El Seminario, «comunidad pobre»

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El Seminario, «comunidad pobre»

Homilía en la Misa de apertura del curso 1990-91 de los Seminarios diocesanos. 29 de noviembre de 1990. Texto en Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, diciembre 1990, 612-618.

Parece que era ayer cuando nos reuníamos aquí mismo para clausurar el curso académico 1989-90. Ha pasado el verano y ya nos encontramos de nuevo aquí para inaugurar el nuevo que ahora comienza, el de 1990-91. Y, como siempre, invocamos al Espíritu Santo, solicitando confiados su luz, su fuerza, su benevolencia, su protección divina. Yo quiero hacer, con muy honda fe, con muy honda piedad, con muy honda esperanza, esta invocación al Espíritu Santo: Veni, Pater pauperum; Veni, dator munerum; Veni, lumen cordium. Consolator optime…

Porque yo quiero hablaros de eso, de que esta comunidad tiene que ser una comunidad de pobres, de espíritu de pobreza.

Me doy cuenta de que estamos celebrando este acto casi coincidente con el que se celebra en Roma –total, con un día de diferencia–, para inaugurar el Sínodo que se va a dedicar a reflexionar sobre este tema, el de la formación en los seminarios y la formación de los sacerdotes. Todo el tiempo que la Iglesia dedique a esta tarea está justificado. De aquí depende todo o casi todo; si aquí acertamos, los caminos que se abran serán certeros; si aquí fallamos, todo se irá hundiendo poco a poco. Por eso hay que invocar al Espíritu Santo, para que Él nos ayude a ir conformando esta comunidad del Seminario.

La enseñanza del Vaticano II #

Cuando inaugurábamos el curso del 88 os hablé de que el Seminario tenía que ser una «comunidad orante»; en el siguiente, de «comunidad evangelizada y evangelizadora». Ahora quiero hablaros de «comunidad pobre», comunidad de hombres de corazón pobre, comunidad que ame la pobreza. Precisamente es nuestra Madre del cielo, la Virgen María, la que pronunció aquel himno que pertenece a las grandes proclamaciones proféticas que tenemos en el Antiguo Testamento; ese himno, dentro del cual aparece aquel verso en que Ella misma proclamaba: Esurientes implevit bonis: et divites dimisit inanes: a los hambrientos, a los pobres, a los necesitados, los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos. Ella era pobre, Ella era humilde; porque vio la humildad de su esclava, el Señor la llenó de su bendición. Se estaba refiriendo a Dios Padre; y Dios Padre realiza esta acción por medio del Espíritu, esurientes implevit bonis.

Hablo de esto, y para hacerlo muy brevemente, he leído, una vez más, el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis, el número 17. en el que trata de estas cuestiones. El Papa lo comentaba este verano, en una de las meditaciones dominicales a la hora del Ángelus, el 8 de julio, en la que hacía un leve comentario casi repitiendo los textos de dicho decreto. Pero añadía algo muy importante, y que yo me gozo en repetir. Decía el Papa que los sacerdotes y los seminaristas deben dar gracias a Dios por los beneficios que han recibido para su decoroso sustento; deben dar gracias a Dios, y a la vez discernir sabiamente, no sea que se dejen llevar por el ansia de bienes temporales, lo cual les perjudicaría muy gravemente a ellos y a su misión. Y después de estas palabras cita de nuevo el Presbyterorum Ordinis, y se complace en aquellas hermosas frases del documento: «Sean invitados, sacerdotes y seminaristas, considérense invitados a abrazar la pobreza voluntaria, a imitación de Cristo que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos a todos con su pobreza».

Sean invitados a dar este ejemplo al mundo, a este mundo nuestro en que aparece, con tanto ardor y tanta virulencia, un vicio capital: la codicia; es un mundo que está enloquecido por el afán de poseer, de tener; es un mundo loco; y mientras sea así, podemos decir que el espíritu del mal está dentro de su corazón. Las gentes que se dejan llevar por este espíritu mundano, están locas, quieren poner todos sus afanes y sus alegrías en los bienes pobres de este mundo, y se equivocan trágicamente.

Por eso el Concilio dice: es necesario que los sacerdotes den ejemplo de que aceptan la pobreza dignamente y con gozo; que den ejemplo para, de esa manera, convencer a las gentes, con los hechos, de que hay valores superiores a todos los bienes terrestres; y el sacerdote tiene que ser un representante que vive esos valores superiores, por encima de toda codicia. Este mal de la codicia hace a las gentes olvidarse de que, junto a la necesidad de tener bienes para el sustento necesario y decoroso, hay que pensar en el uso de esos bienes también prestando atención al fin social que tienen.

De esto se olvidan las gentes; que el sacerdote no se olvide, le pide el Concilio; nos lo recuerdan las páginas del Evangelio, tantas y tantas, en que encontramos a Jesús pobre hasta el punto de no tener donde reclinar su cabeza, mientras lo tienen las raposas del campo y los pájaros del cielo. El Hijo del Hombre no tenía nada. Jesús se mantuvo así y no pidió nada nunca; siempre estuvo dando todo lo que había venido a dar el Hijo de Dios, a través del Hijo del Hombre; todo hasta su propia vida, para ejemplo nuestro.

