Conferencia cuaresmal a los jóvenes en Toledo el 13 de Marzo de 1972
Os saludo con el mejor sentimiento y el mejor afecto de mi alma y desde ahora os ofrezco mi bendición y mis pobres plegarias, en las cuales pediré al Señor que Él haga descender copiosamente sus gracias sobre vosotros.
Saludo y bendigo a todos aquellos a los cuales pueda llegar mi voz a través de Radio Toledo. A los demás jóvenes que no pueden estar aquí, particularmente a aquellos que, por sus trabajos, por su enfermedad, por las diversas limitaciones que pueden sufrir, se encuentran con ese obstáculo que vosotros habéis podido vencer para venir aquí esta tarde. Y, ante todo, quiero también expresaros mi sincero agradecimiento por vuestra presencia. Gracias, jóvenes, gracias.
Habíamos pensado, cuando me hablaron de estos actos cuaresmales, sobre el lugar en que podrían celebrarse, y me ofrecían diversas oportunidades, pero fui yo mismo el que indiqué que prefería la iglesia, el templo, la casa de Dios. No por nada, simplemente por dar a estos actos un carácter plenamente religioso. Y el hecho de que vosotros hayáis respondido de esta manera, con vuestra presencia tan copiosa aquí, me confirma en que aquella decisión no fue desacertada.
Necesitamos encontrarnos mucho en la iglesia, no porque no tengamos que encontrarnos en los demás lugares donde se desarrolla nuestra vida: la casa, la fábrica, el centro académico, incluso el lugar de honesta diversión; todo ello merece la atención del hombre. Pero hay un lugar sagrado que es el que tiene como destino natural recibir a aquellos que vienen en nombre de su fe para escuchar la Palabra de Dios y para rezar y cantar las alabanzas al Señor. Sin respeto humano, sin ninguna clase de complejos, sin triunfalismos de ningún género, simplemente atentos a la voz de su conciencia y a las exigencias de su condición cristiana. Y esto es lo que habéis hecho vosotros al venir aquí, con una respuesta colectiva que yo os agradezco vivamente.
Me siento feliz de que el primer contacto, un poco continuado, que puedo tener con un grupo numeroso en la ciudad de Toledo, capital de la archidiócesis, me siento feliz, digo, de que este contacto sea con vosotros, jóvenes.
Y no porque merezcáis una frase particular de halago ni de complacencia, que vosotros mismos rechazaríais, no; yo no soy partidario de esas frases de complacencia halagadora; cada edad tiene sus propios valores, tiene sus propias limitaciones y ofrece sus propias esperanzas. La vuestra también. Pero hay en la edad juvenil algo que no existe en las demás edades, y es que tenéis en las manos el porvenir. Por poco tiempo, queridos jóvenes; porque también la juventud pasa pronto. Pero al fin y al cabo ahora sí, lo tenéis en vuestras manos. Y durante unos años, al menos, vais a ser protagonistas, en la ciudad y en el ambiente en que vivís, de la vida joven y agentes de esperanza en el mundo, capaces de darle una orientación en un sentido o en otro. Después, enseguida vendrán otros que os suplantarán a vosotros.
Esto es lo que tenéis de propio y particular, el que el porvenir está en vuestras manos. Y en este sentido merecéis una atención especial. Yo os la quiero prestar con todo cariño. Dios me dé salud y fuerza para ir llegando, poco a poco, a todas las personas y a todos los lugares de la diócesis, para esto, para llevar a todos mi palabra de paz, de bendición y de amor.
La predicación, misión del obispo #
Mi misión es predicar la Palabra de Dios. Entre los deberes de los obispos, éste es uno de los más fundamentales, al cual no puedo renunciar mientras tenga voz, ya que de él ha de pedirme cuenta Dios nuestro Señor. Y esto es lo que voy a hacer estas noches con vosotros, y la próxima semana con personas adultas, hombres y mujeres, a los cuales también hemos invitado para que se reúnan en esta iglesia.
