- Horas de crisis y esperanza
- Primera parte: Nuestra Diócesis
- Segunda parte: Hemos sido elegidos
- Tercera parte: Aplicación a nuestra diócesis.Líneas y ordenaciones prácticas
- Saber a dónde vamos
- Vosotros, sacerdotes, los primeros
- Seminarios y colegios de enseñanza media
- Las parroquias
- La juventud
- Ambientes obreros
- Conclusión
Carta Pastoral, dirigida el 23 de mayo de 1963, festividad de la Ascensión, al cabildo catedralicio, al clero secular y regular y a los seminarios diocesanos de Astorga. Texto publicado en el Boletín Oficial del Obispado de Astorga, 1 de julio de 1986, 262-337.
Horas de crisis y esperanza #
La resolución, ya en marcha, del Concurso General a Parroquias celebrado en septiembre del pasado año de 1962, me mueve a escribiros esta Carta Pastoral que desearía fuese atentamente meditada por vosotros, queridos sacerdotes, y utilizada como fuente de criterios ordinarios y norma permanente de actuación pastoral en el trabajo apostólico que juntos hemos de realizar por el bien de las almas que nos están encomendadas.
Llamado por la providencia del Señor a la alta responsabilidad del ministerio episcopal en esta Diócesis gloriosa y venerable, solamente pudo traer tranquilidad a mi espíritu, frente a la absoluta carencia de méritos propios, el testimonio que a mí mismo podía y podré darme siempre, de que siempre hice cuanto pude por evitarlo, consciente como era de mis personales limitaciones. Manifestada mi aceptación, en un acto de obsequio y de obediencia, me dispuse serenamente a seguir la línea que se me había trazado, con humilde confianza en Dios y en la Iglesia.
Han pasado más de dos años desde que, en la festividad del Patriarca San José, hice mi entrada en la Diócesis, y ahora, después de la experiencia que me dan la observación y el trato con vosotros, así como la participación activa en muy diversos trabajos, a punto de producirse los naturales cambios que un Concurso General a Parroquias, por tantos años diferido, lleva consigo, estimo que se nos presenta ocasión propicia para confiaros mi pensamiento y mis deseos en relación con lo que ha de constituir nuestro ideal de apostolado.
Permitidme que invoque, además, otra circunstancia –¿cómo no hacerlo así?– que añade particulares y más urgentes motivos a los que normalmente ya existen para esta comunicación. Estamos viviendo el tiempo del Concilio Vaticano II. La Iglesia universal es hoy, toda ella, reflexión y santos deseos bajo la luz del Espíritu. Se ha detenido en su marcha, sin dejar de andar para los demás, y se enfrenta consigo misma en un intento sublime de renovación y de obediencia al Dios de los grandes silencios, que ahora quiere hablar. ¿Por qué no hacer nosotros lo mismo, si somos también Iglesia?
Primera parte: Nuestra Diócesis #
Por tierras duras y abruptas, bajo un clima inhóspito y mortificante, se extiende una gran parte de nuestra geografía diocesana. Otra hay, más bien escasa, compuesta por valles dulces y risueños, riberas fecundas de ríos de nombres históricos, llanuras cubiertas de ricos pinares. Una larga cadena montañosa, en cuyas entrañas el hierro y el carbón, con otras muchas riquezas minerales, se lamentan de no haber servido todavía, en la caudalosa proporción que fuera deseable, al mundo de la industria y de la técnica, une los paisajes a la vez que separa a los hombres. Son casi 12.000 kilómetros cuadrados, sobre los que brilla el sol y la nieve, con muy desigual distribución de la abundancia y la escasez en cuanto a los recursos económicos.
Campesinos y mineros, artesanos y pequeños comerciantes, mercaderes de costumbres primitivas y pastores, mujeres habituadas a la soledad y hombres emigrantes desde hace siglos, nutren el censo diocesano de casi 400.000 habitantes, localizados en las tres provincias de León, Zamora y Orense. Son gentes honradas, austeras y nobles.
Acá y allá se levanta alguna industria que, si podía parecer nueva en el siglo XIX, ya no lo es en la época en que vivimos.
La tierra es la que manda casi con despotismo. La tierra es la que hace sufrir y la que invita a amar, la que alimenta y consume, la que da fuerzas y las quita a los habitantes de nuestras comarcas, la que ofrece refugio y calor a la familia, y la que dispersa sin misericordia a los miembros de la misma a golpes de desamparo y de pobreza. Sobre ella luchan y se afanan nuestros hombres en los casi innumerables y pequeñísimos núcleos rurales en que se desarrolla la humana convivencia, donde se nace y se muere, se trabaja y se padece, y se sigue adelante con la sublime resignación de quienes, sabiendo que pueden esperar muy poco, jamás incurren, sin embargo, en actitudes de resentimiento y amargura.
Es porque también se reza. Hace mucho tiempo que los hombres de esta tierra rezan y adoran a Nuestro Señor Jesucristo. Antes, mucho antes que la provincia y el ayuntamiento, existieron la diócesis y la parroquia, el monasterio y la ermita. Toda nuestra querida geografía diocesana parece atravesada por una inmensa cruz cuyos leños no solamente están formados por los dolores de los hombres que aquí habitan, sino también por los dones divinos que la Redención de Jesucristo ofrece a los que creen en Él, precisamente para dar un sentido al sufrimiento.
Por eso los habitantes de nuestros pueblos no sólo tienen virtudes naturales, sino hábitos y reacciones penetrados del más auténtico sentido cristiano y sobrenatural. Se engañan quienes piensan que sólo hay en ellos estoicismo y fatalista sumisión a las implacables y hostiles exigencias de un medio ambiente que endurece y esclaviza. Hay algo mucho más hondo y más sublime, que es la fe cristiana, gracias a la cual su vida posee otras riquezas que la simple naturaleza humana desconoce. Ellos hacen de su trabajo, plegaria; de su pobreza, mérito; de su dolor, humilde comunión con Cristo que, para los que eran como ellos, dijo estas palabras: Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, Yo os aliviaré (Mt 11, 28).
Es torpe discutir si esas virtudes colosales de la mayoría de nuestros fieles diocesanos –amor al sacerdocio, estimación de los sacramentos, educación de los hijos en el santo temor de Dios, resignación ante el infortunio, viva esperanza de la vida eterna– resistirían o no la prueba de una apertura de los ambientes en que viven, a los influjos de un mayor bienestar material, tal como lo brinda la civilización del hombre moderno.
Digo que es muy torpe plantear la cuestión en estos términos, porque, aun cuando no la resistieran, lo único que se demostraría es que la tentación del materialismo, tantas veces fomentada por una mal entendida civilización, hace sucumbir con frecuencia, bajo la presión de sus ofrecimientos de carácter inmediato, las almas débiles de los hombres, sean éstos cultos o ignorantes, ricos o pobres, moradores de míseras aldeas o vecinos de ciudades cosmopolitas. Toda tentación ofrece un fruto, aunque, después de saborearlo, sólo queden la desnudez y las lágrimas. Lo malo es cuando, a la hora en que el hombre las vierte, no es capaz de hallar la fuente del consuelo. Y eso es lo que, con frecuencia, produce la civilización apartada de Dios: enjambres de hombres desconsolados. En nuestros pueblos humildes, los viejos cristianos de que hablo lloran también, pero saben por qué se llora y qué sentido tienen las lágrimas. Deberían vivir mejor y gozar de una prosperidad material más alta, pero a lo que no tienen derecho los llamados hombres cultos, es a confundir la civilización auténtica con el materialismo que pulveriza las conciencias. La Iglesia quiere, para estos hombres y mujeres que pueblan nuestros valles y montañas, una vida humana más confortable y grata, pero compatible en todo momento con los grandes principios que orientan una conciencia cristiana y aseguran la práctica de las virtudes.
El hecho –no hablemos más de hipótesis– es que estas virtudes y estos principios se dan todavía en la mayor parte de los habitantes de nuestra Diócesis. No se deben a la pobreza ni al aislamiento, como tampoco, si un día desaparecieran, se debería a que no pueden coexistir con un mejor nivel de vida. Han sido puestos por la mano de la Iglesia, que amorosamente viene cuidando de sus almas desde hace más de quince siglos. Han ido como decantándose en su conciencia a través de muchas generaciones y han fructificado en forma de criterios, costumbres, normas de conducta, actitudes, reacciones y deseos, que nutren lo que se llama un modo cristiano de sentir y de vivir.
La Diócesis de Astorga, porción ilustre de la Iglesia que arraigó en España, es quien lo ha hecho. Con sus obispos y sus sacerdotes, con sus monasterios y abadías, con sus cofradías y asociaciones piadosas, con sus leyes y estatutos, con sus cabildos y corporaciones, incluso con sus privilegios hoy inconcebibles. Todo nació de ahí, no sólo la fe cristiana, sino el arte y la cultura, la organización del trabajo y la familia, la caridad y asistencia social, el concejo y la administración, el cultivo de la tierra y el aprovechamiento de los ríos. Cuando, ya bien entrado el siglo XX, ciudades como Astorga y Ponferrada, por primera vez pueden ufanarse de poseer un Instituto de Enseñanza Media, hacía muchos siglos que en los mismos lugares o muy próximos a ellos se habían levantado los grandes monasterios, la catedral y el seminario, como centros de piedad y de cultura que habían irradiado su influencia bienhechora en todas las direcciones.
Esas ruinas venerables de Carracedo y Vega de Espinareda; esas reliquias de Compludo, San Pedro de Montes y Peñalva; esos recuerdos de los veinticinco hospitales de Astorga en la época de las peregrinaciones; esa cruz de Ferro de Foncebadón; esas iglesias románicas de Santa Marta de Tera, Corullón y Villafranca del Bierzo, y las todavía más antiguas de Santo Tomás de las Ollas y Otero de Ponferrada, nos hablan aún hoy, con elocuencia irresistible, de lo que fue esta Iglesia diocesana, de cuya matriz fecunda brotó la vida del pensamiento y del espíritu en nuestros antepasados.
Incluso en regiones injustamente calificadas de tenebrosas, como la baja Cabrera, a las que ahora empiezan a llegar los organismos del Estado con laudables esfuerzos, la Iglesia volcó su maternal generosidad desde los tiempos más remotos, en una lucha denodada y heroica de sus sacerdotes, únicos soldados durante muchos siglos en la batalla de la virtud y la cultura, frente al mal, la ignorancia y la miseria.
Esta es nuestra diócesis, con sus 39 arciprestazgos de hoy, a los que pertenecen 650 parroquias, 280 coadjutorías, 69 anejos y 181 barrios, es decir, 1.186 feligresías. En la actualidad trabajan en los diversos ministerios 480 sacerdotes; casi un centenar lo desarrollan fuera de la diócesis, en diversas partes del mundo; más de 60 se hallan jubilados o enfermos. Existen, además, 11 colegios dirigidos por diversas congregaciones religiosas y nueve conventos de clausura. Esparcidos por los más apartados lugares de la tierra, pero oriundos de la diócesis asturicense, viven 1.360 religiosos y 2.241 religiosas. Son datos altamente significativos de la vitalidad de la Iglesia diocesana.
Pero la Iglesia no está compuesta únicamente por sacerdotes y religiosos, sino también por todos los bautizados que en ella reciben la vida. Son todas esas familias de nuestras comarcas, de las que vengo hablando. ¿Cómo conservan y propagan su fe cristiana? La respuesta a esta pregunta es uno de los motivos de esta Carta Pastoral. No son suficientes las afirmaciones de carácter general, ni la apelación conmovida a un pasado, sin duda, cubierto de gloria, pero que en gran parte ya no es más que un recuerdo. La vida castiga con dureza a los que no caminan a su ritmo, detenidos con la mirada hacia atrás, sin saber moverse hacia el futuro.
Los habitantes de nuestros pueblos y ciudades nacen y crecen en un ambiente que todavía es cristiano. Poseen –lo repito– virtudes naturales espléndidas, como atributo de su estirpe, y saben estimar los dones sobrenaturales de la Redención. Pero, ¿cuántos son los que viven así? ¿En cuántos otros han hecho presa el naturalismo y la indiferencia religiosa? ¿A qué peligros se halla expuesta su fe? ¿Qué perspectivas nos ofrece el futuro en cuanto a un posible crecimiento o declive de la vida cristiana? He aquí algunas preguntas que exigen respuesta concreta, documentada y seria.
No basta hablar de regiones buenas y de otras que no lo son tanto, de pueblos y comarcas en que cumplen con los preceptos de la Iglesia el 99 por 100, y de otros, también los hay, aunque no sean muchos, en que el porcentaje no llega ya al 20 por 100. Ni vosotros ni yo tenemos hoy un conocimiento pormenorizado y exacto de las ovejas de nuestro rebaño. Hablo de un conocimiento pastoral, es decir, que analiza y pondera, que previene y cura, que ama y corrige, que lucha y defiende. No bastan, no, las apreciaciones generales y confusas. Estoy firmemente persuadido de que la mitad, al menos, de nuestras energías apostólicas se exponen a una frustración lamentable por contentarnos con una pastoral multitudinaria y topicista, de frases hechas y criterios vagos, de juicios superficiales y actitudes rutinarias, de conformismo injustificado o de lamentación inconsistente. El buen pastor –dice Jesucristo– conoce a sus ovejas, y las suyas le conocen a él (Jn 10, 14).
Y he creído que la resolución del Concurso a Parroquias podría ser el comienzo de una nueva etapa en nuestra vida diocesana en que, sin perder de vista las lecciones de santidad y amor a las almas que nos han dado los que nos han precedido, miremos hacia el futuro tratando de situarnos en la línea de acción y apostolado que los tiempos nos piden. Es absolutamente necesario, si queremos prevenir sorpresas dolorosas. En nuestra diócesis también ALGO ESTA CAMBIANDO.
Los próximos lustros permitirán a los que vivan ser testigos de una transformación que nadie podrá contener. Grandes masas del campesinado rural se trasladarán a zonas más productivas de la agricultura o de la industria, dentro de las áreas provinciales, o en dirección a otros lugares de España y de países extranjeros; una mayor facilidad en las comunicaciones romperá el aislamiento en que se encuentran pueblos y familias; se extenderá cada vez más el ansia de cultura y formación profesional especializada; aumentará, en líneas generales, el nivel económico; presionarán fuertemente los hijos sobre los padres para escapar a un ambiente que consideran opresor; y lucharán unos y otros, con el riesgo y la incertidumbre que llevan consigo todas las batallas, por alcanzar objetivos no siempre justificados, pero a cuya fascinación no pueden sustraerse, porque constantemente les serán sugeridos y propuestos por la información, los viajes y la natural comunicación de los hombres, derivada del cruce cada vez más frecuente de las diversas formas de vivir.
Todo lo cual afectará gravemente al orden moral y religioso, como también al social y político, cuyas relaciones con el anterior nadie puede negar.
Se aflojarán cada vez más los lazos familiares tal como venían existiendo; disminuirá la natalidad y aumentará el sentido pagano del placer y las diversiones; se oirá hablar mucho de derechos y menos de obligaciones; compararán estilos de vida y exigirán adecuaciones a determinados tipos y patrones, sin pensar si ello es posible o conveniente; se extenderá un materialismo práctico cada vez mayor, que impedirá la atención a las realidades del espíritu; pedirán explicaciones a la religión y al sacerdote, a la política y al gobernante, al técnico y al economista, empujados por una actitud de crítica y enjuiciamiento que, si es cierto que la naturaleza concede, no lo es menos que muy pocos están capacitados para ejercer; despreciarán el valor de lo antiguo simplemente por serlo, engañados por la seducción de lo moderno; descenderá incluso el número de vocaciones al estado sacerdotal y religioso, que difícilmente nacen en espíritus turbados por el ruido de tantos apetitos; pagarán, en fin, el tributo que todos los débiles rinden al choque brusco y fuerte con las nuevas realidades con que se enfrentan, o porque las buscan, o porque la vida se las impone, incapaces de distinguir lo verdadero de lo falso y la virtud del vicio.
En gran parte, todo esto está sucediendo ya. Pero pensad, queridos sacerdotes, que va a suceder mucho más de ahora en adelante. Se avecinan para nosotros, también en nuestra diócesis, días de grandes combates. Y lo más peligroso es que los ataques que el concepto cristiano de la vida ha de sufrir, son muchas veces silenciosos. Se filtran sutilmente bajo la protección de valores humanos que nosotros no podemos desestimar. El deseo de una vida mejor en el aspecto material está plenamente justificado. La cultura y la libertad, el pensamiento y la crítica, la mayor comunicación de unos con otros y el libre vuelo en diversas direcciones, la exigencia de un proceder honesto frente a los que ejercen autoridad, son derechos humanos que, rectamente practicados, no merecen ser rechazados por nadie, sino, al contrario, estimulados y defendidos por todos.
Lo que no es admisible es que la adquisición de una cultura másamplia pueda equivaler a abandono de las prácticas religiosas; que un mejor nivel de vida económica entronice el materialismo en las costumbres; que una mayor libertad y desarrollo de la facultad de pensar y de juzgar lleven consigo el desprecio de la ley de Dios y la indiferencia u hostilidad a su santa Iglesia. Cuando tales consecuencias se producen en ambientes que venían siendo cristianos, una de dos: o se ha ido másallá del justo límite en que el hombre puede ejercitar sus facultades, o los que tenemos la misión de hacer compatibles los derechos de la vida con los deberes de la fe, no hemos estado a la altura de las circunstancias.
Para poder estarlo, y con el fin de poner de nuestra parte lo que pueda sernos exigido para prevenir tan grave crisis, intento señalar las líneas programáticas de lo que será, a partir de ahora, nuestra acción pastoral en toda la Diócesis. Es al obispo a quien corresponde el derecho, y a la vez la sagrada obligación, de la cual ha de dar a Dios estrecha cuenta, de marcar esas líneas y de esforzarse por hacer que se cumplan del mejor modo posible. Pero antes será necesario tomar el agua en el manantial, recordando una vez más los principios que guían nuestra vida.
