Prólogo de la obra del P. Edwin Gordon, titulada «Catecismo del santo Rosario», 1988.
Accedo gustosamente a prologar este libro de mi antiguo alumno del Colegio Inglés de Valladolid, el P. Edwin Gordon. Lo hago con la nostalgia de aquellos años y el recuerdo afectuoso de mis ya dispersos alumnos; afecto que, en la circunstancia personal del P. Gordon, se hace especialmente vivo.
Pero lo hago también con la convicción de que este librito será de gran utilidad para los católicos de habla inglesa. Porque no basta que exhortemos a los fieles a rezar el Rosario; hay que ayudar también a comprenderlo. Y pienso que el autor lo consigue con este Catecismo del santo Rosario: por su contenido doctrinal bien fundado bíblicamente; por su lenguaje asequible; por su presentación en forma de breve comentario a los quince misterios.
Son innumerables los testimonios del Magisterio a favor del Rosario desde San Pío V y sobre todo desde León XIII. Y también han sido muchos los grandes hombres fieles al Rosario: Francisco Suárez, Carlos V, Felipe II, Ozanan, el libertador García Moreno, el héroe irlandés O’Donnell, Miguel Ángel, Haydn, Bossuet, Lacordaire, Pasteur, Paul Claudel, los mariscales Foch y Liautey, y hasta nuestro Unamuno.
Pero “ha sido sobre todo la misma Madre del Señor la que en Lourdes y particularmente en Fátima ha invitado maternalmente a recitar cada día y de forma devota el santo Rosario”1.
Rezamos en el Rosario el Padrenuestro y el Avemaría. La primera es la hermosa plegaria, que nos enseñó Jesucristo y que siempre se ha rezado en la Iglesia. La segunda no consta que se recitara antes del siglo XII. Es en la segunda mitad de este siglo, cuando se inicia, desarrollándose a lo largo del siglo XIII, siendo completada con la segunda parte ya en el siglo XV.
Precisamente en esta época –siglos XIII-XV– cristaliza el Rosario bajo el impulso de santo Domingo de Guzmán y sus dominicos, muy singularmente del Beato Alano de la Roche. Primero, se desarrolla como “guirnaldas” de avemarías, adoptando el título de “Salterio de la Virgen”, cuando se estructura de forma parecida a la actual: 150 avemarías en 15 decenas, imitando los 150 salmos del Salterio. Muy pronto –quizá ya en el mismo siglo XIII– se asoció a estas oraciones la meditación de los misterios. En cuanto a las letanías de alabanza a María, las más antiguas parecen ser del siglo XII (códice de Maguncia). Pero desde finales del siglo XVI se adoptó las que se cantaban en Loreto, las letanías “lauretanas”.
Para los católicos de hoy no es pequeño estímulo a rezar el Rosario el ejemplo del Santo Padre. La imagen conmovedora del Papa orando con el rosario en la mano ha llegado a todo el mundo. Especialmente en la solemne inauguración del Año Mariano 87-88. Suyas son estas palabras: “La certeza de que Jesús está con vosotros, mientras meditáis con el rosario, os debe dar coraje para pedirle, por intercesión de la Virgen, la paz y la justicia para la Iglesia y el mundo”. Si la Virgen lo quiere, si la Iglesia lo pide y el mundo lo necesita, ¿lo rechazaremos nosotros?
Y no se diga que es monótona la reiteración de avemarías. Pues “el amor no tiene más que una palabra y, diciéndola siempre, no la repite nunca” (Lacordaire). O en palabras de Pío XI: “La piedad, lo mismo que el amor, no se cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras; y el fuego de la caridad que las inflama, hace que siempre contengan algo nuevo”.
Toledo, Fiesta de Nuestra Señora del Rosario 1988.
1 Juan Pablo II, 25 IV 87.