Conferencia pronunciada el 22 de marzo de 1968, viernes de la tercera semana de Cuaresma.
Deseo hablaros esta noche sobre el optimismo cristiano, el optimismo en el combate de la fe; es decir, quiero predicaros un mensaje de confianza. Tengo el deber de predicarlo. Me dirijo a todos vosotros, diocesanos míos de Barcelona, y a todos aquellos a quienes puedo llamar con el título de hermanos en la fe, a los que de un modo o de otro puede llegar mi voz. Y predico este mensaje de confianza y de optimismo, consciente de que es mi deber hacerlo así. Demasiados gritos y demasiado destemplados vienen oyendo nuestros oídos en este momento de nuestra vida religiosa católica. Hemos pasado con increíble rapidez de las actitudes mutuamente laudatorias al denuesto; de la complacencia, al improperio y al reproche. Y se lanzan estos gritos en nombre de una sinceridad, así se dice, que estimo incompatible con el verdadero espíritu evangélico.
A veces soplan vientos que podrían parecer precursores de nuevas tempestades. Turbados los espíritus de muchos ante tantas y tan ásperas acusaciones, son cada día más los hombres y mujeres que se sienten amedrentados por la voz de los que se han olvidado de la caridad como virtud cristiana y del respeto como actitud cristiana también, civilizada y humana. Estamos entrando por caminos peligrosos que no pueden conducirnos a buen fin.
Me pregunto si es cristiano tanto revisionismo en cadena, tanta crítica despiadada, tanto afán inmoderado de cambios y reformas en todos los aspectos de la vida religiosa, y la respuesta es negativa. Juan XXIII, varias veces en su corto pontificado preconciliar y durante el tiempo del Concilio, en que pudo vivir; Pablo VI, muchas más veces después, ha hablado insistentemente de que el Concilio no es una revolución, de que no se trata de romper con nada de lo que se contiene en el depósito de la doctrina sagrada de la Iglesia. Pero no se quiere oír esta voz, y lo que resulta es que, cuando cada uno se erige en maestro y director del coro, no hay ni magisterio ni concierto. Si se pierde la confianza en las instituciones y en la doctrina de la Iglesia, la que termina siendo víctima de la desconfianza es la Iglesia misma. Dentro del sistema de vida católico, cuando se pierde la confianza en la Iglesia, por una ley inexorable se acaba perdiendo la fe en Dios, porque Dios va ligado a la Iglesia que Él fundó y tal como Él la fundó. No se puede tocar a la Iglesia en sus instituciones esenciales, sin que a la vez se toque al mismo Dios.
Por eso insistía yo tanto el día último sobre la humildad como actitud cristiana, y por eso, partiendo de esta humildad, quiero hablaros hoy de esa otra actitud espiritual a que podemos llegar si somos humildes, la de la confianza tan necesaria para desarrollar nuestra vida religiosa como hombres en nuestra existencia personal, y como miembros de toda la sociedad religiosa que es la Iglesia, en el país en que vivimos y en el mundo entero.
Confianza en Dios: “Sé de quién me he fiado” (San Pablo) #
Proclamemos en primer lugar nuestra confianza en Dios, en Dios nuestro Padre, y en Cristo nuestro Redentor. Esa humildad, de que yo hablaba el viernes pasado, nos pone en camino de obtener el perdón, logrado el cual participamos de la vida divina.
Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva; Cristo ha venido al mundo para asegurarnos la vida eterna, y dijo: En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste (Jn 17, 3). Ha venido a asegurarnos la vida eterna, que consiste en conocer y vivir el mensaje y la vida de Dios, y de Cristo, el enviado de Dios. A quienes se acercaron a Él, manchados por el pecado, pero con corazón humilde, no les despidió iracundo, antes bien les recibió compasivo y les devolvió la paz.