Segunda parte: Hemos sido elegidos #
Nuestra vida de sacerdotes y apóstoles descansa sobre un cimiento único: Nuestro Señor Jesucristo. No somos nada por nosotros mismos, absolutamente nada. Querer edificar nosotros nuestro propio sacerdocio, con arreglo a conceptos personales, es algo absurdo e inconcebible. Nuestros recursos de elaboración mental, de análisis y aplicación, de reflexión y descubrimiento, pueden ser ejercidos en todos los campos, casi inagotables, de todo lo que es estrictamente humano. Pero tienen que detenerse con sagrado respeto, so pena de incurrir en una monstruosa invasión de lo divino, en el momento de acercarse a definir qué es y cómo debe ser el sacerdocio. Nada podemos hacer ahí por nuestra propia cuenta. Nos está vedado. El sacerdocio, o se le acepta tal como se nos da, o se le traiciona al recibirlo. Y todas las precisiones que hagamos en torno al mismo, una vez recibido, para aclarar y explicarnos a nosotros mismos y a los fieles su contenido y exigencias, suponen un hecho previo: la realidad sustancial e inmodificable del sacerdocio, tal como Dios lo ha instituido y tal como aparece logrado para siempre en su Divino Hijo, Jesucristo.
Él es el único Sacerdote que se prolonga en la tierra a través de nosotros, los elegidos por Él que quisimos responder a su llamada. Nosotros, en cuanto seres humanos, ofrecemos nuestra libertad y nuestra persona para que, cumplidos también los condicionamientos que exige la fe, pueda ese gran don ser recibido y ejercitado por hombres en favor de los hombres, pero nada más. El don del sacerdocio procede de Dios, no es nuestro. Y lo mismo sus poderes, sus gracias, su honor y su gloria. No hay nada que inventar, ni quitar, ni añadir, ni modificar, en sus líneas esenciales. La Iglesia misma no puede cambiarlo. Podrá protegerlo, velar por su resplandor y su pureza, marcar las condiciones necesarias para recibirlo, manifestar lo que ella espera y pide a los hombres que lo encarnan, pero siempre en atención a lo que el sacerdocio encierra y contiene. Ella misma no es más que depositaria, nunca artífice y creadora, del don sacerdotal.
De aquí brotan, como consecuencias naturales en la vida de todo el que ha recibido el sacerdocio, los grandes principios que iluminan toda nuestra conducta sacerdotal, los cuales no son de hoy ni de ayer, sino de siempre; no de éste o aquel país, sino de todos los lugares de la tierra, de todos los climas y culturas, de todas las razas y ambientes. Jesús nos ha elegido y, una vez que hemos dado el sí de nuestra aceptación, no está a nuestro alcance poseer un sacerdocio distinto del que Él nos entrega, ni adoptar actitudes diversas de las que tan singular don reclama, por imperio de su propia naturaleza, al alma del que lo recibe. Estas actitudes son, principalmente, las siguientes:
- Amor y gratitud
En nuestro sacerdocio vemos el mismo sacerdocio de Jesucristo, el Hijo de María. La infinita belleza del que vino a la tierra para ser el Mediador se refleja en nosotros. Nuestras manos tocan, en el sacerdocio, algo que no es de este mundo, pero que el mundo necesita como la fuerza suprema capaz de redimirle. En el alma del hombre elegido hay un sello único que nadie en la tierra puede poseer más que Él. Es la huella del Dios vivo que nos marca para asimilarnos, en cuanto la naturaleza humana lo permite, a su mismo Hijo. Ante la grandeza y dignidad de las funciones sacerdotales no cabe más que el anonadamiento por nuestra parte. Pero, con ser exacta y lógica esta actitud, no es la primera que debe brotar en nuestro corazón humano frente al sacerdocio recibido.
La primera, la primera de todas, es amor, amor sin límites a Quien nos lo ha dado y a lo que nos ha querido dar. Amor siempre y gratitud conmovida por tan singulares mercedes. Un amor sereno y profundo, libre de sentimentalismos e ilusiones, hecho de meditaciones y entregas incesantes. Es explicable el fuego lírico del sacerdote que, ordenado esta mañana, expresa la emoción de su alma y con palabras nuevas habla del gozo virginal que le inunda y del fuerte amor que siente hacia lo que es ya suyo. Pero hay otro amor al sacerdocio mucho más grave y revelador de las calidades que debe encerrar ese sentimiento: es el del sacerdote anciano que, a punto ya de salir de este mundo, dice sin exaltaciones ni lirismos: ¡si cien veces naciera, cien veces me haría sacerdote!
Ese hombre ha comprendido. Por su vida han pasado las crisis normales a que el ser humano está sujeto; ha temblado y sufrido; ha podido, incluso, dudar y alterarse, al comparar su existencia con la de otros hombres que, a veces, le parecieron haber acertado mejor que él en el camino. Pero, no obstante todas las luchas, en los silencios purificadores de su alma ha llegado a ver, con la meditación y la plegaria, que no hay nada tan hermoso y digno de ser amado como ser sacerdote de Jesucristo en la tierra. Ama y agradece profundamente, limpiamente, noblemente, con conocimiento de las personas y las cosas, de sí mismo, del valor del espíritu. ¿Qué hay, qué puede haber a esas alturas en que un hombre anciano, testigo de tantas miserias como ha contemplado en la vida, es capaz de tan penetrante mirada…, qué puede haber merecedor de la oblación de sus amores como el ministerio sacerdotal?
“Gaudete –os decimos parafraseando un texto bien conocido–: gaudete quod nomina vestra scripta sunt in caelis (Lc 10, 20). Alegraos, sí, alegraos no sólo porque habéis alcanzado vuestro principal deseo, sino principalmente porque sois ministros del Señor: alter Christus, sacerdos in aeternum. Elección divina fue, porque non vos me elegistis; pero fue una elección y una predilección que os arranca de la tierra y os orienta definitivamente hacia Dios, como si cada uno de vosotros fuese un nuevo elegido, un nuevo Aarón (Cfr. Hb 5, 1-4)”1.
‘‘A Él, por consiguiente, toda vuestra gratitud y vuestro amor. ¡A Él vuestra promesa de fidelidad inquebrantable! A Él vuestra oración ferviente de hoy y de todos los días para ser menos indignos de tan alto ministerio, porque, como se expresa el ángel de las escuelas: Sacerdos in quantum est medius inter Deum et populum, angeli nomen habet (Suma de Teología 3 q.22 a.l ad.l)”2.
- Humildad y obediencia
Pero no nos está permitido el orgullo, fuerte tentación a la que está expuesto el hombre de la Iglesia. Precisamente por ser portador de valores tan altos, a los que vive entregado, el mundo puede parecerle despreciable. Nada habría que reprochar a esto desde un punto de vista puramente ascético, sino más bien al contrario; ese desprecio aparece en todos los santos, y en el mismo Jesús que nos ofrece ejemplo en el monte de las tentaciones.
Lo que no es admisible es que ese desprecio tenga su origen en una falsa conciencia de superioridad y equivalga, en la práctica, a exigencia, ansia de dominio, invasión de poderes respecto a los hombres o la sociedad, reclamación de privilegios indebidos en favor de sí mismo, y cosas parecidas. Si socialmente todo esto hace odioso el ministerio eclesiástico, en la psicología personal del sacerdote produce un mal mucho más nocivo. Le expone al riesgo, en que tan frecuentemente se incurre, de trasladar a su persona propia los derechos que quizá pudieran corresponder a la función sacerdotal. Identifica lo que en él hay de ministro de lo sagrado por pura dignación divina, con lo que tiene de hombre por condición de su naturaleza.
A eso se deben esas conductas tan deplorables de ataque al pecado sin amor al pecador, de inflexible rigidez frente a las miserables conductas de los hombres, de creencia y persuasión de que él, por vivir normalmente dentro de unas condiciones externas de vida reguladas por las leyes de Dios y de la Iglesia, es un hombre perfecto comparado con los demás, a los que enseña y guía. ¡Pobre del sacerdote que se acostumbra a pensar así! Su acción se verá condenada a la más lamentable esterilidad apostólica porque le falta la condición fundamental, la humildad interior, que es compatible, eso sí, con el celo por la gloria de Dios y la defensa ardorosa de la virtud.
Esa humildad debería hacerle comprender que nada de cuanto posee como sacerdote es suyo, que él sigue siendo un pobre hombre y nada más. Con más o menos talento y cultura, con más o menos dotes naturales, que en rigor tampoco le pertenecen, se acercó un día al sacerdocio porque Dios le eligió. Le fueron entregados unos dones que le acompañarán siempre, es cierto, pero frente a los cuales su condición humana no era ni será nunca más que eso, humano instrumento que Dios quiere utilizar porque se trata de que un hombre ayude a los hombres. Al reflexionar sobre lo que lleva en las manos, debería sentirse perpetuamente abrumado. ¿Qué lugar puede haber en él para el orgullo y la soberbia? Si examina el fondo de su alma, encontrará los negros abismos de siempre y de todos: el egoísmo, la malquerencia y el rencor, petulancia y ligereza en el juicio sobre los demás, recelo y desconfianza, concupiscencias turbias que le hacen tan miserable como todos los hombres.
El reconocimiento de estos graves defectos es indispensable si se quiere hacer una seria labor de apostolado sacerdotal. Cuando no existe, todo suena a hueco y falso: la palabra que se pronuncia en el púlpito o en el confesonario, la presentación litúrgica de los dogmas, la función pública y social en la comunidad que rige. Al revés, cuando se vive normalmente bajo el peso de esa triste realidad que humildemente se reconoce y se admite, todas las actuaciones sacerdotales aparecen espontáneamente penetradas de un hondo sentimiento de gravedad que los hombres advierten con respeto. Ven en el sacerdote una tremenda sinceridad y que, en cada paso que da, lo hace como quien lleva una carga con la que Dios le está continuamente oprimiendo. Una cosa son los poderes sacerdotales, cuyas nobles exigencias proclama –por eso corrige y amenaza, perdona y reconviene, exhorta y pide– y otra su personal condición, para la cual no busca nunca obsequios ni homenajes. Entonces nace en él eso que se llama unción, que es una mezcla de amor y respeto a los demás, fe en lo que predica, reconocimiento de la propia indignidad y amor incoercible a la gloria de Dios y de su Cristo.
El sacerdote que así obra da la impresión de que, si no fuera porque está cumpliendo un mandato, se retiraría avergonzado de toda pública actuación y exigencia a los demás, porque él es el primero que tiene que corregirse. Los santos han sido siempre los que han tenido más clara conciencia de pecadores: son también los que mayor fecundidad han logrado en su ministerio.
Para vivir plenamente esta humildad, la Iglesia marca a sus sacerdotes un camino, cuyo recorrido exige la práctica constante de otra virtud con la cual aquélla está indisolublemente unida: la obediencia. Hablo de una obediencia interior, rendida y completa, a las disposiciones del Derecho canónico, del propio obispo y de los superiores inmediatos. Sin esta obediencia no hay humildad, por muchos alardes que se hagan.
Y no está de más advertir esto en nuestros días en que, por no se sabe qué aberración, se dan sacerdotes aficionados a cultivar y a vivir las llamadas formas y movimientos de espiritualidad sacerdotal, los cuales, sin embargo, no entienden el lenguaje de la obediencia. Deberían comprender que su actitud es una contradicción permanente, un escarnio de la humildad que proclaman, una injuria manifiesta a lo más vivo y delicado del espíritu sacerdotal, un desprecio de Aquél de quien se nos dice: Factus est oboediens usque ad mortem (Fil 2, 7), un atropello y conculcación de las condiciones que proclamó para el apostolado el Divino Maestro, al decirnos: Nisi granum frumenti cadens in terra mortuum fuerit, ipsum solum manet: Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda él solo (Jn 12, 24).
Obediencia concreta, minuciosa y práctica, a las disposiciones de la Iglesia, con meditación y cultivo de las formas de espiritualidad sacerdotal antiguas o modernas, utilísimo. Pretendida espiritualidad sin obediencia, absurdo.
“Un instrumento indócil, resistente a la mano del artista, es inútil y dañoso y más bien instrumento de perdición. Dios puede hacer todo con un instrumento bien dispuesto, aunque imperfecto; nada, en cambio, con uno rebelde. Docilidad quiere decir obediencia, pero mucho más, disponibilidad en las manos de Dios para cualquier obra, necesidad, cambio. La completa disponibilidad se obtiene con el desasimiento afectivo de las miras personales, de los propios intereses y también de las más santas empresas. El desasimiento, a su vez, se funda sobre la humilde verdad enseñada por Cristo: Cuando hayáis realizado todas las cosas, decíos: Somos siervos inútiles (Lc 17, 10). Esto, por lo demás, no significa ni menoscabo de empeño en los oficios que os estén confiados, ni renuncia de la legítima satisfacción por los buenos resultados obtenidos”3.
“Obedeced todos al obispo como Jesucristo al Padre” (San Ignacio, Ad Smyrneos). “El que honra al obispo es honrado de Dios; el que obra a escondidas del obispo, sirve al demonio” (Ídem). “No hagáis nada sin el obispo, custodiad vuestro cuerpo como templo de Dios, amad la unión, huid de las discordias, sed imitadores de Jesucristo, como Él lo fue de su Padre” (Ídem: Ad Philadelphienses)4.
“Si encontráis algunos compañeros imbuidos de ciertas falsas teorías y pensamientos, dadles a conocer los gravísimos avisos de nuestro antecesor, Benedicto XV, que habló de esta manera: «Hay, sin embargo, una cosa que no se puede pasar en silencio: a todos los que son sacerdotes, como a hijos por Nos amadísimos, queremos advertirles cuán necesario es, tanto para su salvación como para el fruto de su sagrado ministerio, que cada uno esté unidísimo con su obispo y le sea muy respetuoso. En efecto, no todos los ministros sagrados están exentos de aquel engreimiento y obstinación que son propios de estos tiempos; ni sucede raras veces a los pastores de la Iglesia que les venga el dolor y la contradicción de parte de aquellos de los que con motivo debían recibir consuelo y ayuda»”5.
“En la coyuntura presente, la unión de los sacerdotes entre sí, su docilidad a la Jerarquía, su fidelidad a las enseñanzas y directrices de la Santa Sede son factores tan importantes para el progreso de la Iglesia, que nunca se insistirá bastante acerca de las virtudes requeridas para este testimonio de unidad y de caridad. Todos los esfuerzos deben converger hacia el obispo, que es el responsable del apostolado de la diócesis, el responsable de la doctrina que se enseña. Cuando no existe esta profunda compenetración en la obra común de la Iglesia, en determinada región o ambiente, el ministerio particular del sacerdocio corre el riesgo de perder su fecundidad sobrenatural, de la misma manera que un río separado de su manantial no tarda en secarse”6.
- Abnegación y celo
Esta actitud humilde del sacerdote que le hace sentirse confundido por el peso de sus propias miserias y le invita a obedecer de verdad a Dios y a la Iglesia, como práctica demostración de que lo que tiene en sus manos no es suyo, es el único camino para llegar a poseer la característica más viva y ejemplar de todo apóstol de Cristo: la abnegación en el trabajo y el celo por la gloria de Dios. He aquí un lenguaje que el mundo no entenderá jamás. Surgirán, sí, individuos aislados que en los diversos campos de la actividad humana ofrecen, de cuando en cuando, altos y conmovedores ejemplos de desinterés y dedicación a un ideal noble. Gracias a ellos, la belleza moral no se extingue del todo en un mundo tan frecuentemente manchado. Pero la generalidad de los hombres y de sus grupos, clases y profesiones, se mueven únicamente por intereses mediatos.
“Como toda la vida del Salvador fue ordenada al sacrificio de Sí mismo, así también la vida del sacerdote, que debe reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con Él, por Él y en Él un aceptable sacrificio”7.
“No os olvidéis de que el camino de la Iglesia es el camino de la cruz, y que seguir a Jesús en la cruz es el primer deber del sacerdote”8.
“Sin perder, pues, jamás de vista la suprema importancia de su vocación, el sacerdote no se ocupará en cosas inútiles. Modelando su vida sobre la de Aquél a quien representa, tendrá gozo en gastarse en beneficio de las almas. Esto es lo que debe buscar él siempre y en todas partes, y no lo que el mundo puede ofrecerle. «Ser sacerdote y ser hombre dedicado al trabajo es una misma cosa», escribió el bienaventurado Pío X; y le gustaba citar el sínodo presidido por San Carlos Borromeo: «que todo clérigo repita una y otra vez: he sido llamado a una vida, no de facilidades y de placer, sino de trabajo duro en el ejército espiritual de la Iglesia»”9.
Al sacerdote se le pide otra cosa. A cada uno y a toda la clase sacerdotal en su conjunto. Todavía los hombres del siglo, cuando quieren hablar de una profesión dura y abnegada, dicen que es un sacerdocio, trasladando la aplicación de la palabra, con una licencia del lenguaje que nos honra, a conceptos y realidades profanas.
La abnegación sacerdotal es una planta que crece en el rincón más delicado del jardín del Evangelio. Es un perfume que brota de Cristo, el Sacerdote Eterno, crucificado y muerto por amor a los hombres. Es Cristo mismo, cuya vida es oblación para gloria del Padre y redención de la humanidad.
El buen sacerdote es un hombre que se niega a sí mismo constantemente, que no busca nada para sí, que ha tomado con gozo su cruz y sigue adelante constantemente, evangelizando a las almas. Sabe que su vida está en la cruz y, como dice San Bernardo, no pide que le desclaven de ella hasta el término de su carrera. Por muchos fallos y maldades que vea en su alrededor, no se desalienta, ni mucho menos trata de encontrar en ellos disculpa o atenuantes de una pasividad o abandono que su alma rechaza. Piensa siempre y exclusivamente en Cristo y en las almas. Reacciona con humildad, pero con serena fortaleza, contra los fracasos y la aparente inutilidad de sus esfuerzos. No se inmuta, ni siquiera cuando otros compañeros suyos, víctimas de la vulgaridad y del egoísmo torpe, menosprecian su labor o se dedican, manchados por el polvo de sus propias derrotas, a ensombrecer a los demás con sus murmuraciones y torpes comentarios.