Predicar la Palabra de Dios. Mirad cómo termina San Mateo su Evangelio. Lo concluye narrando cómo Jesús se despide de sus Apóstoles: Y acercándose Jesús habló en estos términos: A mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las naciones bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado; y estad ciertos que yo mismo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 18-20). Este es el último párrafo del Evangelio de San Mateo, el encargo solemne que hace Jesús a sus discípulos cuando les despide para irse Él al cielo. Id y predicad, enseñad todo cuanto yo os he mandado, y yo estaré continuamente con vosotros, hasta la consumación de los siglos. Esta es nuestra misión, queridos jóvenes, la de los obispos y los sacerdotes. No ella sola, pero sin ella no podemos cumplir con nuestra obligación sagrada.
Ved cómo termina su Evangelio San Marcos:Al fin, se apareció a los once Apóstoles cuando estaban a la mesa y les dio en rostro por su Incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos(Mc 16, 14). Es el reproche postrero que hace el Señor a sus discípulos, el de no haber creído. Por último, les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura; el que creyere y se bautizare se salvará, pero el que no creyere será condenado… Y sus discípulos fueron y predicaron en todas partes, cooperando con ellos el Señor y confirmando su doctrina con los milagros que les acompañaban (Mc 16, 15-17-20). ¡Qué sobrio es el Evangelio, qué estilo tiene tan directo, tan breve, tan incisivo! ¡De qué manera, en poquísimas palabras, logra expresar todo un conjunto de hechos y de ideas! En estas frases tan cortadas del Evangelio de San Marcos parece que vemos ponerse a la Iglesia en movimiento, simplemente para cumplir eso: la misión que el Señor le confió.
Y así San Lucas, y así San Juan. Ved cómo San Lucas, por ejemplo, también al final de su Evangelio, cuando narra la Ascensión del Señor, consigna el último encargo de Señor: Les dijo a continuación, ved ahí lo que os decía cuando estaba aún con vosotros, que era necesario que se cumpliese todo cuanto está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Y entonces les abrió el entendimiento para que entendiesen las Escrituras(Lc 24, 44-45). Me pregunto: ¿por qué no nos abrirá a todos el entendimiento el Señor, como hizo con este pequeño grupo de sus discípulos escogidos, para que entendiéramos de una vez todas las Escrituras?Así estaba ya escrito, y así era necesario que el Cristo padeciese y que resucitase de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre –fijaos, jóvenes– que en su nombre se predicase la penitencia y el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén(Lc 24, 46-47). Aquí ya se concreta un poco más.
En San Mateo se dice: Id y predicad todo cuanto yo os he mandado. Aquí, en San Lucas, se añade algo más: que se predique a todas las naciones la penitencia y el perdón de los pecados. La penitencia, es decir, la conversión interior, la pureza de corazón, el alma limpia ante un ideal de fe y una vida tal como el Señor nos la transmite; y el perdón de los pecados, la vida nueva, el perdón que Dios da, porque para eso ha venido al mundo, para perdonar, para salvar. En estas dos palabras, penitencia interior que transforma y perdón que purifica y eleva, está contenida casi, como en síntesis, toda la esencia del Evangelio.
Es lo mismo que encontramos también en el Apóstol San Juan, en el capítulo último de su Evangelio: Aquel mismo día, primero de la semana, siendo ya tarde y estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban reunidos los discípulos por miedo a los judíos, vino Jesús y apareciéndose en medio de ellos les dijo: La paz sea con vosotros. Y dicho esto, les mostró las manos y el costado. Se llenaron de gozo los discípulos con la vista del Señor, el cual les repitió: La paz sea con vosotros. Como mi Padre me envió, así yo os envío también a vosotros. Y dichas estas palabras, alentó hacia ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; quedan perdonados los pecados a aquellos a quienes los perdonareis, y quedan retenidos a los que se los retuviereis(Jn 20, 19-23).
Ya está aquí, en pocas palabras, marcada la idea que guía mis reflexiones en este momento. Quiero hablaros de Jesucristo, no de otra cosa. De Jesucristo y del misterio de la Iglesia santa, de la elevación del corazón y del pensamiento del hombre hacia ese mundo nuevo, al cual Dios nos llama sin cesar.