Un día le presentaron a una pobre mujer adúltera. Los acusadores de la misma querían que Cristo la condenase; pero Jesús después de confundir a aquellos acusadores se dirige a la pobre mujer, y le dice: ¿Nadie te ha condenado? Y ella respondió, con voz apenas audible: Nadie, Señor. Yo tampoco, vete y no peques más (Jn 8, 11). Nada de complacencia con el pecado: No peques más, le dice claramente. Pero se lo dice lleno de misericordia. Nadie te ha condenado; yo tampoco. Vete. Otro día fue Zaqueo, hombre rico, que tenía por ídolo el dinero. Pero se arrepintió, y Jesús entró en su casa, y dijo estas palabras que leemos en el Evangelio de San Lucas: Hoy vino la salud a esta casa, por cuanto también él es hijo de Abraham, porque el Hijo del Hombre ha venido a salvar lo que se había perdido (Lc 19, 9-10).
Jesús perdonaba los pecados y devolvía a los que se acercaban a Él la paz, la paz de la relación pura con Dios, por la cual suspira eternamente el corazón humano; no la paz como la da el mundo, sino la suya que es paz con Dios, con el prójimo, con cada uno de nosotros mismos porque es un don del Espíritu Santo. Él dijo: Tened confianza: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
Después de Pentecostés, los Apóstoles empezaron a predicar este mensaje de confianza, igual que su Maestro. También perdonaban los pecados; afirmaban que la fe es la victoria verdadera; creían en el amor de Dios; lo proclamaban con toda la fuerza de su espíritu. Escuchad, por ejemplo, al apóstol San Juan en su primera carta, capítulo 4.
Escuchad, hermanos míos, este lenguaje. Cuando se lee con unción y respeto religioso parece que estamos oyendo la voz que viene de lo alto. Dice San Juan:Nosotros hemos visto, y testificamos, que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo. Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor, y quien permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios en él. En esto ha llegado a su colmo el amor hacia nosotros, en que tengamos segura confianza en el día del juicio, porque cual es Él tales somos también nosotros en el mundo. Temor no le hay en el amor, antes el perfecto amor lanza hacia fuera el temor, pues el temor mira el castigo, y quien teme no ha alcanzado la perfección en el amor. Amemos nosotros, porque Él nos amó primero(Jn 4, 14-19). Y sigue en el capítulo 5: Todo el que cree que Jesús es el Mesías, de Dios ha nacido; y todo el que ama al que engendró, ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amáremos a Dios y pusiéramos por obra sus mandamientos. Porque éste es el amor de Dios: que guardemos sus mandamientos, y sus mandamientos no son pesados. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo y ésta es la victoria que venció al mundo: nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino quien cree que Jesús es el Hijo de Dios?(1Jn 5, 1-5).
Así se educaban, hermanos, las primeras generaciones cristianas: era la confianza en Cristo que había resucitado de entre los muertos, que había subido a los cielos, en donde nos tiene preparada nuestra futura mansión; y había tocado los corazones con la punta invisible de su gracia redentora. No eran aquellos cristianos unos optimistas ingenuos, evadidos e ilusos. Sabían que había que seguir luchando y sufriendo, que subsistiría la enfermedad, la muerte y la injusticia. Pero ellos permanecían fieles, escuchaban a San Pablo, que decía, por ejemplo, a los efesios: Así, pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y profetas, siendo la piedra angular el mismo Cristo Jesús, en el cual todo el edificio armónicamente trabado se alza hasta ser templo santo en el Señor, en el cual también vosotros sois juntamente edificados para ser morada de Dios en el espíritu(Ef 2, 19-22). Aquí no hay retórica, pero el lenguaje no puede ser más caudaloso y más abundante para expresar lo que significa la incorporación del hombre a la familia de Dios. Seguía diciendo a los mismos efesios:Renovaos en el espíritu de vuestra mente y revestíos del hombre nuevo, creado según el ideal de Dios, en la justicia y santidad de la verdad(Ef 4, 23-24). O bien a los gálatas:Pues cuantos en Cristo fuisteis bautizados, de Cristo fuisteis revestidos. Ya no hay judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús; y si vosotros sois de Cristo, descendencia sois, por tanto, y habrá herederos conforme a la promesa(Gal 3, 27-29).