El buen sacerdote sabe que todo el mal del mundo se reduce a una cosa, el pecado, y lucha incesantemente contra él, aun a sabiendas de que con frecuencia quedará solo. En las horas tristes del abatimiento y la soledad se refugia en la dulce compañía de Cristo, fatigado e incluso aborrecido tantas veces, y repone sus energías para volver a empezar. Discurre iniciativas y proyectos, modifica planes de trabajo, piensa y medita las palabras que ha de pronunciar, se asesora y pide consejo, lee y observa, ora y se mortifica, se consume, en una palabra, día a día, procurando que niños y mayores, jóvenes y ancianos, padres y madres de familia conozcan más a Dios y le sean fieles.
El sacerdote abnegado no piensa en sus derechos ni en su persona, en su cargo y en sus títulos, en sus intereses o recompensas; sabe que su misión es servir, únicamente servir, servir siempre, a imitación del Divino Maestro que nos dijo: Filius hominis non venit ministran, sed ministrare: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). Esta abnegación y celo por la gloria de Dios y el bien de las almas hacen que el sacerdote bueno busque siempre lo estricta y puramente sacerdotal y huya de las actuaciones y tareas mundanas.
Si alguna vez se encuentra desempeñando cargos y misiones de administración, gobierno o enseñanza, en ambientes no eclesiásticos, lejos de incurrir en el aseglaramiento y mundanidad a que fácilmente pudiera ser arrastrado, se esfuerza porque brille en él el esplendor del sacerdocio, al que considera como su mayor timbre de gloria, sin concesiones ni atenuación de las exigencias que siempre comporta.
Por fin, el sacerdote abnegado y celoso de la gloria del Señor, procura con particular empeño perfeccionar progresivamente sus facultades personales para lograr una capacitación cada vez mejor en su apostolado, convencido de que hasta el final de la vida se necesita oír y aprender, nunca anclado en sus propios criterios, abierto siempre a lo que los demás puedan enseñarle, incapaz de confundir la segura experiencia con el inmovilismo cómodo y la infatuada presunción.
- Caridad fraterna
Hablo de la caridad y amor fraternal de los sacerdotes entre sí. Es tan grave y tan urgente la necesidad de este amor que sin él la mayor parte de los esfuerzos apostólicos se vienen abajo.
Ningún sacerdote trabaja aislado. Forma parte, al menos, de una comunidad diocesana en que las preocupaciones y los gozos, las alegrías y las tristezas, los esfuerzos y la lucha por la extensión del Reino de Dios deben ser compartidos por todos. La diócesis no es una parroquia o una cátedra, un beneficio o una capellanía, sino una gran heredad con muchos y muy diversos campos a cuyo cultivo todos estamos entregados por igual. Nadie que tenga conciencia pastoral rectamente formada puede hablar de lo suyo, como si lo suyo no fuera, a la vez, de todos, puesto que es de Cristo. Y si existiera un campo de trabajo que de manera especial pueda y deba considerar un sacerdote como suyo, no será porque al amarlo más le sea lícito mirar con indiferencia lo que hacen otros, sino porque allí se siente él particularmente responsable.
“Vosotros sabéis, queridos hijos, cuán difícil es que uno solo haga mucho y cómo a menudo es prácticamente imposible que lo haga todo. Estad, pues, prontos a conjuntar vuestras fuerzas respondiendo generosamente a las llamadas de vuestros hermanos, cuando os pidan ayuda para su apostólico ministerio. El recto orden en el apostolado y las mismas prescripciones canónicas (c. 465) requieren, naturalmente, que cada uno de vosotros permanezca habitualmente en su puesto de trabajo; pero cuando la legítima autoridad permita o sugiera que os ayudéis recíprocamente, superad con amor todos los obstáculos. Así se conseguirá no sólo sumar las fuerzas, sino también, por decirlo así, multiplicarlas”10.
Mas todos sabemos que, por desgracia, no sucede así en la práctica. Manifestarlo causa sonrojo y una pena indecible. Con harta y dolorosísima frecuencia falta la caridad sacerdotal entre nosotros, los llamados por Dios a la tarea gloriosa de predicar el amor. Los hombres lo advierten, y es ésta una de las causas más poderosas de la infecundidad de nuestra acción apostólica.
Os escribo esta Carta Pastoral desde el seminario, donde mi residencia se halla. Estamos ya en mayo, el mes de María, la Reina querida de la Capilla en que tantas veces habéis ofrecido a Dios vuestras plegarias. Llegan hasta mí las voces de los seminaristas que cantan a la Virgen en el ejercicio piadoso de las Flores. Están practicando su retiro espiritual los alumnos de cuarto curso de teología, que mañana recibirán el diaconado. De aquí a dos meses serán ya sacerdotes. Ellos viven este último período de su estancia en el seminario con el espíritu tenso y abierto a las luces y gracias del cielo. Se reunirán estas tardes y hablarán del futuro. Ven ya cercano el horizonte por el que han suspirado. Afirman, una y otra vez, que permanecerán unidos, que se amarán y amarán a sus hermanos, los demás sacerdotes. Sus educadores les insisten también con exhortaciones vehementes, porque son las últimas que les hacen encaminadas a lo mismo; amor, amor y caridad sacerdotal.
Al pensar en ello, en sus anhelos puros y nobles, en su alma tan joven, en sus propósitos tan limpios, no puedo reprimir un sentimiento de tristeza que invade mi espíritu. Los veo ya dispersos por todos los confines de la diócesis y empezando a trabajar con generosa decisión. ¿Qué encontrarán después? ¿Quién les ayudará de verdad? ¿Cómo evitar que, al cabo de algún tiempo, se detengan en el camino sorprendidos de no encontrar o de negar ellos mismos la caridad que buscaban o que habían prometido? ¡Pobres de ellos si permiten que se apague su amor a Jesucristo, por el que ahora vibran con emoción temblorosa! Mientras subsista en su alma, se salvarán frente a todos los peligros y frialdades, por fuertes y dolorosas que sean.
Es ahí, a la luz del amor a Jesucristo, donde tenemos que examinarnos todos, queridos sacerdotes, sobre esta gravísima obligación de la caridad fraterna.
Ese vicio terrible de la murmuración, tan extendido en el clero; esa envidia o menosprecio hacia los demás y sus realizaciones; ese tono de engolada superioridad con que se defienden, fríamente una veces, apasionadamente otras, las propias opiniones; esa falta de sencillez cordial y apostólica para comunicarse experiencias y pedir orientaciones; esos juicios ligeros o infundados sobre determinaciones y procedimientos pastorales y aun sobre vidas privadas; ese resentimiento, que perdura meses y años, por algún disgusto recibido, con motivo o sin él; esas frases despectivas o irónicas con que se pretende recortar la apostólica ilusión de los demás en su trabajo, con las consabidas sentencias de que “ya cambiará”, que “la vida le irá enseñando”, que “no hay que tomar las cosas tan en serio”, etcétera, son gravísimos delitos, diametralmente opuestos a lo que el Evangelio nos enseña, e incompatibles con un verdadero amor a Jesucristo y las consignas que Él dio a sus Apóstoles. Toda espiritualidad sacerdotal será un fracaso y un engaño miserable si no empieza por establecerse sobre las bases de una caridad fraterna auténtica y generosa.
“Estos, como hemos recomendado muchas veces, deben poseer todas las dotes de las que depende en gran parte la eficacia de su ministerio; pero si junto a la fe y la esperanza, junto a la humildad y a la pureza, no tenéis, queridos hijos, ardiente y vivo el amor que Jesús prescribe, ¿de qué os servirán las demás virtudes? De nada, ciertamente, pues hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles, profetizar y obrar milagros, sin tener caridad, de nada sirve; más aún, es como no ser nada: Nihil sum, declara el apóstol (1Cor 13, 1-3)”11.
“El carácter sacerdotal del Orden sella por parte de Dios un pacto eterno de su amor de predilección, que exige de la criatura escogida la contraprestación de la santificación. Pero también, como dignidad y misión, el sacerdocio requiere la adecuación personal de la criatura, bajo pena de ser juzgada como el lanzamiento o exclusión de invitados desprovistos del vestido nupcial y de siervos despilfarradores de los divinos talentos. A la dignidad concedida debe, pues, corresponder una dignidad adquirida, para la que no basta un solo acto de voluntad y de deseo, aunque sea intensísimo. En concreto: se es sacerdote si se forma un alma sacerdotal, empeñando incesantemente todas las facultades y energías espirituales en conformar la propia alma con el modelo del eterno y sumo Sacerdote, Cristo”12.
“Al ser tan excelsa la dignidad del sacerdote, que con razón es llamado otro Cristo; al ser tan inefable y misteriosa su potestad sobre el cuerpo verdadero y sobre el místico del divino Redentor, y tan alto y tan grande el oficio que se le ha confiado, esto es, el de procurar la santidad entre los cristianos, es absolutamente necesario que se distinga y sobresalga en virtud y en sabiduría entre los demás hombres, de entre los cuales ha sido escogido para que, como lámpara colocada sobre el candelero, alumbre a todos los que están en la casa (Mt 5, 15)”13.
Caridad no es únicamente compañerismo y amistad, amabilidad obsequiosa para hospedar y recibir, concesión de favores y prestación de servicios. Todo esto es pura cortesía humana, que puede darse, y de hecho se da, incluso entre hombres que no creen en Dios. Caridad sacerdotal es, ante todo y sobre todo, amor mutuo en aquello que nos especifica y distingue, en lo sacerdotal, en nuestra condición de sacerdotes, en los trabajos y preocupaciones que, como sacerdotes, realizamos y sentimos, en el esfuerzo común para evitar faltas y defectos, en la estimación de nuestros afanes pastorales, en el reconocimiento confortador y noble de lo que hacen los demás para ejemplo nuestro, en el cariño al sacerdote joven o anciano –¡qué más da!– para brindarles en todo momento nuestro apoyo o nuestra gratitud, en la oración diaria por los demás sacerdotes de la diócesis, en la disposición para alabar lo bueno que veamos y para trabajar en equipo, sobre todo con los más próximos a nuestro campo de acción, en el deseo creciente de aprender y perfeccionarnos, recibiendo con humildad agradecida las lecciones que otros pueden darnos con su experiencia y su virtud.
Esta es la caridad sacerdotal. Por aquí hay que empezar. Sobre ella, como base, aparecerá también, porque somos hombres y lo necesitamos, la espuma de unas relaciones humanas cordiales y generosas que nos permitan gozar del dulce don de la amistad, tan grato a nuestro corazón, siempre necesitado de compañía y de descanso. Pero no se reducirá nunca a las expresiones de un simple compañerismo profesional que parecería una mutilación inadmisible de lo que más nos honra y nos distingue.
- Pobreza y desprendimiento
También esta virtud debe brillar esplendorosamente en nuestra vida sacerdotal. El ansia de poseer que agita las entrañas de los hombres está reñida con el espíritu evangélico que nosotros representamos y tratamos de difundir. No hay, no puede haber, auténtica y eficaz superación de las torpes concupiscencias de la vida mientras no tengamos el corazón desprendido de los bienes de este mundo.
Ciertamente que las condiciones económicas en que hoy vive el clero no son aptas para fomentar la codicia. Por lo mismo, sería más censurable aquel que, moviéndose en todo entre signos y realidades de pobreza y escasez, operase con criterios y normas de conducta, en esta materia, que le mereciesen fama de avaricia y sordidez. Entonces, sin dejar de ser pobre, habría empezado a ser miserable. Su ministerio se expondría, además, a una triste esterilidad, dado que los hombres ven que existe una contradicción permanente entre el Evangelio de Jesús de Nazaret y el afán de poseer riquezas materiales.
“Al despego de vuestra voluntad y de vosotros mismos, con la generosa obediencia a los superiores, y a la renuncia de los placeres terrenos con la castidad, debéis unir el despego del alma de las riquezas y de las demás cosas terrenas. Os exhortamos ardientemente, hermanos, a no apegaros con el afecto a las cosas transitorias y perecederas de este mundo. Tomad ejemplo de los grandes santos de los tiempos actuales y antiguos, los cuales, uniendo el necesario desprendimiento de los bienes materiales a una grandísima confianza en la Providencia y a un ardentísimo celo sacerdotal, llevaron a cabo obras admirables, confiando únicamente en Dios, que nunca falta en lo necesario”.
“También el sacerdote, que no hace profesión de pobreza con voto particular, debe estar siempre guiado por el espíritu y por el amor de esta virtud; amor que debe demostrar con la ejemplaridad y la modestia del tenor de vida y de la habitación, y con la generosidad hacia los pobres”.
“Aborreced de modo particularísimo el mezclaros en empresas económicas, empresas que os impedirían cumplir con vuestros deberes pastorales y os disminuirían la debida consideración de los fieles”.
“El sacerdote, que tiene que atender con todo empeño a procurar la salvación de las almas, debe poder aplicarse a sí mismo el dicho de San Pablo: No busco vuestras cosas, sino a vosotros (2Cor 12, 14). Vuestro celo no debe tener por objeto las cosas terrenas y caducas, sino las eternas. El propósito de los sacerdotes que aspiran a la santidad debe ser éste: trabajar únicamente por la gloria de Dios y la salvación de las almas”.
“Cuántos sacerdotes, aun en las graves estrecheces de nuestros tiempos, han tenido como norma los ejemplos y avisos del Apóstol de las Gentes, que se consideraba contento con el mínimo indispensable: Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, contentémonos con esto (1Tm 6, 8). Por este desinterés y este despego de las cosas terrenas unidos a la confianza en la divina Providencia, que son dignos de la máxima alabanza, el ministerio sacerdotal ha dado a la Iglesia frutos ubérrimos de bienes espirituales y sociales”14.
En nada se pone a este espíritu de pobreza y desprendimiento el derecho, e incluso la obligación, de procurar que no falten los medios necesarios para un decoroso vivir y que aseguren la tranquilidad para el futuro, cuando, retirados del ministerio activo por la edad o los achaques, quedarían los sacerdotes desprovistos de todo auxilio directo. Cuando la intranquilidad se convierte en congoja, tampoco se puede trabajar. Esa obligación corresponde principalmente al obispo, que ha de velar por la honesta sustentación de sus sacerdotes siempre, tomando para ello las medidas necesarias.
Es el mismo Pío XII quien nos dice: “Alabamos, además, vivamente todas aquellas iniciativas que toméis de común acuerdo, para que no sólo no falte a los sacerdotes lo necesario para hoy, sino que se provea también para el futuro con aquel sistema de previsión que ya rige y que tanto alabamos en otras clases, y que asegura una conveniente asistencia en los casos de enfermedad, invalidez y vejez. De este modo aliviaréis a los sacerdotes de las preocupaciones que se derivan de las incertidumbres del porvenir”15.
Y si pasamos de las personas a las instituciones, valen los mismos principios. La acumulación de propiedades es más bien un perjuicio para la Iglesia, del que debemos huir como de la peste. Es cierto que para la estabilidad de la vida diocesana y parroquial se requiere una base mínima de sustentación que asegure, sin sobresaltos, la perseverancia y continuidad de las instituciones. Así, por ejemplo, el que cada parroquia tenga su casa rectoral y, en los ambientes rurales, una pequeña porción de tierra que pueda servir tanto a la expansión humana como de ayuda modestísima a la pobre economía del sacerdote, no sólo no se opone a la pobreza, sino que la rodea de dignidad y la ennoblece, acostumbrados como están los feligreses a ver en la tierra un elemento de protectora y humilde seguridad, no un instrumento de riqueza como pueden serlo las grandes explotaciones agrícolas. Por eso, nos agradaría mucho que en todas las parroquias existiera su pequeño huerto rectoral junto a la casa en que vive el señor cura, pero no otra cosa. No os preocupéis jamás, ni hagáis gestión alguna para que lleguen a manos de la diócesis o la parroquia herencias, donaciones o legados, como no sea que tengan una finalidad benéfica, social o apostólica, de carácter directo, inmediato y visible. Los bienes que pongan en nuestras manos han de servir para curar o aliviar las desgracias temporales y espirituales de nuestros prójimos.
También para dar culto a Dios y fomentar la piedad y devoción. Pero no estará de más advertir que también en esto puede haber excesos. Y hemos de ser nosotros quienes orientemos la conciencia de los fieles para que, a la hora de decidir de sus bienes, piensen más en la Iglesia de los pobres y los desheredados de cuerpo y alma, que en la innecesaria riqueza de los templos.
- Lo sobrenatural, ante todo
Por último, en esta breve síntesis de las actitudes que debemos observar respecto al don sacerdotal que hemos recibido, no puedo menos de referirme a otra que, aunque implícitamente contenida en las anteriores, requiere una formulación expresa y propia para que sea objeto de nuestra meditación con todo el interés que merece. Hablo de lo que podíamos llamar polarización de nuestra vida en torno y hacia el mundo de lo sobrenatural.
Hemos sido ordenados para predicar a Jesucristo y perpetuar la celebración de su Sacrificio Redentor. Eso es lo nuestro, no otra cosa. No somos políticos, ni sociólogos, catedráticos o periodistas, poetas o investigadores…, somos ministri Christi et dispensatores mysteriorum Dei (1Cor 4, 1). Lo sagrado es nuestro campo; la oración, nuestro lenguaje; los sacramentos, nuestra fuerza; la palabra de Dios y su gracia, nuestro tesoro; las virtudes sobrenaturales, nuestro objetivo inmediato; la Iglesia santa, nuestro amor. Todo lo demás en tanto merece nuestra atención, en cuanto se relacione con esto, o como medio para hacerlo vivir, o como instrumento para darlo a conocer, o como aplicación en que se desarrolla y prospera.