Yo tomo estas palabras, en las cuales creo, y encuentro ahí, enseguida, esas fuerzas misteriosas que me hablan del pecado, del perdón del mismo, de la paz de Dios, de la luz del Señor, del arrepentimiento del corazón. Pero detrás de esto, ¿qué hay? ¿Qué sabor tiene esta paz y qué significa ese pecado, y qué nos quiere Dios ofrecer con su paz, yendo por delante con ese testimonio de la muerte y de la resurrección de su Hijo divino? Y, ¿qué es lo que constituye el núcleo de ese mensaje de Cristo que da expresión vital suprema a una existencia humana? Por aquí hemos de empezar. Hay que entender bien lo que significa este núcleo del mensaje de Cristo, esta paz divina, esta luz que no es de este mundo, esa muerte y esa resurrección, ese perdón de los pecados; es decir, el conjunto de las enseñanzas y de la vida de Jesús.
La santa Iglesia de Dios #
A partir del momento en que Jesús da estas instrucciones a los Apóstoles y les hace esperar a que descienda el Espíritu Santo sobre ellos el día de Pentecostés, a partir de ese momento, cuando ya el Espíritu Santo ha venido sobre ellos, empieza a recorrer su camino la santa Iglesia de Dios, a la cual pertenecemos todos cuantos estamos aquí.
Esta Iglesia católica, unas veces pobre, otras rica en sus expresiones exteriores; pequeña en número al principio, muy extendida hoy por toda la tierra; sometida a contradicciones y a luchas, externas unas veces e internas otras; una Iglesia en la cual los hombres que formamos parte de ella, tantas veces nos sentimos víctimas de nuestros propios pecados y limitaciones, pero en la cual también siempre hay almas nobles y hay santos; una Iglesia que puede alentar lo mismo en Europa que en Asia y en África; una Iglesia que aparecerá siempre igual a sí misma en su liturgia, en sus enseñanzas morales, en sus expresiones doctrinales dogmáticas, ya se trate de un grupo de población rural, que no tiene más que una humilde capilla para realizar sus rezos, ya la veamos en una ciudad llena de historia gloriosa, como ésta de Toledo, con sus monumentos insuperables, por los cuales el paso de los siglos ha ido dejando su huella en nombre de lo que esa Iglesia enseñaba y predicaba.
Desde entonces, digo, empezó a ponerse en movimiento y aquí estamos nosotros, cuantos a ella pertenecemos. Hoy puede llegar hasta nosotros la voz del Papa Pablo VI, o más directamente, en este instante, la voz de vuestro Obispo diocesano. El Papa no es más que el eslabón de una cadena que empieza en el Apóstol Pedro. Yo, por mi parte, soy también un eslabón humilde en otra cadena, la de los obispos que han ejercido su misión pastoral en esta tierra a lo largo de los siglos. Y conmigo, y con cualquier obispo de cualquier diócesis del mundo, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas consagradas a Dios, los laicos, cristianos bautizados en la fe de Jesucristo. Una comunidad amplia y numerosa ya, invisible a nuestros ojos, pero real.
Si ahora se diese un corte, con un esfuerzo de la imaginación, entre lo que significa nuestra presencia aquí y todo el pasado histórico de esa Iglesia a la que me estoy refiriendo, no tendría explicación humana el hecho de nuestro encuentro en este instante, no significaríamos nada; es más, parecería una reunión improvisada de gentes sin sentido. ¿Qué podría significar que esta noche, de repente, nos pusiéramos aquí a hablar de Jesucristo, un Cristo desconocido, y de su Evangelio, un Evangelio lleno de palabras misteriosas, casi absurdas en el supuesto de que se contemplen sólo con ojos humanos? Ahora bien, romped ese muro imaginario que hemos trazado, y os veo a vosotros mismos en comunión con esas generaciones cristianas que os han precedido a lo largo del tiempo, y comprendo que no sois más que los herederos de una fe que Dios ha querido que se predicase en esta tierra española y que ha llegado hasta nosotros. De la misma manera que yo no soy más que una continuación de esa cadena, nunca interrumpida, de obispos y sacerdotes que van extendiendo por el mundo la fe de Jesucristo.