Era este mensaje el que llenaba el corazón, como lo ha llenado siempre a lo largo de los siglos, porque es de lo que el hombre está más necesitado, de una confianza en Dios que le permita descubrir el sentido íntimo de la existencia humana, las leyes auténticas del amor y del servicio, la fuerza superadora de los egoísmos, la sabiduría para entender cuán falsas son las pobres luces que encendemos los hombres a lo largo del camino para iluminarnos con su parpadeo fugaz y vacilante. Dios, nuestro Dios, el Dios del cristianismo, es nuestro Padre, que nos ama siempre, que se hizo hombre y plantó su tienda entre nosotros, que nos perdona y nos espera, que murió y resucitó para darnos la vida, que nos manda amarnos unos a otros en nuestra relación de amigos, de esposos, de ciudadanos, de constructores del mundo.
Amo a ese Dios que me ha sido revelado por Cristo, su Hijo divino, y tengo confianza en Él. Con San Pablo digo y diré siempre: Sé de quién me he fiado. Scio cui credidi (2Tim 1, 12); y no es obstáculo para amarle y seguir dándole mi confianza de criatura humana, indigente y pobre, pero con aspiraciones que sólo se sacian cuando se toca el infinito, no es obstáculo para ello la existencia del mal, de la enfermedad, de la muerte, del riesgo y la catástrofe. Todo esto forma parte de la trama y me invita a realizarme plenamente luchando contra ello con la humilde siembra de mis esfuerzos de amor y de hermandad. Sé que, si logro que otro hermano mío me ayude a sembrar ese amor y esa justicia, ya no estará solo, y con nosotros dos vendrán otros muchos, y antes que nosotros todos los que nos han precedido y han hecho lo mismo, han fomentado la esperanza y seguiremos haciéndolo, movidos ellos y nosotros por un resorte invisible que no es de este mundo, el auxilio y la gracia de Dios para seguir haciendo el bien a pesar de todo. En esto consiste el optimismo en el combate de la fe.
Confianza en la Iglesia del Concilio #
Segunda reflexión. Hermanos míos: ya no hablo ahora del hombre solo en su existencia personal, aun cuando las consideraciones que acabo de hacer, si bien referidas directamente a él, a cada cristiano, a cada uno de vosotros, por el dinamismo que llevan dentro, forzosamente nos colocan dentro de la dimensión social que nos une a todos los miembros del cuerpo místico. Pero quiero referirme estrictamente ahora a este aspecto, al de nuestra condición de congregados en una sociedad religiosa que se llama Iglesia. Digo: confianza en la Iglesia, y concretamente confianza en la Iglesia del Concilio. No se puede vivir sin esta confianza en Dios, y va inseparablemente unida a mi confianza en la Iglesia, porque, gracias a esa Iglesia, conozco al Dios en quien confío. Lo que yo sé de Dios y de Cristo, su enviado, me lo dicen, sí, las Sagradas Escrituras. Pero sólo gracias a la Iglesia tengo la seguridad de conocer sin error lo que las Escrituras Sagradas me dicen: Id y enseñad a todas las gentes –dijo Jesucristo– enseñadles a practicar todo cuanto yo os he mandado; he aquí que yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos. El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia (Mt 28, 19-20; Lc 10, 16).