Una vida sacerdotal que no ponga en primer término de sus anhelos y preocupaciones la gloria de Dios y la exaltación del misterio de Cristo, es una vida fracasada. Al sacerdote se le reconoce precisa y únicamente en su puesto de mediador entre Dios y los hombres. Desplazado de ese lugar es un ciudadano cualquiera, con la particularidad de que aparecerá siempre como un ser frustrado e imperfecto, porque nadie se acostumbrará a ver en él con naturalidad la imagen de lo que tiene de hombre si encuentra oscurecido o subestimado lo que tiene de sacerdote.
“El sagrado ministerio deberá condicionar todos sus actos y obras. Será el hombre de las rectas y santas intenciones, semejantes a aquellas que mueven a Dios a obrar. Toda mezcolanza de intenciones personales sugeridas por la sola naturaleza, habrán de considerarse no dignas del carácter sacro y evasiones de la propia órbita. Si determinadas actividades le proporcionan humanas satisfacciones, de ellas dará gracias a Dios, aceptándolas como subsidio, no sustitución, de las santas intenciones. Pero su principal acción será estrictamente sacerdotal, o sea, ser el mediador de los hombres, al ofrecer a Dios el sacrificio del Nuevo Testamento, dispensando los sacramentos y la divina palabra, recitando el oficio divino en provecho y en representación del género humano”.
“Prescindiendo de los casos raros, de evidente inspiración divina, el sacerdote que no subiese al altar devota y frecuentemente, como prescriben los sagrados cánones, y no administrase cuando fuera necesario los sacramentos, sería semejante a un árbol plantado por el Señor en su viña, quizá admirable por su aspecto exterior, pero tristemente estéril e inútil. Mucho más negativo habrá de ser el juicio sobre el sacerdote que antepusiese en su estima al ejercicio de la potestad sacramental, actividades exteriores, incluso nobilísimas, como la ciencia, y utilísimas, como las obras sociales y de beneficencia, ya que él, si ha sido destinado por su obispo a los estudios científicos o a las actividades caritativas, puede muy bien, en ambos casos, realizar un precioso y hoy necesario apostolado. No sólo Dios y la Iglesia, sino también los fieles laicos, a veces los más tibios, quieren ver en el sacerdote al ministro de Dios antes que nada, rodeado en todo momento del mismo brillo que irradia de la sagrada custodia. Sagrada, en efecto, no sólo su obra, sino también su persona”16.
Nada serio y eficaz puede esperarse de un sacerdote que deja de estimar las realidades del mundo sobrenatural como el anhelo supremo de su vida. Será, a lo sumo, un factor de elevación cultural y social, en nombre de los principios de la ética, como podría serlo un maestro pagano, pero nunca llegará a ser bonus odor Christi (2Cor 2, 15), que es a lo que había sido llamado. Mantendrá, también, la llama encendida de lo religioso, mientras tenga unos cultos rituales que practica, un templo en que convoca a los fieles y unos símbolos esotéricos que trascienden de algún modo la realidad ordinaria de la vida y, por lo mismo, encuentran siempre eco en la naturaleza humana, pero lo hará como podría hacerlo cualquier ministro de las diversas religiones existentes en la tierra. No será el sacerdote de la Iglesia Católica, prolongación de Jesucristo. Es necesario meditar mucho en esta idea para no dejarnos arrastrar por la corriente del naturalismo.
Los seglares opinan y hablan cada vez más del sacerdote y de la Iglesia, y esto no es malo; pero no siempre opinan y hablan con exactitud, y esto no es bueno. La prensa, las revistas gráficas, el cine, la radio y la televisión cada vez fomentan más el espíritu de crítica, la libertad y la exteriorización del intimismo, lo cual en sí no es malo; pero al extenderlo sin freno ni control, cada vez hacen creer más a los incapaces que tienen capacidad, a los débiles que son fuertes, a los malvados que son virtuosos, a los ignorantes que son sabios, y esto no es bueno. Los programas políticos de los partidos y los pueblos, en escala nacional y mundial, cada vez más accesibles a todos, hablan sin cesar de elevación material, de mejores niveles, de progreso económico, de bienestar sin límites, y esto no debería ser malo; pero cuando a ello se presta una atención desmedida y los valores del espíritu se conculcan o se ignoran, esto no es bueno. La capacitación profesional y técnica, la cultura y la enseñanza, la comunicación y los viajes son, cada vez más, deseo apremiante y necesidad indiscutible y, por lo mismo, esto no es malo; pero también da origen con frecuencia al afán de inmediatismo y de éxito sea como sea, al enjuiciamiento unilateral y torpe de la vida por falta de reflexión, a la engañosa creencia de que con ello está logrado todo, y esto no es bueno.
Estas actitudes e influencias convergentes, típicamente representativas de nuestra sociedad de masas, invaden también el silencio del seminario y de la casa rectoral, y están dando lugar a una mentalidad equivocada que hace, o ha hecho, creer a seminaristas y sacerdotes que podrían realizar mejor su misión futura o actual asimilando las exigencias, ofrecimientos y valores de ese mundo, que así se los presenta.
La equivocación no reside precisamente en este juicio, antes al contrario, es evidente que para trabajar apostólicamente en una época determinada hay que conocerla e incluso amarla, en lo que es digna de ser amada. La equivocación, tristísima y lamentable, consiste en quedarse exclusivamente con esos valores que el mundo ofrece y aplicarlos como fuerza única o principal al campo de la acción sacerdotal y apostólica.
Entonces nos encontramos con el sacerdote que concede más atención a la lectura de un periódico que a la oración bien hecha; a la tertulia, más que al silencio; a un viaje, más que al sacrificio; a una película, más que a una hora de estudio; a las noticias políticas, más que a la disminución del pecado; al deporte, más que a los sacramentos; a la ciencia, más que a la teología; al templo material, más que a la enseñanza profunda del catecismo; al bullicio exterior, más que a la meditación; a la asamblea y a la discusión de problemas ajenos o colectivos, más que al examen de sí mismo; a la crítica de lo que dicen otros, más que a la maduración rigurosa de lo que tiene que decir él; a lo nuevo, más que a lo antiguo, por serlo; a lo mundano, más que a lo eclesiástico; a lo fugaz y cambiante, más que a lo permanente y eterno; a lo confortable y grato, más que a lo difícil y abnegado; a la cultura, más que a la gracia; a lo profano, más que a lo sagrado; al hombre, más que a Dios; a los filósofos, más que a los santos; a los amigos, más que a Jesucristo. Es decir, nos encontramos con el sacerdote que va destrozando, poco a poco, su propio sacerdocio.
Esta atención suprema a lo sobrenatural no significa que el sacerdote deba desentenderse de las realidades temporales y desistir del empeño sublime de cristianizarlas. No. Todo cuanto es del mundo le interesa para que todo dé gloria a Dios. Su religión no es un angelismo desencarnado y etéreo, ausente de las estructuras humanas. Luchará para que haya entre los hombres más justicia y caridad, mayor paz y bienestar, mejores niveles en todos los órdenes. Esto no está reñido con su misión evangelizadora. Lo importante es que no olvide nunca que cuanto haga en este sentido va orientado siempre a lo mismo, a difundir, propagar y asegurar las virtudes sobrenaturales. A veces el camino que hay que recorrer para ello empieza muy atrás. No es posible prescindir de lo humano, fundamento sobre el que descansan los bienes sobrenaturales que se levantarán después. Lo estima en su justo valor, pero no puede detenerse en la contemplación de su belleza y dignidad natural. Él no es un humanista, ni un filósofo, ni un político constructor de la ciudad temporal. Él es siempre el hombre de lo sagrado.
Tercera parte: Aplicación a nuestra diócesis.
Líneas y ordenaciones prácticas #
Era necesario recordar una vez más esos principios fundamentales de nuestra vida sacerdotal, para descender ahora al campo de las aplicaciones concretas, mediante las cuales trato de señalar las líneas de nuestra acción presente de cara hacia el futuro.
Saber a dónde vamos #
Necesitamos, ante todo, tener un conocimiento exacto de la realidad diocesana en que nos movemos. La diócesis en lo espiritual es como una empresa en lo material. Es evidente que cuando un empresario, y con él sus colaboradores, no conocen al detalle la situación en que se mueven y la realidad económica, técnica, humana y social de su empresa, ésta irá al fracaso. Y ni siquiera eso es suficiente. Necesita, además, tener claramente fijadas las metas que se propone alcanzar, prever los peligros que va a correr, anticipar las soluciones que el buen juicio aconseja.
Nosotros sabemos muy bien a dónde vamos: a conseguir, con la ayuda de Dios, una mayor y más profunda cristianización de la vida en nuestra diócesis, mediante el establecimiento de unas ordenaciones y estructuras, unas con categoría de fines y otras con carácter de medios, a las que enseguida voy a referirme en una enumeración, no exclusiva pero sí indispensable.
No podemos vivir, en lo sucesivo, a merced de improvisaciones y de criterios particularistas y propios. A salvo siempre la iniciativa personal en la utilización de los variados recursos que el apóstol pone en juego con su libertad y sus talentos, es innegable que las grandes líneas de acción apostólica diocesana tienen que estar marcadas previamente por aquel que tiene la obligación y el derecho de hacerlo, el obispo. Estas líneas y directrices deben ser conocidas por todo el clero de la diócesis, y por todos estimadas. A ellas deben adherirse todos sin excepción. Se trata de una acción de conjunto, no de esfuerzos aislados, desconectados unos de otros. La diócesis entera, con sus sacerdotes y fieles, debe vibrar al unísono con su obispo en la aceptación de unos propósitos primero, y en el esfuerzo común, después, para llevarlos a cabo. Cuando suceda, incluso, que esos propósitos contrarían criterios, gustos y pensamientos personales, habrá que recordar que ha llegado la hora de la abnegación, la humildad y la obediencia. Es de todo punto inadmisible que en una comunidad diocesana pueda haber un solo sacerdote –uno solo digo– que, conscientemente, rompa con los grandes propósitos comunes que rigen la acción apostólica.
Mas para no exponernos al riesgo de un salto en el vacío, es necesario conocer antes la realidad, y conocerla muy bien. Ha sido achaque nuestro, muy español y muy defectuoso, también en los medios eclesiásticos, abandonar el estudio a fondo de las situaciones reales, sin prestar atención a datos concretos, observaciones minuciosas, números y estadísticas. Todavía se oye hablar a muchos con expresiones intolerables de que esas son novedades de la época, que tal o cual santo no hizo nunca esos estudios en su trabajo, que en otros sitios los hacen y no por eso están mejor, etc. Sin advertir que, en efecto, pueden ser novedades, pero imperiosamente reclamadas por las nuevas formas de vivir; que quizá tal o cual santo no los hizo, pero es porque no se los pidieron; que acaso en otros sitios estén mal aunque los hagan, pero que estarían peor si no los hubieran hecho.
En épocas de quietud e inmovilismo, los factores que influyen sobre la vida y, por consiguiente, son capaces de modificar los planes apostólicos, podían permanecer inalterables durante lustros y aun docenas de años. Hoy no. Todo cambia rápidamente. No se puede hacer nada serio y eficaz en el campo de la pastoral, de cara hacia el futuro, si no estudiamos atentísimamente los condicionamientos reales en que se desenvuelve la vida de las almas.
Por consiguiente, a partir de ahora los señores Delegados Episcopales de las diversas secciones del Instituto Diocesano de Formación y Acción Pastoral reciben de mí encargo y cuanta autoridad sea precisa, para pedir a todos los sacerdotes los datos y respuestas a los cuestionarios que se enviarán, para conocer bien y exactamente la diócesis en cada una de sus parroquias, comarcas y regiones, en todos los aspectos que la pastoral moderna exige. Ordenamos seriamente que sean obedecidos con toda diligencia. Comprendo que es una molestia más, pero estoy seguro de que sabréis aceptarla. Ellos procurarán no abrumar ni cansar más de lo necesario; vosotros procuraréis no evadiros de dar las respuestas que la realidad impone con toda sinceridad y rigor. Antes de dos años hemos de poseer una radiografía completa de cada parroquia de la Diócesis, que no ha de contentarse con las observaciones ordinarias que anualmente vienen haciéndose, sino que tenderá, mediante cuestionarios previamente elaborados, a conocer con exactitud dónde conviene intensificar éste o aquél esfuerzo, concentrar o dispersar tales o cuáles recursos, cambiar o perfeccionar tal o cuál procedimiento, planificar éstas o aquéllas obras sociales, etcétera.
Y no importa que alguien diga que él puede conocer y conoce bien lo que se necesita en su parroquia o en su zona; porque esto es precisamente lo que se trata de combatir, el individualismo. Es necesario que lodos los sacerdotes de una diócesis, e incluso los seminaristas ya próximos al sacerdocio, conozcan las necesidades diocesanas en su conjunto, para luchar mejor contra las preferencias injustificadas y comprender y apoyar lo que verdaderamente lo merezca, aunque no sea directamente suyo. De ningún modo hemos de dejarnos llevar por lo que vaya saliendo; hemos de adelantarnos a ordenar lo que pueda salir.
Estoy seguro de que con estos análisis, en muchos casos, recibiremos fuertes sorpresas que nos harán reconocer la labor preciosa de los sacerdotes; en otros, amargas lecciones que pueden movernos a rectificar. Solamente con estos datos a la vista nos será posible establecer un plan de acción que se desarrollará después con orden y continuidad, para no abandonar hoy lo que empezamos ayer, si así no debe hacerse, sino seguir con perseverancia y método lo que de nosotros y de todos piden las necesidades comprobadas.
En un discurso pronunciado recientemente en Madrid por el actual Nuncio Apostólico de S. S. en España, monseñor Riberi, decía así: “Tengo entendido que, entre otras materias, este Instituto hace especial hincapié en la sociología y estadística religiosas. Esta dirección creemos que es de capital importancia y urgencia en toda la Iglesia, y tal vez de un modo especial en esta querida España, nación medularmente católica, con unas realizaciones pastorales y apostólicas verdaderamente notables. En mis visitas por los pueblos y ciudades de la Península, lo compruebo gozoso y pienso que con razón se ha dicho que vuestra España es una reserva inagotable para el cristianismo.”
“Sin embargo, con frecuencia, magníficas realizaciones pastorales quedan inéditas en su conjunto o en sus detalles. Se priva así al catolicismo del conocimiento de unas realidades que le es útil saber, tanto para aprovecharse de ellas, como para mejor defenderse cuando llegara el momento del ataque. Es muy lamentable la incomprensión, sobre todo de los hermanos en la fe; pero no conviene dar ocasión a ello, ocultando con la «inedición» los tesoros que Dios ha puesto en vuestra Patria. Y aun en el ambiente nacional, la defensa de los derechos de la Iglesia no se hace sólo con principios y palabras. Y ya que estamos entre hombres, hacen falta hechos, obras, números y estadísticas. De ahí la conveniencia y necesidad de unas estadísticas sinceras y perfectas en la Iglesia española.”
“Voy viendo, con satisfacción, que este movimiento cunde en todas las parcelas del catolicismo nacional, y de un modo especial entre los religiosos y religiosas. Vuestro “Bonus Pastor” os marca a vosotros, alumnos de este Instituto, una dirección que debéis continuar y llevar a su plena perfección. Cabe pensar, sin embargo, que en la más frondosa y exuberante floresta puede inocularse, brotar y extenderse, solapada y calladamente, el microbio voraz que rápidamente corroa y destruya el más hermoso parque nacional. En el terreno religioso, la experiencia de muchos pueblos y naciones nos puede servir de triste ejemplo y escarmiento. Fiados en la exuberancia de su catolicismo público y oficial, no caían en la cuenta de que el microbio carcomía su tronco, hasta que la copa y las ramas se desplomaron al suelo.”
“Tenemos que ser sinceros y, por tanto, no hay que imitar al avestruz, que cuando amenaza la tormenta esconde su cabeza bajo el ala, como si esto le librase de sus efectos desastrosos. Tenemos que estudiar y reconocer también los fallos de nuestro catolicismo, medirlos y encuadrarlos en estadísticas reales y sinceras. El principio básico para acercarse a los problemas que aquejan al mundo es tener sentido y amor a la verdad. Ya Pío XII nos decía que no podemos seguir barajando el criterio de aproximación, cuyos desastrosos efectos encontramos en todos los campos, sin excluir el del apostolado. El ministerio apostólico, por ejemplo, no puede vivir ajeno a la vida de las ciudades y del campo, que por fenómenos sociológicos va transformando sus estructuras caducas, produciendo un impacto en la vida religiosa. Para ello es preciso realizar investigaciones científicas y pictóricas de sinceridad, encaminadas a conocer las realidades socio-religiosas encerradas en nuestros pueblos y ciudades. Si queremos irradiar el testimonio católico e influir en las almas desde el regazo de la madre hasta el momento definitivo de la muerte, se requiere, hoy más que nunca, una adaptación y puesta al día de las modernas técnicas de investigación e información.”
“Los estudios de sociología religiosa no intentan dar una explicación puramente psicológica a los problemas religiosos. Ni tampoco estudiarlos como meros fenómenos sociales privados de carácter sobrenatural. Pero nadie puede negar la licitud y conveniencia de una indagación seria, realista e imparcial de los factores internos del hecho religioso. Porque la teología pastoral que estudia el modo práctico de comunicar o aumentar la vida de la gracia en las almas, no puede prescindir del conocimiento concreto del hombre”17.
Vosotros, sacerdotes, los primeros #
Los primeros, digo, como objeto de mi preocupación y mi servicio. Todos los estudios y planificaciones que hagamos del trabajo en nuestra Diócesis serían inútiles si no contamos con un clero dispuesto a la acción generosa y esforzada. Siempre ha existido en la Diócesis de Santo Toribio, y vosotros sabéis que no es un halago puramente formal, la constatación expresa que de ello he hecho frecuentemente. Veo en esa comprobación un motivo más para que nos entreguemos ardorosamente a la tarea de ser dignos continuadores de tantos venerables y dignísimos sacerdotes como nos han precedido.
