El Papa que no entendería a España

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El Papa que no entendería a España

Artículo publicado en el diario Ya, de Madrid, el 7 de octubre de 1984, con motivo de la visita de Juan Pablo II a Zaragoza, camino de Santo Domingo, para inaugurar la preparación del quinto centenario del descubrimiento y de la evangelización de América.

La próxima visita del Papa a España en Zaragoza es, evidentemente, un reconocimiento y homenaje a la labor evangelizadora de nuestra nación en el continente americano. De España salieron los primeros predicadores del Evangelio en aquellas tierras, y de España han seguido saliendo durante los cinco siglos que han transcurrido hasta ahora, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos en los últimos años, que han ido en gran número y van también hoy a predicar la fe de Jesucristo. Así lo reconoció el Papa en su visita a España en 1982, y así quiere volver a manifestarlo ahora.

En su intención está también el deseo de llamar nuevamente a la conciencia del pueblo católico español para invitarle a que piense en el servicio que prestó al Evangelio, y por consiguiente a la humanidad, al llevar la fe al continente americano, y en la necesidad de seguir prestándolo en el momento actual, como lo está haciendo él mismo.

Este es el Papa de quienes algunos dijeron que, como era polaco, no entendería a los españoles. Ahora resulta que no solamente entiende a España y comprende su historia, sino que la valora en sus justos términos, y proclama con decisión no superada por ningún otro los motivos que tiene para manifestar su estimación y gratitud a la generosa labor de España en la propagación y defensa de la fe.

Por nuestra parte, pienso que deberíamos ver este gesto del Papa, de detenerse en Zaragoza, no aislado en sí mismo, sino en íntima relación con todo lo que el viaje significa. De lo contrario, correríamos el peligro de caer en la vana complacencia de ponderar lo que hemos sido y hecho, olvidándonos de lo que debemos hacer ahora. Y no se trata de repetir alabanzas, sino de seguir asumiendo responsabilidades honrosas.

Por supuesto, está bien que alguien con autoridad nos recuerde lo que en nuestra historia hemos hecho al servicio de la más noble causa que puede darse, pero aún está mejor que nos sintamos movidos a seguir haciéndolo. Lo que importa es ver al Papa en Zaragoza de camino hacia América en esta hora del mundo. Así, todo junto. Y más aún, verlo en conexión con todo el esfuerzo evangelizador que Juan Pablo II está haciendo dondequiera que ha podido hacer llegar su presencia o su voz.

Son ya muchas las naciones que ha visitado. En cada una de ellas enciende una llama, o vivifica la ya encendida hace tiempo. No disimula nada del mensaje de Cristo, ni encubre nada, ni oculta lo que a la mentalidad de los hombres de hoy puede molestar. Luego se comprueba que no era molesto, ni inadecuando lo que él predica. Era sencillamente inusual, poco frecuente, incluso dentro de algunos sectores de la Iglesia llamada a hablar y predicar. Cuando el Papa proclama exigencias, aun levantando la voz, encuentra un eco favorable en la conciencia de muchos que parecía que no querían oír. Quizá lo que sucedía es que necesitaban que alguien se lo dijera en nombre de Cristo, con amor, pero sin cobardía. Hasta empiezan a surgir grupos de jóvenes, como ahora en Canadá, que le dicen que tienen miedo al amor, a la sexualidad, al hombre de hoy, al mundo al que pertenecen y que hay que reformar, y le piden que les enseñe a no tener miedo.

¿Cuándo se ha visto esto que un sector de la juventud, esa preciosa edad en que todo es audacia, confiese que se siente temerosa, y lo confiese ante el Papa, y sea a él a quien piden que les enseñe a ser valientes? ¿Ellos, los jóvenes, a él, que es ya un anciano, según los módulos que algunos usan hoy para clasificar a las personas?