Confianza en la Iglesia, sí. Esta Iglesia del Concilio, hermanos míos, que es la misma de siempre, madre y maestra, camino seguro de paz y salvación; abierta en sus fecundas entrañas para recibir siempre la acción del Espíritu Santo, que engendra con nueva fuerza actitudes más acomodadas, conforme lo pidan las cambiantes circunstancias de la historia. Esta Iglesia de hoy es la misma que la del siglo pasado, la misma, a vosotros os digo, hijos de Barcelona, la misma que la de San José Oriol y la de San Raimundo de Peñafort y la de San Pedro Nolasco y la de San Paciano. Es la misma, a todos me dirijo, que la de San Vicente de Paúl, que la del Cura de Ars, la de San Juan Bosco y de la de San José Cottolengo, la del beato Ávila y Santa Teresa de Jesús y San Carlos Bo- rromeo, la de Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Asís, la de San Agustín, San Cipriano y San Ambrosio. Es la misma. El Concilio no ha cambiado, no puede cambiar la fe y la creencia. Adoramos la misma Eucaristía de la que el Concilio ha hablado y a la que después tantas veces se refiere Pablo VI. Veneramos a la misma santísima Virgen María, a la que Pablo VI ha querido llamar Madre de la Iglesia. Seguimos creyendo en Cristo resucitado, a quien volvemos hoy los ojos, como siempre los volvió la Iglesia ayer, para explicarse a sí misma. Afirmamos la verdad, de que ella es depositaría íntegra, sin renunciar a nada de lo que constituye el depósito, como ha recordado tantas veces el Papa actual, precisamente al hablar de las cuestiones ecuménicas y mantenemos la misma doctrina moral que brota de los mandamientos de la ley de Dios. Recibimos y guardamos los mismos sacramentos instituidos por Cristo nuestro Señor para darnos la gracia y las virtudes. Es, en suma, en una palabra, la misma Iglesia, una, santa, católica y apostólica, de la que nos ha hablado el Papa en su documento sobre el Año de la fe.
Entonces, ¿qué ha cambiado? Me esforzaré por decirlo, con la dificultad que entraña responder en pocas palabras a una pregunta tan compleja.
- Primero: ha cambiado un estilo y un modo de actuar. Del aislamiento, que a veces era augusta soledad y a veces silencio cerrado, se pasa a la comunicación y al diálogo y al examen conjunto de situaciones y de problemas.
- Segundo: ha cambiado el cuadro de análisis y de contemplación. De detenerse en el examen de la doctrina poseída, se pasa a un intento que nunca ha dejado de existir, pero que ahora se acentúa, de esclarecer más todo lo que esa verdad posee.
- Tercero: ha cambiado, como consecuencia de lo anterior, el esfuerzo de reflexión y de impulso apostólico que apunta con acentos más fuertes que antes, hacia objetivos nunca extraños a la misión de la Iglesia, pero reconocidos como más urgentes ahora, porque el Espíritu de Dios nos llama a ellos. Juan XXIII en la constitución Humanae salutis con que promulgó el Concilio, lo señalaba así. Objetivos: rejuvenecimiento de la Iglesia, dentro de la fidelidad a sus esencias; nuevo esfuerzo hacia la unidad y ayuda a un mundo que busca la paz. Todos los documentos conciliares, si se examinan bien, obedecen a estos objetivos.
- Cuarto: ha cambiado también el modo con que la Iglesia se contempla a sí misma en su relación con el hombre, con el mundo y con las realidades de la tierra, con las demás confesiones cristianas, con todas las religiones en que los hombres adoran a Dios. Hoy se perfilan, porque el espíritu de Dios nos lleva por ahí, nuevos modos que encontrarían antecedentes, desde luego, en la historia de la Iglesia, pero que en su expresión conjunta más bien pertenecen a este momento histórico, prueba de la fecundidad de las mismas entrañas de la Iglesia.
De una, a veces, excesivamente reiterativa complacencia en las afirmaciones a que la Iglesia se sabe autorizada, por haber sido fundada por Cristo y por ser el camino de la verdad, se pasa a un mayor rigor en el reconocimiento de las faltas de los hombres e instituciones que a ella pertenecen, a una mayor humildad, que siempre es fuente de perfección, a un vivo aprecio de los valores naturales de la creación, a una más fervorosa atención a las exigencias de la dignidad humana, a una llamada más apremiante a la sinceridad y autenticidad religiosa en la vida litúrgica, en las relaciones entre Iglesia y Estado, en el señalamiento de las raíces de la libertad religiosa, en los derechos del hombre como criatura humana, en la defensa de la paz y la justicia en favor de todos y especialmente de los más pobres y necesitados.
