, viviendo así puede aprovechar sólo a sí mismo. Si, además, fuera erudito por la doctrina y la palabra, puede a cualesquiera otros instruir, y enseñar a los suyos y rechazar a los adversarios, los cuales, si no fueran refutados y convencidos, pueden fácilmente pervertir los corazones de los simples”47. Es bellísimo este párrafo sobre el modo de hablar y de comportarse que ha de tener el obispo: “Su conversación debe ser pura, simple, abierta, llena de gravedad y honestidad, llena de suavidad y gracia, tratando del misterio de la ley, de la doctrina de la fe, de la virtud de la continencia, de la disciplina de la justicia, amonestando a cada uno con una exhortación diversa según la cualidad de la profesión y de las costumbres, a saber, que conozca previamente qué ha de decir, a quién lo ha de decir, cuándo lo ha de decir o cómo lo ha de decir. Su especial oficio, antes de los demás, es leer las Escrituras, repasar los cánones, imitar los ejemplos de los santos, dedicarse a las vigilias, ayunos y oraciones, tener paz con los hermanos, no despreciar a nadie de sus miembros, no condenar a nadie sin comprobación, no excomulgar a nadie sin discusión. El cual así tendrá en grado alto la humildad y la autoridad simultáneamente, para que ni por una humildad excesiva haga fortalecerse los vicios de sus súbditos, ni por una autoridad inmoderada ejercite una potestad de severidad; sino que actúe con tanta mayor cautela con respecto a los que le han sido confiados, cuanto con mayor dureza teme ser juzgado por Cristo”48. San Isidoro recomienda, sobre todo, que el obispo tenga mucha caridad, ya que es superior a todos los demás dones49, y le exhorta a la hospitalidad50. Busque la mayor santidad, ‘‘así al no permitir reinar en él ningún vicio, podrá impetrar de Dios el perdón para los pecados de los súbditos”51. Una vez más, la santidad del obispo se presenta en una perspectiva de consecuencias pastorales, lo cual es subrayar el carácter sacerdotal que ha de tener la santidad del obispo: “El que siguiere estas cosas será un útil ministro de Dios y representará el sacerdocio perfecto”52.
Por lo que respecta a las relaciones entre el obispo y los presbíteros, es sumamente sugestivo, aunque no se trate de un pensamiento original53, que San Isidoro las haya visto a través del esquema de Aarón y sus hijos; en Aarón ve el prototipo del obispo, mientras que sus hijos serían figura de los presbíteros54. Ello implica un planteamiento de relaciones familiares, como las que se dan entre un padre y sus hijos. La dureza con que San Isidoro trata de los clérigos acéfalos, es decir, carentes de cabeza y régimen episcopal55, no se funda, a mi juicio, sólo en la ruptura de relaciones jurídicas, sino en el desgarramiento de este lazo familiar que constituye el más íntimo entramado que une a los presbíteros con su obispo. Al clérigo acéfalo lo llama centauro, que no es ni hombre ni caballo56, porque, en realidad, el clérigo acéfalo tampoco es ni seglar ni clérigo57.
El obispo y sus sacerdotes en el Concilio Vaticano II #
Son muchos los siglos que separan a San Isidoro del Concilio Vaticano II. Por ello, la doctrina de éste es más rica y matizada que la del Santo visigodo. Al fin y al cabo, la Iglesia ha seguido, a imagen de María (Lc 2, 19 y 51), meditando el mensaje revelado58. Pero hay entre ambos una profunda continuidad. Todo progreso dogmático y todo esfuerzo de nueva presentación del mensaje tienen que realizarse –y la asistencia del Espíritu Santo garantiza que así suceda– “en el mismo sentido y en la misma sentencia”59.
