Homilía en la Misa del Espíritu Santo, con motivo de la apertura del curso 1992-1993 en los Seminarios diocesanos. Texto en BOAT, octubre-noviembre 1992.
Queridos hermanos:
Saludo con mucho gusto a todos vosotros, Rectores, Superiores, Profesores de nuestros Seminarios y demás Centros de formación sacerdotal. También a ustedes, representaciones de Autoridades civiles y militares, y a cuantos estáis aquí presentes. A todos vosotros, queridos alumnos.
Supongo que estarán también los cuatro diáconos, que ayer terminaban los Ejercicios Espirituales, para poder ordenarse de presbíteros mañana en la Catedral. Es una coincidencia preciosa; porque este año hacemos la solemne inauguración de curso, con el acto litúrgico y el posterior, académico, con un poco de retraso, por las circunstancias, bien conocidas, de los diversos viajes que he tenido que hacer, particularmente el de Roma, para la beatificación de ese monje cisterciense, bien conocido y amigo vuestro, seminaristas: el Beato Hermano Rafael. Esto nos ha retrasado un poco la celebración del acto solemne, pero nos ha traído estas consecuencias, no pensadas, de que se inaugure hoy el curso, y mañana, cuatro sacerdotes más. Es espléndido, y uno siente el deber de dar gracias a Dios, muchas gracias a Dios por tantos dones de su Espíritu Santo, que se nos están dando continuamente.
Saludo también, de manera especial al Señor Rector del Seminario Menor, porque hoy es la fiesta de Santo Tomás de Villanueva, el gran santo, Arzobispo de Valencia, oriundo de nuestras tierras manchegas; y además, Don Argimiro, Rector, tiene el privilegio hoy de enriquecer su juventud con la experiencia de consumir un año más; y por eso lo celebra de una manera particular, y nosotros le felicitamos y nos alegramos.
Como felicitamos también a un nuevo Rector, el de Santa Leocadia, y a los demás Rectores de otros centros; y a los alumnos todos, mayores y pequeños. Los pequeños y los más pequeños, a quienes he dirigido una tierna mirada, como la que ellos merecen, según pasaba junto a ellos. Empezáis hoy a ser testigos de estas celebraciones y, quizá pronto, llegue un día en que seréis participantes con alguna actuación vuestra en la liturgia, en el Menor o en el Mayor. Es una larga carrera la que tenéis que recorrer. Dios haga que vuestros pies sean ligeros, y para eso, que lo sea también vuestra alma; para ir viendo con la prudencia que da el tiempo y los auxilios que recibiréis de vuestros educadores, qué es lo que tenéis que decidir en el momento de las decisiones. Las que se toman, en diversas ocasiones, a lo largo del curso del Seminario, que comprenden bastantes años. Bienvenidos seáis todos.
El lema para el nuevo Curso #
He hablado otros años, en ocasiones como esta, sobre el Seminario comunidad orante, evangelizadora, laboriosa, etc. Pues, se me ocurre hoy que debo hablar del Seminario como comunidad receptora. ¿Por qué?
Porque en la oración de la Misa del Espíritu Santo pedimos «que Dios nos haga dóciles a su Espíritu» y «que el Espíritu nos haga dóciles a sus inspiraciones».
Docilidad receptiva. Pero docilidad es algo más, y por eso he dicho comunidad, no receptiva, sino receptora.
Primera reflexión: el respeto cordial a la institución #
Cuando se trata de una institución de la Iglesia, en la que la Iglesia pone su alma, su corazón, su pensamiento, el que vive en ella, el que trata esa institución, tiene que respetarla mucho. Mucho, porque no es una institución que nace de la deliberación de un grupo de hombres más o menos competentes. Ahí ha actuado el Espíritu Santo. Y el hecho de mantenerla y autorizarla constantemente con sus atenciones, –la Iglesia presta mucha atención a los seminarios– significa que estamos en presencia de algo en que el Espíritu Santo se recrea. En una institución como el seminario, hay años, tiempo, personas, lecciones, experiencias, sufrimientos, alegrías, esperanzas, talentos, reflexiones. Todo esto es muy serio.