Traducir estos cambios queridos por Dios a niveles prácticos de acción es difícil, y da origen a perturbaciones casi inevitables, y éste es el momento que estamos viviendo. Tanto se puede pecar por exceso como por defecto, pero lo que no se puede hacer es dejar de tener confianza en esta Iglesia que se renueva sin renegar de sí misma, que se acerca más al mundo sin perder su unión con Dios. Se hace más misionera precisamente por querer ser más fiel; más dialogante para aproximarse más en el servicio de su autoridad; más humilde para amar mejor; menos ostentosa para facilitar más los encuentros; menos rígida en sus estructuras para que no se ahoguen los dones de Dios entre las mallas superpuestas por nuestras manos. Conseguir esta nueva fisonomía no será posible si no se avanza en profundidad sobre las bases de una más intensa vida de oración, sin la cual la fe se extingue; de una más pura obediencia, sin la cual la unidad desaparece; de un mayor respeto mutuo, sin el cual la caridad es palabra vana. Y en esto viene insistiendo el Papa continuamente para los que tengan oídos y quieran oír y para los que tengan ojos y quieran ver.
Tengo confianza en la Iglesia del Concilio, sencillamente porque tengo confianza en la Iglesia de Dios. Lo que importa es que nosotros, los hijos de la Iglesia, adoptemos las actitudes espirituales profundas que el Concilio nos pide. ¡Ah, si se hiciera un esfuerzo serio en todas las comunidades parroquiales, en todos los niveles, en todas las curias diocesanas, en todas las órdenes y congregaciones religiosas, en todas las asociaciones de apostolado seglar, en todas las familias a quienes ha llegado de algún modo lo que el Concilio pide! ¡Si se hiciera un esfuerzo serio de reflexión, así, dóciles al espíritu de Dios, unidos en común obediencia a nuestros pastores, recibiendo con humildad las luces que por ahí pueden venirnos! ¡Qué maravilla, el espectáculo que podría dar la Iglesia en este mundo de hoy tan dividido y desconcertado!
Por eso es necesario que unos y otros depongamos actitudes recelosas y fomentemos en lo que esté de nuestra parte esa paz del espíritu, indispensable para poder realizar la tarea posconciliar a que estamos llamados. Todos estos días he invocado, además de textos conciliares, párrafos expresos del Papa Pablo VI. Escuchad ahora estas palabras suyas, muy importantes, pronunciadas en marzo de 1965, pocos meses antes de que el Concilio terminase. Ya estaba viendo venir él, ya había empezado a aparecer algo de lo que ahora padecemos. Decía entonces el Papa: “¿Qué habremos de decir de los que parece que no saben aportar a la vida eclesiástica más que la amargura de su crítica deletérea y sistemática? ¿Qué decir de los que niegan o ponen en duda la validez de la enseñanza tradicional de la Iglesia para inventar teorías nuevas e insostenibles?¿Qué decir de los que parece que se gozan en crear corrientes contrarias, en sembrar sospechas, en negar a la autoridad la fidelidad y la docilidad, en reivindicar autonomías carentes de fundamento y de sabiduría? ¿Qué decir de los que, por dárselas de modernos, encuentran hermoso, imitable y sostenible todo lo que ven en campo ajeno, e insoportable, discutible y anticuado todo lo que hay en nuestro campo?”1. Nadie piense que estas palabras van dirigidas a unos sí, y a otros no. Van dirigidas a todos, porque todos tenemos que reflexionar. Todos, absolutamente. Y, sólo cuando se logre esta conciencia colectiva, nos situaremos en camino para conseguir los frutos del Concilio. Continuaba diciendo el Papa: ‘‘No queremos, naturalmente, criticar el proceso de purificación y de renovación –¿lo veis? ‘purificación y renovación’–, que actualmente sacude y regenera a la Iglesia, y que ha sido ella la primera en fomentar y en reclamar. Pero quien interprete el Concilio como una relajación de los compromisos internos de la Iglesia para con su fe, su tradición, su aspecto, su caridad, su espíritu de sacrificio, su adhesión a la palabra y a la cruz de Cristo, o como una indulgencia condescendiente para con la frágil y voluble mentalidad relativista de un mundo sin principios y sin fines trascendentes, como un cristianismo más cómodo o menos exigente, se equivocaría”2. Son palabras del Papa.