La doctrina del Concilio Vaticano II sobre el episcopado quiere deliberadamente ser un complemento de las definiciones del Concilio Vaticano I sobre el Romano Pontífice60, las cuales previamente “propone de nuevo como objeto de fe inconmovible a todos los fieles”61. De hecho, el Concilio Vaticano II, incluso a lo largo de su exposición de la doctrina acerca del episcopado, vuelve a insistir en que “el Romano Pontífice tiene sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente”62, y en que “el Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, goza de esta misma infalibilidad (que tiene la Iglesia) en razón de su oficio, cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), proclama de forma definitiva la doctrina de fe y costumbres”63. Estas verdades fundamentales de fe no quedan, en modo alguno, empañadas por la doctrina sobre la colegialidad del episcopado –no podían sufrir merma alguna en su alcance real, ya que se trata de adquisiciones irreversibles del progreso dogmático–, pues mientras que “el Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio ministerio”, el Colegio Episcopal, por su parte, “actúa con acción estrictamente colegial sólo a intervalos y con el consentimiento de su Cabeza”64.
La sucesión apostólica es el punto de partida de la teología del episcopado en el Concilio Vaticano II, como lo había sido en toda la Tradición: “Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro, príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que el orden sagrado de los obispos debe ejercer de forma permanente. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia”65.
En la eclesiología del Concilio Vaticano II es esencial la afirmación de que la Iglesia y todos sus estamentos tienen una participación en los “tria munera” de Cristo66: Profeta, Sacerdote y Rey67. Por ello, con respecto al obispo, se afirma que “la consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir”68 Como consecuencia, “los obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo”69. Al desarrollo de lo que ha de ser en el obispo el ejercicio de cada una de esas tres tareas dedica el Concilio, respectivamente, un número en la constitución dogmática sobre la Iglesia70, e incluso más de un número a alguna de las misiones en el decreto sobre el oficio pastoral de los obispos71.
El obispo, que ha de orar y trabajar por el pueblo, sólo con su ejemplaridad de vida llegará, con la grey que le ha sido confiada, a la vida eterna72. En su acción caritativa debe ponerse a la cabeza del Pueblo de Dios73. Pero quizá el más bello pasaje del Concilio sobre las virtudes que han de adornar al obispo, sea éste: “El obispo, enviado por el Padre de familia a gobernar su familia, tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45) y a dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). Tomado de entre los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y equivocados (Hb 5, 1s). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que, como a verdaderos hijos suyos, alimenta y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él. Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Hb 13, 17), trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad, tanto por ellos como por los que todavía no son de la única grey, a los cuales tenga como encomendados por el Señor. Él mismo, siendo, como San Pablo, deudor para con todos, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rm 1, 14s) y a exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera”74.
La doctrina del Concilio Vaticano II acerca del presbítero contiene un evidente progreso. Para convencerse de ello, basta compararla con la del Concilio tridentino. Trento, por razones históricas fácilmente inteligibles, sobre todo por la necesidad de subrayar lo que los reformadores protestante negaban, consideró el sacerdocio75 exclusivamente en relación con el munus sanctificandi, es decir, en relación con el sacrificio eucarístico y con la administración del sacramento de la penitencia76. La tarea de predicar la palabra de Dios se dejó del todo en la penumbra; es curioso que de ella se habla sólo para rechazar la importancia excesiva que le atribuían los reformadores77. Hoy, superadas aquellas circunstancias históricas, ha sido posible dar una noción más amplia y rica del presbiterado, y describirlo como participación del triple oficio de Cristo, Profeta, Rey y Sacerdote; en este sentido, los presbíteros “son consagrados para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino”78.
El orden con que se enumeran estas tres tareas, y en el que la predicación del Evangelio tiene siempre el primer lugar79, no implica una gradación de lo más a lo menos importante. La primariedad de la tarea de predicación se pone en conexión con la necesidad de la fe80; es decir, el primer lugar que se concede en la enumeración a la predicación está sugerido por la función inicial que corresponde a la predicación y a la fe en el proceso de la justificación, y consiguientemente en el proceso del trabajo pastoral81. Según el Concilio Vaticano II, el primado de dignidad entre las otras tareas presbiterales lo sigue manteniendo la tarea de santificar82, y, sobre todo, el sacrificio eucarístico al que tiende y en el que se consuma el ministerio de los presbíteros83. Así aquello a lo que se prestaba una atención exclusiva en el Concilio de Trento se considera lo primario en cuanto a dignidad entre las diversas tareas de los presbíteros en el Concilio Vaticano II.
