El otro carácter

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El otro carácter

Discurso de clausura del VI Simposio Internacional de Teología del Sacerdocio, celebrado en la Facultad de Teología de Burgos el año 1973. Texto publicado en Teología del sacerdocio, vol. VI, Burgos 1974, pp. VII-XVI.

En este curso de reflexión teológica han examinado ustedes lo que es carácter sacerdotal, y otras cuestiones muy importantes sobre teología del sacerdocio. Yo no tengo ninguna pretensión de colocarme en ese nivel de deliberación científica, ni siquiera de desarrollar una exposición de tipo pastoral coherente con las líneas que ustedes han tratado. Vivimos hoy, los obispos, muy ajetreados entre el normal discurrir de tantas cosas anormales –sin norma– y queda poco tiempo para el estudio sereno y sosegado. Pero sí quiero, al menos, felicitar a la Facultad Teológica de Burgos por el acierto indiscutible que supone dedicar, año tras año, estas jornadas al estudio de un tema como éste: el sacerdocio. Algún día vamos a tener que agradeceros públicamente esta labor, y diremos que no fue un instinto de oportunidad lo que os guio, sino una seguridad y una luz que supisteis mantener encendida mientras las sombras invadían otros recintos. Acaso fue también un carácter, un modo de ser, que os tienen inicialmente predispuestos a la seriedad y al sano rigor, valores que, cuando se cultivan asiduamente, liberan a los estudiantes de todo afán de infecundas novedades. Nada hay tan nuevo como lo que se esconde en la permanente verdad de lo que es, tanto en el ámbito de la existencia natural como en el de la fe transmitida por la Iglesia.

Añadiré, pues, también por mi parte, una palabra sobre el sacerdocio, para hablar de otro carácter. ¿Qué entiendo por el otro carácter?

¿Qué entiendo por “el otro carácter”? #

Es algo que ha existido siempre, que existe hoy también y que algunos se empeñan en querer destruir. Contemplo a esos miles y miles de sacerdotes de todos los tiempos que, no obstante sus fallos y limitaciones de todo tipo, perseveraron y perseveran fortes in fide, cumpliendo su misión dignamente. En ellos se ha dado, más que un status clericalis que les protegía, un hábito, una actitud, un modo de ser y de obrar que se traducía en seguridad para sí mismo y para el servicio que hacían a los demás hombres. Era una seguridad que, incluso, se traducía en contento, en alegría. Se daba en ellos lo que, felizmente, se sigue dando en muchos, tal como el cardenal Höffner, arzobispo de Colonia, lo exponía en una conferencia pronunciada en Roma en 1971. Decía así: “El sacerdote es provocado por la sociedad tolerante, se ve sometido a un desafío. O mejor, él mismo constituye un desafío inaudito para la sociedad tolerante. Me atrevería a decir que no sólo son muchos, sino la mayoría de los sacerdotes los que se atribuyen este papel de desafío. De marzo a junio de este año (1971) tuve ocasión de visitar a sacerdotes y comunidades de varias ciudades de mi archidiócesis. Volví de aquellas visitas lleno de nueva esperanza y renovada alegría. Los sacerdotes y núcleos más vitales de las comunidades son completamente lo contrario de lo que afirman ciertos escritores de teología y algunos mass media. Este hecho queda confirmado también por los resultados de la encuesta realizada entre sacerdotes la primavera pasada, por el Instituto Allensbach. A la pregunta: ¿Está usted satisfecho de su actividad actual?, el ochenta y ocho por ciento de los sacerdotes de la diócesis de Colonia contestó de manera decididamente positiva, y sólo el cinco por ciento dio una respuesta negativa. No sé si en otras profesiones –entre profesores o funcionarios administrativos, por ejemplo– se habría obtenido el mismo resultado; y estoy convencido de que los sacerdotes de Colonia, con su plena adhesión a la propia misión vocacional, no constituyen una excepción en la Iglesia”1.

Pues bien, aunque en Colonia responda esta estadística a la realidad, y aunque en muchas de nuestras diócesis podamos encontrar también, no sé en qué proporción, sacerdotes que dirían lo mismo si se les hiciera tal pregunta, lo cierto es que hay también otros muchos cuyo talante vital ante lo que son y lo que poseen sufre las consecuencias de los embates y agresiones que les han dejado desmoronados. Y esto es gravísimo en todos los sentidos. Desde un punto de vista práctico y operativo, me parece que es la cuestión más grave que tiene planteada la Iglesia. Porque mientras no se recobre ese carácter, ese modo de estar y ser en los sacerdotes, la mayor parte de las energías apostólicas que deben circular por el torrente vital de cuerpo de la Iglesia, quedarán semiparalizadas o sueltas anárquicamente, o desorientadas y sin rumbo en cuanto a los objetivos de su acción de reforma o de elevación y ayuda. ¿Qué hacer para que se recobre la indispensable armonía en el interior de tantas vidas sacerdotales que la necesitan?

