- La preocupación por el hombre, raíz de todos los humanismos
- Un humanismo sin Dios, sin Dios que se revela en Cristo, mutila al hombre
- Toda la grandeza del hombre viene de su capacidad de verdad y libertad
- El cristianismo es la religión del hombre, es la religión del amor
- El triunfo del humanismo cristiano en el mundo actual
Conferencia pronunciada en Toledo, en el acto inaugural de la XVII Semana de Teología Espiritual, el 1 de julio de 1991. Texto en Concepto cristiano del hombre, CETE, Toledo, 1992, 21-43.
Si al finalizar el Concilio, Pablo VI, casi con timidez en sus labios, justificaba su presencia y la de la Iglesia en el foro de la política universal, la O.N.U., «como experto en humanidad, aportando a aquella organización el legado de sus predecesores»1, unos años después, el 3 de noviembre de 1982, aquí en España, ante la Universidad Complutense, la indomable entereza de Juan Pablo II se nos hacía presente a título de «portador de un nuevo humanismo, del que tanto necesita nuestro tiempo». Y respaldaba su presencia en la acuciante conciencia de la Iglesia, «que siente la responsabilidad de defender al hombre contra ideologías teóricas o prácticas que lo reducen a objeto de producción o de consumo; contra corrientes fatalistas, que paralizan los ánimos; contra el permisivismo moral, que abandona al hombre al vacío del fatalismo; contra las ideologías agnósticas, que tienden a desalojar a Dios de la cultura»2.
A esta razón eclesial y magisterial apelábamos el año anterior, al inaugurar esta Semana de Teología Espiritual, reflexionando sobre El hombre necesitado de perdón; tema profundamente relacionado con la misión irrenunciable de la Iglesia ante el hombre, al mismo tiempo que subyacente en todo humanismo realista y legítimo.
Casi en continuidad temática y desde una visión más integral del humanismo cristiano, hemos de abordar la lección inaugural de esta XVI Semana de Teología Espiritual, justamente presentando su amplio programa de estudio, de reflexión y de oración bajo un título de ponencia que es, a un tiempo, un reto, una esperanza y un quehacer de enorme actualidad: El humanismo cristiano en el mundo actual.
La preocupación por el hombre, raíz de todos los humanismos #
¿Qué es el hombre? Es, y será siempre, una pregunta fundamental.
De los cuatro interrogantes en que el gran pensador Kant veía resolverse las cuestiones medulares; ¿qué podemos saber? (Metafísica); ¿qué debemos hacer? (Moral); ¿qué nos es dado esperar? (Religión); ¿qué es el hombre? (Antropología); esta última era a sus ojos la que ostentaba la primacía. Y, justamente, este objetivo, este interrogante sigue siendo el centro de todo planteamiento serio.
La preocupación por el hombre, por el sentido de su existencia, de su presente y de su futuro, por su identidad profunda y su dignidad de persona es, evidentemente, la raíz de todos los humanismos. Y lo ha sido, de una u otra manera, en todo el proceso de la historia humana. En cierto modo, Terencio, por labios de uno de sus personajes, ya planteaba esta raíz del humanismo en la misma conciencia personal del propio hombre: «Hombre soy y nada de lo humano me puede ser extraño». Y en todas las colectividades históricas, con sus proyectos, realizaciones o fracasos, subyace siempre la problemática histórica del humanismo o de los humanismos confrontados. Así. la propia historia universal se resuelve en «historia de los humanismos».
En la actualidad, también. Con imprecisión conceptual, pero con justeza testimonial, el Concilio Vaticano II nos dejó formulada esta advertencia: «Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo». «Cada día es mayor el número de los hombres, de todo grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos los autores y promotores de la cultura de su comunidad. En todo el mundo crece más y más el sentido de la autonomía y, al mismo tiempo, de la responsabilidad; lo cual tiene enorme importancia para la madurez espiritual y moral del género humano. Esto se ve más claro si fijamos la mirada en la unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia»3.
En todo caso, es la preocupación por el hombre la raíz común de todos los humanismos. Cada uno de ellos cree poseer la «idea maestra» del hombre, de su condición y dignidad, de su identidad y sus destinos.
Políticos, sociólogos, biólogos, científicos, investigadores o filósofos de todas las ramas del saber abordan el problema desde su perspectiva particular. Pero ya Max Scheler advirtió del tremendo peligro que esto significa. Y lanza un grito de alarma: «La multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre, ocultan la esencia de éste mucho más de lo que la iluminan, por valiosas que sean»4.