Al Seminario no se puede venir, así, de cualquier manera, y a cambiar las cosas, porque a mí me parezca. Esto sería absurdo. Una institución de la Iglesia, una orden religiosa, una congregación, un determinado apostolado impulsado, promovido y querido por la Iglesia, deben ser recibidos por aquellos a quienes tales instituciones se dirigen, con todo el respeto, con todo el cariño, con toda la docilidad de su alma. Así es como hay que responder. De lo contrario, se cometería la torpeza insigne de sobreponer el propio juicio a algo que viene adornado y fortalecido por el peso de los siglos, de las experiencias, de la santidad de muchos, etc. Y esto es lo que ocurre en el seminario. Por eso, hay que venir al mismo, y seguir en él, con espíritu receptor. Poco a poco, el alumno va viendo hasta qué punto es capaz de disponerse así. Y llega un día en que, a lo mejor ve, con ánimo sereno, que no es capaz, y que no debe seguir por ese camino, y busca otro. Y esto es todo; los demás continúan. Pero, cambiar por cambiar, no.
Cuando yo vine aquí, los seminaristas mayores en la Diócesis no llegaban a veinte. Y me dijeron bastantes profesores y superiores que lo mejor era cerrar el seminario y enviar los alumnos que quedaban a algún centro, como por ejemplo, a Salamanca. Yo, naturalmente, me opuse de una manera total. Hoy, y a esta misma hora, está inaugurándose el curso en una diócesis que hasta aquí no ha tenido seminario propio, porque lo tenían en Valencia, y es Albacete. El Señor Obispo me llamó para invitarme a ir a la inauguración de curso y naturalmente yo le dijo que no, porque tenía que estar aquí; pero que me alegraba infinito de que el esfuerzo que han venido haciendo para recuperar el seminario, que un día empezó a funcionar cuando la diócesis fue erigida, haya sido tan eficaz, que empieza hoy el curso con toda plenitud y con un buen número; me parece que treinta y tantos alumnos.
Respeto a la institución. Fomentar dentro de ella todo lo que pueda tender a fortalecerla, hermosearla, ayudarla. Esto sí. Pero el abandonismo y la acción puramente subjetiva de que cada uno imponga sus criterios etc., esto es totalmente absurdo.
Segunda reflexión: la actitud receptora #
Esta reflexión va expuesta de manera particular a vosotros, los seminaristas. ¿Habéis leído el Libro de Samuel? Sin duda, los mayores lo habéis leído. Habéis leído la historia de Samuel, el jovencito, el hijo de Ana, de Ana que suspiraba por tener un hijo y Dios se lo concedió. Y entonces ella lo consagra al santuario. Y vivía en el santuario de Yahvé ya mayorcito, pero muy joven; al lado del sacerdote Elí, cuyos hijos daban muy malos ejemplos, por lo cual, Dios los castigó y a él también, al sacerdote, porque no les corrigió.
Allí estaba Samuel, que una noche, cuando está dormido, muy cerca de Elí, oye una voz: «Samuel». Y él se levanta y acude a Elí, creyendo que era él quien le llamaba. «Aquí estoy, Señor, háblame». El sacerdote dice «No, no te he llamado, vuelve a dormir». Y así dos y tres veces. Y el jovencito que se levanta y acude. Con docilidad, muy receptor, disponiéndose a captar todo lo que Dios pueda decirle por medio de Elí. Pero no es Elí quien llama, es Dios mismo.
Y al fin, Dios se le revela, después de tres momentos de búsqueda y de incertidumbre. Una carrera sacerdotal, diríamos, la de aquella noche; un esfuerzo continuado de docilidad, de búsqueda inocente y limpia de alma, ateniéndose a lo que allí estaba determinado, con enorme respeto. Y Dios le habla, y le encarga que diga a Elí, tal y tal cosa. Él, él, el jovencito; él tiene que decírselo, a ese sacerdote Elí, que no ha sabido corregir a sus hijos.
¡Qué página tan hermosa para los jóvenes con fe, para los jóvenes del santuario, para alumnos como vosotros, mayores y pequeños! ¡Qué bien expresa esa página de la Biblia lo que debe ser la actitud receptora de esta institución y de cuantos moran en ella! Porque aquí también se oye la voz de Dios, a través de la Iglesia que os llama y que os dice lo que habéis de hacer. Y la actitud vuestra ha de ser así: generosa, decidida, limpia, y siempre acompañada de la gracia de Dios, solicitada constantemente en vuestra oración diaria.
¡Oh, hermosas vidas, las de estos jóvenes, seminaristas buenos, que se dan cuenta muy bien de qué es lo que dejan y qué es lo que buscan! ¡Seáis benditos y Dios os acompañe siempre!
