El Seminario y el futuro de la Iglesia

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El Seminario y el futuro de la Iglesia

Exhortación pastoral, febrero de 1976: texto en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, abril-mayo, 1976, 211-216.

Queridos diocesanos: La festividad, ya próxima, del Patriarca San José me impulsa a dirigiros esta comunicación para solicitar vuestra atención y vuestro apoyo en favor del Seminario diocesano. De él depende el futuro de la vida de la Iglesia en nuestra Diócesis de Toledo y, por lo mismo, merece el máximo interés por parte de todos nosotros.

Situación actual #

Nuestro Seminario está logrando una estabilidad y un perfeccionamiento progresivos que nos invita a trabajar cada vez con mayor decisión y entusiasmo en la doble línea de renovación y fidelidad que venimos marcando, y que es una exigencia clara del Concilio Vaticano II.

De 17 alumnos que había en el Seminario Mayor en 1972 hemos pasado a 59 en el momento actual. En los primeros cursos del Seminario Menor hay 132; en BUP. 44; en 6º de Bachillerato, 21; en COU, 12. Es un número notable de alumnos que esperamos aumente en los próximos años.

La vida académica adquiere también niveles cada vez más altos y no cejaremos en el empeño de conseguir toda la perfección deseable: profesores especializados y plenamente dedicados, bibliotecas actualizadas, cátedras bien dotadas, cursillos complementarios, métodos pedagógicos adecuados.

La mayor parte de nuestros alumnos pertenece a la Diócesis, pero sus puertas están abiertas para acoger también a otros, y nos sentimos dichosos de tener en estos momentos 16 alumnos de diversos países americanos enviados por sus obispos para que puedan encontrar aquí la debida formación. Deseamos ayudar a la Iglesia de Hispanoamérica, movidos por la misma lógica interna que nos induce a enviar sacerdotes a aquellos países más necesitados aún que el nuestro.

Preparación para el sacerdocio #

Nuestro Seminario no tiene otra finalidad más que la de preparar a los jóvenes para el sacerdocio. Tanto el Menor como el Mayor son eso, y nada más que eso: Seminarios que tratan de cultivar la posible vocación sacerdotal de los jóvenes conforme a la pedagogía que exigen las diversas edades, y de acuerdo con las orientaciones que ha señalado clarísimamente el Magisterio de la Iglesia.

De ahí que la formación que en el Seminario se ofrece haya de estar orientada a lograr una espiritualidad sacerdotal específica, no simplemente cristiana. No hay ni puede haber lugar para la duda ni para la dispersión. Los alumnos del Seminario no pueden ser simples estudiantes de Bachillerato, ni simples matriculados en un curso de estudios filosóficos o teológicos. Son, con todos los discernimientos y determinaciones atemperadas a la edad y al ejercicio de su libertad, aspirantes al sacerdocio de Cristo, y cuentan, para alcanzar su propósito o para renunciar a él, con la gracia de Dios, con la ayuda de su Obispo y sus educadores y con la propia capacidad de obrar libremente, la cual, lejos de encontrar obstáculos de parte de nadie, se verá favorecida en todo momento conforme lo exige una responsabilidad que soy el primero en sentir como Obispo diocesano.

Responsabilidad que nos obliga a despojarnos de toda ambición meramente numérica y de cualquier falta de respeto a la libertad de cada uno, pero que igualmente nos urge a afirmar con toda claridad lo que somos y lo que queremos ser. Un aspirante al sacerdocio en nuestro Seminario ha de centrar su vida espiritual en torno a estos ejes: Jesucristo, eterno Mediador ante el Padre y Redentor del mundo: gracia santificante, como don de la redención para liberar al hombre, ofrecida a través de los canales específicos que Cristo instituyó y no dejó a la arbitrariedad de las decisiones espontáneas; Iglesia que guarda autorizadamente la palabra, el Sacramento y la autenticidad de la acción pastoral directiva y transmite este triple depósito por medio de hombres que ella elige y consagra, sin merma de lo que al Pueblo de Dios corresponde de un modo global y participado, perdón de los pecados, confirmación en la fe, y sacrificio eucarístico, aparte los demás signos sacramentales, como realidades sobrenaturales no manipulables que hacen vivo el amor de Dios y la esperanza de salvación en medio del mundo, y se mantienen institucionalizadas y confiadas, por voluntad del Señor, a quienes juran o prometen una fidelidad específica y determinante, no para convertir la caridad de la salvación en juridicismos excluyentes, sino, por el contrario, para asegurar la permanencia y la fiel transmisión de los dones del verdadero amor.