Habiendo explicado el Concilio Vaticano II tanto el episcopado como el presbiterado en el sentido de participación en la triple tarea de Cristo, se plantea, de modo absolutamente obvio, la cuestión de una comparación entre ambos. Para responderla, debe tenerse muy presente la fórmula con que en el Concilio se enseña la sacramentalidad del episcopado: “Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden”84. Supuesta esta fórmula, el presbiterado debe concebirse como una participación objetiva del episcopado85. Sin duda, el concepto de participación objetiva no dice, de suyo, nada sobre el problema del origen del presbiterado como grado distinto del sacramento del orden en relación con el episcopado86. Significa solamente que la realidad del episcopado y la realidad del presbiterado, si se comparan entre sí, tienen la relación de un “todo” y su parte. Esta relación de “todo” y parte se explica por las funciones que son características del obispo y no del presbítero, más allá de las que son comunes a ambos. Los obispos “son los ministros originarios de la confirmación, los dispensadores de las sagradas órdenes y los moderadores de la disciplina penitencial”87. Por lo demás, los presbíteros, incluso en las tareas que son característicamente presbiterales, no deben olvidar que son “próvidos cooperadores del orden episcopal”88.
Naturalmente, esta relación que implica inevitablemente un sentido de subordinación, no, sería viable si no es vivida en un ambiente de auténtica familia. De modo especial, los sacerdotes diocesanos constituyen “un solo presbiterio y una sola familia, cuyo padre es el obispo”89. Consecuentemente, es necesario que “los presbíteros reconozcan verdaderamente al obispo como a padre suyo, y le obedezcan reverentemente. El obispo, por su parte, considere a los sacerdotes, sus cooperadores, como hijos y amigos, a la manera con que Cristo a sus discípulos no los llama ya siervos, sino amigos (cf. Jn 15, 15)”90. Es conveniente que esta unidad se exprese de vez en cuando en la concelebración eucaristía con el propio obispo91. El tema de las relaciones concretas entre obispos y presbíteros reaparece en el decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros. A ellos se les recomienda que “teniendo presente la plenitud del sacramento del orden de que gozan los obispos, reverencien en ellos la autoridad de Cristo, Pastor supremo. Únanse, por tanto, a su obispo con sincera caridad y obediencia. Obediencia sacerdotal, que, penetrada de espíritu de cooperación, se funda en la participación misma del ministerio episcopal que se confiere a los presbíteros por el sacramento del orden y la misión canónica”92. Resulta teológicamente sugestivo que el Concilio considere el presbiterado como una participación objetiva del ministerio episcopal; reaparece, una vez más, la relación entre el “todo” y la “parte”, a la que aludí más arriba. Apelando a la comunión en el mismo sacerdocio y ministerio, el Concilio, en este mismo decreto, pide a los obispos que “tengan a los presbíteros como hermanos y amigos suyos, y lleven, según sus fuerzas, atravesado en su corazón el bien, tanto material como espiritual de los mismos. Porque sobre los obispos de manera principal recae el grave peso de la santidad de sus sacerdotes; tengan, pues, el máximo cuidado de la continua formación de sus sacerdotes. Óiganlos de buena gana, más aún, consúltenlos y dialoguen con ellos sobre las necesidades del trabajo pastoral y el bien de la diócesis. Ahora bien, para que esto se lleve a efecto, constitúyase, de manera acomodada a las circunstancias y necesidades actuales, en la forma y a tenor de las normas que han de ser determinadas por el derecho, una junta o senado de sacerdotes, que representen el presbiterio, y que pueda con sus consejos ayudar eficazmente al obispo en el gobierno de la diócesis”93.