Los psicólogos y antropólogos nos muestran que en el hombre hay mucho más de lo que pensamos. Precisamente los humanismos se alzan para encontrar un sentido a la existencia del hombre. Hay humanismos ateos, que niegan este sentido a la dignidad y libertad de la persona. Otros ven al hombre como «ser que se crea a sí mismo» por medio del trabajo; o como realidad autónoma, autosuficiente, independiente, cuyos únicos verdaderos valores son los vitales, que desaparecen con la muerte. Los estructuralistas se pliegan ante el juego de estructuras impersonales pensadas por el mismo hombre; sean del lenguaje, culturales, sociales, políticas o económicas. Los humanismos culturalistas o científicos pretenden la realización del hombre por sus propias creaciones5.
También hay humanismos de inspiración cristiana. Surgen aquí y allá, coincidiendo en la tarea y en el punto de partida de transformar el mundo desde la fe en Cristo y en el Evangelio. Y éstos son los que triunfan, a pesar de que las apariencias puedan contradecir esta afirmación.
Juan Pablo II no ha tenido reparo en afirmar que el cristianismo, Cristo y su Evangelio, es «también» un humanismo. «¡Qué valor –dice– debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha ‘merecido tener tan gran Redentor’, si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna! (cf. Jn 3, 16). En realidad, ese profundo estupor respecto al valor del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, e incluso, y quizá aún más, en el mundo contemporáneo. Este estupor, y al mismo tiempo persuasión y certeza de que en su raíz profunda es la certeza de la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del humanismo auténtico, está estrechamente vinculado con Cristo. Él determina también su puesto, su –por decirlo así– peculiar derecho de ciudadanía en la historia del hombre y de la humanidad»6.
Pablo VI sorprendió a la propia Iglesia y la defendió ante el mundo entero, al hacer del verdadero humanismo una línea maestra en el quehacer posconciliar y en la misma interpretación del Concilio. Decía así, en su discurso de clausura: «El humanismo laico y profano ha aparecido… en su terrible estatura, y en cierto sentido ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios… El descubrimiento de las necesidades humanas… ha absorbido la atención de nuestro Sínodo. No como imperativo de un humanismo inmanentista o antropocéntrico, que habría desviado la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna, sino por imperativo irrenunciable del ser y actuar de la Iglesia»7.
Un humanismo sin Dios, sin Dios que se revela en Cristo, mutila al hombre #
Hoy podemos estar ya de vuelta de vagos humanismos, de vagos altruismos, de vagos personalismos que nada nuevo pueden aportar. Y, desde luego, todo depende de la actitud que se adopta con respecto al problema de Dios en el origen, en la configuración y en la dinámica de cada humanismo. Porque, en última instancia, se enfrentan dos tendencias: la de quienes piensan que no es posible un auténtico humanismo sin el reconocimiento de Dios, que crea al hombre a su imagen y semejanza, le ama y le redime, con la cooperación libre del hombre; y la de los que creen que el humanismo exige la negación de Dios, para que el hombre asuma él solo su destino, en un tiempo más o menos prolongado de su existencia, y luego… ¡la nada!
El propio Concilio denunciaba, como un fenómeno «perturbador» y como «un cierto nuevo humanismo» característicos de nuestro tiempo, lo que parece reclamar el calificativo de «civilización del ateísmo inducido»: «La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito o individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos»8.
Pero un humanismo sin Dios, sin Dios que se revela en Cristo como la Verdad, la Vida, el Camino (cf. Jn 14, 6), como la Vid (Cristo) unida a sus sarmientos (los hombres) (cf. Jn 15, 1-7), con todas las consecuencias que ello conlleva, mutila al hombre y le arranca su realidad más profunda. «Sería la mayor mutilación privar al hombre de esta perspectiva, que lo eleva a la dimensión más alta que puede tener», afirmaba, con un fuerte énfasis en su voz9, el Papa Juan Pablo II en su viaje pastoral a España (1982). No sin añadir una precisa advertencia, tanto a los cristianos en general –allí en Barcelona– como al mundo universitario –en la Complutense–: «De aquí derivan todos los valores de la antropología cristiana»10; «la necesidad de una visión integral del hombre, el nuevo humanismo del que tanto necesita nuestro tiempo»11.
Un humanismo sin Dios y sin su revelación humana en Cristo deja al hombre en el vacío de su propia existencia enigmática, privado de su realidad más profunda. Realidad que da sentido al «aquí» y «para qué» de su vocación humana y de sus esfuerzos y afanes, de su ser a imagen y semejanza de Dios, de la comprensión de dónde viene, de su misión, de su singular puesto en el mundo y de su condición de hijo y heredero, cuyo modelo primogénito es Cristo.