Pastores, no mercenarios #

Por eso yo pido que en el Seminario haya espíritu de pobreza. La institución ha de tener todos los bienes que necesite para que cumpla sus fines; la institución, si quiere formar intelectualmente a los alumnos, tiene que tener unas aulas y unas bibliotecas y unos profesores; si quiere asegurar la salud de los alumnos, ha de darles una alimentación adecuada, de tal manera que, en la época de la vida en que están, en su juventud, no les falte lo necesario para su desarrollo corporal; si quiere atender a sus alumnos en orden a su educación física, ha de procurar que existan esos campos de deportes, más o menos aptos, más o menos precarios, pero algo…; la institución ha de tener los bienes que necesita para realizar su misión: antaño podía haber una máquina de escribir; hoy necesitamos 50, o 100 ordenadores, los que sean. Pero las personas, los superiores, los que vivís aquí en el Seminario, profesores y alumnos, tenéis que dar ejemplo de desprendimiento, de pobreza, de renuncia voluntaria. El Concilio es muy expreso en este punto, cuando dice que los sacerdotes nunca tengan afán de aumentar sus caudales con lo que puedan percibir, como si ése fuera el fin al que tienen que atender; al contrario, han de practicar la caridad, han de contribuir a que existan fondos comunes en las diócesis, que se ayuden unos a otros, que se busque ese digno bienestar entre todos. ¡Sí que es posible lograrlo, porque cuando el pueblo nos ve así, desprendidos, no falla, sigue también aportando con su generosidad todo lo que puede!

Cuando obramos así somos buenos pastores; cuando no, podemos ser mercenarios. Mercenarios, ya lo sabéis, merces-mercedis, premio, salario, ganancia. El mercenario es el que vive su vida y la realiza pensando en el salario que gana, y no busca más; el mercenario es el que está pendiente de la retribución que percibe, y lo demás le importa poco; el mercenario no cuida de las ovejas; el mercenario está atento solamente a las horas que le obligan, y a unas normas que permitan que el trabajo sea casi automático; no pone su alma, no es un pastor bueno; el mercenario tampoco está pendiente de si va a venir o no el lobo; es decir, si amenaza el peligro de la secularización, de la increencia, de la pasión desordenada; él lo único que busca es cumplir el horario, recibir el salario y gozar después de su descanso. Por eso, muchas veces, en la vida civil, y también en la vida eclesial, se dan estos fenómenos; porque en la vida civil pueden darse –como decía en un discurso el Cardenal Herrera Oria– médicos mercenarios, que simplemente se limitan a lo mínimo indispensable, sin poner empeño en curar al enfermo; o maestros mercenarios, que no se ocupan de fomentar las capacidades de inteligencia y demás facultades de sus alumnos, sino que cumplen estrictamente su tarea, de una manera escuálida y pobre; o políticos mercenarios, que únicamente buscan su beneficio personal, o el del partido, sin mirar el bien del pueblo o de la sociedad a la que tienen que atender.

Pues esto se puede dar también en los sacerdotes: y precisamente he recordado y vuelto a leer ese discurso de don Ángel Herrera, en que, hablando de esto, menciona unas palabras de San Agustín, que dice hablando de los pastores de la Iglesia: lupus, fugiendus; pastor, laudandus; mercenarius, tolerandus. Del lobo hay que huir; al auténtico pastor hay que alabarle; al mercenario hay que tolerarle; porque daño no hace, pero su papel es muy triste, se limita a cuidar un poco, mientras le señalan un horario, una misión determinada y nada más. Es lo mismo que decía el gran Obispo de Hipona comentando el Evangelio de San Juan, y concretamente el pasaje del Buen Pastor: «Presidimos, en tanto en cuanto aprovechamos y servimos» …

Cuidad, superiores del Seminario, de que estos alumnos vivan el espíritu de pobreza; que no les falte lo necesario para su salud y para la atención que merecen todos los aspectos de la formación académica, espiritual y humana; pero que no se prive a nadie de que se despierte en sus almas la necesaria atención a la mortificación; que haya aquí alumnos que sepan mortificarse, que aquí se viene a ser pobres, no a pedir nada, a darlo todo.

La caridad, fuente de la pobreza #

Hay muchas personas que están ayudando al Seminario para que la institución marche bien, y también para que los alumnos que lo necesitan y merezcan reciban ayuda económica y puedan continuar su formación sacerdotal. Pero cuando se dé el caso de alguien que pretende aprovecharse en este orden de cosas, yo digo aquí, solemnemente, este día, al comenzar el curso: señor rector, hay que avisarle, y si no se corrige inmediatamente, hay que decirle que éste no es su camino, ni ésta es la casa en que debe estar.