Dentro de estas claves fundamentales cabe todo el despliegue, siempre fecundísimo en la historia de la Iglesia, de las mil formas de ejercer el sacerdocio para poder provocar continuamente el choque buscado de los grandes amores: el de Dios que nos salva en Jesucristo, y el de la respuesta del hombre evangelizado en una parcela o en la totalidad de su existencia, o en la dimensión social de la vida de un pueblo, o en el alma que inspira a toda una civilización.

Lo que no cabe es la perplejidad temerosa, la cobardía ante lo profano o por desconocimiento o por adulación o por idolatría; la falta de contemplación del misterio de Dios y de oración diaria o de obediencia fecundadora y amorosa; la mezcla de apetencias mundanas y de actitudes sacras; la confusión entre libertad que dignifica y complacencias bastardas que ahogan el espíritu; el insensato desprecio del Magisterio de la Iglesia, la frivolidad y el diletantismo en los ministerios; la falsa encarnación en los problemas de los hombres, pues falsa es cuando, en lugar de iluminarlos señalando a todos actitudes limpias, se cae en el halago a unos o a otros; la repetida injuria a la liturgia o a los dogmas de la fe; el laxismo moral que reduzca el Evangelio a una mera proclamación de derechos interhumanos en la tierra; la piedad rutinaria y sin vida; el sacramentalismo deformante y abusivo del signo instituido por Cristo, más a propósito para adormecer conciencias que para facilitar respuestas generosas y comprometidas. Nada de esto cabe en una vida sacerdotal, y, por lo mismo, tampoco puede caber en un Seminario, salvadas siempre la forma y la proporción en que tales exigencias deben ser vividas.

Para el hombre y para el Evangelio #

Tratar de lograr que el Evangelio sea conocido y vivido por el hombre, abrir caminos para que el encuentro entre el hombre libre y el mensaje de Cristo se haga posible con el fin de extender así los frutos de la redención, es la tarea indeclinable y fundamental del sacerdote, según nos recuerda el lema que este año preside la campaña del Seminario. Del Secretariado de la Comisión Episcopal competente hemos recibido una instrucción muy orientadora en este sentido, cuya lectura recomendamos con el mayor interés.

Se acercan para España días llenos de incertidumbre, en que, dejando a un lado los problemas puramente políticos y los que nacen de una coyuntura económica difícil y una presión internacional de signo contradictorio, tenemos la obligación de preguntarnos sobre el porvenir de nuestra fe, particular y colectiva, la de cada uno de nosotros y la del pueblo español.

Sea cual sea el trabajo y los métodos de evangelización que hayamos de seguir o perfeccionar, una cosa está clara: sin sacerdotes no será posible evangelizar en el sentido pleno de la palabra.

No nos basta esa apelación continua y siempre vaga al sentido cristiano de la vida, al compromiso del amor en el servicio al hombre, a la tensión creadora que inquieta el corazón y busca la reforma de las estructuras sociales, a la lucha evangélica por la justicia. Todo lo que tienen de hermoso contenido estas formulaciones se disuelve o se adultera, cuando faltan en la evangelización la oración y la adoración, la esperanza en la vida eterna, el reconocimiento del pecado y el dolor por haberlo cometido, el recurso necesario a los sacramentos tal como la Iglesia nos lo enseña, la aceptación de la cruz como signo distintivo de los discípulos de Cristo. El sacerdote está llamado a ofrecer con paz y con humilde amor a todos, la síntesis completa de la doctrina, los medios de vida y las aspiraciones santas que un cristiano ha de tener presentes si quiere ser hijo fiel de la Iglesia.