Cuando hablamos de esta Iglesia santa de Dios, no nos fijamos en si es pobre o rica en su expresión externa, ni en si tiene muchos fieles o pocos, ni en si expresa su liturgia de una manera más o menos solemne, no; esto no es lo más importante; aquí hay algo que está por encima de todas estas manifestaciones externas. Esta Iglesia es Cristo, es la fe, es la esperanza, es la caridad; son los sacramentos de la renovación cristiana constantemente administrados; es la vida con un sentido trascendente; es la muerte en paz y en gracia de Dios; es el amor fraternal; es la lucha por la justicia, no en un tono reivindicativo y áspero, no para acusar a nadie, sino en nombre del amor cristiano que nos invita a llamarnos y a ser de verdad hermanos unos y otros; es la Eucaristía, es el Bautismo, es el santo Matrimonio; es el corazón transformado, la conciencia iluminada, el pensamiento en posesión de unas certezas sobre el sentido de la vida y de las relaciones humanas; es la respuesta al por qué nacemos y al por qué morimos.
Esta es la Iglesia de Cristo, por encima de las culturas y de las civilizaciones, por encima de las épocas históricas, por encima de la coyuntura del momento, en la cual el Papa puede hoy ser Pablo VI y ayer León XIII o Benedicto XV; y los jóvenes pueden ser los jóvenes que ahora llenáis esta iglesia, o los que la pudieron llenar en otros años, cuando otros les predicaban a ellos y ellos podían ofrecer entonces su juventud. Este es el misterio de la Iglesia al que yo me refiero.
Y es ante ese Jesús de que os he hablado, que nos encarga a nosotros predicar su Evangelio, y es en esta Iglesia a la que me estoy refiriendo, como yo os sitúo a vosotros y como yo me coloco ante vosotros en el momento en que entramos en contacto. No nos interesa la historia, al menos en el sentido de detenernos en ella; nos interesa el momento presente, mi vida, vuestra vida, sin excluir la de los demás; y a partir de Jesucristo, en el cual creemos y al que amamos; y dentro de esta Iglesia santa a la que pertenecemos. Viéndoos así a vosotros, pequeña familia de jóvenes de Toledo, trato de hablaros estas noches como obispo, padre de la comunidad diocesana que integráis cuantos estáis aquí. Hoy, del sentido de la religión en nuestra vida; mañana, de la persona y de la enseñanza de Jesús; después, de la transformación interior de nuestra conciencia. Y, por último, de la cruz y de la resurrección.
Lo que es y no es el cristianismo #
La religión: el sentido religioso de la vida. ¿Qué es la religión, queridos jóvenes, qué es? No es una ideología, es decir, una arquitectura monumental montada sobre un conjunto de ideas que mueven al hombre en una dirección determinada, a priori señalada, para marcarle un camino por donde deba entrar él forzosamente, y así dar carácter a un movimiento o a un grupo humano promotor de una civilización, de una cultura. No, la religión no es una ética, en el sentido de que la religión se reduzca a un código moral, no. La religión no se limita a señalarnos unos deberes con la sociedad, con nosotros mismos, con la familia. Incluye eso porque forma parte de ella el orden moral, pero la religión no es sólo eso.
Ni mucho menos la religión es un humanismo social en que los hombres nos demos la mano juntos, para avanzar por el camino, venciendo las dificultades que comporta nuestra existencia y tratando de vencerlas con el ideal de la belleza artística, de la aplicación de la ciencia, de la transformación económico-social. No. La religión cristiana, puesto que de ella hablo –estamos tratando de exponer el misterio de Cristo yde la Iglesia–, es la realización práctica de un propósito de salvación del hombre por parte de Dios. Os ruego un poco de atención a esta frase que acabo de pronunciar, porque es fundamental para situar después todas las reflexiones posteriores. En la religión cristiana encontramos la realización práctica de los propósitos de salvación del hombre por parte de Dios; con lo cual empezamos ya afirmando que la iniciativa corresponde a Dios.