Algunos puntos de reflexión #

Voy a indicar algunos puntos de reflexión que, con frecuencia, son objeto de mi propia deliberación personal en cuanto sujeto activo –y pasivo, ¿cómo no?– de una responsabilidad ministerial en la Iglesia de hoy.

Huir de la utopía #

Creo que la constitución Gaudium et Spes no ha sido bien entendida. No se ha distinguido suficientemente entre lo que toca hacer a los laicos y lo que corresponde promover u orientar a los sacerdotes. Ha nacido en la mente de muchos una especie de furor de evangelización, hecho de asperezas, irritaciones y prisas alocadas, para cambiar la faz del mundo contemporáneo. ¿Qué tiene que ver eso con la auténtica evangelización? El resultado es la amargura o la sensación de inutilidad.

El cardenal Höffner, en esa conferencia aludida, lo expresa así: “Los creyentes –he tenido ocasión de comprobarlo siempre en mis viajes de confirmación– no desean un sacerdote moderno, que se ocupe de sus intereses y que se inmiscuya continuamente en la conducta y la orientación de su vida, adaptándose incesantemente al mundo, sino un siervo de Cristo testimonio y oferente de una vida distinta de la terrena”.

“El servicio sacerdotal no puede ser considerado como una actividad puramente humanitaria o social, como si la Iglesia fuese una especie de Cruz Roja cristiana. A la misión del sacerdote y del ministerio sacerdotal no le incumbe proceder directamente sobre las estructuras sociales, ni modificar el orden y el equilibrio de este mundo. Aunque se remediase la pobreza en todo el mundo y la humanidad entera tuviese abundancia de riquezas, el mensaje de la cruz, del desprendimiento y de la vida eterna transmitido por Cristo sería tan nuevo, necesario y maravillosamente estimulante para el mundo como lo es hoy. Una alteración del sistema social no tiene, en sí, el poder de unir a los hombres a Cristo ni de hacerles mejores ni más santos. El paraíso terrenal es una utopía. Y el que corre tras una utopía se expone a caer en el abismo.”

Y de los futurólogos #

Víctimas, más que beneficiarios, del influjo de algunas ciencias como la sociología y la psicología moderna, estamos jugando demasiado a la adivinación del futuro. Y si hay alguna ciencia en que esto es peligroso, es la teología, como ciencia de la Revelación. Los pastoralistas dicen que hay que discernir el futuro. Muy bien. Que lo hagan, y lo hagan con mesura. Lo malo es que también los teólogos, abusando de los signos de los tiempos, juegan a ser pastoralistas. Estos sí que tienen necesidad de los teólogos. Pero los teólogos, simplemente por el hecho de serlo, ya están ayudando a los pastoralistas y a los pastores.

La magia de los grandes planes #

Magia la llamo, porque creo que ejerce una influencia mágica sobre muchos sacerdotes de hoy esta continua llamada de planificaciones grandiosas, a la reforma de las grandes estructuras, a los intentos de abarcarlo todo a la vez. Apenas hay sacerdotes que, al trabajar en su campo propio, no hablen y quieran corregir a la vez todo lo que se refiere a los seminarios, a las parroquias, a la Iglesia en general, etcétera.

Esto, llevado a ese extremo, es pernicioso; porque olvida el modo normal de comunicación de la gracia santificante a cada persona, y oscurece, en cuanto al sacerdocio activo, la índole, el honor y la fuerza del ministerio sacerdotal, que tiene un carácter propio, se crea por institución divina (LG 28), está dotado de potestad sagrada (Ibíd. 10) y, por lo mismo, constituye un modo especial de participación en el sacerdocio de Cristo. En una palabra, falla la estimación del trabajo sencillo de cada día, en cada parcela, propio del hombre que tiene fe y que sabe de verdad, más que con palabrería clamorosa, que ahí precisamente es donde tiene que construir la Iglesia.