Sólo el humanismo cristiano hace de la civilización no un instrumento de poder al servicio de naciones poderosas, de potentes multinacionales, a la explotación para el placer egoísta de las grandes fortunas, sino «una gran civilización» al servicio del hombre. Cuanto más se desarrolla la inteligencia, cuanto más grandes sean sus obras, cuanto más se perfeccione su voluntad y más responsablemente asuma su libertad en la dinámica de la vida humana y de la dignidad de la persona, más se tiene que reconocer la grandeza del espíritu que las realiza y de su trascendencia.
Y aquí está el problema: ¿A imagen y semejanza de qué o de quién se vive y construye?
Lo que caracteriza a la cultura contemporánea es la enorme importancia que en ella alcanzan la ciencia, la técnica y los saberes en sus distintos campos y diversidad de formas.
Pero «el hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto, y de manera a veces imprevisible, en objeto de ‘alienación’; es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre, por tanto, vive cada vez más en el miedo»12.
Hay, pues, que fomentar y favorecer el desarrollo del pensamiento humano y científico y de los saberes axio-humanísticos en su doble aspecto: contemplativo, para no perder de vista el sentido de la vida humana; y en el práctico, para conseguir los mejores resultados que aligeren el esfuerzo y alivien el dolor de los hombres y a todos los seres humanos llegue el bienestar. Pero, «el progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica, exigen un desarrollo proporcional de la moral y de la ética… No podemos dejarnos llevar solamente por la euforia, ni por un entusiasmo unilateral por nuestras conquistas, sino que todos debemos plantearnos, con absoluta lealtad, objetividad y sentido de responsabilidad moral, los interrogantes esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana. Todas las conquistas hasta ahora logradas y las proyectadas por la técnica para el futuro, ¿van de acuerdo con el progreso moral y espiritual del hombre? En este contexto, el hombre, en cuanto hombre, ¿se desarrolla y progresa, o por el contrario, retrocede y se degrada en su humanidad? ¿Prevalece entre los hombres, ‘en el mundo del hombre’, que es en sí mismo un mundo de bien y de mal moral, el bien sobre el mal?… El tema del desarrollo y del progreso está en la boca de todos y aparece en las columnas de periódicos y publicaciones en casi todas las lenguas del mundo contemporáneo. No olvidemos, sin embargo, que este tema no contiene solamente afirmaciones o certezas, sino también preguntas e inquietudes angustiosas»13.
Frente a las ambivalencias de las euforias cientificistas o frente a las utopías de liberación del hombre por su absoluta autonomía frente a Dios, sólo un profundo sentido cristiano de la vida y una visión integral del hombre a la luz del misterio de Cristo podrán impedir las construcciones arbitrarias, que se pretende elaborar a partir de la misma ciencia. Porque entonces, en este cientificismo arbitrario o absolutizado, ya no se trata de ciencia como saber del hombre y al servicio del hombre. Baste recordar la utilización de la energía para fabricar instrumentos de destrucción; el mal uso de los medios de comunicación; la violación «técnica» de la intimidad y de la vida privada. Todo se compra y todo se vende. Todo se fotografía y se «desvela». Al placer somático o físico se subordina todo. El consumismo devora. Una civilización sin alma, sin interioridad, aliena profundamente al hombre. No hace pie en el mismo, en lo que es su propio ser, su propia vocación, en lo que verdaderamente puede dar felicidad y sentido a su quehacer diario, a su descanso, a sus alegrías y esfuerzos.
Toda la grandeza del hombre viene de su capacidad de verdad y libertad #
Verdad y libertad: el hombre a imagen del Creador #
Hay una verdad y una realidad, en que descansa todo el orden de la existencia. Dios es realmente Dios: Señor, Creador, Amor, Vida, Luz, Sabiduría. Crea al hombre y le habla por medio de Cristo, Palabra del Padre, Alfa y Omega de la creación (cf. Jn 1, 1-14; Hb 1, 12; Ap 1, 8.17; 22, 13). Orden básico de toda relación terrenal y de toda acción temporal (cf. Ef 1, 10; Col 1, 16). El hombre es el ser capaz de hacer ciencia, técnica, arte, proyectar la historia, crear instituciones, siendo responsable de ello. Dios ha dado al hombre el mundo como tarea.
Ciencia y técnica no pueden resolver los problemas del hombre. Es él quien ha de resolverlos, y quien los resuelve de hecho. Ciencia y técnica son ambiguas y pueden servir para lo mejor y para lo peor. Depende del hombre toda su orientación y sólo a la luz de lo que realmente es el sentido de su vida, las decisiones pueden ser fructuosas.