Voy a leeros una página del Evangelio, en la cual esto que digo aparece puesto de relieve con extraordinario vigor. Es una página hermosa, vosotros la habéis leído más de una vez y la habéis escuchado, explicada, a los sacerdotes. Es el capítulo tercero del Evangelio de San Juan.
Había un hombre de la secta de los fariseos llamado Nicodemo, varón principal entre los judíos, el cual fue de noche a Jesús y le dijo: Maestro, nosotros conocemos que eres un Maestro enviado de Dios, porque ninguno puede hacer los milagros que tú haces, al no tener a Dios consigo (Jn 3, 1-2). Nicodemo tenía miedo al ambiente, por eso va de noche a ver a Jesús; está preocupado religiosamente en relación con lo que predica aquel personaje misterioso, Jesús, y reconoce que ve en él un sello, algo especial: eres un Maestro enviado de Dios.
Le respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que quien no naciere de nuevo, no puede ver el Reino de Dios (Ibíd. 3). Parece que hay aquí una incorrección en la respuesta; no contesta directamente a lo que Nicodemo le ha preguntado. Jesucristo ataca de frente en este instante, quiere meter en aquella conciencia una inquietud radical, que terminará por transformarle por completo, y le habla de que hay que nacer de nuevo.
Le dice Nicodemo: ¿ Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Es que puede volver al seno de su madre para renacer? Esta era una pregunta con la cual Nicodemo trataba de salirse un poco por la tangente. De sobra había comprendido que Jesús, cuando hablaba de nacer de nuevo, no se refería al hecho natural de un nuevo nacimiento fisiológico.
En verdad te digo–respondió Jesús–que quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que ha nacido de la carne, carne es; mas lo que ha nacido del Espíritu, es espíritu(Jn 3, 4-6).
Preguntó Nicodemo: ¿Cómo puede hacerse eso de nacer otra vez? Respondió Jesús y dijo: ¿Tú eres maestro en Israel y no entiendes estas cosas? En verdad te digo que nosotros no hablamos sino de lo que sabemos bien, y no atestiguamos sino lo que hemos visto, y vosotros no admitís nuestro testimonio(Ibíd. 9-11).
Ya está aquí, con meridiana claridad desde el principio, la pugna terrible entre aquella religión establecida y la que Jesús venía a dar en plenitud, entre la nueva y la antigua ley, entre la ley mosaica y la que Jesús promulga. Terminaría siendo derrotado Jesús, pero era una derrota sólo aparente.
Si os he hablado de cosas de la tierra y no me creéis, ¿cómo me creeréis si os hablara de las cosas del cielo? Ello es así: que nadie ha subido al cielo sino aquel que ha descendido del cielo, a saber, el Hijo del hombre que está en el cielo (Jn 3, 12-13).
Parece éste un lenguaje un tanto cabalístico y extraño. Es una manera sencilla de decir: yo vengo a hablar de un mundo distinto, vengo a hablaros del mundo nuevo para el cual hay que nacer otra vez: el mundo del cielo. Sólo lo conoce aquel que ha bajado de cielo, en este caso yo, el Hijo de Dios. Y éste es mi programa:Al modo que Moisés en el desierto levantó en alto la serpiente de bronce, así también es menester que el Hijo del hombre sea levantado a lo alto, para que todo aquel que crea en Él no perezca, sino que logre la vida eterna. Pues amó tanto Dios al mundo que no paró hasta dar a su Hijo Unigénito, a fin de que todos los que creen en Él, no perezcan, sino que tengan vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que, por su medio, el mundo se salve (Jn 3, 14-17).
De Dios parte la iniciativa #
Me preguntáis: ¿Qué es la religión cristiana? Y yo os he respondido: la realización práctica de un propósito de salvación del hombre por parte de Dios. Es una vida, es vida eterna, es vida de Dios metida dentro del hombre, para que el hombre no perezca. No perecerá cuando tiene ese don de la fe, que Dios quiere darle, porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que el mundo perezca.