Hemos de preguntarnos qué hubieran hecho ellos en las circunstancias y ante los peligros y mutaciones en que nos encontramos nosotros. No nos es lícito asistir impasibles o simplemente angustiados a un progresivo desmoronamiento de la fe y la vida cristiana en nuestra tierra. Tenemos que reaccionar con valentía y con coraje apostólico digno de los mejores tiempos. Y como es imposible que llevemos a Dios y a Cristo a las almas si las nuestras no están llenas de su amor, lo primero que tenemos que hacer es cuidar de nosotros, para que todas nuestras energías estén a punto.
Guerra implacable al conformismo y a la murmuración fácil, a la cobardía y a la pereza para vivir a lo santo, al escepticismo antievangélico y paralizador, a los criterios rutinarios y estancados, y, sobre todo y más que a nada, al naturalismo vergonzoso y sin fe, que puede filtrarse como un veneno letal en nuestros pensamientos y formas de vivir. Si nos llenamos de amor a Dios y a la Iglesia; si meditamos con atención lo que ella nos va pidiendo; si nos afanamos por conocer las tácticas y procedimientos pastorales que la sana experiencia aconseja, y por revisar con caridad y profundidad nuestras actuaciones propias; si procuramos reponer nuestras energías espirituales quebrantadas por la lucha y la fatiga diaria, toda la acción posterior será más fácil y no habrá que temer con exceso las influencias del mal y la descristianización. Para conseguirlo, me propongo, con el auxilio de Dios nuestro Señor:
- Convictorio sacerdotal
Hacer que a partir del próximo año funcione un Convictorio sacerdotal, en el que se reunirán anualmente y durante el tiempo necesario un grupo de sacerdotes que lleven varios años de ministerio sacerdotal. Defendí esta idea en el Congreso Nacional de Perfección y Apostolado, y cada vez estoy más convencido de su oportunidad. Es después de ocho o diez años de experiencia cuando al sacerdote le puede resultar más provechoso detenerse en su camino, durante un largo período, para restaurar energías, renovar pensamientos y fortalecer propósitos. Es entonces cuando casi todo sacerdote atraviesa una crisis de la que puede depender el porvenir de su vida. Es entonces cuando conoce de verdad la tentación, la raíz de los fracasos, la gloria y la cruz del sacerdocio. Recién ordenado no sabe lo que es la lucha ni el peligro. Lo pondremos en marcha así. Y no os preocupéis por nada. Vuestras necesidades familiares serán atendidas.
- Estudio de los problemas pastorales
Hacer que todo el clero de la diócesis, en pequeños grupos, no en asambleas masivas, pase una o dos veces al año por la Casa Diocesana de Ejercicios, en jornadas dedicadas al estudio de problemas pastorales diversos, con arreglo a programas minuciosamente elaborados. Supuesta la vida interior del sacerdote y las actitudes del espíritu a que me he referido antes, sin lo cual no hay nada que hacer, creo, con fe nacida de la experiencia, en la eficacia de los métodos y las actuaciones que la ciencia pastoral nos va enseñando; creo que pueda haberse descubierto hoy lo que estaba oculto ayer; creo que la vida y la historia no pasan en vano, sino que continuamente nos van ofreciendo lecciones oportunísimas que es nuestro deber aprovechar; creo que lo que se hace en otras diócesis de España y del extranjero puede ser útil para los demás; creo que de las enseñanzas del Papa y los obispos del mundo, así como de las orientaciones formuladas por hombres especializados en el estudio de problemas pastorales, brotan rayos de luz que es inadmisible rechazar; creo en la eficacia de la cooperación de los seglares al apostolado jerárquico de la Iglesia y en el valor de sus juicios y opiniones, con los cuales es necesario contar para mayor garantía de nuestro acierto; creo que el movimiento litúrgico y bíblico, la Acción Católica, el compromiso temporal, la caridad organizada, la pastoral auténtica del púlpito y del confesonario, etc., no son novedades sin fundamento, sino exigencias vivas que el Espíritu Santo va señalando a su Iglesia, a las cuales debemos responder con amor y sin reservas. Todo lo cual debe ser estudiado y examinado por los sacerdotes, para evitar la fosilización y el arqueologismo a que, unas veces por pereza y otras por orgullosa sobreestimación de nuestros criterios, todos somos propensos.
“Un Centro de Orientación Pastoral encaminado a la adaptación pastoral viene a propósito y en muchos casos es necesario. El sacerdote que tiene cura de almas puede y debe saber lo que afirman las ciencias modernas, el arte y la técnica moderna, en cuanto se refieren al fin y a la vida religiosa y moral del hombre; lo que se puede admitir religiosa y moralmente, lo que es inadmisible y lo que es indiferente. Hay necesidad de un ‘reajuste pastoral’, o sea, de una adaptación con la predicación de la Iglesia, como también de una ‘adaptación pastoral’ con las ciencias modernas, en cuanto rozan el campo religioso y moral hacia el Magisterio de la Iglesia, como la hay, por otra parte, de una orientación del Magisterio de la Iglesia hacia las ciencias modernas (sin que se perjudique la autonomía de estas mismas ciencias, en cuanto no tocan ni directa ni indirectamente el campo religioso y moral, y mientras no sufra menoscabo el ordenamiento de la vida humana al fin último y sobrenatural). Nos cumple ahora hacer más consciente y reforzar el convencimiento personal de la necesidad de tomar y mantener este contacto con el Magisterio de la Iglesia, para adaptarlo al tiempo y el hombre de nuestros días. La Iglesia tiene, en sí misma, el armamento que Cristo le ha dado: la verdad de Cristo y el Espíritu Santo. Con esta armadura la Iglesia palpita al unísono con el tiempo y, a su vez, los fieles deben palpitar al ritmo de la Iglesia, a fin de recibir una orientación recta y poder hallar y dar un acertado diagnóstico y pronóstico del tiempo con relación a la eternidad”18.
- Fomento de la espiritualidad sacerdotal clásica
Fomentar más y más la espiritualidad sacerdotal clásica, facilitando el cumplimiento cada vez más perfecto de lo que el derecho canónico y las exhortaciones pontificias nos señalan. Son aspiraciones muy vivas de mi alma, por cuyo logro no me concederé reposo, que todos los sacerdotes practiquen los Ejercicios Espirituales de San Ignacio todos los años; que los retiros espirituales de cada mes se celebren mucho mejor que hasta aquí; que las atenciones que su alma necesita se vean siempre colmadas. Este es el fundamento.
Complementariamente, pueden y deben surgir y lograr adecuada organización otros estímulos que vengan a enriquecer la piedad sacerdotal, de carácter más o menos privado o más o menos público, los cuales, si se fomentan con conocimiento y aprobación del Prelado, incluso por vía asociativa, no servirán para introducir funestas divisiones, sino más bien producirán hermosos resultados.
“Si para el logro de esa santidad de vida, la práctica de los consejos evangélicos no se impone al sacerdote en virtud de su estado clerical, sin embargo, se le presenta como el camino real hacia la santificación cristiana como a todos los discípulos del Señor. Por lo demás, para gran consuelo nuestro, cuántos sacerdotes generosos lo han comprendido hoy, y al paso que permanecen en las filas del clero secular, piden a las asociaciones aprobadas por la Iglesia que los guíen y sostengan en la vida de perfección”19.
- Conservar y fomentar la formación cultural adquirida en el Seminario
Cuidar de que no se apague, al paso de los años, el anhelo de conservar y completar cada vez más la formación cultural adquirida. Es indispensable al sacerdote el estudio serio y profundo de las ciencias sagradas y de las profanas que con ellas guardan relación, y cada día lo será más.
La presentación digna de la palabra de Dios, y la respuesta adecuada a las perplejidades y angustias en que el pensamiento y el corazón de los hombres naufragan tantas veces, exige del sacerdote una preparación no sólo remota, sino próxima, que no se logra con alguna que otra lectura, en la cual más se busca una evasión que un perfeccionamiento.
Atentos a esta necesidad, habrá que organizar mucho mejor las llamadas conferencias mensuales, los exámenes quinquenales y de licencias, y otras reuniones de estudio que se irán organizando, las cuales se tendrán en cuenta de ahora en adelante, como méritos para toda clase de nombramientos, designaciones y concursos. Los señores profesores del seminario se desplazarán anualmente a diversos lugares de la diócesis, con objeto de exponer y comentar las principales cuestiones y problemas que la ciencia teológica va presentando, con el fin de que todo el clero diocesano pueda seguir, al menos de manera sintética y aproximada, la marcha del pensamiento y la investigación.
Y en todas las parroquias, en la casa rectoral, con cargo a los fondos de fábrica y con ayuda del obispado, cuando sea precisa, se constituirá una biblioteca sacerdotal. Empezaremos muy modestamente para evitar que, si el proyecto es demasiado ambicioso, no se realice nunca. El Delegado episcopal de la sección de cultura en el Instituto Diocesano de Formación y Acción Pastoral, marcará cada año los tres o cuatro volúmenes que deban ser adquiridos, para que así, a la vuelta de diez o veinte años, todas las parroquias tengan, como de su propiedad, un conjunto de libros provechosos que irá siempre aumentando. De esta manera lograremos que, cuando un sacerdote va a una parroquia, encuentre un valioso instrumento de apostolado, sean cuales fueren los libros que él lleve como suyos.
“Exhortamos, por tanto, a los sacerdotes a procurar que su ciencia de las cosas divinas y humanas sea copiosa; que no se contenten con los conocimientos adquiridos en la edad juvenil; que investiguen con cuidadosa atención la ley del Señor, cuyos oráculos son más puros que la plata; que gusten y saboreen las castas delicias de las Sagradas Escrituras, y que, a medida que avanzan en años, estudien con mayor profundidad la historia de la Iglesia, los dogmas, los sacramentos, el derecho, las prescripciones canónicas, la liturgia y las lenguas, de modo que el progreso intelectual corra parejo con la vida de virtud. Que cultiven también los estudios literarios y las ciencias profanas, para que puedan comunicar con lucidez de pensamiento y con elocuencia de palabras las enseñanzas de la gracia y de la salvación, siendo capaces de someter, aun a los más doctos ingenios, a la suave carga y yugo del Evangelio de Cristo”20.
“Tened por seguro que no se puede ser instrumentos eficaces de la Iglesia si no se está provisto de una cultura proporcionada a los tiempos. En muchos casos no basta ni el fervor de las propias persuasiones ni el celo de la caridad para conquistar y conservar las almas para Cristo. También aquí el buen pueblo tiene razón cuando desea sacerdotes santos y doctos. Sea, pues, el estudio vuestra ascesis, tanto más cuanto que tiene como objeto a las cosas divinas”21.
“Para favorecer estos estudios, que a veces hacen difíciles las precarias condiciones económicas del clero, sería sumamente oportuno que los ordinarios, según las luminosas tradiciones de la Iglesia, volviesen a dar dignidad a las bibliotecas catedrales, colegiales y parroquiales. Muchas bibliotecas eclesiásticas, a pesar de las expoliaciones y las dispersiones sufridas, poseen no raras veces una preciosa herencia de pergaminos, ‘testimonio elocuente, tanto de la actividad e influencia de la Iglesia, como de la fe y piedad generosa de nuestros abuelos, de sus estudios y de su buen gusto’ (Carta del Cardenal Gasparri al Episcopado de Italia, 15 de abril de 1937). Que estas bibliotecas no sean descuidados montones de libros, sino estructuras vivientes, con una sala apropiada para la lectura. Pero, ante todo, que estén al día, enriquecidas con obras de todo género, especialmente las relativas a aquellas cuestiones religiosas y sociales de nuestros tiempos, de modo que los que enseñan, los párrocos y particularmente los jóvenes sacerdotes, puedan buscar en ellas la doctrina necesaria para difundir las verdades del Evangelio y para combatir errores”22.
Seminarios y colegios de enseñanza media #
- Seminarios
Fundamental es, también, y digno de la máxima atención por parte de todos si queremos asegurar el porvenir espiritual de la diócesis, el seminario. En él podemos y debemos depositar, vosotros y yo, nuestras mejores esperanzas.
Estamos tratando de lograr, y con la gracia de Dios lo conseguiremos, no sin tiempo y sin esfuerzos, un Seminario en que:
a) Los alumnos se formen en la virtud y la ciencia, de cara a las necesidades espirituales de la Iglesia y del mundo, no sólo de la Diócesis, de tal manera que, sin menospreciar los consejos y experiencias laudables de la moderna pedagogía, se mantengan inalterables los valores permanentes que la Iglesia ha defendido siempre en cuanto a la educación de los seminaristas, tales como el estudio serio y profundo, la disciplina y el orden necesarios, el silencio y la mortificación, la obediencia sincera interior y exterior, todo lo cual es perfectamente compatible con la más hermosa libertad en cuanto a las decisiones fundamentales que sólo el alumno ha de tomar.
Consideramos un funesto y tristísimo error toda postura de condescendencia en los seminarios con las corrientes de la vida actual, sin distinguir lo bueno de lo malo. Es bueno el realismo, la autenticidad, la sencillez y confianza en el trato y relación con los superiores, la atención al respeto que el alumno merece, la sana libertad, sin la cual no hay caracteres ni personas. Pero es fatal y nocivo en grado sumo el deseo de independencia, el subjetivismo en juicios y decisiones, el ansia de confort y comodidades materiales, el anhelo obsesivo de experimentar y ver, como si por ese camino se pudiese lograr una mayor capacitación. Frente a un mundo que vemos locamente entregado a los placeres más insensatos, la formación del futuro sacerdote no puede incurrir en desorientadoras complacencias. Por el contrario, ha de tender a lograr, sin vacilaciones ni timideces, almas fuertes, radicalmente enemigas de las concupiscencias de siempre, enamoradas de la cruz de Jesucristo, del trabajo, del recogimiento y la abnegación. Los que no sean capaces de entenderlo así, no merecen ser sacerdotes.
b) Un Seminario en que los educadores, ahora sacerdotes diocesanos, sean los primeros en dar ejemplo de austeridad, desprendimiento, renuncia y dedicación fervorosa a sus tareas, de las más importantes de la diócesis. Deben acostumbrarse a pensar nuestros sacerdotes todos que un destino tan normal y obvio como el de la cura de almas en una parroquia, puede ser el de superiores y profesores de los seminarios y centros docentes de la diócesis, con tal que reúnan condiciones para ello.
Cuando tal misión se les confíe, no deberán recibirla como algo pasajero y provisional que se desea cumplir cuanto antes, en busca de otros ministerios de mayor libertad y aspectos en apariencia más gratos. Tal modo de sentir sería anti-sacerdotal y anti-diocesano. No se trata de libertades, sino de deberes y servicios. Ni la mayor inclinación personal, ni las atenciones familiares pueden ser invocadas con carácter definitivo para desviar una decisión en este sentido por quienes se han ordenado para servicio de la diócesis. Deber del obispo será procurar, por su parte, que en cuantos han de dedicar su vida a la labor en estos centros coincidan a la vez, dentro de lo posible, la dedicación de hecho con la inclinación vocacional y la preparación adecuada.
Es tan importante la labor formativa de los educadores del seminario que estoy dispuesto a no escatimar esfuerzo alguno, ni en cuanto a la capacitación ni en cuanto al número. Si es necesario que haya seis directores espirituales en lugar de tres, habrá seis. Porque es inadmisible un índice tan bajo de perseverancia en los alumnos como el que viene registrándose. Ello puede ser debido tanto a falta de selección en los aspirantes, como a falta de atención espiritual a los que ingresaron. Preferiría, incluso, si no hay otro remedio, dejar más parroquias sin sacerdote y atender mejor al seminario, porque sólo así podremos tener el día de mañana sacerdotes que atiendan a las parroquias.
c) Un seminario que, en el orden intelectual, aspire a conseguir los más altos niveles dentro de las posibilidades diocesanas. Los profesores deberán ser hombres totalmente dedicados a sus tareas docentes, lo cual no es incompatible con determinadas actuaciones pastorales, que después de explicados sus cursos puedan acudir uno y otro año a ampliar y actualizar sus conocimientos en los centros adecuados nacionales y extranjeros; que dirijan a los alumnos, dentro y fuera de la clase, en la lectura de libros y revistas, y en pequeños trabajos de investigación; que publiquen también ellos, periódicamente, el resultado de sus estudios de especialización; que colaboren con el director de la biblioteca a enriquecer ésta sin cesar, para lo cual destinaremos los fondos necesarios, y a que se utilice constantemente con afán de superación creciente.
Quisiéramos que de los sacerdotes que se ordenan cada año, una tercera parte, siempre que tengan aptitudes para ello, acudan a las universidades eclesiásticas y civiles a graduarse en las ciencias sagradas y profanas, sea cual sea el ministerio que después han de ejercer. Si a la ciencia que han adquirido les acompaña la virtud que deben poseer, sabrán anteponer su sacerdocio a todo y acatar con verdadero amor el más humilde ministerio, aunque hayan estudiado en las mejores universidades del mundo.
Aspiramos también a que los estudios humanísticos equivalgan y aun superen a los del bachillerato oficial del Estado, con la intención, incluso, de que antes de que los alumnos pasen a los cursos de filosofía y teología, tengan una oportunidad más que les permita decidir con toda libertad su permanencia o salida del Seminario.
Concederemos, igualmente, la máxima importancia a la formación práctica durante los cursos de teología, utilizando los métodos y recursos adecuados para combatir este teoricismo exagerado que ha solido acompañar a la formación de nuestros alumnos.
d) Un seminario, en fin, en el que alcancemos la cifra de mil seminaristas, perfectamente posible en nuestra diócesis. Al señalar este número como meta me guía exclusivamente una idea de servicio a la Iglesia. Si llegamos a obtener promociones anuales de cuarenta o cincuenta sacerdotes, podremos también destinar cada año veinte o treinta sacerdotes a las diversas diócesis de España y del extranjero que los necesiten, incluidos, naturalmente, los países de misión. Si podemos, debemos hacerlo.