El complejo de cambio #

Este es otro fenómeno que contribuye poderosamente al debilitamiento del ser sacerdotal. Me refiero al evidente abuso, en que estamos cayendo, de una característica de nuestro tiempo, el del cambio acelerado. Sobre esto hablan mucho los psicólogos y sociólogos. Y se está haciendo creer al sacerdote que, pues todo cambia y tan rápidamente, ya no hay fijeza en nada, ni siquiera en el concepto del hombre y de su naturaleza. Esta persuasión es terriblemente perniciosa para la vida del sacerdote.

En tiempos del nacionalsocialismo, recuerda el cardenal Höffner, hubo profesores de teología protestantes que vieron en la revolución del año 1933 una oportunidad para la revelación divina, y exigieron que el mensaje de Cristo fuese colocado en el mismo centro de la corriente del acontecer social. La teología y la hora actual debían coincidir. Nuestros discípulos, escribía en 1934 un profesor de teología protestante, sustentan con razón la convicción de que sólo el grupo militante al que pertenecen será capaz de traer la salvación. Quien entonces pensaba de modo diferente era tenido, sin remedio, por rancio y conservador.”

“Las verdades de la fe reveladas por Cristo serán siempre las mismas para todas las épocas y para todos los hombres (identidad y continuidad en la fe). No quedan congeladas en fórmulas vacías, sino que son formas llenas de contenido, y como tales, siempre llenas de vida. Pueden ser comprendidas de forma válida. Una verdad revelada, de la que no pudiésemos saber jamás si lo que sobre ella manifestamos es falso o verdadero, dejaría de ser una verdad revelada. Claro que nuestra comprensión jamás encuentra fin. Por eso las decisiones del Magisterio de la Iglesia en artículos de fe no sólo son un cierre de la discusión teológica, sino, al mismo tiempo, un punto de partida para investigaciones teológicas ulteriores.”

La deformación teológica #

Ésta existe. Se da, organizada y masiva, una auténtica deformación, no diré que conscientemente promovida para deformar, sino, más bien, orgullosamente fomentada y divulgada, con una audacia insolente, en nombre de la libertad de investigación y de formulación. Y al menos, la espuma, y muchas veces, el agua de estas audacias, llega a todas partes y moja a todos. Porque hablan los periódicos, las revistas, la radio, todos los medios de comunicación, y nuestros sacerdotes se encuentran indefensos para no zozobrar en ese diluvio.

¿Qué se puede hacer? #

1. Ante todo, tomar conciencia del problema y no engañarnos con vergonzosas repeticiones de que “es que tiene que ser así”, que “es crisis de crecimiento y adaptación”, que “el sacerdote vivía oprimido bajo la coraza de las seguridades artificiales”, etc. No se puede decir esto. Para hacerle recobrar ese carácter de que vengo hablando, es decir, la conciencia de su identidad, es necesario empezar por decir que el mal es muy grave y que está ahí, a las puertas y aún dentro, amenazándonos a todos.

2. Es necesario alimentar esta fe con la única fuerza que tenemos para ello: la oración y una mayor vida interior. El Vicario de Cristo viene diciéndolo insistentemente. Ahora, con la proclamación del Año Santo, mucho me temo que se produzca un intento organizado de desviar sus fines.

3. Tener confianza. Lo cual no quiere decir desconocer el mal que existe. Se da ese mal, pero puede ser vencido. Lo importante es no ofrecer sustitutivos engañosos. La juventud tiene anhelos de Dios.

4. Volver a proclamar las verdades sencillas. Dios nos ha elegido. Tenemos una misión propia e irrenunciable. El mundo nos necesita. La moral que defendemos es también defensa del hombre.

5. Es necesario hacer un esfuerzo por clarificar de una vez todas esas frases que, siendo lícitas en su formulación original, se han convertido en insufribles slogans, capaces de engendrar equívocos permanentes, sobre todo cuando las emplea la jerarquía sin precisar nada; me refiero a los términos “pluralismo”, “corresponsabilidad”, “Iglesia misionera” e “Iglesia de cristiandad”, “Pueblo de Dios”, “profetismo”, “testimonio”, “hermenéutica”, “Iglesia local”, etc. Estas frases, escribe, por ejemplo, monseñor Coppens, citando a Van der Ploeg, tienen el peligro de introducir solapadamente ideas falsas2.