Y yo me pregunto: ¿Por qué, por qué reducimos la religión a un moralismo insoportable, a una carga de rúbricas, de gestos, de preceptos, de mandatos, si la religión no es eso? ¿Por qué la reducimos a una ética social de comportamientos en las relaciones humanas de los hombres, si la religión de Cristo no es eso? ¿Por qué vamos a reducir la religión a un temor, a una preocupación, a una conciencia angustiada ante el futuro, ante la muerte, si la religión no es eso? La religión cristiana es Cristo que viene al mundo, enviado por el Padre para salvar al mundo; pero no para quedarse pura y simplemente como un camarada y un amigo. Es infinitamente más que eso; es nuestro hermano, es nuestro Redentor, porque nos da su vida, y es una vida, la suya, que tenemos que recibir y asimilar. No la podemos cambiar a nuestro capricho, no la podemos reinventar cada día. El Cristo de hoy no puede ser distinto del de ayer, no puede ser distinto del de mañana.
El Cristo que nos ofrece su vida de parte de Dios Padre es éste, el que vino a la tierra en un momento determinado y nos predicó su Evangelio y fundó su Iglesia, pobre o rica, grande o pequeña, en España o en África, ¿qué más da? Su Iglesia tiene que perfeccionarse sin cesar y tiene que buscar la perfección de los hombres que de ella forman parte, pero el núcleo misterioso y vital de la Iglesia es la vida divina del Señor, que se nos sigue ofreciendo continuamente a través de los sacramentos, de la Palabra santa, del Magisterio que no puede equivocarse cuando dictamina de una manera definitiva la enseñanza de Jesús.
Y cuando entiendo el cristianismo de esta manera, entonces sí, resulta que en esa religión cristiana hay una ética social y hay también un humanismo, una capacidad de transformación radical del comportamiento familiar y de la sociedad, que tiene proyección hacia el orden político, hacia el orden económico, hacia el amor, el trabajo, la salud, la enfermedad.
La religión se proyecta sobre todo porque arranca de esa luz y de esa fuerza santa, divina, de Cristo. Por consiguiente, si yo empiezo por prescindir de Cristo; si dejo de meditar en Él, en sus palabras, en sus ejemplos de vida, para seguirle lo mismo por el camino de la cruz que el de la gloria; si me dejo llevar de mi capricho o de mis pasiones, me sitúo fuera de la religión de Cristo. De nada valdría que la Iglesia tenga templos grandes o pequeños, catedrales o capillas de aldea. Ni el nombre de cristiano, ni los cultos, rezos y liturgia me servirían de nada si me he apartado del núcleo central, que es Jesucristo.
He hablado del propósito de salvación del hombre por parte de Dios. Y por ello hay que atender a las consecuencias, queridos jóvenes. La salvación cristiana es una iniciativa de Dios que no puede ser despreciada. Y cuando me hablan de la actitud religiosa del hombre, de su religión, de si es muy religioso o no lo es, o de si se preocupa de las cosas de la religión o se preocupa poco, o de si le da poca importancia o le da mucha, me parecen todas expresiones muy poco aptas. Porque la pregunta es insoslayable: Si la iniciativa la ha tomado Dios al enviar a su Hijo al mundo y al predicarnos Éste el Evangelio, ¿es que puede uno adoptar una actitud de indiferencia ante el hecho religioso cristiano? A no ser que se rechace a Dios, y entonces estamos ya, por lo que se refiere a esta ocasión, fuera de diálogo, porque yo felizmente no estoy hablando aquí a ateos. El problema del ateísmo tóquese en otro lugar y en otro momento. Yo estoy hablando, aquí ahora, de lo que es el comportamiento cristiano a unos grupos de jóvenes o de personas adultas que no han renegado de la religión cristiana, que viven en ella y viven de ella.
