Prólogo para la obra de José Ramón Díaz Sánchez-Cid titulada «El Seminario Conciliar de Toledo. Cien años de historia (1889-1989)», 1991
Nos hallamos ante una obra conmemorativa, una obra que quiere festejar los cien años de una institución tan importante para la Diócesis cual es el Seminario. Porque –como decía en mi exhortación Pastoral “Un seminario nuevo y libre”– “el porvenir religioso de una diócesis depende en gran parte del seminario diocesano”. Y hablar aquí del Seminario es aludir al sacerdocio de Cristo, perpetuado en los hombres elegidos por Dios y facultado para transmitir a la humanidad la redención salvífica. El Seminario es una realidad –“institución, lugar, tiempo, método”– que de un modo u otro tendrá que existir siempre si queremos que haya sacerdotes, porque éstos no nacen ni se improvisan, se han de preparar y se preparan debidamente. Luego, tendremos que formarlos como la Iglesia quiere y dispone.
Nuestro edificio del Seminario Conciliar de San Ildefonso ha cumplido un siglo (1889-1989). ¿Hay mejor manera de celebrar semejante efemérides que sacar a la luz pública un libro con lo más destacado de su historia? Porque nuestro Seminario, como toda institución humana, tiene también su historia y ha de hacer memoria de sí mismo, no para contemplarse narcisistamente en el espejo de sus propias glorias o para echarse en cara sus errores y carencias con una actitud de enfermiza autocensura, sino para valorar los méritos y trabajos de tantas personas sencillas y generosas que, con sus inevitables deficiencias humanas, han empleado sus energías y tiempo en tan laudable tarea. Este libro pretende ser un homenaje –póstumo en muchos casos– a todos aquellos –hombres y mujeres– que han dejado jirones de su corazón entre las piedras de este edificio, cuyo centenario acabamos de celebrar.
Habría que citar, en primer lugar, a los doce Cardenales-Arzobispos –a comenzar por D. Miguel Payá y Rico, que inauguró el actual edificio– que, a lo largo de estos cien años, hemos pastoreado la Archidiócesis de Toledo, haciendo del Seminario objeto de nuestra predilección y nuestros desvelos. Y con nosotros los quince Obispos que nos han auxiliado en esta tarea pastoral.
Dieciocho fueron los rectores del Seminario durante este periodo, de ellos, catorce, miembros de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, que se encargaron de la dirección del Centro, a partir de 1898, con Don Remigio Albiol como primer Rector Operario. Al momento de su inauguración ocupaba la rectoría Don Antonio Pinet. El que estuvo más años en el cargo –desde 1951 hasta 1970-– fue Don José Estupiñá. Uno de ellos, Don Santiago Martínez Acebes, fue hallado digno del episcopal.
Y con los rectores colaboraron otros muchos –superiores y profesores– que recibieron también la misión de formar a los futuros sacerdotes de la Iglesia. Unos se ocuparon de la disciplina, otros de la administración; los más de la instrucción académica y algunos, de modo específico, de la vida espiritual de los seminaristas ¡Cuánto hemos de estimar la labor abnegada de estos superiores, que han consagrado su tiempo y su vida a tan hermosa tarea! ¡Qué inmenso el trabajo educativo llevado a cabo por tantos profesores competentes, profesores que han preparado con rigor sus clases, que se han esforzado por encontrar el mejor método pedagógico para sus explicaciones, que han enseñado con humildad y discreción s discernir entre la verdad y el error o la ambigüedad, que han sabido armonizar las nuevas adquisiciones del saber con el núcleo sustantivo de las enseñanzas perennes de la Iglesia, sin sucumbir al ídolo efímero de lo novedoso! ¡Cuánto entusiasmo, ardor y vibración espiritual el derrochado en sus clases de Filosofía, de Teología, de Derecho Canónico, de Historia y de Sagrada Escritura! Todos ellos merecen nuestro agradecido recuerdo. Son muchos y grandes los esfuerzos desplegados y las energías gastadas por unos y otros en esta descomunal e insoslayable tarea eclesial, para que puedan pasarnos desapercibidas.
Tenemos que referirnos también a los miles de jóvenes que se han sentido llamados por Cristo a seguir el hermoso camino del sacerdocio, que han ingresado en el Seminario, teniendo que superar con frecuencia serias dificultades, que han frecuentado sus aulas, han paseado por sus patios y claustros, han rezado fervientemente en sus capillas, han trabajado con ahínco en sus salas de estudio y en sus propias habitaciones y han compartido preocupaciones, gozos, pesares y aspiraciones en su recinto.