- Centros de Enseñanza Media
Pero no bastan los Seminarios. Es una tarea de oportunidad difícilmente superable dedicar nuestro esfuerzo a crear por toda la diócesis colegios de enseñanza media y desarrollar los ya existentes. Centros en los que los hijos de nuestras familias puedan hacer el bachillerato en sus diversas modalidades: laboral, profesional, administrativo, en ciencias o en letras. Se avecina para España, o, mejor dicho, está llegando ya una época en que la enseñanza media se extenderá por todo el país, como se ha extendido ya por todos los pueblos de Europa.
No hay quien pueda contener, y de ello hemos de alegrarnos todos, esta exigencia de nuestro tiempo encaminada a hacer del hombre un ser cada vez más culto y, por consiguiente, más libre.
La Iglesia debe estar presente en esta gran empresa de elevación de nuestro pueblo. Y debe estarlo con el más puro afán de ayudar al hombre y cumplir con su sagrada misión de enseñar y educar. Obraríamos torpemente si nuestro esfuerzo se dirigiera a mantener la vida espiritual de las parroquias con arreglo a las formas tradicionales, y no prestáramos atención a la tarea trascendental de educar a los que, el día de mañana, van a tener en sus manos la vida cívica y social del país. Y la van a tener en un mañana no muy lejano, y los que la van a tener, serán cada vez más en número, porque también cada vez va a haber más hombres cultos. La cultura y preparación técnica va a ser –lo está siendo ya– la gran fuerza de nuestra época. Influirá más que la política y la economía, porque a ambas las gobierna.
Tenemos que crear colegios de la Iglesia dirigidos unos por congregaciones religiosas y otros por sacerdotes diocesanos. En nuestra diócesis existe ya el de San Ignacio, en Ponferrada, en el que un grupo de sacerdotes de la diócesis está realizando una gran labor. Este verano comenzarán, a la vez, las obras de otros tres, de la misma índole, en Puebla de Sanabria, Vega de Espinareda y Fontey. Y pido al Señor que me dé fuerzas para poner en marcha algunos más, hasta que en los más aptos y necesitados lugares de la diócesis surjan centros suficientes, tal como los pide nuestro tiempo, en que los hijos de las familias del campo y de la mina puedan recibir adecuada formación.
Se trata de esto: de introducirnos en medio de los pueblos y comarcas abandonados, de llevar hasta las puertas de sus hogares la posibilidad del acceso a la cultura por parte de los que no pueden venir a la ciudad. La Iglesia está muy acostumbrada a hacer estas prolongaciones de sí misma. Como llevó las parroquias a los lugares más inverosímiles, impulsada por su amor de madre, ha de llevar también ahora los centros de enseñanza media a los pueblos y zonas de carácter rural o industrial, en que ansiosamente lo esperan. Colegios modestos y sencillos, eficaces, administrados conjuntamente por los sacerdotes y las familias como algo que debe ser de todos. Nos servirán, incluso, para que en ellos surjan vocaciones sacerdotales que vengan después al Seminario.
Tan grave preocupación siento por este problema que estaría dispuesto, si las leyes y la prudencia me lo permitieran, a enajenar el tesoro artístico de la diócesis, si otros medios no hubiera, para construir y dotar esos centros. Es un motivo de gloria para un pueblo poder ofrecer a sus visitantes ricos museos con magníficas colecciones de cuadros; pero todavía es más grande ese pueblo cuando cuenta con hombres capaces de pintar cuadros tan valiosos como los que en sus museos se albergan. El hombre, el hombre ante todo, que es frecuentemente el gran abandonado. Que haya a la vez museos y colegios. Que se dé a Dios culto esplendoroso en sus iglesias; pero si alguna vez ello no es posible porque hay que atender antes al pueblo hambriento de pan y de cultura, sepamos que es el mismo Señor de la majestad y de la gloria el que prefiere un culto más pobre e igualmente digno en sus templos, si lo que podía haber allí de riqueza ha tenido que emplearse para saciar el hambre de sus hijos..
Las parroquias #
La mayor parte de los sacerdotes diocesanos, sin embargo, ejercerán su apostolado, como siempre ha sucedido, en la cura directa de las almas a través de las parroquias. ¿Quién podrá poner en duda la necesidad de esta institución tan querida por la Iglesia, como es la parroquia? Hoy, como ayer, sigue siendo indispensable y el más adecuado instrumento de una acción pastoral profunda, penetrante y duradera.
Pero, igualmente, es evidente que necesita renovación a fondo para que su eficacia en el futuro siga siendo tan grande como lo fue en el pasado. Así se ha reconocido en innumerables libros y escritos, cursos y asambleas, sugerencias y proyectos. Por lo que a España se refiere, las tres Semanas de la Parroquia, celebradas en Zaragoza, Sevilla y Barcelona, lo han proclamado con honda convicción.
Pienso ahora en nuestras parroquias, las de nuestra diócesis, para la cual escribo. No tenemos grandes ciudades y, por consiguiente, no nos agobian los problemas típicos derivados de estas inabarcables concentraciones humanas. Nuestra tarea es más fácil, si bien tropezamos con una mayor carencia de medios y recursos. Deber de todos nosotros es obrar conforme a lo que tenemos, y lo que tenemos, que es mucho y muy rico a pesar de nuestra pobreza, perfeccionarlo hasta el máximo. A ello van encaminadas las orientaciones siguientes:
- Vida litúrgica
Este debe ser vuestro primero y principal empeño. El misterio de la Redención se nos revela a través de la liturgia. La Santa Misa, los sacramentos y la palabra bíblica nos sitúan junto a Cristo y nos hacen participar de su vida. Sin eso no hay cristianismo. Es menester que el pueblo tome parte en estos hechos sagrados, los comprenda y los ame con avidez y efusión. Debéis seguir con toda fidelidad las normas que os va dando la Comisión Diocesana de Liturgia. Si en cada parroquia llegamos a tener un grupo de almas, hombres y mujeres, que sepan saborear la riquísima médula interior de la liturgia, no se acabará la raza de los
auténticos cristianos. La semilla se convertirá en árbol frondoso. No hay porqué oponerse a las formas tradicionales de la piedad popular y privada; lo que hay que hacer es encauzarlas y purificarlas siempre que sea preciso.
“Nos alabamos que os dediquéis a iniciar a los fieles en la inteligencia y en el gusto de las inagotables riquezas y las profundas bellezas de las oraciones litúrgicas de la misa, y que los forméis para que participen en ella activamente. Vosotros, que continuamente usáis del misal en el altar –ese libro máximo de la devoción de la Iglesia–, conocéis cuánta riqueza de textos sagrados y de santas elevaciones encierra; cuántos sentimientos de adoración, de alabanza y de anhelos hacia Dios despierta y suscita, con qué poderosa energía mueve y eleva hacia las cosas eternas, y qué tesoros de saludables avisos ofrece a la propia vida religiosa de cada uno”23.
“Para que no seamos, pues, engañados por el ángel de las tinieblas que se transfigura en ángel de luz, sea ésta la suprema ley de nuestro amor: que amemos a la Esposa de Cristo como Él mismo la quiso al conquistarla con su sangre. Conviene, por tanto que tengamos gran afecto, no sólo a los sacramentos con los que la Iglesia, piadosa Madre, nos alimenta; ni sólo a las solemnidades con las que nos solaza y alegra, y a los sagrados cantos y a los ritos litúrgicos que elevan nuestras mentes a las cosas celestiales, sino también a los diversos ejercicios de piedad, mediante los cuales la misma Iglesia atiende suavemente a que las almas de los fieles se sientan, suavemente y con gran consuelo, llenas del espíritu de Cristo”24.
- Predicación de la Palabra de Dios
Es una fuerza inmensa en nuestras manos. El pueblo escuchará siempre la palabra divina, si la exponemos con dignidad. Actualmente, la Comisión Diocesana de Predicación Sagrada os envía los guiones, suficientemente desarrollados, de los temas que hay que explicar. Estudiadlos bien antes de exponerlos. No sois libres para cambiarlos. En esto, de manera especial, sois colaboradores de vuestro obispo, que no puede llegar con su voz a todas partes. El obispo os encarga que prediquéis precisamente eso, no otra cosa.
Debéis predicar con brevedad, con unción, con sencillez, con clara profundidad. Debéis predicar a Jesucristo y su doctrina. No subáis al pulpito para herir o increpar, y mucho menos para molestar y aludir a grupos y personas. Si tenéis que condenar vicios y pecados, hacedlo con toda energía y decisión, pero con amor al hombre que peca. Recordad y cumplid fielmente las normas dadas sobre predicación, tal como aparecen en el Boletín del Obispado, febrero de 1962, páginas 70-72. No son suficientes. Pensamos constituir un Instituto Diocesano de Predicación Sagrada al que irán incorporándose los sacerdotes a medida que salgan del seminario. Quisiéramos lograr que en las iglesias de toda la Diócesis cada domingo resonase una misma voz: la de Jesús, el Buen Pastor, que exhorta e instruye, fortalece la fe, mueve al amor y la esperanza.
- Catequesis de niños y adultos
Es inútil pretender edificar nada serio en la vida parroquial si no se cumple con el mayor esmero esta obligación sacratísima. La instrucción sistemática y ordenada que todo cristiano debe poseer sobre la doctrina católica, sólo puede lograrse con una catequesis eficiente y bien organizada que no se limite, por supuesto, a los niños y niñas de la parroquia. Queda encargado, desde ahora, el Delegado Diocesano de Catequesis de visitar las parroquias, organizar cursillos para formación de catequistas y reuniones comarcales de sacerdotes para estudiar los métodos catequísticos, financiar los medios necesarios para que todas las parroquias posean los instrumentos adecuados de formación, tales como libros, láminas, máquinas de proyección, etc. Urgimos a todos los sacerdotes la obligación de visitar las escuelas y comprobar y estimular, dentro siempre de la mejor armonía, la cooperación de los señores maestros.
En cuanto a la catequesis de adultos, no basta la instrucción dominical ni el cultivo intenso de algunos días, como, por ejemplo, cuando se dan misiones o ejercicios; es necesario organizar, sobre todo en otoño e invierno, en que las familias salen menos al campo, cursos completos y sistemáticos de exposición de la doctrina católica, con métodos y procedimientos que los hagan atractivos, que deberán ser estudiados y revisados por los propios sacerdotes de cada comarca, con el asesoramiento del Instituto Diocesano de Formación y Acción Pastoral. El lugar más adecuado para esta labor es el salón parroquial, que ninguna parroquia de importancia debe dejar de tener.
Asimismo, disponemos que se constituya en todas las parroquias la Asociación de Doctrina Cristiana, mandada establecer por la Sagrada Congregación del Concilio, y a la que se refiere el canon 1.333 del Código de Derecho Canónico, para lo cual pedirán instrucciones al señor Delegado Diocesano de Catequesis.
- Culto eucarístico
Os encarezco con la mayor vehemencia que fomentéis en las parroquias la vida eucarística. El Sagrario debe ser el centro real y efectivo de la comunidad parroquial. No bastan, no –acaso, algunas veces, incluso no convengan–, las llamadas fiestas sacramentales y actos parecidos. Hay que aspirar a constituir asociaciones eucarísticas permanentes, de hombres, mujeres y niños –tales como la Adoración Nocturna, la Adoración Real, Perpetua y Universal, la Cruzada Eucarística, etc.– que hagan turnos de vela al Santísimo Sacramento, que visiten al Señor durante el día, que en silencio y con fervor adoren y presenten sus plegarias al huésped divino del Tabernáculo.
- Caridad organizada
Me refiero a la Cáritas parroquial. Ni una sola parroquia de la diócesis sin su Cáritas parroquial, con la organización concreta y precisa de que hemos hablado tantas veces. Cuando, a poco de venir a la diócesis, empezamos a desarrollar esta campaña, muchos de vosotros me decíais que era imposible lograr un resultado decoroso, dada la pobreza de nuestros ambientes. Bien conocéis que no ha sido así, sino que, por el contrario, de uno de los últimos lugares que ocupaba la nuestra entre todas las diócesis de España, ha pasado a ser la primera en cuanto al número de socios suscriptores, y se han realizado campañas con éxito sorprendente.
En la actualidad está organizada la Cáritas en 280 parroquias. Damos un último plazo a las restantes, de aquí a fin de año, para que sin más vacilaciones ni dudas la organicen en la forma precisa en que está determinado, y cumpliendo fidelísimamente las normas de la Cáritas diocesana.
No podemos, con solo el recurso de la caridad, resolver los problemas graves que padecen muchos de los ambientes de nuestra Diócesis, porque ello más bien exige una reforma de las estructuras económicas y sociales del país que escapa a nuestro alcance. Pero, desde luego, y sin dejar de insistir siempre en las obligaciones de justicia, sí que podemos, mediante una organización potente y nutrida de la caridad cristiana, atender, por amor a Cristo y al que sufre, las necesidades más graves de muchas familias: la carencia de ropas, medicinas, alimentos, debe movernos a todos a tener una organización que ofrezca los remedios oportunos, aunque sea de una manera elemental. Y sin limitarnos a esto, es necesario impulsar las obras de caridad social que tienden a eliminar las causas de la miseria.
De todo esto debe ocuparse la Cáritas diocesana, con sus diversos equipos directivos, a los cuales corresponde promover el estudio de las obras sociales necesarias y realizarlas cuando sea preciso, o ayudar a que las realicen los diversos organismos existentes en la Diócesis con capacidad para llevarlas a cabo.
Ni la Cáritas nacional, ni la diocesana, ni la parroquial han nacido para absorber ni para retener. Su misión es formar la conciencia de los fieles en el ejercicio y la práctica de la caridad; recaudar recursos y ayudas y distribuirlos; asesorar y sugerir lo que conviene hacer, cuando se necesite ese asesoramiento; velar por el buen uso y empleo de los fondos distribuidos; coordinar los campos de trabajo y las fuentes de recaudación; apoyar con orden, eficacia y generosidad a las organizaciones existentes dedicadas a la solución de los problemas; y si así lo piden las circunstancias, ejecutar directamente lo que otros no hacen, si es necesario hacerlo.
- Acción Católica
Igualmente, hemos de ocuparnos de la Acción Católica con carácter parroquial o inter-parroquial, según los casos, y mediante la constitución de grupos especializados en las poblaciones de más importancia. Los seglares son necesarios a la Iglesia, y tienen el derecho y el deber de cooperar con nosotros a la extensión del Reino de Dios.
Solamente una idea inexacta de lo que es la Acción Católica puede hacer que el sacerdote considere imposible o muy difícil la organización del movimiento de apostolado seglar. Precisamente en nuestros días está tomando impulso decisivo en España la Acción Católica rural, que en nuestra Diócesis encontrará campo propicio.
Para fomentar y cuidar de estos grupos, os pido a todos que concedáis la máxima importancia a los Cursillos de Cristiandad y las tandas de Ejercicios Espirituales para seglares, así como a otras reuniones de formación y acción que se organizarán incesantemente en la casa diocesana de ejercicios. Existe esta casa en Astorga y debe ser un foco de permanente actividad espiritual. Pero dadas las dificultades de comunicación en nuestra Diócesis, es nuestro propósito construir otras en Ponferrada y en algún otro lugar, para facilitar mejor la asistencia de aquellos a quienes se invita.
- Cultura bíblica
Entre los objetivos a que deben apuntar estos centros de formación y de estudio, hay uno que merece mi más profunda estimación. Es el de que sirvan para instruir a nuestros fieles, y en la medida necesaria también a los sacerdotes, en todo lo relativo al conocimiento y uso de las Sagradas Escrituras. Sin esto no podrá haber una vida litúrgica ni una formación piadosa y doctrinal plenamente desarrolladas.
Ha sido un lamentable descuido, por nuestra parte, el no haber atendido a este aspecto de la formación religiosa de nuestro pueblo. Cada día será más necesaria. Lo es ya para tantos y tantos emigrantes que han de vivir en contacto con otras confesiones cristianas. Lo es también para muchos hombres cultos que, merced a las comunicaciones y viajes, mantienen relación con otros que no son católicos. Lo será para todos ante las nuevas situaciones que en nuestra Patria han de producirse. El desconocimiento que hasta aquí ha existido de la Biblia es un motivo de auténtico dolor sacerdotal.
“Procurad, por lo demás, acrecentar y perfeccionar cada día más esta veneración en los fieles a vosotros encomendados, promoviendo cuanto emprendan aquellos varones que, llenos de espíritu apostólico, procuran laudablemente excitar y fomentar entre los católicos el conocimiento y el amor de las Sagradas Escrituras. Fomentad y ayudad a las asociaciones piadosas cuyo propósito sea difundir entre los fieles los Libros Sagrados, y principalmente los Evangelios, y procurad con todo ahínco que se haga bien y santamente su cotidiana lectura en las familias cristianas; recomendad eficazmente, de palabra y de obra, cuando las leyes litúrgicas lo permitan, las Sagradas Escrituras que hoy, con la aprobación de la autoridad de la Iglesia, se hallan ya traducidas a las lenguas vulgares; y dad vuestra ayuda, en la medida de vuestras fuerzas, a las revistas periódicas que con tanta loa y fruto se publican en varias partes del orbe, ya para tratar y exponer científicamente estas cuestiones, ya para acomodar los frutos de estas investigaciones al sagrado ministerio o a la utilidad de los fieles, y divulgadlas convenientemente entre todas las clases de vuestra grey. Estad bien persuadidos, todos los sagrados ministros, de que todo esto y todo lo demás que a este propósito invente el celo apostólico y el amor a la divina palabra, ha de ser para ellos mismos un eficaz auxiliar en su apostolado para con las almas”25.