Pues bien, ante esta realidad de que es Dios quien ha tomado la iniciativa al ofrecernos su propósito y su camino de salvación, no cabe decir: yo soy más religioso o menos; yo me preocuparé ahora mucho y después poco. Tal actitud es incomprensible. Si es Dios el que ha tomado la iniciativa, la única actitud lógica por mi parte es ésta: yo no puedo ser indiferente, porque es Dios el dueño de mi vida y Él es el que me ha creado a su imagen y semejanza, y ha querido que yo venga al mundo, con todo lo cual me sitúo dentro de este círculo de los acontecimientos de una verdad revelada, de una religión en la cual me encuentro con Jesucristo, su Hijo divino:
¿Indiferente yo a eso? Sería la conducta más estúpida, más poco digna de un ser humano capaz de pensar. ¿Que me atemoriza o preocupa demasiado? Pero si es una religión para amar, para tener esperanza, para purificarme incesantemente, para encontrar algo que no encuentro en la vida aquí abajo, para encontrar mi destino, para poder hablar con Dios por un camino de certeza. ¿Por qué, pues, voy a estar con temor y con preocupación? En la religión cristiana he de encontrar alegría y paz para mi conciencia; y encontrada esa paz y esa alegría, encontraré un norte orientador para todas mis actitudes humanas, a las cuales tiene que llegar, lógicamente, la influencia de ese hecho religioso. Encontraré un norte orientador para mi relación con mis amistades, para mi amor, para mi trabajo, para mi convivencia en la familia a la que pertenezco; para realizar del mejor modo posible y cooperar a un mundo que marche cada vez mejor en todos los órdenes. Ahí encontraré una luz y fuerza.
Es iniciativa de Dios, luego hay que ser religiosos, ésta es la consecuencia. Y ser religiosos no quiere decir rezadores, beatos, entregados sin cesar a las cosas de la Iglesia; no. Es ser hombre muy hombre, y mujer muy mujer, de los pies a la cabeza, con el corazón y la conciencia, pero teniendo un sentido para todos sus actos. Sentido no dictado por una filosofía humana, que tiene validez hoy y se extingue mañana. Sentido para toda la vida, dictado por Cristo, Jesús, Hijo de Dios, quien me ha ofrecido un programa para mi vida interior, para mi fe y mi esperanza, para mi amor y mi relación fraterna de unos con otros.
Instrucción y práctica religiosa #
No sólo es iniciativa de Dios, es también una verdad revelada. La religión cristiana es una verdad manifestada y enseñanza por Jesús. Sí, Jesucristo dice a sus apóstoles: Id y enseñad lo que yo os he mandado. Id y enseñad a practicar; luego tiene que saberse qué es lo que Él ha enseñando. Sus enseñanzas no pueden quedar oscurecidas por las interpretaciones subjetivas y arbitrarias de cada momento cultural y de cada época histórica. Si no fuera así, Jesucristo nos expondría, a los que queremos ser discípulos suyos, a un engaño y a una frustración continuos. Hay una verdad revelada, la cual se conoce en esas fuentes de la revelación que son la Sagrada Escritura y la Tradición, cuando el Magisterio de la Iglesia nos ilumina sobre lo que ellas contienen, y es, por último, la respuesta a una exigencia del pensamiento y del corazón del hombre, y satisfacción para cuanto nuestro ser está continuamente anhelando.
Sois jóvenes, muchachos y muchachas. Ya os ha tocado ser testigos de muchas cosas; sin duda, también de vuestras propias derrotas interiores. Y a una edad en la cual parece que sólo tenéis títulos para poder cantar una victoria repetida, algo os dice, dentro de vosotros mismos, que no es así, que con frecuencia sentís el peso de vuestros propios fracasos humanos, morales, familiares, profesionales. Vais ya percibiendo ese clamor que no se extingue nunca hasta que el hombre sale de este mundo, ese clamor que hay dentro de nosotros, que pregunta siempre por algo más, algo más bello, más perfecto, más completo, más rico, más hermoso; y todo se nos acaba entre las manos, y ¡dura tan poco!