Tercera reflexión: la fe de la Iglesia #
Lo que no se puede tener hoy es la actitud del conformismo a priori con el mundo en que vivimos. No, no. Hay que saber nadar contra corriente. Ya sabemos que el mundo hoy se nos presenta con su modalidad, sus exigencias, su ambientación, sus influjos y, claro, de esto participan muchos, y sucumben también. Y así, por ejemplo, no se puede en un seminario mantener y cultivar la fe subjetiva de cada uno, si no es después de recibir la fe objetiva. La fe es la fe de la Iglesia, es el Credo. Y nuestros seminaristas tienen que procurar en todo momento, en su lenguaje, en su estudio, en su reflexión, tener muy claras las afirmaciones de la fe. Como, por ejemplo, harán los profesores al terminar la Misa, con el Juramento de Fidelidad. Es la fe de la Iglesia, de la que hay que hablar en los Seminarios. No de la fe en un sentido vago, personalista. No. Es la fe del hombre arrodillado que recita el Credo, los Artículos de la fe. Sabe en qué consisten, los retiene, los explica, si llega el caso, según el comportamiento de cada uno.
Hoy se habla también de la persona humana, los derechos que tiene esta persona; es necesario pues, se dice, vivir el ambiente del Evangelio, ser testigos. No pida usted a los jóvenes de hoy que sean piadosos, como antes. Hoy tienen que aparecer así, como muy de nuestro tiempo; porque el Evangelio es vida; ahí están los signos de los tiempos.
Sí, sí, es verdad todo esto. Pero en ese Evangelio hay, por ejemplo, esta frase: «Yo no he venido a traer la paz, sino espadas; y el hijo se pondrá contra su padre; la hija contra su madre y la nuera contra su suegra, y dentro de la misma casa el hombre y la mujer tendrán sus enemigos». Son palabras de Jesucristo. De manera que, cuando decimos “hay que ser como hoy”, “jóvenes de hoy”, de acuerdo, pero con el Evangelio íntegro; no disimulado, sino con todo lo que él nos pide.
Lo mismo cuando decimos que “hay que acompañar, acompañar al hombre de hoy”. Hay que acompañar, hay que hacer una vida normal; el sacerdote no es un ser raro; no tiene por qué aparecer un raro en el pueblo, en la ciudad, en la academia, en la cátedra; no es un raro. Es un hombre que va con los demás, pero que tiene una misión: ¡encender la llama, encender el fuego, dar luz!
¿Ah, sí? Y como tiene que ir con los demás, tiene que hacer la misma vida que los demás. Entonces, ¿por qué llamó Jesucristo a doce, y les separó, y les cultivó, e hizo que estuvieran con Él un largo tiempo? Y sólo cuando están así, muy preparados, muy distintos a los demás, en cuanto al capital que llevan y el que manejan, el Espíritu Santo, Pentecostés, los lanza al mundo. Y entonces esos hombres van a acompañar a los hombres. Acompañaron a las comunidades nacientes y por todas partes por donde fueron, iban apareciendo los rastros y las consecuencias hermosas de una acción evangelizadora, que el mundo no había conocido hasta entonces.
Acompañaron, pero fueron mártires, murieron. Porque el mundo, llega un momento que dice: “yo no acepto esto, por lo que sea”; razones políticas, razones morales, sociales. Todos murieron mártires. De manera que: ¡Mucho cuidado, Superiores, Profesores, con todas vuestras influencias sobre los alumnos! Este capital precioso que tenéis en las manos; formadles bien. Dad lo mejor de vuestra alma al ofrecer lo que el Seminario puede ofrecer.
Que Dios nos bendiga a todos a lo largo de este curso que iniciamos con tan buenos deseos.
Y con alegría, con esa alegría que nos viene por el hecho de que la prensa nos habla hoy de la llegada del Papa a Santo Domingo, y de las cosas que ya ha empezado a decir, con gran verdad y sensatez, refiriéndose a la obra evangelizadora de España en el Nuevo Continente.
No puedo menos de evocar también el recuerdo de aquella Misa en Rito Hispano-Mozárabe, en la Basílica Vaticana, presidida por el Santo Padre. Fue un 28 de mayo, un día de inusitada alegría para todos los que pudimos estar allí presentes. Que también la experimentemos hoy, para nuestro consuelo y para fortaleza de nuestro espíritu.