- Obras misionales pontificias
No podemos silenciar, en esta enumeración de fuentes y medios de vida cristiana en la parroquia, el interés y amor consciente y serio a las obras de las misiones. No sólo cuando llegan las grandes jornadas misionales, sino con mucha más frecuencia –yo diría que habitualmente–, se debe predicar y hablar a los fieles de la expansión misionera de la Iglesia, del universalismo de nuestra fe, de la obligación que todos tenemos de propagarla y de ayudar, con todos los medios posibles, al arraigo y desarrollo de las Obras Misionales Pontificias. Constantemente, aunque hablemos directamente de otros temas, podemos hacer aplicaciones en favor del ideal misionero que debe reinar en toda alma cristiana.
- Vocaciones religiosas y sacerdotales
Deber de todo sacerdote es, también, fomentar las vocaciones al estado religioso y sacerdotal. Aunque de las primeras se ocupan más directamente los propios religiosos, también merecen que los sacerdotes las favorezcan y faciliten con especial cuidado. El ideal sería que no hubiese ninguna parroquia de la diócesis de la que no saliera cada año alguna vocación a las órdenes y congregaciones religiosas de hombres y mujeres. Es siempre un índice de vitalidad religiosa en la parroquia y un fuerte vínculo que une a las familias con la religión, aparte los demás valores que encierra.
Pero, particularmente, habéis de preocuparos de las vocaciones sacedotales para el Seminario en niños, adolescentes y jóvenes. Y a este propósito, nuevamente, he de referirme a lo que he declarado ya muchas veces. Las puertas del Seminario están abiertas a todos, pobres y ricos. Pero para evitar abusos, muchos y muy graves, que venían produciéndose, hemos tomado la determinación de seleccionar más rigurosamente a los aspirantes. Y uno de los medios de selección es no conceder ayudas económicas en el primer año. Estas empezarían a distribuirse a partir del segundo, cuando de verdad se comprueba que los alumnos lo merecen y lo necesitan.
Estoy convencido de que una de las causas más fuertes del bajísimo índice de perseverancia que se venía logrando (no llegaba al 15 por 100) era la poca estima que se concedía al seminario, y a lo que él representa, por parte de los que ingresaban sin que se les exigiera ninguna aportación. Las familias abusaban y llegaron a considerar al seminario como un centro benéfico. Los mismos que alegaban dificultades económicas insuperables para pagar una pensión modestísima, no tenían inconveniente en hacer amplias concesiones al hijo que salía del seminario y seguía otros estudios.
Esto no puede permitirse. Tenemos la obligación de administrar bien las aportaciones de los fieles a las campañas pro Seminario. Por lo demás, hoy es fácil a un niño que desea hacer el ingreso conseguir becas y ayudas de la protección escolar. Ni es tan difícil a la familia que sinceramente quiere fomentar la inclinación de sus hijos al sacerdocio, pagar la pensión el primer año. Los propios sacerdotes, que los conocen, pueden lograr segura ayuda de otras personas acomodadas que siempre están dispuestas a favorecer estos casos, cuando el niño y el ambiente familiar ofrecen ciertas garantías. Si no las ofrecen, mejor es no empezar.
En último término, cuando se dé alguna circunstancia excepcional, siempre queda el recurso de acudir al rector del seminario o al prelado, aun tratándose de algún alumno de ingreso, y se proveerá convenientemente. Pero, en términos generales, el camino que debemos seguir es el aquí trazado y, lejos de poner dificultades al mismo, todos los sacerdotes de la diócesis deben esforzarse en seguirle y utilizar todos los recursos y estímulos necesarios para vencer las dificultades iniciales. Tenemos constituida oficialmente la Obra Pontificia de las Vocaciones Sacerdotales. Es conveniente que en todas las parroquias de cierto número de almas funcione una sección de la misma. Así se irá haciendo ambiente propicio para despertar posibles vocaciones y para ayudar, en los primeros años, a los que no pueden costearse sus estudios, sean de la parroquia que sean.
- Emigrantes
Fenómeno pastoral característico de nuestro tiempo, o por lo menos más acentuado que antes, ya que en nuestra Diócesis nunca ha dejado de existir, es el de los emigrantes. Muchas de nuestras parroquias van despoblándose, poco a poco, y se puede presumir que, de aquí a veinte años, más o menos, algunas o bastantes se extinguirán por completo. Es triste, pero inevitable. En otras, sin llegar a la extinción de sus núcleos, los emigrantes irán en aumento. Moral y religiosamente esto trae graves problemas, tanto por los peligros a que se exponen los que salen, como por los criterios que traen los que vienen. Al párroco de hoy le ha nacido una nueva preocupación con estos hechos, por si fueran pocas las que ya tenía. Debe, en cuanto pueda, seguir a los emigrantes hasta donde van, con sus consejos y exhortaciones pastorales, hasta ponerles en contacto con los sacerdotes de las parroquias y territorios en que han de integrarse, con los capellanes de emigrantes y la Asistencia Social Católica; interesarse por ellos; hacer que les lleguen noticias de la comunidad parroquial que dejaron. Lo mismo con los que llegan, o para pasar temporadas transitorias o para establecerse de nuevo definitivamente, si es que la vida les devuelve a su lugar de origen, o triunfadores o fracasados.
¿Cómo no acercarse hasta ellos para tratar de devolver a su espíritu la paz que necesitan, o disipar y rectificar los juicios erróneos que quizá han asimilado? La figura del párroco piadoso y sacrificado por el bien de sus hijos será para ellos, más conocedores de los torpes egoísmos de la vida, un testimonio irrefutable de la caridad de la Iglesia. Pedimos a la Delegación Diocesana de Migración que se esfuerce por ofrecer sugerencias y orientaciones a todos los sacerdotes, para ayudarles en este ministerio siempre difícil.
- Párrocos y coadjutores
Es decir, donde quiera que aparezcan varios sacerdotes realizando su trabajo en común: colegios, seminarios, arciprestazgos y, de manera especial, en las parroquias. Donde quiera que hay comunidad de personas y diferencia de edad y jurisdicción. Que el párroco o el superior no anule al coadjutor o a los súbditos, ni el de más edad menosprecie o descalifique al de menos años. Por el contrario, que los oigan, que examinen con ellos los problemas que se presentan, que fomenten su personalidad y les permitan desarrollar sus iniciativas propias, una vez aceptadas. Todos son sacerdotes, aunque no todos tengan las mismas atribuciones. Que cuando haya que negar u oponerse a algo, de la índole que sea, se haga ver que así lo exigen serias razones.
Y por parte del coadjutor, el súbdito o el de menor edad, respeto y obediencia, siempre con amor, a los que son mayores. Cuando, a pesar de sus indicaciones, y no obstante creer que les acompaña la oportunidad y la razón, no pueden hacer lo que desean, esperen con humildad momentos mejores y piensen que el sacrificio de los puntos de vista propios forma parte del orden.
- Trabajo en equipo
No solamente los que pertenecen a la misma comunidad, sino todos los que viven dentro de la misma ciudad o en un área geográfica delimitada y homogénea, deben aspirar a unir sus esfuerzos, comunicarse y contrastar sus métodos de trabajo, y fomentar la más estrecha relación de las asociaciones, grupos e instrumentos de colaboración en el apostolado. Es la pastoral de conjunto, absolutamente indispensable si se quiere dotar de eficacia seria a la acción apostólica en el mundo moderno. Por no obrar así se pierde la mitad o más de nuestras energías.
A nadie se le impide desarrollar hasta el máximo sus impulsos personales dentro de la misión que se le ha confiado, pero es inadmisible el individualismo a ultranza, la terca y presuntuosa independencia, el incivil y bárbaro encasillamiento en los propios juicios y tácticas de acción, sin pensar que todo apóstol es un combatiente que ha de unir sus brazos y su espada con los de todos los demás soldados, sacerdotes y seglares, que riñen la misma batalla. La mayor parte de los problemas pastorales que se presentan en una ciudad o en una comarca, deben estudiarse, orientarse y resolverse en común.
En el discurso antes citado, monseñor Riberi añadía:
“Tampoco es posible cuidar de las almas y realizar planes apostólicos y pastorales si se desconocen todas y cada una de las facetas personales y ambientales en que se vive. Hoy se habla de una pastoral de conjunto, que puede resumirse en una acción coordinada y debidamente orientada que, integrando personas e instituciones, persigue en común un fin concreto de evangelización. La historia nos enseña el fenómeno de la acción combinada humana para conseguir frutos más ubérrimos. Si el maquinismo del siglo XIX trajo la integración del mundo laboral en lo material, nuestro siglo está imponiendo la acción asociada en lo científico e intelectual. Hoy todo se planifica. Se conjuntan esfuerzos para conseguir más rápida y fácilmente mayores bienes materiales. Se trabaja en equipo.”
“La Iglesia puede reclamar con mucho más derecho una pastoral de conjunto. La solución a los grandes problemas del mundo moderno requiere la acción combinada de todos, sacerdotes, religiosos y seglares. Resultarían anodinas e ineficaces, ante las dimensiones del mal en el mundo, las actuaciones individualistas o de capillismos cerrados. Por todo ello, una pastoral de conjunto no debe encontrar resistencias ni recelos pastorales, y ha sido para vosotros, jóvenes sacerdotes, una excelente ocasión la convivencia que habéis tenido en estas aulas para forjaros una mentalidad de auténtico equipo apostólico”26.
- Templos, casas rectorales y salones parroquiales
En nuestra diócesis tenemos 97 iglesias y 145 casas rectorales ruinosas, y 642 iglesias y 369 casas rectorales que necesitan fuerte reparación. Conocer esta situación en su conjunto es el primer fruto logrado por la Oficina Técnica de Construcciones Diocesanas. Es grave, como veis, no obstante el enorme esfuerzo que se ha hecho en la diócesis desde el año 1939 hasta ahora, tal como quedó reflejado en la estadística publicada en el Boletín del Obispado, en junio de 1962, número extraordinario.
No podemos permanecer con los brazos cruzados. Si así lo hiciéramos, todo lo que hoy es ruinoso o urgentemente necesitado de reparación, sería, de aquí a diez años, un triste montón de ruinas. No será así, con la ayuda del Señor y con la cooperación de todos. Os pido que cumpláis todas las indicaciones que vaya haciendo el director de dicha oficina técnica, en cuanto a los datos que hay que recoger, las instancias, los expedientes y la forma de realizar las obras. Nos proponemos dejar solucionado este problema en un plazo de cinco años, para lo cual es de todo punto indispensable que hagamos un estudio concretísimo, parroquia por parroquia, de las necesidades existentes y de los sistemas de financiación que vamos a seguir.
Todas las iglesias parroquiales y casas rectorales tienen que estar reparadas, reconstruidas, o construidas de nueva planta, según los casos, antes de cinco años.
Y, a la vez, hemos de construir salones parroquiales en un determinado número de parroquias, que concretaremos según las condiciones de cada arciprestazgo.
- Aranceles y vida económica
Por último, una palabra sobre un aspecto ingrato de la vida parroquial que pide también rectificación y reforma. Es el de los aranceles como medio de sustentación del sacerdote. Si sabias razones fueron introduciéndolos en la vida administrativa del clero, sabios motivos aconsejan hoy ir eliminándolos. Ni podemos proceder en esto precipitadamente, ni demorar por tiempo indefinido una solución mejor que demandan poderosamente muchas circunstancias.
Tenemos que asegurar el decoroso sustento de los ministros de Dios, quienes habiéndolo dejado todo, no han dejado de ser hombres; pero hemos de evitar a todo trance sistemas y modos de actuar que nos equiparan, en la práctica, a los funcionarios de cualquier profesión humana. Los experimentos hechos en muchas parroquias y en algunas diócesis, van abriendo tímidamente un camino que es, sin duda, el que debemos seguir: el de que el pueblo cristiano, como comunidad diocesana y parroquial, provea a las necesidades del culto divino y sus ministros. Habrá que educar su mentalidad y cambiar muchos criterios.
Como también es necesario lograr el apoyo de unas parroquias a otras, mediante una efectiva comunicación de bienes, que mal podremos predicar a los hombres si entre nosotros no la practicamos. Nada haremos sin que preceda el suficiente examen y deliberación; pero habrá que hacer cuanto sea necesario para no limitarnos a lamentar lo que haya de defectuoso e imperfecto. Mientras tanto, no es superfluo advertir que los aranceles hoy existentes obligan en conciencia y nadie tiene derecho a cambiarlos por propia decisión.
En cuanto a la previsión social del futuro del sacerdote –retiro, enfermedad, accidentes, etc.–, confiamos en que las nuevas disposiciones, ya en vigor, permitan solucionar el grave problema que existía. En el momento en que escribo estamos aún pendientes de determinadas regulaciones que establezcan la forma práctica de hacerlo.
La juventud #
Todo este esfuerzo, que tiende a lograr una intensificación de la vida cristiana en nuestra diócesis, será en gran parte inútil si no hacemos objeto preferente de nuestros más solícitos cuidados a las generaciones jóvenes. Ellos son los que, dentro de pocos años, van a tener en sus manos los recursos capaces de imprimir a la vida una u otra orientación. Es la nuestra una juventud rural y campesina en sus cuatro quintas partes; minera e industrial, el resto; y todos, los del campo y de la mina, más expuestos que los mayores a las influencias de que he hablado en la primera parte, agitados por el deseo y, a veces, la necesidad de la emigración, ansiosos de un bienestar que no tienen, conscientes del derecho que les corresponde a una vida mejor en el orden material.
Nuestra preocupación pastoral debe orientarse a que estos cambios inevitables y estos anhelos justificados no se hagan sin la presencia de la Iglesia y del espíritu cristiano. Es inútil oponerse. En las masas rurales fermenta hoy con fuerza incontenible el propósito de alcanzar mejores niveles en todo. Lo que nosotros, como Iglesia, tenemos que hacer es formar núcleos de militantes rurales que, poseídos de un espíritu cristiano limpio y eficaz, serio y consecuente, desarrollen la acción temporal que les corresponde en los medios en que viven, promoviendo e! mejoramiento de todas las estructuras, económicas, sociales y culturales, con la honda convicción de que en nada se opone a ello su conciencia religiosa, sino, por el contrario, en ella encontrarán el estímulo más poderoso y más ajeno a particulares egoísmos.
Esta formación de la juventud, con vistas a una presencia cristiana de testimonio y de transformación, exigirá consiliarios especializados, métodos propios de trabajo, estudios e investigaciones del ambiente, propuestas de creación de obras y realizaciones que, no obstante su finalidad temporal, lleven marcado el sello de un estilo cristiano de ser y de vivir. Los sacerdotes han de ser los primeros en capacitarse para procurar una formación de la juventud que permita ir alcanzando estos objetivos.
Si nos limitamos, en nuestra acción sobre los jóvenes, a tratar de lograr que vayan a la Iglesia, recen y comulguen, y nada más, vendrá pronto una generación que no sólo discurrirá y actuará en todo lo demás con criterio materialista, sino que terminará por no rezar ni entrar en la Iglesia. Se necesita algo más. Se necesita que aprendan a ver en la religión una fuerza que, sin dejar de orientarles hacia la otra vida, tiene también capacidad creadora para mejorar la actual, precisamente por dotar a quien la vive de un espíritu de solidaridad y de amor que puede hacer de cada pueblo una auténtica comunidad en desarrollo incesante. Ya se comprende que la formación de estos núcleos de militantes rurales no se improvisa. Ni se trata de agrupar bloques de elementos bien dispuestos mediante encuadramientos ficticios y superficiales. Apenas sirven para nada, como no sea para hacer número en algún acto piadoso. Tienen que ser hombres y mujeres capaces de poner entre sus preocupaciones cristianas el mejoramiento de las diversiones y la cultura, de la higiene y la vivienda, de la economía y el trabajo, es decir, de todo cuanto ayuda a desintegrar o fortalecer el hecho de la familia.
Habrá que establecer, en diversos puntos de la diócesis, escuelas de formación profesional y social, con las modalidades que requieren las condiciones económicas de nuestras comarcas, para lograr minorías de hombres y mujeres auténticamente cristianas y decididamente activas en las tareas de promoción social de sus convecinos, capaces de hacer que se cumplan las leyes, cuando existen, o de que se promulguen si no existieran y fuesen necesarias para el logro de sus aspiraciones. En la Encíclica Mater et Magistra, S. S. Juan XXIII insiste en la necesidad de actuar y no limitarnos a repetir teóricas formulaciones doctrinales.
Caminos parecidos habrá que seguir, con las naturales y lógicas variantes en cuanto a métodos y propósitos, con aquellos otros sectores de la juventud, menos numerosos entre nosotros, pero igualmente influyentes en cuanto al porvenir inmediato: administrativos, técnicos, industriales, mineros, etc., todos los cuales están necesitados de un serio esfuerzo de evangelización más realista que el que hasta aquí hemos seguido. De lo contrario, se alejarán cada vez más de nosotros.
Los colegios diocesanos de enseñanza media, de que he hablado antes, serán el complemento de esta acción sobre la juventud, que desde ahora queda encomendada especialmente al Instituto Diocesano de Formación y Acción Pastoral y a sus respectivos consiliarios.
De manera particular habrá que cuidar de extender los cursos de formación prematrimonial que amparen y robustezcan los principios cristianos con que los jóvenes deben prepararse al matrimonio.
Es decir, el apostolado con los jóvenes exige, como toda evangelización bien orientada, no que se les separe de la vida en que están sumergidos, para hacerles vivir una piedad aparte, sino, por el contrario, que se les invite a comprender que todo aquello que les atrae y les llena: el amor, las diversiones, la amistad; y todo aquello hacia lo que caminan: la profesión, el trabajo y la economía, el progreso social, puede y debe estar impregnado de espíritu cristiano.
Ambientes obreros #
Si la mayor parte de los habitantes de nuestra Diócesis participan de unas bien definidas condiciones de vida rural y campesina, con sus características propias, las cuales he tenido presentes en la redacción de esta Carta Pastoral, no por eso dejan de existir, aunque sea en menor proporción, núcleos típicamente obreros establecidos en las zonas mineras y alrededor de alguna que otra ciudad, en que se levantan complejos industriales de cierta importancia. También, aunque con carácter más transitorio, han surgido grandes concentraciones de obreros de la construcción con motivo de las obras que vienen realizando las empresas hidroeléctricas.