En este amplio párrafo resulta especialmente impresionante para todo corazón de obispo el recuerdo de que sobre el obispo ‘‘de manera principal recae el grave peso de la santidad de sus sacerdotes”, pues ella nos pone ante los ojos una de nuestras más graves responsabilidades ante Dios y ante la Iglesia94. Más arriba he aludido brevemente a las virtudes que, según el Concilio, debe tener el obispo. Sólo ellas le harán posible un trato adecuado con sus sacerdotes que los conduzca suavemente a la santidad. Pero también sólo la santidad sacerdotal permitirá una actitud correspondiente por parte de los presbíteros, la que deben a su obispo. Hay que agradecer a Dios que el Concilio Vaticano II haya expuesto tan insistentemente la necesidad de esa santidad95, que, por cierto, a la vez que se requiere para el recto ejercicio de las tareas sacerdotales, se fomenta con ellas96. El entusiasmo por cumplir la voluntad de Dios es lo único que puede dar unidad a la vida del sacerdote, dispersa, en caso contrario, en la multiplicidad de las ocupaciones97. Virtudes concretas que se requieren en el presbítero, son la humildad y obediencia98; en la Iglesia latina, el celibato, por el que “los presbíteros se consagran de nueva y excelente manera a Cristo, se unen con corazón indiviso más fácilmente a Él, se entregan más libremente, en Él y por Él, al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir más dilatada paternidad en Cristo”99; y el desprendimiento de los bienes de la tierra100.
Esta vida sacerdotalmente santa sólo es posible si el presbítero sabe alimentarse “de la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía”101. La piedad eucarística del sacerdote, aunque tiene su culminación en la celebración y en la comunión que en ella se recibe, no debe reducirse a ellas, sino que ulteriormente el presbítero debe gustar “de corazón, del cotidiano coloquio con Cristo Señor en la visita y culto personal de la santísima Eucaristía”102, es decir, todo sacerdote debe llegar a una profunda intimidad de vida de Sagrario. Especial importancia reviste en la vida sacerdotal “el frecuente acto sacramental de la penitencia, como quiera que, preparado por el diario examen de conciencia, favorece en tanto grado la necesaria conversión al amor del Padre de las misericordias”103. Con respecto a la Santísima Virgen, ‘‘los presbíteros reverenciarán y amarán con filial devoción y culto a esta Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio”104. Finalmente, el estudio de las ciencias sagradas no sólo los enriquecerá interiormente, sino que la doctrina que así adquieran será también ‘‘espiritual medicina para el pueblo de Dios”105.
Conclusión #
Al cumplir diez años como obispo de la Archidiócesis de Toledo, estas líneas no son sino fruto de mi personal meditación en el deseo de acercarme algo más a lo que la tradición eclesiástica de esta Iglesia local y las directrices del Concilio Vaticano II exigen del obispo. Las ofrezco fraternalmente a S.E. Mons. Gijsen en su jubileo, paralelo, de diez años de servicio episcopal al frente de la diócesis de Roermond. La realización del ideal del obispo en cada uno de nosotros será, sin duda, el elemento decisivo para granjearnos el afecto sacerdotal de aquellos hermanos que con nosotros forman nuestro propio presbiterio.
1 La inmensa provincia eclesiástica se extendía entonces hasta el Mediterráneo, incluyendo diócesis como Segorbe, Valencia, Denia, Játiva, Elche, en ese litoral; en el Sur incluía las diócesis de Guadix (Granada) y Baeza (Jaén); hacia el Norte, Segovia, Palencia y Osma. Para más detalles, cf. J. F. Rivera, Toledo, Archidiócesis de: Diccionario de Historia Eclesiástica de España 4, 2564.
2 Cf. J. Vives, Concilios visigóticos e hispano-romanos, Barcelona 1963, pp. 107-145.
3 Capitulum I: Mansi 9, 992.
4 Mansi 9, 1002-1005.
5 Baste remitir a los estudios sobre los dos Credos toledanos más importantes:J. A. de Aldama,El Símbolo Toledano I. Su texto, su origen, su posición en la historia de los Símbolos,Roma 1934;J. Madoz, El Símbolo del Concilio XVI de Toledo, Madrid 1946.
6 Sobre ella, cf. J. M. Pinell, Liturgia hispánica: Diccionario de Historia Eclesiástica de España 3, 1303-1320.
7 Cf. F. X. Simonet,Historia de los mozárabes de España,Madrid 1903.
8 F. Martín Hernández,Escuelas de formación del clero en la España visigoda, enXXVII Semana Española de Teología, La Patrología toledano-visigoda,Madrid 1970, pp. 65-98.