Confianza en la sociedad religiosa española #
Una tercera y última reflexión. En este mensaje que yo os predico esta noche, confianza también en la sociedad religiosa española. Libre de toda jactancia, libre de todo alarde inconveniente, lejos también de todo intento de establecer comparaciones con otros países, lo que afirmo es que, en España, en la sociedad religiosa española en su conjunto, podemos abrir con humildad caminos de perfeccionamiento hacia el futuro, que, recogiendo muchas de las cosas buenas que existen, nos permitan establecer lo que falte. Será indispensable también, como lo es en toda la Iglesia, un clima espiritual de concordia y de paz, de tolerancia y respeto de unos para con otros, de búsqueda serena de los mejores procedimientos, para lograr, entre todos, el deseado progreso. Haríamos mal, muy mal, en renegar sistemáticamente de un pasado y de un presente que ofrecen tantos aspectos beneficiosos y positivos.
La unidad católica debe estar acompañada, ciertamente, de un mayor dinamismo, como el Papa recordaba en su mensaje al Congreso Eucarístico de León. Pero la unidad católica es un bien, como el mismo Papa afirmó. Dentro de esta unidad católica hay valores religiosos de primer orden, afirmados como tales por el Concilio; por ejemplo, la vida eucarística, tanto en lo que tiene de participación en el sacrificio de la Misa, como en lo que ofrece de culto y recepción del Sacramento –leed los documentos Lumen Gentium y Sacrosanctum Concilium, este último relativo a la liturgia–. La devoción a la Virgen Santísima jamás olvidada por la Iglesia; la adhesión cordial a la Santa Sede, de la que el Concilio también ha hablado como de un insoslayable deber de todo católico.
Negar que existan estos valores en gran proporción en la sociedad religiosa española, es negar la evidencia. Lo que haya que corregir se corrige, tratando de perfeccionarlo, pero no destruyéndolo. La renovación litúrgica ha encontrado disposiciones muy favorables, y si todavía esta renovación es más bien consistente en actitudes externas, ello se debe a la dificultad intrínseca de lo que es la liturgia en su acepción más profunda. En este sentido, los católicos de todos los países encuentran dificultades para asimilar toda la fuerza de renovación interior que lleva consigo la liturgia en su consideración más trascendente y profunda. Pero disposiciones favorables existen y son bien claras en la sociedad religiosa de España. Los nuevos planteamientos de la libertad religiosa y del ecumenismo, salvo aisladas reacciones, bien explicables, han sido recibidos con un inmenso afán de comprensión. Las enseñanzas y disposiciones sobre el laicado, es cierto, han originado tensiones, no sólo entre nosotros. Es de justicia reconocer que ello se debe a condicionamientos externos cuya complejidad es evidente y a una falta de estudio reposado de los documentos conciliares.
No debemos olvidar que la adaptación de hombres, instituciones y estructuras a la nueva psicología de la Iglesia, de la que ha hablado el Papa, no es cosa de un día, ni aquí en España ni en ninguna parte del mundo. Prueba de ello es que en todos los países van apareciendo documentos de los obispos, referidos a los mismos problemas que aquí estamos padeciendo. Si tenemos otros más particulares y propios, no hemos de rehuirlos. Pero habremos de buscar con paz las soluciones necesarias.