Para eso están los seminarios, para preparar a los futuros ministros de Dios a fin de que faciliten a los hombres el encuentro con el Evangelio y con Cristo. No se puede seguir dudando de la identidad sacerdotal. No se puede seguir permitiendo la existencia de un Seminario en que los jóvenes no se sientan gozosos de ofrecerse a Dios en la radical novedad de una misión propia, especifica, única, que les pide estar en el mundo sin ser del mundo.

Repetimos con profunda veneración las siguientes palabras del Papa:

«Nos parece que el primer trabajo a desarrollar ha de ser el de llevar los ánimos de los fieles a una más profunda toma de conciencia del valor y de la indispensabilidad del ministerio sacerdotal en el plano de la salvación. Es necesario reaccionar contra la mentalidad que tiende a disminuir la importancia de la presencia del sacerdote… Pero el problema de las vocaciones no se limita a la fase de reclutamiento de los candidatos al sacerdocio. Es necesario, además, todo un conjunto de esfuerzos y de cuidados, a través de los cuales el germen depositado por Dios en el ánimo de los jóvenes pueda alcanzar una madurez, y sobre todo fructifique y sea perseverante. En este punto pensamos naturalmente en los seminarios… Será necesario trabajar decididamente para elevar su nivel espiritual y para que se conviertan, como siempre han sido en la Iglesia, en lugares verdaderamente privilegiados de piedad, de estudio y de disciplina. Se deberá hacer desaparecer con todo esfuerzo ese clima de conformidad con el mundo, de flojedad en el espíritu de oración y de amor a la cruz, que desgraciadamente intenta penetrar en no pocos de ellos, si no queremos ver comprometido todo esfuerzo generoso en este sector tan delicado y vital para la Iglesia»1.

Ayuda generosa #

Os agradezco mucho, Superiores, profesores y actuales alumnos del Seminario, el ejemplo de seriedad que estáis dando, atentos a lo que la Iglesia os pide en esta hora, tal como el Santo Padre y vuestro Obispo diocesano lo proclaman. Hemos de seguir sin vacilar por este camino.

Como también a los sacerdotes de la Diócesis, fieles colaboradores llenos de sensatez y de equilibrio, que os complacéis en el decidido propósito de colaborar en esta tarea transcendental para la Iglesia.

Promoved, junto con las comunidades religiosas, con las familias, con los fieles de vuestras parroquias, jornadas de oración y reflexión sobre la vocación sacerdotal. Hablad a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes, para que piensen en la posible entrega de sus vidas al ideal del sacerdocio.

Y ayudadnos también económicamente cuanto podáis. Os pido que exhortéis a todas las personas e instituciones, a las que pueda llegar vuestra voz, a que ofrezcan sus donativos y aportaciones en la colecta que ha de celebrarse el día de San José. En todas las Misas de ese día, en las iglesias parroquiales y en las de comunidades religiosas abiertas al culto, vosotros, sacerdotes y religiosos, hablad del Seminario, y pedid a los fieles que nos ayuden cuanto puedan. Hemos de aspirar a que, sin ningún posible abuso, los alumnos y las familias cooperen a los gastos de la pensión global que el Seminario señala; pero también a que ningún joven, que esté necesitado y merezca ayuda, deje de recibirla por parte de nosotros, toda la comunidad diocesana, que debemos considerar como propio el deber de sufragar los gastos que la estancia en el Seminario ocasiona.

Dios nos ayudará más a nosotros si nosotros ayudamos así a su Iglesia.

Os bendigo con todo afecto en el Señor.

1 PabloVI, alocución a los participantes en el Congreso de estudio para las vocaciones eclesiásticas, 21 de noviembre de 1973: apud Insegnamenti di Paolo VI, XI, 1973. 1.134-1.136.