La pastoral de estos ambientes nos obliga a enfrentarnos con problemas distintos de los que ofrecen las comunidades campesinas. Aquí la descristianización ha adquirido proporciones alarmantes y crece cada día en profundidad. No tienen contacto con el sacerdote, no entran en la Iglesia, no escuchan la voz del Evangelio. Nos consideran, a veces, con muy injusta apreciación, aliados del capitalismo al que odian, o de la política oficial, a la que juzgan conforme a sus criterios. Agitados por una propaganda que no cesa, víctimas de las condiciones adversas de su vida laboral, que se manifiestan, aún más que en la insuficiencia de salarios, en la falta de viviendas adecuadas y en los obligados desplazamientos en busca de trabajo, sufren hondamente las consecuencias de una crisis de reconversión ahora, de estabilización antes, que las pobres estructuras económicas de nuestro país prolongan más de lo que fuera de desear. ¿Sólo las estructuras?
Es indudable que, sin necesidad de pedir a la economía lo que no puede dar de la noche a la mañana, la dolorosa situación de muchas familias obreras hubiera podido aliviarse, de no haber existido un egoísmo tan cruel y tan cerrado en muchos de los que aparecen, a sus ojos, como dueños del capital y de los recursos económicos. Hay algo que los obreros no perdonarán nunca: el lujo escandaloso de las clases altas, la oposición a introducir mejoras a no ser por exigencia de las leyes, el hecho de que cuando se agudizan las crisis sean ellos los que tienen que pagar las más duras consecuencias, y el desprecio a su dignidad humana en los que tienen que tratar con ellos de superior a inferior en el mundo del trabajo.
El lujo desmedido hace que ellos no se sientan satisfechos nunca con lo que ganan y les incita al despilfarro de lo poco que tienen; la falta de espontánea voluntariedad en la adopción de medidas encaminadas a conceder mayores jornales, hace que no agradezcan los que obtienen por imperio de la ley; su conciencia de víctimas injustas en las horas de crisis les hace resentidos; el desprecio a su dignidad fomenta el odio y el ansia de revancha.
Nosotros, sacerdotes, tenemos que actuar a fondo y rápidamente si queremos evitar que se consume definitivamente la trágica separación que existe entre la Iglesia y la clase obrera. ¿Cómo hacerlo? Es la nuestra una postura muy difícil, que exige una gran dosis de espíritu sobrenatural, abnegación sin límites y una paciencia a toda prueba. No se nos pide que seamos líderes obreristas o sociólogos, sino sencillamente sacerdotes de Jesucristo, obsesionados por la idea de que triunfe la justicia y el amor en las relaciones sociales de los hombres.
No debemos ponernos al lado de unos para luchar contra otros, sino insistir a todos sobre sus deberes y obligaciones como el mejor medio para que se respeten sus derechos.
No podemos callar ante las injusticias de que son víctimas los que las sufren, pero tampoco podemos exagerar ni hacernos eco de toda pretensión que se manifieste, a veces apasionada y sin razón.
No podemos admitir la inculpación de demagogia con que fácilmente nos motejan los que a todo trance quieren mantener sus posiciones, sea como sea; pero tampoco nos es lícito dar ningún paso que, con el pretexto de defender al débil, signifique un real desconocimiento de los hechos y una mayor agravación de los conflictos.
Hemos de mantenernos en una independencia absoluta respecto a los poderes políticos y siempre dispuestos a pedir y gestionar, en la medida que nos marque nuestro deber, que se corrijan los graves defectos que puedan existir, pero nos está prohibido socavar el ejercicio de la autoridad competente y hacer nada que fomente la alteración de la paz y el orden público. Hemos de hablar del Evangelio, sí, y de las encíclicas, pero de todo el Evangelio y del contenido total de las encíclicas, sin limitarnos a frases sueltas y sin buscar interpretaciones acomodaticias que van en contra de la verdad.
Por lo cual, nuestra postura es difícil y arriesgada. Es mucho más cómodo y más fácil o callarse del todo, pase lo que pase, o tomar posiciones en una línea simplista de ataque o de defensa de unos contra otros. Pero esto no será jamás el cumplimiento digno de nuestra misión sacerdotal. Como sacerdotes, nuestro objetivo es buscar el reino de Dios y su justicia y hacer que la conciencia de los hombres se abra a sus exigencias. Al obrar así, unas veces nos tratarán de demagogos, otras de cobardes y complacientes; hoy nos acompañarán con sus aclamaciones, mañana nos obsequiarán con su desprecio. Nosotros tenemos que continuar nuestro camino sin permitir que la pasión enturbie nuestra mirada o cambie el sentido evangélico de nuestra palabra. Decía Pío XII:
“Porque ésta es una de las características de nuestros amados hijos, los jóvenes sacerdotes que ansían ir siempre adelante en todos los campos, como quien busca algo indefinible, algo nuevo, sobre todo en el campo social, cuyas exigencias cada vez más se imponen por sí mismas. En todos los momentos y en todas las oportunidades, esta Cátedra de Pedro no ha dejado de iluminar cada uno de los problemas y de dar las oportunas directivas, según las circunstancias lo iban pidiendo. Por eso mismo hoy querríamos limitamos a recordaros:
- Que para vosotros, progreso no significa una búsqueda ansiosa de principios nuevos, sino más bien la aplicación más exacta de aquellos antiguos y eternos que en el Evangelio han tenido su formulación principal.
- Que eso mismo debe procurarse, no en forma agitada y tumultuosa, sino más bien con la habitual prudencia y medida que el espíritu maternal de la Iglesia sabe poner en todas las cosas, tan contrario a toda violencia y a cualquier otro exceso, que no podría ir de acuerdo con la función sacerdotal.
- y que debe huirse, sí, de la pasividad y aun de la tranquila e interesada aquiescencia, que podría tener, incluso, aire de complicidad en un determinado sentido, pero sin caer en el exceso de entregarse completamente al sentido opuesto, ignorando que el ministro del Señor tiene una misión determinada en la que entran todos los elementos que forman la sociedad, y no hoy preferentemente los unos y mañana exclusivamente los otros”27.
Este es el verdadero espíritu con que el sacerdote debe lanzarse al campo del apostolado social. Tenemos el más ardiente interés en lograrlo en nuestra diócesis, y creemos fundadamente que, si se obra así, las clases obreras no verán en la Iglesia una institución inoperante que nada significa para su vida, sino lo que en verdad es por la misión para la que Cristo la fundó, el medio de salvación de los hombres todos, y el más seguro camino de paz y de justicia, también en este mundo.
Nuestra conducta debe ser tal que ni nos pidan más de lo que debemos hacer, ni se sientan defraudados por lo que no hacemos, debiendo hacerlo; que no nos mezclen en su visión y en sus juicios sobre los problemas sociales, con quienes defienden intereses o situaciones injustas; que vean a la Iglesia como algo aparte y distinto, y a nosotros, los hombres de la religión y el Evangelio, como interesados, ante todo, sobre todo y siempre, en el bien de las almas y el triunfo de la virtud sobre el pecado, sufriendo con el que sufre y predicando amor, servidores y no dueños, procurando siempre la justicia, aunque aparezcamos impotentes para lograr su establecimiento en la tierra. Que si tal impotencia se diera, a pesar de nuestro afán y nuestra lucha, no mereciéramos ser acusados por ellos de complicidad con quienes se opongan al avance de la justicia, sino que nos consideren más bien como humildes apóstoles de Jesucristo, que, al igual que su Maestro, no logran de la libertad humana todo lo que piden y desean, como no lo logran respecto a otras clases de pecados y desórdenes a que todos, obreros y patronos, pobres y ricos, se entregan, con ofensa para Dios y grave perjuicio de los hombres. Porque no solamente van contra la justicia y el orden social los abusos en el orden del capital y del trabajo, sino también la desenfrenada lujuria que destroza las familias, la soberbia cegadora y destructiva, el escándalo que arrastra a los hijos hacia los abismos del mal, la blasfemia, la disipación de las costumbres, el odio y el rencor.
Será también eficaz entre la clase obrera, como entre toda clase de hombres, un apostolado sacerdotal que deje ver el espíritu de Cristo, su amor y su desprendimiento, su unción y sacrificio, su sinceridad y su consecuencia hasta el fin. Cuando el sacerdote aparece como tal, íntegra y exclusivamente sacerdote en su acción continuada dentro de una feligresía obrera, quizá no logre resolver el problema social que allí se padece, pero sí que logrará realizar una labor de evangelización auténtica, que se traducirá en respeto y amor a la Iglesia, a la que él representa.
Un San Vicente de Paúl, y con él cuantos han seguido sus pasos, lograron despertar un amor vivo a la Iglesia, por parte de los más abandonados, que no se ha extinguido nunca. Cuando murió la fundadora de las Hermanas de la Cruz, su cadáver fue transportado a hombros de los obreros por las calles de Sevilla, en plena República.
Me doy cuenta de que no podemos limitarnos a esto. Que es necesario reformar las estructuras y que, en nombre también del Evangelio, hemos de esforzarnos para introducir en el corazón de la sociedad el fermento de justicia que elimine las causas del desorden. No obraríamos bien si, pudiendo hacer que las llagas no se produjeran, creyéramos que cumplimos con nuestro deber con sólo besárselas al pobre en cuyas manos aparecen. Hacer Evangelio es también predicar la doctrina social de la Iglesia, y no han prestado menores servicios a ésta un monseñor Ketteler o un León XIII que un San Vicente de Paúl. Es más, la evolución social del mundo moderno, la conciencia de sus derechos que hoy tienen los hombres y la decantación a que se ha llegado en la estimación y búsqueda de objetivos en el mundo económico-laboral, harían que nos acusaran de un pecado de omisión si dejásemos de intentar las debidas reformas, aunque nos considerasen santos por el ejercicio heroico de la caridad. Los que piensan, saben, y ello no debe molestarnos, que la Iglesia lleva dentro de sí una fuerza capaz de hacer cosas más grandes que recoger a un niño abandonado o curar las llagas de un enfermo, con ser esto tan hermoso.
Lo que quiero decir es que, sin renunciar a esto, que requiere en muchos casos especial preparación, los sacerdotes todos, sin más que seguir la línea sencilla de nuestra misión apostólica, los obispos, las órdenes y congregaciones religiosas, todos cuantos representamos más visiblemente a Jesucristo en este mundo, podemos hacer una inmensa labor de evangelización de las familias obreras hoy alejadas de la Iglesia.
Podemos predicar mejor la palabra de Dios, atender más solícitamente a los enfermos, vivir y establecer nuestra vivienda junto a ellos, educar a sus hijos en escuelas y colegios fundados y llevados por nosotros; desprendernos de tesoros suntuarios y superfluos si ello es necesario para subvenir a las graves necesidades que padecen, de instrucción, de salud y de vivienda; negarnos el tiempo libre y las complacencias de la amistad para atenderles mejor; montar servicios asistenciales que les ayuden a resolver las dificultades en que se ven envueltos por su ignorancia y su debilidad; crear centros sociales tendentes al desarrollo de la comunidad; girar continua y ordenada visita parroquial a sus familias para estimular su vida cristiana; evitar todo cuando nos dé aspecto de funcionarios burocratizados, en pugna con los valores del espíritu que proclamamos. Es tanto y tan importante lo que podemos hacer…
Para lograrlo, es mi propósito crear la Comisión Diocesana de Apostolado Social, que se encargará de ordenar y fomentar todo cuanto a este campo corresponde, con vistas a la acción evangelizadora posible y necesaria en las zonas más características de la Diócesis. Que los hombres no puedan nunca acusarnos de que pudimos reformar injustas estructuras sociales y no lo hicimos por desidia y cobardía; que Dios no tenga que pedirnos cuenta de que estaba en nuestra mano realizar tareas más sencillas, pero igualmente o más evangélicas, y no lo hicimos por caer en la presunción de ser sociólogos, olvidados de nuestra más humilde y más eficaz condición de sacerdotes de Cristo.
Importancia grande tiene también en este apostolado, la formación de militantes obreros de la JOC y la HOAC, masculina y femenina, que en el propio ambiente del trabajo ofrezcan su ejemplo, su doctrina y su amor, en busca de la justicia y del orden. La actuación cristiana es indispensable, por lo cual estas organizaciones deben merecer todo nuestro apoyo. Pero una evangelización completa no se hará, ni podrá hacerse jamás, sin el sacerdote.
“Los representantes de Aquel que había sido enviado evangelizare pauperibus (Lc 4, 18) y que pudo decir misereor super turbam (Mc 8,2), no permanecerán nunca insensibles ante ningún dolor; pero tampoco se desplazarán ordinariamente de su cátedra, de su confesonario y de su altar para ocupar tribunas o cargos que no les corresponden. El sacerdote será siempre sacerdote, porque ha recibido un carácter espiritual e indeleble que debe reflejarse en todos los momentos de su vida y en todas sus actuaciones. Ni hay que creer, por eso, que su actuación en pro de sus hermanos ha de ser menos eficiente. Manteniéndose él dentro de su campo, predicando y difundiendo la fraternidad cristiana y la auténtica caridad, rechazando el espíritu de discordia y exhortando a la comprensión, recordando a todos sus propios deberes y defendiendo los derechos de todos, conservará la Iglesia, que él representa, apartada de las cuestiones puramente temporales, para poder ejercitar siempre con independencia su altísima misión. Porque, en realidad, todas las demás soluciones del problema social, si no parten de estos principios, carecen de base y la experiencia enseña en qué excesos y en qué errores desembocan”28.
“Para un cristiano, la solución de tantos problemas como impone la organización social de nuestros días no puede estar en una lucha exacerbada, hasta llevar a la exasperación y la ruptura, sino más bien en una armonía sabiamente buscada a la luz de los principios eternos y diligentemente procurada de común acuerdo. Más allá del campo de la justicia, de esta justicia que no hay dificultad en exigir cuando se hace con espíritu sano y con medios lícitos, se extiende el dominio mucho más dilatado de la caridad, donde será menester acudir cuando no basten las soluciones que la justicia procura”29.
Conclusión #
He aquí, queridos sacerdotes, los principales puntos de reflexión que he juzgado oportuno ofreceros en este momento. Cada uno de ellos podrá ser desarrollado más ampliamente según las circunstancias lo vayan aconsejando. Por ahora es suficiente para tener trazado un cuadro de conjunto de lo que deben ser nuestras inquietudes pastorales y las líneas de acción por donde debemos caminar.
La respuesta a la pregunta sobre cuál es el estado actual de la vida cristiana en nuestra diócesis, y qué perspectivas ofrece para el futuro, está indicada. Si obramos todos conforme a estas directrices, podremos mirar con confianza el porvenir. Os pido a todos serena meditación, sentido de responsabilidad, espíritu sobrenatural a toda prueba.
1 Pío XII,A los neosacerdotes del Colegio Español, de Roma,el 22 de marzo de 1956:Ecclesia,16 (1956) 358.
2 Pío XII,A los neosacerdotes del Colegio Español, de Roma,el 21 de marzo de 1957, enDiscorsi e Radiomessaggi di S.S. Pío XII,vol. XIX, 49-50.
3 Pío XII, Discurso preparado y no pronunciado, al Seminario Regional de Apulia,aparecido enL’Osservatore Romano,17 de octubre de 1958;Ecclesia18 (1958) 482.
4 Pío XII, Enc. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 690.
5 Pío XII, Al Sacro Colegio y Episcopado Católico, 2 de noviembre de 1954: AAS 46 (1954) 675.
6 Pío XII,Carta al Cardenal Feltin en el III Centenario de la muerte del Venerable Olier,25 de marzo de 1957: AAS 49 (1957) 275.
7 Pío XII, Enc. Menti Nostrae:AAS 42 (1950) 666.
8 Pío XII, A los párrocos y predicadores de Roma,27 de marzo de 1953: AAS 45 (1953) 224.
9 Pío XII, En la inauguración del Pontificio Colegio Americano,15 de octubre de 1953: AAS 45 (1953) 680.
10 Pío XII, A los párrocos y predicadores de Roma, 14 de febrero de 1956: Ecclesia 16 (1956) 266.
11 Pío XII, ibíd.
12 Pío XII,Discurso al Seminario Regional de Apulia: Ecclesia,18 (1958) 480.
13 Pío XII, Al Episcopado de Bolivia, 23 de noviembre de 1941.
14 Pío XII, Enc. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 664.
15 Pío XII, ibíd.: AAS 42 (1950) 698.
16 Pío XII,Discurso al Seminario Regional de Apulia: Ecclesia18 (1958) 481.
17 Ecclesia 24 (1963) 304.
18 PíoXII,A la VI Semana Italiana de Adaptación Pastoral,14 de septiembre de 1956: AAS 48 (1956) 707.
19 JuanXXIII, Enc.Sacerdotii Nostri Primordio, 1 de agosto de 1959: AAS 51 (1959) 550ss.
20 Pío XII, Al arzobispo de Zaragoza, 24 de mayo de 1939.
21 Pío XII, Discurso al Seminario Regional de Apulia: Ecclesia18 (1958) 482.
22 Pío XII, Enc. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 694.
23 Pío XII, A los párrocos y predicadores de Roma, 13 de marzo de 1943: AAS 35 (1943) 113ss.
24 Pío XII, Enc. Mystici Corporis Christi: AAS 35 (1943) 321.
25 Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu: AAS 35 (1943) 321.
26 Véase la nota 17.
27 Al Convictorio Sacerdotal de la Diócesis de Barcelona,14 de junio de 1957:Ecclesia 17 (1957) 701.
28 Pío XII,A los Rectores de los Seminarios Mayores de América Latina,23 de septiembre de 1958:Ecclesia18 (1958) 373.
29 Pío XII,Al Convictorio Sacerdotal de la Diócesis de Barcelona, 14 de junio de 1957:Ecclesia17 (1957) 701.