Dios nos ha dado un mundo que hacer. Nuestro espíritu creador, nuestra iniciativa y, por tanto, también nuestra responsabilidad, son inmensas. La obra a que está llamado es la de perfeccionar y embellecerlo todo, desarrollando en sí mismo y entre los que vive esta capacidad. Sólo el ser humano, entre los seres que conocemos, está llamado a añadir al orden de la existencia algo que viene auténticamente de él. Esto es, el bien y el mal que puede hacer. La misión del hombre, según la concepción cristiana, es la más alta que puede darse.
Pero no existe peor amenaza para la libertad, para el espíritu creador, que un mundo en el que el Estado, la sociedad, los grupos de presión –del orden que sean– deciden sobre el bien y el mal. La única garantía de nuestra libertad es de orden divino: Cristo. Por ÉI todos los «poderes» son juzgados en última instancia.
El sentido cristiano de la vida pone la libertad no en el hecho de dar cuenta a la máxima autoridad o al máximo poder político, económico, cultural, social, institucional, que puede ser manipulado, comprado, ignorado o estar al servicio de intereses bastardos, sino en el hecho de que en último término habrá de rendir cuentas a Cristo. Todos los amos de todos los poderes son criaturas que serán juzgadas por sus obras. No hay mundo más inquietante, inquisitivo, angustioso, que aquél en que el hombre está a merced de las sociedades e instituciones, y en el que ellas tienen la última palabra.
Sin Dios, sin Cristo-hombre, libertad y verdad se prostituyen; no tienen sentido.
Este «ser verdad y libertad» sólo es posible en y desde un Dios personal #
El universo es creación y por eso es naturaleza. Es creación en el puro sentido de la obra producida por una acción libre, el amor de un Dios personal. Y con respecto al hombre, su esencia se encuentra, en último término, en su relación con Dios.
El valor de la persona deriva del hecho de que Dios le ha conferido la condición de «persona». Es distinto decir que Dios ha creado la persona que decir ha creado seres impersonales. Dios, que ha creado el universo, también ha creado la persona. «Dios crea a la persona» es expresar: Dios llama al hombre a ser «yo», y Dios es el «Tú» del hombre. Y desde la relación Yo-Tú está el «nosotros». Por algo tan radical están en el lenguaje los pronombres; tema, por otra parte, de tan honda poesía.
Cuando los pensadores, los investigadores han explicado «todo» y han pretendido encontrar la idea, la materia, la naturaleza, el Big Bang del universo, la realidad radical, la subjetividad del hombre, las fuerzas productivas, la intencionalidad de la conciencia, la misma existencialidad del ser humano… les queda ese «no se qué», ese punto de arranque (que desde luego no es el punto «cero»), y ese término de llegada que es el «todo» y que cualquiera se plantea en sus reflexiones.
En realidad, ¿qué otra cosa es ese sucederse de sistemas filosóficos, que se refutan y a la vez se complementan unos a otros, que la imposibilidad de explicarlo sin la referencia al misterio de Dios?
¡Qué chorro de luz es la revelación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo! El error es olvidarlo.
Un universo racionalista se encierra en lo que Pascal llamaba «el espíritu y el mundo de la geometría». Un universo materialista es un universo de aburrimiento y repetición, de cautividad y ahogo. También los idealismos y personalismos son prisiones. El espíritu del hombre no puede convertirse en la medida del ser. Le falta, en realidad, lo mismo que a todo: «la última instancia», «el sentido de…», «la auténtica interioridad y apertura». Y por eso todos se convierten en prisiones, en jaulas; sean los barrotes de hierro o de oro.
El peligro está en la reducción, que es empobrecimiento. La maduración de la materia no puede desembocar en la eclosión del espíritu. Ni el progreso técnico en modificar moralmente al hombre. El movimiento del tiempo no nos acerca a la eternidad. La eternidad es otro plano.
Y, por otra parte, el espíritu tiene que aludir al poder divino, a la personalidad divina, que lo eleva por encima de sí mismo. El «espíritu», sin un Dios personal, es una palabra llena de equívocos. Tratarán de libertad, de pensamiento, de espíritu; pero quedan igualmente encerrados. Dios es el Tú del hombre. Y el hombre cesaría de ser persona, si no está en esta relación de Tú con Dios.