Los postulados del Concilio, no nuevos, directamente, en la doctrina de la Iglesia, porque podríamos invocar como textos paralelos de los que el Concilio ha señalado, casi todos los documentos de Pío XII; los postulados del Concilio, digo, respecto al orden social y político, a la regulación de la libertad, del trabajo, de la vida económica, hemos de trabajar todos para hacerlos realidad, pero procediendo de tal modo que no se nos convierta en un incendio lo que tiene que ser luz y llama purificadora. Yo tengo confianza humilde en la sociedad religiosa española. La tengo en nuestros obispos, a veces tan mal tratados. La tengo en nuestros sacerdotes, jóvenes y mayores, en los más afanosos e inquietos y en los que parece que están más estancados. En unos, encuentro un afán nobilísimo, acaso un poco precipitado, de avanzar en ese diálogo con el mundo para hacerle sentir más la presencia de Cristo; en otros, encuentro, en lugar de estancamiento, una actitud de veneración y de respeto propia del hombre de Dios hacia el misterio de lo sagrado, conforme a lo cual él se educó. No podemos improvisar actitudes nuevas en este orden, como en ningún otro orden de la vida, con un afán de precipitar las cosas, desconociendo las leyes que rigen el proceso del pensamiento y de las actitudes humanas.
Tengo confianza en los sacerdotes que trabajan en ciudades populosas como Barcelona, y en el clero rural de España, tantas veces olvidado y que realiza una espléndida labor de espiritualidad y de cultura junto a las familias, a las cuales trata y cultiva asiduamente en su vida religiosa. Tengo confianza en los laicos, en los hogares católicos, en los movimientos de Acción Católica, en los movimientos generales, parroquiales y especializados, en las demás asociaciones, en las Congregaciones Marianas, en los Cursillos de Cristiandad; en tantos y tantos grupos que, movidos por el espíritu de Dios, tratan de difundir sobre la parcela del mundo aquello que mueven, la luz de sus principios y la fuerza de sus convicciones. Tenemos que defender esos puntos de vista, reconociendo la legitimidad de divergencia en la aplicación de los criterios al orden temporal, pero salvando como cristianos los lazos de amor, para construir entre todos, sin excluir absolutamente a nadie. No vayamos a caer hoy, cuando discutimos de la Inquisición de ayer, en una inquisición nueva. Antaño podría ser la Inquisición que perseguía a los herejes; hoy podríamos caer en la inquisición que desprecia al que no piensa como yo. Y, a veces, hay más crueldad en ese insolente y desdeñoso desprecio con relación a los demás, que en los tormentos de una prisión.
Hace falta iluminar los problemas temporales. Y esto no se hace tampoco en un día. El Concilio nos habla de una doctrina de alcance universal. Los teólogos tienen que esforzarse siguiendo el camino marcado por el Papa y el Magisterio; colaborando con él, tienen que esforzarse por dar luz a estos problemas. Aquí las facultades de teología de Salamanca, de Comillas, de Deusto, de Granada, de Burgos y de Barcelona; que surjan grupos de teólogos que se esfuercen por profundizar con su pensamiento en las realidades de hoy con las luces de siempre. Así es como podemos ir abriendo nuevos caminos. Hace falta más sentido de lo positivo que hay en unos y en otros, porque existen muchas cosas positivas, más que negativas. Lo importante es, vuelvo a decir, una actitud humilde para reconocerlo en unos y en otros. Hace falta más confianza en Dios y menos en nosotros mismos, porque a veces damos la impresión de que todo el esfuerzo de adaptación conciliar depende del artículo que yo voy a escribir en el periódico, de la conferencia que voy a pronunciar en tal centro que me ha invitado, de la relación que tenga con el grupo que simpatiza con mi ideología, como si todo dependiera de eso. ¿Dónde está nuestro recurso a Dios omnipotente, nuestra oración pidiendo los auxilios divinos para que nos ayude a todo, a todos, Él, que buscó personas de condiciones dispares?