9 Permítaseme señalar, como signo de mis preocupaciones por este tema, mi carta pastoral Un Seminario nuevo y libre: Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, octubre de 1973, pp. 427-480. Véase también Ideario del Seminario Diocesano de Toledo: Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, octubre de 1973, pp. 501-518.
10 Cf. U. Domínguez del Val,Características de la Patrística Hispana en el siglo VII:La Patrología toledano-visigoda, p. 11.
11 Cf. E. Cuevas-U. Domínguez del Val, Patrología española, Madrid 1956, pp. 92-99.
12 San Eugenio lo envió a Sevilla para que se formase bajo la dirección de San Isidoro; cf. Catálogo Toledano 31, 105: España Sagrada 5, 275.
13 Cf.Catálogo de los Obispos de la Santa Iglesia de Zaragoza, San Braulio,6:España Sagrada30, 144.
14 Cf. Cuevas-Domínguez del Val, Patrología española, p. 26. Véase San Isidoro, De viris illustribus 41, 57: PL 83, 1103.
15 Cf. B. Altaner, Patrología, trad. esp., 4ª. ed., Madrid 1956, pp. 413-418.
16 Etymologiarum libri XX: PL 82, 73-728.
17 Sentectiarum libri III: PL83, 537-738.
18 Cf. Cuevas-Domínguez del Val, Patrología española, p. 94.
19 Sententiarum libri V: PL80, 727-999.
20 Sententiarum libri IV: PL192, 521-962.
21 PG 94, 789-1228.
22 Cf. M. Grabmann, Geschichte der scholastischen Methode, t. 1, Friburgo de Brisgovia 1909, p. 192s. a propósito de la obra De natura rerum, y F. Cayré, Précis de Patrologie, t. 1, París-Tournai 1930, p. 269 a propósito del Chronicon sive de sex hujus saeculi aetatibus que cierra la obra De temporum ratione.
23 Cf. Grabmann, Geschichte der scholastischen Methode, t. 1, p. 193. Egeberto fue amigo, entre otros, de San Bonifacio y Alcuino; cf. K. Weinzierl, Egbert von York: Lexikon für Theologie und Kirche 3, 668.
24 Vivió de 675 a 754. Sobre él cf. P. F. Palumbo, Bonifacio: Enciclopedia Cattolica 2, 1858-1963.
25 La frase es de F. P. G. Guizot, Histoire de la civilisation en France, t. 3, Paris 1853, p. 167.
26 Cf. Grabmann, Geschichte der scholastischen Methode, t. 1, p. 193ss, quien, entre otras cosas, señala que la Dialéctica de Alcuino se apoya en San Isidoro de Sevilla.
27 De ecclesiasticis officiis2, 5, 5: PL 83, 781.
28 De ecclesiasticis officiis2, 5, 5: PL 83, 782.
29 Recuérdese que el Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, n. 22: AAS 57 (1965) 25, a otro propósito (para describir el paralelismo entre el Colegio apostólico –Pedro y los Apóstoles– y el Colegio episcopal –el Papa y los obispos–), dijo deliberadamente “pari ratione”, para evitar decir “eadem ratione”, como se afirmaba tanto en el “textus prior” como en el “textus emendatus”; Schema Constitutionis de Ecclesia (1964), p. 63. Para las razones del cambio, cf. Modi III (1964), n. 57, p. 19, y Nota explicativa praevia, 1: AAS 57 (1965) 73.
30 De ortu et obitu Patrum68, 113s.:PL83, 149.
31 Etymologiarum 7, 9, 3: PL 82, 287. El número anterior (Etymologiarum 7, 9, 2: Ibíd.) está simplemente tomado de San Agustín,Tractatus in loannis Evangelium 124, 5: PL 35, 1973.
32 De ecclesiasticis officiis2, 5, 6:PL83, 782.
33 Ibíd.
34 De ecclesiasticis officiis 2, 6, 1: PL 83, 186s. La frase “a ejemplo de los setenta ancianos, como consacerdotes” es alusión a Nm 11, 16s.
35 Epístola 1,9: PL 83, 895. Quizá a alguno, a primera vista, pueda llamar la atención el silencio sobre la función de perdonar los pecados entre las tareas de los presbíteros; pero no se olvide que en toda la antigüedad patrística el sacramento de la penitencia estuvo normalmente reservado al obispo; cf. P. Adnés, La penitencia, Madrid 1981, p. 157ss.