De esta ingente multitud de jóvenes seminaristas, alrededor de 1.419 alcanzaron la cima del sacerdocio. Algunos llegaron a ser obispos de diócesis españolas como Sigüenza, Plasencia, Jaca, Lérida, Zamora, Salamanca, Murcia, Albacete, Palencia, Guadix, Oviedo, Cádiz y Ciudad Real. Muchos han ejercido y ejercen todavía en importantes y variados campos de la pastoral y de la cultura. Entre ellos se cuentan misioneros, profesores, periodistas, capellanes castrenses, párrocos, etc. Algunos de los que llegaron al sacerdocio han destacado en el mundo de la política, el periodismo y la cultura. Otros, por desgracia, abandonaron el ministerio orientando sus vidas por derroteros varios.
Hay que destacar también, especialmente en estos últimos años, la presencia en el Seminario de alumnos de las más diversas nacionalidades: chinos, alemanes, irlandeses, polacos, mexicanos, venezolanos, puertorriqueños, argentinos, guineanos… También ellos han contribuido a enriquecer y potenciar la vitalidad de nuestro Seminario.
Próximos al centenar han sido los discursos inaugurales, que se han pronunciado con ocasión de la apertura del Curso Académico. El primero de ello llevaba por título “De ortu et progressu Seminariorum Hispanorum praesertim” y fue leído en 1889 por un sacerdote sonsecano, el Dr. Don Saturnino Martín-Bendinos y Marín, párroco de santa Leocadia y profesor de Teología Moral en el Seminario. Pero los actos culturales celebrados durante estos cien años han sido innumerables y algunos de gran valor. Unos se han desarrollado en el ámbito interno del Centro; otros han tenido mayor proyección al exterior: A aquellos pertenecen las Academias públicas; entre estos pueden citarse veladas literario-musicales, obras de teatro, conciertos, viajes culturales y de apostolado, conferencias, semanas vocacionales, pastorales o teológicas, publicaciones de revistas y libros, congresos, cursillos, visitas de importantes personalidades del mundo eclesial y cultural, etc. Por su relevancia cabría destacar la Semana pro-Seminario de 1935, las Conversaciones de Toledo (desde 1973 hasta 1981), las Semanas de Teología Espiritual organizadas por el C.E.T.E (ininterrumpidas desde 1975), los Congresos Internacionales de Estudios Mozárabes, las visitas del Papa Juan Pablo II y la Madre Teresa de Calcuta –con carácter privado–, las Jornadas de Derecho Canónico y el Encuentro de Patrólogos, viajes de peregrinación y cultura a Italia, Tierra Santa, Francia y Alemania, etc.
Factor importante en la vida del Seminario ha sido siempre el Reglamento: una ordenación clara y precisa de la vida interior y académica del Centro. No hay institución humana que no disponga de una reglamentación clara y precisa, de una cierta reglamentación, que dé a conocer las metas, el sendero y el ritmo por las que han de regirse las conductas de sus miembros. Es ese conjunto de normas que determinan los derechos y deberes de unos y otros, y los de la propia institución, de modo que puedan servir al bien de todo y al de la Iglesia que la hace suya. Carecer de tales reglamentaciones, más que síntoma de madurez y de progreso –como se ha dicho– es en realidad un peligroso indicio de falta de compromiso y de servicio. Porque los reglamentos no esclavizan ni ahogan, cuando los llamados a cumplirlos y a hacerlos cumplir son hombres maduros, con personalidad, con ideales, con el sincero deseo de que el bien comunitario triunfe sobre el larvado individualismo.
Los seis reglamentos promulgados –en 1891,1893,1924,1947 y 1989– durante estos cien años dan buena cuenta de la vida disciplinar y académica, que han regido siempre, con más o menos acierto, en el Seminario. Todo lo que contribuye o pueda contribuir a la formación del futuro sacerdote –oración privada y litúrgica, estudio, clases, deporte, convivencia, trato con los superiores, recreación, paseos, excursiones, viajes, etc.– ha tenido su espacio y su tiempo en la vida diaria de este centro educativo. En él muchos jóvenes aprendieron a conocer a Dios, a tratarle en la intimidad, a doblegarse a su voluntad, a mortificar sus pasiones, a asimilar virtudes ocultas, a abrirse a los dones del Espíritu, a renunciar a ciertos amores legítimos por el Amor, a respetar y compadecerse de los hombres con misericordia evangélica, a introducir en los hombres la esperanza en la vida eterna, a vivir la fuerza redentora del dolor. Es esta religiosidad profunda, centrada en Jesucristo, fundada en la Eucaristía, enternecida por los rasgos maternales de la Virgen, asimilada en el silencio de la meditación y de la oración personal de cada día, y modelada por la penitencia y la mortificación, la que ha infundido esa fuerza insospechada, esa luz y equilibrio fecundos y armónicos que hemos visto resplandecer en tantos sacerdotes.
Los horarios, acreditados por la tradición y la práctica misma, son la expresión más palpable de esta configuración del tiempo con vistas a la educación del seminarista.