Y, juntamente con esto, la evitación de los eslóganes mecánicamente repetidos, se ve también la necesidad de que los teólogos, y aún más la jerarquía, al dirigirnos a los sacerdotes en cuestiones relativas a la fe y a la educación de la misma, y por consiguiente a la piedad, no nos quedemos en formulaciones abstractas –influidos otra vez por la sociología– tales como que “hay que distinguir lo esencial de lo accidental”, “que lo que pudo ser bueno ayer, quizá no lo es hoy”, “que el hombre moderno tiene sus exigencias”, etc. Cuando todo esto se repite, sin concretar nada, estamos haciendo un daño incalculable al pueblo y al sacerdote en su acción pastoral; porque, llevado por una lógica exigente y normal, se preguntará: y ¿cuál es lo accidental? ¿La devoción a la Virgen María? ¿El Rosario, en concreto? ¿La huida de las ocasiones de pecado? ¿Celebrar la Misa diariamente? ¿Ofrecer sufragios por los difuntos? ¿Obedecer las leyes canónicas en una situación de cambio que, quizá, las hace inoportunas? De este modo no hay quien resista la erosión que constantemente ha de sufrir su espíritu, sometido al tormento de las dudas y las imprecisiones cultivadas día tras día.

6. Por último, señalo también como muy importante para el mantenimiento del otro carácter, o sea de la conciencia sacerdotal, segura y tranquilamente activa, no privar al sacerdote de la presencia circundante del pueblo, de las grandes masas, allí donde todavía es posible mantenerlas, porque aún responden. No me refiero ahora al problema del cristianismo de minorías o de muchedumbres, sino al sacerdote directamente en el ejercicio de su ministerio. Privarle del pueblo es romper un dinamismo normal de su psicología de apóstol, que lógicamente aspira a que haya muchas ovejas en su rebaño. Reducir los despliegues de la gracia, de que es instrumento, a una movilización parcial y “a priori” restringida, impedirle la percepción de innumerables alegrías sacerdotales –que nacen de tantas reacciones cristianas cuando menos lo pensamos–, empobrecerle y recluirle en un horizonte mutilado y con frecuencia excluyente, todo esto va contra la esencia misma de la acción misionera.

* * *

Termino. Y enlazo ahora deliberadamente con lo que ha constituido el tema central de este simposio: el carácter en el sacramento del Orden. En el libro Sacerdocio y celibato, que publicó la Universidad de Lovaina hace dos años y ha traducido la Biblioteca de Autores Cristianos, el profesor Rambaldi, al hablar de “Problemas de teología sacerdotal”, escribe: “Las modernas tentativas de explicación del carácter del sacramento del Orden se mueven en esta línea, considerando, o que es Dios quien consagra al sacerdote para sí, o bien la capacidad que confiere la ordenación en orden a la misión sacerdotal”. Y, más adelante: “Hay que admitir que el sacramento confiere algo interior y permanente”3.

Pues bien, del cuidado amoroso de este carisma y, naturalmente, de la gracia habitual y las gracias particulares, y del conjunto ordenado de las diversas acciones de la Iglesia, repercutiendo sobre el ser del sacerdote, depende el crecimiento fecundo de lo que he llamado el otro carácter. Este se desvanece y se extingue cuando descuidamos aquél y sustituimos el cultivo que reclama por consideraciones periféricas que no tienen consistencia. Entonces no puede haber ni entusiasmo sacerdotal, ni trabajo por las vocaciones, ni conceptos claros sobre la fe y la piedad, ni en el sacerdote ni en el pueblo.

Afortunadamente, creo que hay infinidad de sacerdotes que están reaccionando contra la invasión del confusionismo. No habrá que esperar únicamente a que surjan de entre las tinieblas, movidos por el Espíritu Santo, algunos hombres de Dios que vuelvan a encender la luz. Está encendida, y el Vicario de Cristo en la tierra la hace brillar con vivo fulgor. Es necesario ayudarle con esfuerzos serios, tenaces e inteligentes. Precisamente, lo que venís haciendo vosotros en esta Facultad Teológica de Burgos.

1N. del E. La Conferencia del cardenal Joseph Höffner, que reproduce en parte el autor, fue pronunciada en Roma el 24 de octubre de 1971, en el Centro Romano di lncontri Sacerdotali. Su título es: “El sacerdote en la sociedad permisiva”. Puede leerse el texto original en la obra: J. Höffner,In der Kraft des Glaubens, Freiburg im Breisgau 1986, vol. 1, 198-214.

2 Véase J. Coppens, Sacerdocio y celibato (obra en colaboración), Madrid 1972, BAC 326 2, 40, nota 3.

3 G. Rambaldi,Sacerdocio de Cristo y sacerdocio ministerial en la Iglesia,en la obra citada en la nota anterior, 236-238.