Y ahí está –claro– la gran relación de fraternidad con los hombres; la gran relación al grandioso «nosotros», que tiene una dimensión sin igual en la profunda realidad cristiana de la comunión de los santos, del Cuerpo Místico de Cristo (cf. 1Cor 12, 12-27).
El cristianismo es la religión del hombre, es la religión del amor #
Sólo en el cristianismo encuentran sentido y explicación, incluso respuesta adecuada, los grandes interrogantes que, sobre el hombre, han sido planteados a lo largo de la historia.
El «acontecimiento transcendente» en la historia humana y el hecho que hace de ella Historia de Salvación es Cristo, el Hombre-Dios: «centro del cosmos y de la historia», «Redentor del hombre»14.
Todo depende de que se acepte en toda su fuerza esta realidad esencial y determinante del cristianismo: Dios «se ha hecho» Hombre (cf. Jn 1, 14). Se nos ha hecho «verdaderamente Emmanuel» –Dios-con-nosotros– (Is 7, 14; Mt 1, 23); ha formado con el hombre una unidad existencial como Redentor (cf. Heb 1, 5-55; 5, 1ss.). «El que es Imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación… por el que fueron creadas todas las criaturas y en el que tienen todas su consistencia… en Quien habita toda la plenitud… el reconciliador y centro de todas las cosas… tanto de las realidades terrenas como las celestiales» (Col 1, 15-20).
No tendríamos los cristianos necesidad de otros datos y constataciones ideológicas o históricas para saber que el humanismo cristiano es transcendente. El único, entre todos los posibles humanismos fragmentarios o utópicos, idealistas o verificables, pasados, presentes o futuros, que tiene garantizado en sí mismo el triunfo, por cuanto es el único que entraña y se asienta sobre la integridad realista de una doble verdad: la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios. Más aún, la misma verdad sobre Cristo es en sí la definitiva verdad sobre el hombre.
A pocos meses de su elección pontificia y antes de la publicación de su luminosa encíclica Redemptor hominis (4 marzo 1979), resultó sorprendente la intrepidez magisterial con que Juan Pablo II, en su encuentro pastoral con el episcopado latinoamericano en Puebla de los Ángeles (México, 28 enero 1979), incluía, entre las prioridades fundamentales de la proclamación de la fe y la acción pastoral, la verdad sobre el hombre. Plenamente integrada en la trilogía determinante de su magisterio y de su ministerio: La verdad sobre Cristo, la verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre. Y, justamente, fue en este último quehacer pastoral donde mayor energía exegética ponía en sus palabras: «La verdad que debemos al hombre es, ante todo, una verdad sobre él mismo. Como testigos de Jesucristo, como herederos, portavoces, siervos de esta verdad, que no podemos reducir a los principios de un sistema filosófico o a pura actividad política; que no podemos olvidar ni traicionar… Quizá una de las más notorias debilidades de la civilización actual está en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y de los antropocentrismos. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados… es la paradoja inexorable del humanismo ateo… La Constitución pastoral Gaudium et spes toca el fondo del problema cuando dice: ‘el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado’ (n. 22). La Iglesia, gracias al Evangelio, posee la verdad sobre el hombre. Esta se encuentra en una antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y comunicar»15.
Apenas un mes después, de retorno a Roma, publicaba su primera encíclica: la más teológica que se ha podido escribir sobre el humanismo cristiano; al mismo tiempo, la más humanista de las Cristologías posibles, la encíclica Redemptor hominis. Completaba así su pensamiento de Puebla: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por eso, precisamente, Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es –si se puede expresar así– la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es ‘confirmado’ y, en cierto modo, es nuevamente creado. ¡Es creado de nuevo! ‘Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo’ (Gal 3, 28). El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo… debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe ‘apropiarse’ y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo»16.
Redención no significa que el mal sea eliminado automáticamente y de raíz. La Redención no es magia. Es una Creación redimida y revalorizada, en la que al hombre se le sitúa en el «nuevo comienzo» y se le da la posibilidad y la fuerza para lo nuevo. Pero Dios no redime, ni renueva, ni salva al hombre sin el hombre. También en el hombre redimido está la posibilidad del mal. Pero en nuestra vida no hay dos polos opuestos, uno humano y otro divino. No estamos divididos entre lo humano y Dios, sino entre la glorificación y la idolatría que nos destruye; entre la trascendencia humana y divina de la gracia de Cristo y la degradante influencia del pecado o del rechazo de Cristo. Lo que hace daño al hombre es la falta de referencia a una concepción integral del hombre, como es la cristiana.
En Cristo el hombre está ordenado al amor, a la libertad, a la verdad. «Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor. Si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guardo los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 9-10).