Es verdad que en determinadas épocas los reglamentos o la aplicación de la normativa contenida en ellos han podido pecar de rigidez y uniformismo disciplinar, fomentar una especie de aislamiento artificial en relación con el mundo, o favorecer una cierta despersonalización en un régimen de comunidad masiva. Con todo, no tenemos motivos para ser tan exacerbadamente críticos con lo nuestro. También en esos seminarios de antaño se formaron innumerables jóvenes que más tarde llegaron a ser sacerdotes excelentes; más aún, heroicos hasta el martirio cruento. Es cierto, además, que a aquellos momentos sucedieron otros de relajación disciplinar y desestima de todo lo que mostrase apariencia de reglamento. El seminario, como toda institución humana, ha tenido, tiene y tendrá sus deberes propios. Lo importante es que dispongamos de sensibilidad e inteligencia suficientes para captarlos y nos empeñemos con todas nuestras fuerzas, cada uno desde el lugar que le corresponda, en subsanarlos. Pero ¿qué obispo no ha tenido en su mente una idea de seminarista libre en sus opciones, maduramente responsable, dispuesto a participar en la marcha del Seminario, dotado de sentido crítico, hombre de fe y de recto amor al mundo, capaz de iniciativas generosas, no alejado de los hombres y, a la vez, centrado en Dios y con un profundo amor a la Iglesia? Hoy, al menos, aquellas acusaciones de aislamiento artificial y deshumanizante no son en modo alguno sostenibles. La relación continua de los seminaristas con sus familias y amigos, la facilidad que existe para viajar y comunicarse con otros, los periodos nada cortos de vacaciones escolares, las lecturas y medios de comunicación social al alcance de todos, no permiten lanzar con honradez semejante reproche.
A la sombra del Seminario Conciliar de San Ildefonso han nacido en nuestra diócesis otros Seminarios: el Mayor de Santa Leocadia, para la formación de adultos; el Seminario de Misiones de Operarios del Reino de Cristo, y el de Nuestra Señora de la Oliva de los Cruzados de Cristo Rey. ¡Bienvenidas sean todas las iniciativas que tengan por objeto el crecimiento armónico de la Iglesia! Contarán siempre con mi estímulo y respaldo episcopal.
No hay mayor alegría para el Pastor de una diócesis que contemplar el continuo florecer y madurar de las vocaciones sacerdotales bajo la siembra de su palabra y con la generosa colaboración de su presbiterio diocesano. Porque el sacerdote fiel es “el hombre que por su ministerio puede señalar con objetividad la grandeza del destino humano, mover a la práctica del bien, fundamentar en un amor puro las relaciones humanas, hacer entender el sentido del dolor y de la muerte, y mantener irrompible el hilo de la comunicación de los hombres con Dios concretada en la esperanza cristiana”. Ningún hecho religioso, signo sagrado, institución o agente evangelizador proclama con tanta fuerza como el sacerdote la acción redentora de Cristo entre los hombres. Nadie como él cuida, hace fructificar y sirve ese inestimable capital constituido por la palabra de Dios, los sacramentos, la liturgia, la capacidad transformadora del amor cristiano, la gracia, el Espíritu Santo que mueve los corazones, la Virgen María, el Señor Jesús, la vida de Dios para el hombre.
Por ello habría que decir que si no hubiera sacerdotes habría que inventarlos. El Seminario no los inventa, pero los configura según el modelo de Cristo y de su Iglesia. La actuación ministerial del sacerdote exige, pues, una formación adecuada que, normalmente, sólo se adquiere en el seminario. “Cultura eclesiástica y profana en grado suficiente, santidad de vida, virtudes sobrenaturales y desarrollo de una equilibrada capacitación humana, aceptación gozosa de sacrificios y renuncias por amor a Cristo y para mejor servicio de los hombres, obediencia a la Iglesia cuando nos la pide, fe ardiente, oración y contemplación del misterio de Dios Revelado, firmeza frente a las tentaciones del mundo, caridad con todos, fidelidad a las promesas libremente hechas, a la verdad de que la Iglesia es depositaria por voluntad del Señor, al código moral que Cristo promulgó en la Nueva alianza”. Y cuando se educa en la fidelidad a Cristo, a la Iglesia y a la propia vocación y misión, se obtienen resultados.
Era este resurgir de las vocaciones sacerdotales en nuestro Seminario de Toledo el que me permitía, hace tan solo unos años, escribir: “La hora de los Seminarios vuelve. Silenciosamente más bien. Vuelve porque tiene que volver. Porque Dios sigue llamando por medio de su Espíritu; porque el sacerdocio es ineludiblemente necesario para ayudar al hombre en su salivación; porque la Iglesia posee una ardiente hermosura que seguirá despertando el deseo de entregarse, totalmente, al sagrado ministerio que ella nos propone; porque la necesidad que experimenta el corazón humano es hoy más viva que nunca; porque hay muchos jóvenes dispuestos a dejarlo todo y seguir a Jesucristo”.
+Marcelo González Martín, Cardenal
Arzobispo de Toledo- Primado de España
Año 1991
Varios