36 Commentarius in Epistolam ad Titum 1, 5: PL 22, 597s.; véanse también del mismo San Jerónimo, Epístola 69, 3: PL 22, 656; Epístola 146, 1: PL 22, 1192ss.
37 De ecclesiasticis officiis2, 7, 1ss.:PL83, 787s.
38 “Ac sola propter auctoritatem summo sacerdoti clericorum ordinatio et consecratio reservata est, ne a multis Ecclesiae disciplina vindicata concordiam solveret, scandala generaret”. De ecclesiasticis officiis 2, 7, 2: PL 83, 787. Compárese ideológicamente con San Jerónimo, Epístola 146, 1: PL 22, 1194.
39 Epístola 1, 10: PL 83, 895s. Nótese que se oponen la reserva de la ordenación (la única que parecería estar reservada según el pasaje citado en la nota anterior) y la facultad de hacer el crisma para la confirmación. Enseguida veremos que, según San Isidoro, la confirmación está reservada al obispo por algo más que por mera costumbre eclesiástica.
40 De ecclesiasticis officiis 2, 27, 4: PL 83, 826.
41 De ecclesiasticis officiis 2, 5, 8: PL 83M 782.
42 De ecclesiasticis officiis 2, 1, 2: PL 83, 777. La frase “Yo, la heredad de ellos” no es una cita bíblica literal, sino una alusión a Nm 18, 20 y, quizá más, a Dt 18, 2.
43 De ecclesiasticis officiis2, 2, 1ss.:PL83, 777ss.
44 De ecclesiasticis officiis2, 2, 3:PL83, 778s.
45 De ecclesiasticis officiis2, 5, 16:PL83, 785.
46 Ibíd.
47 Ibíd.
48 De ecclesiasticis officiis2, 5, 17:PL83, 785s.
49 De ecclesiasticis officiis2, 5, 18:PL83, 786.
50 De ecclesiasticis officiis2, 5, 19:PL83, 786.
51 De ecclesiasticis officiis2, 5, 20:PL83, 786.
52 Ibíd.
53 Cf. San Jerónimo, Epístola 52, 7: PL 22, 534.
54 De ecclesiasticis officiis 2, 5, 3: PL 83, 781. Véase también Ibíd. 2, 7, 1: PL 83, 787.
55 De ecclesiasticis officiis 2, 3, 1s.: PL 83, 779.
56 De ecclesiasticis officiis 2, 3, 2:PL83, 779.
57 De ecclesiasticis officiis2, 3,1:PL83, 779.
58 Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, n. 8: AAS 58 (1966) 821.
59 Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, n. 62: AAS 58 (1966) 1083: en nota se cita a Juan XXIII, Alocución inaugural del Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962) 792. Cf. también Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Filius, c. 4: DS 3020. La fórmula procede de Vicente de Lerins, Commonitorium 23, 3: PL 50, 668, quien escribe: “Crescat igitur oportet et multum vehementerque proficiat tam singulorum quam omnium, tam unius hominis quam totius ecclesiae, aetatum ac saeculorum gradibus, intelligentia, scientia, sapientia, sed in suo dumtaxat genere, in eodem scilicet dogmate, eodem sensu eademque sententia”.
60 Const. dogmática Lumen gentium, n. 18: AAS 57 (1965) 22.
61 Ibíd.
62 Const. dogmática Lumen gentium, n. 22: AAS 57 (1965) 26. Cf. Concilio Vaticano I, Const, dogmática Pastor Aeternus, c. 3, canon: DS 3064.
63 Const. dogmática Lumen gentium, n. 22: AAS 57 (1965) 26. Cf. Concilio Vaticano I, Const. dogmática Pastor aeternus, c. 4: DS 3074. En el Concilio Vaticano II, la alusión a que el Romano Pontífice es “Cabeza del Colegio episcopal”, contenida en el texto al hablar de su infalibilidad, se ha hecho sólo para que aparezca por qué se habla tan ampliamente de la infalibilidad del Papa en un texto que está tratando del oficio de enseñar de los obispos: por eso deliberadamente no se dice “en cuanto Cabeza del Colegio episcopal”, y, por el contrario, se presenta enseguida al Papa “como supremo pastor y doctor de todos los fieles”; cf. Schema Constitutionis de Ecclesia (1964), Relatio de n. 25, antea n. 19, littera M, p. 97, y Modi III, n. 168, p. 44.