Estáis empezando a vivir y, sin embargo, ya experimentáis el sabor amargo de la derrota. Exigís algo más, y ese algo más no os lo puede dar un movimiento estético, artístico, literario, humanista, científico. Nada de esto puede ofrecer una respuesta definitiva. La parte de verdad que haya en cada uno de estos movimientos hacéis bien en buscarla, pero no os dejéis arrastrar ni ofuscar por el otro tanto por ciento de mentira y de engaño que encierran. La Verdad de Dios está lanzada al voleo sobre todo lo que el mundo encierra dentro de sí, pero para encontrarla es menester seguir el camino de la mano de Dios nuestro Señor, y siguiendo las palabras eternas que Él nos ha dicho. Entonces, con esa verdad de Dios, tal como la Iglesia nos la ofrece en su Magisterio, cuando va explicándonos cómo hemos de entender la Sagrada Escritura, con esa verdad de Dios captamos sin engaño la partecica de verdad que se encuentra esparcida en todas las manifestaciones vitales del mundo. Si no se obra así, es para volverse locos, porque no os saciaréis nunca y hacéis bien en tener exigencias, pero terminaréis, digo, en esa locura devoradora, al no encontrar vuestros ideales más nobles, al no encontrar en las cosas de este mundo la respuesta que necesita ese anhelo de vuestro corazón y de vuestro pensamiento.
No permanezcáis, pues, indiferentes. Hay que buscar la instrucción religiosa, hay que practicar la religión, hay que amar a Dios. No convirtáis esa religión en actitud acusatoria contra los demás, eso no es noble. Es muy necesario que cada uno se reforme a sí mismo. Hay que rezar, hay que examinar la conciencia, y es necesario adorar a Dios, hay que hablar con Él. Cuando uno va así, entonces se sitúa en el camino. Muchas veces hablamos entre nosotros, obispos, sacerdotes, sencillamente hombres de nuestra época, personas mayores, de la juventud de hoy, del mundo que viene, de las preocupaciones, etc. Vosotros no tenéis tantas preocupaciones, vosotros tenéis que darnos siempre esto: vuestra capacidad de exigencia, pero dárnosla aportando limpieza de corazón, reforma interior, ideal religioso. Estoy seguro de que no os arrepentiréis, si de verdad queréis ser colaboradores para un mundo mejor.
De una época en la cual la religión quedaba, se dice, reducida a formas externas, algunos quieren pasar a otra en que todo se destruya, para que quede únicamente allá, en el recinto de la intimidad de cada uno, una manifestación de religiosidad vaga e inoperante. Ni una cosa ni otra. Es necesaria la transformación interior, pero es necesario también dar testimonio y ejemplo de práctica religiosa sincera, de amor a Dios vivo, de fe en Jesucristo y su misterio adorable.
Por aquí hay que empezar; todo esto es inseparable del amor al hombre, por supuesto, pero al decir que es inseparable sigo diciendo que lo primero es el amor a Dios en su Misterio, tal como en Jesucristo nos ha sido revelado. Y con amor al hombre y a la sociedad para construir un mundo más humano, más rico; tarea en la que estáis empeñados y en la que estarán empeñados siempre todos los que vengan detrás, porque nunca se logrará la perfección en este mundo. Pero, como cristianos, tengamos la valentía de afirmar bien nuestra fe, repito, no limitada a la mera fraternidad humana, sino una fe que adora, que reza, que contempla a Dios, que canta sus alabanzas, que recibe los sacramentos de Cristo, que purifica el corazón y la conciencia, que da paz y alegría al muchacho o a la muchacha jóvenes, lo mismo que a los hombres adultos, a cualquiera desde el momento en que tiene un poco de conocimiento de la vida.
Contamos con esta juventud para construir ese mundo. En lo que de mí dependa, queridos jóvenes, yo no tengo por qué hacer programas, los iremos haciendo todos juntos, rezando y trabajando; pero sólo quisiera, al final de mi paso por esta diócesis, cuando Dios me llame a juicio, poder decir que habré cumplido bien mi deber de predicar esta Palabra de Dios manteniendo la esperanza del corazón de los cristianos e invitándoles a mirar, a la vez, al cielo y a la tierra, a Jesucristo y a los hermanos, a la interioridad de la conciencia y a la acción externa en el trabajo que cada uno tenga que realizar.