Cristianos son el orden y la actitud que sitúan todas las categorías bajo la cualidad de persona que está en relación de Tú con el Dios revelado en Cristo (cf. Jn 3, 16; 1Jn 4, 8-12). La persona es lo decisivo; y, por tanto, los valores del amor adquieren primacía.
Creer no es creer que hay un Dios, sino creer que Dios interviene en la existencia humana. La esencia de la persona, en el cristianismo, consiste en ser amada por Dios en Cristo. Amor cristiano es la manera como Cristo se comporta.
Ningún progreso científico, ninguna revolución, ningún redencionismo humanista nos traerá nada tan importante como la Encarnación, Muerte y Resurrección de Cristo. Podremos librarnos de ciertas servidumbres mediante nuestros inventos y legislaciones, pero sólo Cristo ilumina la totalidad de nuestra existencia y nos salva (cf. Hch 4, 12).
Y en la misma proporción en que la vida humana está iluminada por el humanismo cristiano, será más humana y más una civilización que responda a la realidad y exigencia del ser humano. El humanismo cristiano no es un humanismo entre humanismos. Es el único construido sobre los derechos y deberes de la persona humana, que derivan de la fe en el destino y misión del hombre a la luz de Cristo, de su llamada y amor al hombre. El amor fiel a Dios hace algo inmenso: toma nuestro propio destino para mostrarnos con su propia vida cuál es la nuestra.
El cristianismo es la religión del amor y del hombre, porque el amor a Dios y el amor al hombre forman una unidad vital. Ese es el juicio: «Lo que hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Poco se dice de Dios cuando se dice que es el Dios de Universo, el Señor de la Historia, el forjador de seres inteligentes, creativos; el Absoluto, Eterno, Necesario. ¡Es el Dios Vivo, próximo, que ama y obra por amor! La revelación cristiana es, por esencia, la manifestación de parte de Dios del significado de nuestra existencia, del sentido último de nuestro destino: hijos y herederos de su gloria (cf. Rm 8, 29-30; Ef 1, 11; Rm 8, 17).
Desde esta transcendencia de persona y de vocación, como prioridades determinantes de la dignidad del hombre, el cristianismo exige y garantiza los verdaderos criterios humanistas de valoración prioritaria en la vida humana. Prioridad de la persona sobre las estructuras; de la interioridad sobre la fenomenología socio-comunitaria; de la ética sobre la técnica; del «ser» sobre el «hacer» o «tener»; de la voluntad sobre los instintos somáticos-hedonistas; de la libertad sobre el «robotismo» alienante o masificador; de la santidad, por la caridad que perfecciona integralmente al hombre, sobre cualquier otra «valoración reductora» de capacidades y responsabilidades humanas17.
Un hombre es verdaderamente hombre si se realiza a nivel de dominio sobre el universo: trabajo, conocimiento, arte, ciencia. En segundo lugar, si se realiza en comunión responsable con los otros, con las fuerzas del amor y de la amistad, con todo lo que respecta a nuestras relaciones humanas: deberes sociales, deberes nacionales, deberes de trabajar por la paz, la solidaridad, el progreso de los pueblos. Y, en tercer lugar, si se realiza consciente de su dimensión religiosa, su relación con Cristo, que da sentido a su vida y a los niveles anteriores de su conducta. El cristianismo permite a las personas humanas desarrollarse en la totalidad de sus dimensiones y exige de ellas que este desarrollo llegue a todos los hombres.
El propio Concilio, con una afirmación-eco de la historia, ha podido afirmar: «Todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad; y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos»18.
El triunfo del humanismo cristiano en el mundo actual #
Es impresionante el «realista optimismo cristiano», juntamente con el «humanismo visceral cristocéntrico», con que S.S. Juan Pablo II está re-evangelizando el mundo entero. Ese mundo, que hasta parece quedársele pequeño para sus viajes apostólicos.
Desde su primera encíclica –Redemptor hominis– hasta la última, Centessimus annus, el Papa nos pone de manifiesto su preocupación por el hombre. Y va por todas las naciones mostrando en cada una lo que es verdaderamente esencial para la existencia humana y para la dignidad del hombre.
Y, ¿qué otra cosa puede ser la misión del sucesor de Cristo? «Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre», nos decía en su primera encíclica19. Y, ciertamente, todos sus afanes, acción pastoral, viajes, escritos, catequesis, intervenciones, nos lo han puesto y nos lo están poniendo de manifiesto. Sus mensajes no son una propaganda. Ni una intromisión en la vida de las personas y de las naciones. Sino su urgencia de comunicar a los hombres la Buena Nueva.