64 Nota explicativa praevia, n. 4: AAS 57 (1965) 74.
65 Const. dogmática Lumen gentium, n. 20: AAS 57 (1965) 24.
66 Cf. Const. dogmática Lumen gentium, n. 25ss.: AAS 57 (1965) 29-33 (obispos); n. 28: AAS 57 (1965) 33-36 (presbíteros); n. 31: AAS 57 (1965) 37 (seglares).
67 Para estas tres dimensiones de la figura del Mesías, ya en el Antiguo Testamento, cf. J. Caba, El Jesús de los Evangelios, Madrid 1977, pp. 107-113. Como primeros testimonios patrísticos que reúnen estas tres funciones aplicándolas a Cristo, baste citar a Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica 1, 3, 7-10: PG 20, 72, cuyas formulaciones había preparado, de alguna manera, San Justino, Dialogus cum Tryphone Iudaeo 86, 3: PG 6, 681.
68 Const. dogmática Lumen gentium, n. 21: AAS 57 (1965) 25.
69 Ibíd.
70 Const. dogmática Lumen gentium, n. 25: AAS 57 (1965) 29ss. (oficio de enseflar); n. 26: AAS 57 (1965) 31 s. (oficio de santificar); n. 27: AAS 57 (1965) 32s. (oficio de regir).
71 Decreto Christus Dominus, n. 12ss.: AAS 58 (1966) 678s. (oficio de enseñar); n. 15: AAS 58 (1966) 679s. (oficio de santificar); n. 16: AAS 58 (1966) 680s. (oficio de regir).
72 Const. dogmática Lumen gentium, n. 26: AAS 57 (1965) 32.
73 Const. pastoral Gaudium et spes, n. 88: AAS 58 (1966) 1111.
74 Const. dogmática Lumen gentium, n. 27: AAS 57 ( 1965) 33.
75 Con la palabra “sacerdocio” en el Concilio de Trento se entiende el presbiterado; es muy característico para la terminología del Concilio el voto del Arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero: “Verbum donec in sacerdotio cosummaretur displicet, quia in episcopatu, non in sacerdotio est consummatio, qui videtur excludi” (CTr 9, 48).
76 Cf. Concilio de Trento,Sessio 23, De sacramento ordinis, c. 1: DS 1764: Ibíd., canon 1: DS 1771.
77 Cf. Concilio de Trento,Sessio 23, c. 4: DS 1767; Ibíd., canon 1: DS 1771. Sobre los intentos de atribuir en Trento mayor importancia a la tarea de predicar, cf. A. Duval,L’Ordre au Concile de Trente, en Etudes sur le sacrement de l’Ordre, París 1957, p. 300s. Mayor importancia se concedió a este tema al tratar de los obispos, pero no en documentos doctrinales, sino en los decretos de reforma: Sessio 5, canon 9, y Sessio 24, canon 4: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Friburgi Brisgoviae 1962, pp. 645 y 739.
78 Const. dogmática Lumen gentium, n. 28: AAS 57 (1965) 34. Para el sentido de esta frase, cf. Modi III, n. 203, p. 52, donde aparece que la intención era poner de relieve “triplex munus sacerdotale”.
79 No sólo al tratar de los presbíteros, sino también cuando se habla de los obispos; véanse más arriba las notas 70 y 71.
80 Cf. Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 4: AAS 58 (1966) 995s.
81 Cf. Concilio de Trento,Sessio 8, De iustificatione, c. 8: DS 1532.
82 Cf. Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2: AAS 58 (1966) 992.
83 Ibíd.: AAS58 (1966) 993. Cf.Schema Decreti de presbyterorum ministerio et vita. Textus recognitus et Modi(1965),Ad caput1, n. 13, p. 17.