Mucha generosidad, mucho desprendimiento, para que cuando salgamos al mundo y vivamos en los diversos ministerios que tenemos que vivir, puedan los hombres ver, con nuestro testimonio, que hay algo más importante que el poseer, y es el ser y el darse en nombre de nuestro ideal, el más alto de la tierra.

Se necesita tener, para el comportamiento de nuestra vida ministerial, profesional, en el ámbito civil, algo más que entusiasmo, necesitamos mística, y mística no hay más que una: la mística de la caridad de Dios y del amor a los hombres. A veces esta palabra se emplea abusivamente, y se habla de la mística comunista, la mística social, la mística nacionalista. Pero eso no es mística, eso serán ardores entusiastas, servidumbres de una ideología. La verdadera mística es la de la caridad de Dios, y con la sociedad, y con los hombres; con el mundo y con la época en que nos toca vivir, para dar un testimonio ejemplar y vivo, capaz de despertar en los demás el deseo de imitar a Aquel a quien servimos.

Hemos terminado el año centenario de la construcción de nuestro Seminario Mayor. Por aquí han ido pasando en el curso anterior, grupos de sacerdotes, el rector me iba informando continuamente, y yo he sentido en muchos momentos el deber de dar gracias a Dios, por lo que significaban esos grupos sacerdotales que aquí han venido, y que después están aportando unas cantidades para fundar una beca. Dios se lo pague, yo se lo agradezco mucho. Que este año conmemorativo permita iniciar la nueva etapa que ahora emprendemos, tratando de superar todo lo que antaño se vivió.

Los centenarios ignacianos #

No puedo terminar sin a la vez referirme a otro acontecimiento muy digno que va a vivir la Iglesia en este tiempo: el Año Ignaciano, que precisamente se abrió hace un par de días, en Loyola, con motivo del quinto centenario del nacimiento de San Ignacio (25 diciembre 1491), y de los cuatrocientos cincuenta años de la fundación de la Compañía de Jesús, en virtud de la bula del Papa Paulo III Regimini militantis Ecclesiae (28 noviembre 1540). Esta Orden, tan distinguida y de tantos merecimientos en la Iglesia, precisamente por sus constantes servicios a la misma, ha dado al mundo entero no pocos santos y sabios que se han volcado siempre por el bien de las almas y la gloria divina. Merece que la recordemos a lo largo de este curso.

Yo os pido, desde ahora, superiores y profesores, que no dejéis de organizar actos académicos, manifestaciones culturales o literarias que ayuden a conocer más y más la rica personalidad del fundador y su intensa espiritualidad, que no es otra que la de los Ejercicios, hoy patrimonio de todos nosotros, en los cuales hemos forjado y reavivamos constantemente nuestra propia espiritualidad sacerdotal.

Además, quisiera que promovierais actos de carácter religioso, en concreto los que permitan ganar el jubileo concedido por el Papa, acudiendo, el Seminario como tal, así como las parroquias y las distintas organizaciones laicales, a la iglesia de los PP. Jesuitas cuantas veces se considere oportuno. Es preciso que vivamos este centenario y nos aprovechemos de las gracias sobrenaturales que puede reportarnos.

No olvidemos que aquí, en nuestra ciudad y en la iglesia de la Compañía, están enterrados dos jesuitas insignes: el talaverano P. Juan de Mariana (1536-1623) y el P. Jerónimo Ripalda (1537-1618), gran teólogo y autor del célebre y popular Catecismo, con el que se han educado en la fe innumerables hombres y mujeres de España. También descansan allí los restos mortales del padre y de los dos hermanos jesuitas asesinados el año 1936 por su condición de religiosos y de apóstoles de Jesucristo.

Por aquí han desfilado, a través de la historia, y en estos últimos años, otros muchos jesuitas eminentes, beneficiándonos con sus ejemplos y sus trabajos pastorales. La diócesis les está muy agradecida.

El Papa ha dirigido una preciosa carta al Padre General, y en él a toda la Compañía de Jesús, carta que deseo que se publique en el Boletín Oficial de nuestra Diócesis para que todos los sacerdotes podáis leerla y meditarla. Servirá, ante todo, para la propia Compañía, que también necesita reflexionar hondamente sobre su carisma fundacional y sobre lo que los Papas y los superiores generales le están diciendo, para que realice bien su misión y oriente con plena seguridad su afán de atender las exigencias de la justicia en el mundo de hoy, sin desviarse un ápice de lo que el Magisterio de la Iglesia le va señalando. Y nos servirá a todos para alentar nuestra vida en el espíritu y para dar más y más espíritu a nuestros trabajos pastorales.

Por lo demás, tengo mucho gusto en encomendar el curso que comienza a la intercesión de San Ignacio de Loyola y a la de tantos jesuitas santos, para que nos alcancen de Dios nuestro Señor gracias abundantísimas que permitan progresar a nuestros Seminarios en todo aquello que contribuya a la santificación de sus alumnos, de sus profesores y superiores, a mayor gloria de Dios. Así sea.