Los obispos americanos están trazando un plan de acción apostólica y pastoral muy serio para disponer a sus pueblos a la celebración del quinto centenario del descubrimiento y del comienzo de la evangelización en América. Dan la impresión de que se ven más libres que nosotros, los europeos, del envejecimiento y pesimismo que nuestra fatigada cultura filtra sin cesar sobre nuestros propósitos. A ellos se les ve animosos y esperanzados. Se proponen un despertar, entre los hombres y mujeres de sus países, el orgullo de la fe que recibieron como un don de Dios, y la alegría de mantenerla para hacerla más viva cada vez. Digo con orgullo porque es el mismo Papa el que les ha dicho que deben sentirlo así. (Discurso inaugural de la XIX Asamblea del CELAM, 9 de noviembre de 1983).

Se refiere él no a una mera exaltación de lo que se tiene, con olvido de lo que falta, sino sencillamente a la ausencia de complejos, a la confianza en que la fe recibida tiene poder de salvación, al convencimiento profundo de que esa fe, lejos de estorbar, ayuda eficazmente al hombre, y ayudará a esos pueblos a alcanzar y disfrutar cada vez con más plenitud y seguridad de la riqueza de una auténtica cultura. Este es el orgullo de la fe, del que también hablaba San Pablo.

El Papa lo tiene y lo vive y lo manifiesta continuamente en sus trabajos de Pastor supremo. Cuando va por el mundo, con esa frecuencia con que lo hace, viajando a todas partes, es porque tiene confianza en la palabra de Dios, que predica sin cesar. Creo que éste es el secreto de su perseverancia, de su resistencia a toda fatiga, de su incansable ir y venir. Lo que hace es predicar incesantemente la palabra de salvación, de la cual siente el orgullo de la confianza.

Y a la vez, ¡con qué humildad y respeto a todos! El es el único hombre de quien se podrá decir que ha ido besando el suelo de todas las naciones que ha pisado, que muy pronto serán todas las del globo terráqueo. ¡Arrodillado y ofreciendo a la tierra entera el beso de la paz y del amor!

Todo se está convirtiendo en preciosa lección para nosotros. El acontecimiento que con anticipación de nueve años nos disponemos a conmemorar. La delicadeza del Papa al querer deliberadamente unir su presencia en España con su visita a América para iniciar la conmemoración. La robustez apostólica y pastoral de quien tan acertadamente sabe integrar en su predicación y su conducta el doble amor de la Iglesia de Cristo Redentor y al hombre de hoy que sufre los problemas de nuestro tiempo. La confianza en que la predicación de la palabra de Dios y el ofrecimiento de los sacramentos de la salvación serán hoy tan fecundos y provechosos como ayer, si salimos de una vez de nuestra atolondrada petulancia y empezamos a confiar más en lo que la Iglesia nos diga que en lo que a nosotros se nos ocurre decir.

Es también lección el recuerdo y el homenaje a la España de ayer, la España que defendió y propagó valerosamente la fe católica, cumpliendo con una misión altísima que el Papa se atreve a proclamar hoy mientras nosotros callamos acobardados y vacilantes.

En el homenaje que acaban de hacer público los obispos que presiden hoy el CELAM se refieren con admiración a los quinientos años que han transcurrido desde que comenzó la evangelización, ponderan los esfuerzos realizados y agradecen lo que pudieron significar “las lecciones de Fray Francisco de Vitoria en su cátedra de Salamanca, o la predicación de Fray Bartolomé de las Casas o de Fray Antonio de Montesinos contra los abusos de los conquistadores, lo mismo que el apostolado humilde del misionero y del cura doctrinero que dio origen en breve tiempo a una cristiandad firmemente establecida, tanto que para la segunda mitad del siglo XVI se encontró ya con capacidad de aplicar a su propia realidad los decretos del Concilio de Trento, incorporándose en esa forma a los tiempos nuevos de la Iglesia”.

España no puede olvidar esto, ni por su propio bien espiritual, ni por su relación con esas veinte naciones que hablan español.

Nos lo va a recordar el Papa en Zaragoza, junto al Pilar, ante la imagen de la Virgen María, la Madre de Dios, la primera evangelizadora de América.