84 Const. dogmática Lumen gentium, n. 21: AAS 57 (1965) 25.
85 “Potius quam supremus gradus sacramenti Ordinis episcopatus dicendus est eius plenitudo seu totalitas, omnes partes includens: Animadv., p. 87; plenitudo sacramenti Ordinis, vel ipsum sacramentum Ordinis: Animadv., p. 88; E/758 (38 Epp.); E/894; E/630; E/803; E/816; E/629, etc.”. Schema Constitutionis de Ecclesia (1964), Relatio de n. 21, olim n. 14, littera G, p. 85s.
86 Teológicamente se puede defender que Cristo haya instituido separadamente episcopado y presbiterado (institutio in specie) o que haya instituido genéricamente ambos grados en la institución del grado supremo dejando a la Iglesia el poder de separarlos como grados distintos (institutio generica); para esta segunda posición, véase F. Hürth, Commentarius ad Const. Apost. “Sacramentum Ordinis”. Appendix: Periodica de re morali, canonica, liturgica 37 (1948) 50.
87 Const. dogmática Lumen gentium, n. 26: AAS 57 (1965) 32. Mientras que, con respecto a la confirmación, tanto el Concilio de Florencia, Decretum pro Armenis: DS 1318, como el Concilio de Trento, Sessio 7, De sacramento confirmationis, canon 3: DS 1630, utilizaron la expresión “ministro ordinario” para el obispo, en el Concilio Vaticano II se prefirió decir “ministros originarios” para atender mejor a la disciplina oriental; cf. Schema Constitutionis de Ecclesia (1964), Relatio de n. 26, antea n. 20, littera E, p. 99; en efecto, el Oriente la confirmación es conferida normalmente por los presbíteros, lo que hace allí difícil considerarlos como ministros extraordinarios; en todo caso, habría habido allí un proceso de transmisión y delegación a partir de los obispos, de alguna manera autorizado por la autoridad suprema. La fórmula “dispensadores de las sagradas órdenes” se entiende, ya que ellos son ministros ordinarios del sacramento del orden; cf. Concilio de Florencia, Decretum pro Armenis: DS 1326; sobre la cuestión de la posibilidad de que un presbítero con delegación pontificia sea ministro extraordinario del sacramento del orden, cf. Schema Constitutionis de Ecclesia (1964), Relatio de n. 21, olim n. 14, littera M, p. 87. La frase «moderadores de la disciplina penitencial” alude no sólo al hecho de que ese sacramento estuviera reservado en la antigüedad patrística al obispo (véase más arriba la nota 35), sino también a la necesidad que el presbítero tiene de recibir de él jurisdicción ordinaria o delegada para que su absolución sea válida. Cf. Concilio de Trento, Sessio 14, De sacramento paenitentiae, c. 7: DS 1686.
88 Const. dogmática Lumen gentium, n. 28: AAS 57 (1965) 35.
89 Decreto Christus Dominus, n. 28: AAS 58 (1966) 687.
90 Const. dogmática Lumen gentium, n. 28: AAS 57 (1965) 35.
91 Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 7: AAS 58 (1966) 1001.
92 Ibíd.: AAS 58 (1966) 1003.
93 Ibíd.: AAS 58 (1966) 1002s.
94 En la Congregación General 101 del Concilio Vaticano II (14 de octubre de 1964) tuve el honor de poder proponer en el Aula conciliar algunas sugerencias prácticas en orden a favorecer la vida de santidad sacerdotal; cf. Acta Synodalia Sacrosancti Concita Oecumenici Vaticani II, vol. Ill, Periodus tertia. Pars IV, Vaticano 1974, p. 440ss.
95 Cf. Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 12-22: AAS 58 (1966) 1009-1024.
96 Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 13: AAS 58 (1966) 1011ss.
97 Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 14: AAS 58 (1966) 1013s.
98 Decreto Presbyterorum Ordinis n. 15: AAS 58 (1966) 1014s.
99 Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 16: AAS 58 (1966) 1016.
100 Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 17: AAS 58 (1966) 1017s.
101 Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 18: AAS 58 (1966) 1019.
102 Ibíd.
103 Ibíd.
104 Ibíd.
105 Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 19: AAS 58 (1966) 1019s. Las palabras transcritas son una cita del Pontifical Romano en la ordenación de los presbíteros.