Todos cabemos en el reino de Dios, y el Espíritu Santo invita y llama a unos y a otros; no busca nunca una línea de rigidismo inflexible. El Espíritu Santo llama a la dulce y Santa Virgen María para que empiece a colaborar en el reino de Dios. Pero Cristo también llama a Pedro, el hombre rudo, y a Pablo, el hombre vehemente. Son líneas diversas, actitudes muy distintas en unos y otros; y uno predicará la doctrina y el otro fomentará la piedad, y éste cultivará los niños, y aquél a las masas, y ése a un pequeño grupo. Pero todos son dones del Señor que buscan la unión de todas las fuerzas en el servicio a su Iglesia. Por ahí tenemos que ir.
Confianza en el amor que nos une #
Por último, invoco y hago apelación, como motivo de renovada confianza, a otra fuerza que se nos ofrece a quienes humildemente queramos aprovecharla: el amor que nos une. Sí, está ahí, en nuestras almas redimidas por el mismo Cristo: en nuestros afanes apostólicos, coincidentes en el mismo deseo, extender el reino de Dios; en nuestros sufrimientos, producidos por el mismo motivo, la dificultad que encontramos siempre, por causa de nuestra limitación, para vencer los obstáculos que se oponen desde el interior del corazón humano a la acción de la gracia santificadora y elevante.
¿Cómo no hemos de amarnos, si entre todos formamos la misma familia a quien Dios ha encomendado la misma heredad para que la guardemos y la cultivemos con el mayor esmero? En lugar de polémicas inútiles, hagamos esfuerzos para comprendernos mutuamente; en lugar de actitudes cerradas, mano abierta para dárnosla unos a otros y ayudarnos a salvar el oleaje encrespado; en lugar de desprecio de las generaciones, que introduce abismos de separación inútil, coloquio y oración en común, que nos permita descubrir de nuevo los rasgos de familia que todos llevamos en nuestro rostro fatigado.
Sí, se necesita que en España nos decidamos a vivir de este amor que nos une. Con él todo puede ser salvado, y todas las renovaciones son posibles. Sin él, el encono sustituirá al respeto, la pasión al juicio, el ataque al análisis, y la que saldrá perdiendo, por falta de manos amorosas que sepan cultivarla, será la viña del Señor, siempre necesitada de los cuidados de todos.
Eran los días finales del Sínodo, en el mes de octubre pasado. Los cuatro obispos españoles que asistimos, el Cardenal de Santiago de Compostela, el Arzobispo de Madrid, el Obispo Secretario del Episcopado Español y un servidor, fuimos recibidos por el Papa. Faltaban pocos días ya, repito, para la operación que Su Santidad sufrió después. Estaba fatigado. Nos referimos a aquel dolor que él padecía; le compadecíamos nosotros, como hermanos e hijos. Y nos dijo: “Son otros, son otros los sufrimientos que pesan sobre mí. Es la Iglesia, la Iglesia de hoy. Yo creía, esperaba, que pronto, después del Concilio, iba a haber un momento de paz y de esplendor en la Iglesia; pero no ha sido así”. Y recordando el texto evangélico de la parábola de la cizaña (Mt 13, 28), dijo: Inimicus homo hoc fecit: ha sido enemigo, el demonio ha venido a sembrar la cizaña y ha perturbado los espíritus. No hay amor para entender los textos conciliares, y estamos sufriendo”. Y añadió: “Ya sé que ustedes sufren también en España, también están sufriendo, sí. Esto es –añadió– como una granizada que cae en un jardín de flores. Cuantas más flores hay, más daño hace; y en España había muchas flores de piedad y de devoción. Prediquen mucho el amor, insistan, insistan, a sacerdotes, religiosos y laicos, que se unan más en el amor cristiano, que sólo así podrán superarse las dificultades de abrirse caminos para seguir viviendo todos humildemente la doctrina que el Concilio ha querido darnos para el bien de la Iglesia”. Unámonos, pues, en el amor, y para ello unámonos de nuevo en la afirmación de nuestra fe cantando el Credo que nos une, cantándolo vigorosamente, con toda la fuerza de nuestro espíritu y la humildad de nuestro corazón.
1 Pablo VI, Homilía del miércoles 31 de marzo de 1965: IP III, 1965, 894.
2 Ibíd.