Pasó Feuerbach y su deficiente y pobre interpretación de la esencia del cristianismo. Ha pasado Marx y su reducción total de las realidades humanas a las fuerzas productivas y a los medios de producción, prescindiendo de aspectos y valores tan esenciales al hombre como la dimensión moral y espiritual. La voluntad popular, tantas veces manipulada por semejantes ideólogos, no es un absoluto, y se convierte en instrumento de las peores opresiones, que llevan al totalitarismo y al aniquilamiento de sus libertades. Pasó Nietzsche y su transmutación de los valores, consistente en sustituir la moral por una moral que da él mismo: sus gritos de «Dios ha muerto»; por otra parte, con su sed y anhelo de infinito, como se ve en El hombre loco20.
Pasan los humanismos, obras de los hombres, pero aquella semilla, tan pequeña como un grano de mostaza (cf. Mt 13, 31), fue ahondando en las entrañas de la tierra y sigue extendiendo sus ramas más y más para nutrir y alimentar a los hombres.
El humanismo cristiano va a entrar en su tercer milenio. Vemos su permanencia a través de las vicisitudes de los hombres que fueron sus portadores, de la fecundidad de los santos, de la fortaleza en medio de las persecuciones. La fidelidad al Evangelio nunca puede ser infidelidad a la Iglesia. La única reforma legítima tiene su origen en el amor a la Iglesia, que hace sufrir al no ir como Cristo la quiere; pero en ningún momento consiste en separarse de ella, o intentar configurarla a nuestros modos y maneras, o a nuestros «humanismos» de turno.
Hoy se da un despertar cristiano en las naciones oprimidas por el ateísmo; en la juventud, necesitada de confianza, de esperanza, de alegría, de fidelidad, de horizontes abiertos. El humanismo cristiano hace recuperar la responsabilidad ante la vida humana y su sentido, la conciencia moral, la necesidad de poner los medios al servicio del hombre integral. Sana la inteligencia enferma, que se cree incapaz de alcanzar la verdad e impotente para confiar; fortalece el pensamiento débil y la capacidad de fidelidad. Ahonda más y más en el respeto que hace evidente la persona con su dignidad, la obra con su belleza, la naturaleza con su poder.
Pone los proyectos políticos, económicos y científicos en su sitio justo; elimina de ellos toda pretensión de absoluto. Los coloca en el dominio de lo contingente, porque tienen que equilibrar las realidades complementarias.
La deformación es «politizar» todos los problemas. Y el humanismo cristiano lucha porque los valores religiosos, educativos, filosóficos, culturales, dejen de ser considerados como incidencias políticas. Esta ha sido una deformación del comunismo: ver todo desde la incidencia política.
El humanismo cristiano está hoy en el mundo restituyendo el valor primero a la persona humana, a la verdad, a la belleza, a la espiritualidad, al amor, al trabajo. Todo lo demás tiene por función hacer posible esto. Amor, inteligencia, trabajo humano, encuentran su dignidad y su significado en el humanismo cristiano.
«La doctrina social, especialmente hoy día, mira al hombre, inserto en la compleja trama de relaciones de la sociedad moderna. Las ciencias humanas y la filosofía ayudan a interpretar la centralidad del hombre de la sociedad y a hacerlo capaz de comprenderse mejor a sí mismo como ser ‘social’. Sin embargo, solamente la fe le revela plenamente su identidad verdadera, y precisamente de ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la cual, valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación»21.
Juan Pablo II –lo acabamos de vivir– ha proclamado 1991 Año de la Doctrina Social de la Iglesia. Su encíclica quiere ser un grito, una súplica; mira al pasado, pero está orientada, sobre todo, al futuro. «Al concluir esta encíclica, doy gracias de nuevo a Dios omnipotente, porque ha dado a su Iglesia la luz y la fuerza de acompañar al hombre en el camino terreno hacia el destino eterno. También en el tercer milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino del hombre, consciente de que no peregrina sola, sino con Cristo, su Señor. Él es quien ha asumido el camino del hombre y lo guía, incluso cuando éste no se da cuenta»22.
1 Pablo VI, discurso ante las Naciones Unidas, 4 octubre 1965: Conc. Vat. II, Constituciones, Decreta, Declarationes, Typ. Polig. Vat. 1966, 1.018.
2 Juan Pablo II, alocución en la Universidad Complutense, Madrid. L’Osservatore Romano –edic. cast.–, dic. 1982, nn. 10-11, 54-55.
3 Gaudium et spes, 55. No deja de ser significativo el que el Catecismo Católico para adultos, La fe la Iglesia, de la Conferencia Episcopal Alemana (edic. cast. BAC, 1990) abra su exposición del Símbolo de la fe, partiendo metodológicamente de El misterio del hombre y de esta afirmación: «El hombre sigue siendo, en definitiva, una pregunta y un misterio profundo» (pp. 8-9). Evocando, a su vez, las «respuestas provisionales» de la ciencia (pp. 9-11), de las ideologías (pp. 11-14), de las religiones y de la crítica de las religiones (pp. 14-18). Más tarde, volverá sobre la «pregunta por el hombre» en la exposición de la creación (pp. 119ss.).
4 Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos (edic. Losada), 24.
5 Resulta impresionante el realismo con que el Concilio Vaticano II aborda la polifacética denuncia del ateísmo en la actualidad como originado o sostenido por el «humanismo pluralista» de las ideologías o culturas que condicionan al propio hombre, a las comunidades o a las personas, en sus relaciones con Dios, con la trascendencia o, incluso, con la «pseudo trascendencia». Cf. Gaudium et spes, 19-20.
6 Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10.
7 Pablo VI, discurso de clausura del Concilio, 5 diciembre 1965, nn. 8, 14, 16.
8 Gaudium et spes, 7.
9 Juan Pablo II, homilía 7 noviembre 1982, en el Nou Camp, 2: Mensaje de Juan Pablo II a España, BAC, Madrid 1982, 206.
10 Ibíd., 3.
11 Alocución en la Universidad Complutense (3 noviembre 1982), n. 3, 1. c., 54.
12 Juan Pablo II, Redemptor hominis, 15.
13 Ibíd.
14 Redemptor hominis, 1.
15 Juan Pablo II, alocución al CELAM, en Enseñanzas al Pueblo de Dios 1979, enero-abril (BAC, 1980), 457-458.
16 Redemptor hominis, 10.
17 Ibíd. 16.
18 Lumen gentium, 40.
19 Redemptor hominis, 14, 18.
20 «¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que, con una linterna encendida, en la claridad del medio día, iba corriendo por la plaza y gritaba: ‘Busco a Dios’? ¿Y que precisamente arrancó una gran carcajada de los que allí estaban reunidos y no creían en Dios? ‘¿Es que se ha perdido, se ha extraviado como un niño?’ decía uno, ‘¿o es que se ha escondido, tiene miedo de nosotros, ha emigrado?’ gritaban, riendo unos con otros. El hombre loco saltó en medio de ellos y los taladró con sus miradas. ‘¿Adonde se ha ido?’, exclamó. ‘Voy a decíroslo. Lo hemos matado nosotros. Vosotros y yo. Todos somos sus asesinos. Pero, ¿cómo hemos hecho esto?… ¿Hacia dónde nos movemos nosotros, apartándonos de todos los soles? ¿No nos precipitamos continuamente?, ¿hacia atrás, adelante, a un lado y a todas partes? ¿Existe todavía para nosotros un arriba y un abajo? ¿No vamos errantes como a través de una nada infinita? ¿No nos absorbe el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene la noche para siempre, más y más noche? ¿No se han de encender linternas a mediodía? ¿No oímos todavía nada del rumor de los enterradores que han enterrado a Dios? ¿No olemos todavía nada de la corrupción divina? También los dioses se corrompen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto!, y ¡nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos los asesinos de todos los asesinos? Lo más santo, lo más poderoso que el mundo poseía hasta ahora, se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién puede limpiarnos esta sangre?, ¿qué fiestas expiatorias o qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de este hecho?, ¿no deberemos convertirnos en dioses nosotros mismos, sólo para aparecer digno de ello? No hubo nunca hecho más grande; y cuantos nazcan después de nosotros, pertenecerán a una historia superior a toda historia precedente a causa de este hecho’.
En este punto calló el hombre loco y miró de nuevo a los que le escuchaban. También ellos se habían callado y le miraban extrañados. Finalmente, arrojó la linterna, que se hizo pedazos y se apagó.
Se cuenta, además, que el hombre loco, aquel mismo día, entró en varias iglesias y entonó en ellas su Requiem aeternam Deo. Y que, habiéndolo sacado y haciéndolo hablar, siempre había replicado solemnemente: ‘¿Qué son, pues, estas iglesias ya, sino las sepulturas y los monumentos funerarios de Dios?’». (La gaya ciencia. Obras completas –traduc. Castellano–, vol. 5. Buenos Aires 1959, 169-171).
21 Centessimus annus, 54.
22 Ibíd., 62.