El V Centenario visto desde Europa: el mandato de anunciar el Evangelio

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El V Centenario visto desde Europa: el mandato de anunciar el Evangelio

Ponencia presentada en el Simposio internacional sobre la Historia de la Evangelización de América, organizado por la Pontificia Comisión para la América Latina. Texto tomado de las Actas de dicho Simposio, Ciudad del Vaticano 1992, 19-31.

Un precedente inexcusable #

En una crónica, escrita en la segunda mitad del siglo VII, su autor, un desconocido al que sucesivamente se ha llamado Isidoro de Badajoz y anónimo de Córdoba, hace un relato de la batalla de Poitiers (a. 732) en que fue contenida la invasión musulmana que amenazaba con apoderarse de toda la Galia y extenderse por el resto de Europa. Siete días duró la pelea. Al amanecer el séptimo los cristianos, ya vencedores, se adueñan de las tiendas de los árabes y las encuentran vacías. El cronista termina así su descripción: Europenses vero… in suas se leti recipiunt patrias («Los europeos, por su parte, regresan alegres a sus patrias»).

Muchos historiadores opinan que, a partir de entonces, se consolidó la conciencia de una identidad común entre los pertenecientes a los pueblos que se opusieron a la invasión musulmana: era la conciencia de sentirse defensores de una civilización cristiana. Así surgió la cristiandad medieval, en que, a pesar de todos los nacionalismos exacerbados, los odios y ultrajes humanos, las destrucciones y violencias de todo género, nunca dejó de brillar la luz del Evangelio y, muchas veces, con esplendor.

Pues bien, un poco antes de esa fecha del 732, exactamente el 718, en una porción de Europa llamada España, se iniciaba la reconquista del suelo patrio que, éste sí, había sido sorprendentemente dominado en muy poco tiempo por los invasores islámicos. Don Pelayo y los que con él se unieron para combatir, defendían la civilización cristiana. Y así durante más de siete siglos estuvieron los españoles luchando contra el islam, a veces ayudados también por los franceses, ingleses, germánicos, itálicos… La lucha continuada de España obedeció a dos motivos fundamentales: reconquistar el suelo patrio y querer seguir siendo un país cristiano en una elección libre que hicieron, y siguieron haciendo durante todo ese tiempo, a pesar de que la civilización árabe que se les ofrecía era más adelantada y humanamente atractiva que la suya.

La referencia a este largo período de la Reconquista es ineludible, si se quiere comprender bien el porqué del esfuerzo de evangelización que realizó España en América desde el descubrimiento de ésta.

EI gran historiador Sánchez Albornoz, en su obra La Edad Media española y la empresa de América, afirma «como verdad indestructible que la Reconquista fue la clave de la Historia de España» y que «lo fue también de nuestras gestas hispanoamericanas. Repito lo que he dicho muchas veces: si los musulmanes no hubieran puesto el pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América».

«La Reconquista duró casi ocho siglos y la Conquista sólo medio. Esta fue tan asombrosamente rápida, porque España hizo en el Nuevo Mundo lo que en la península venía haciendo desde hace ocho siglos. Estaba ya bien entrenada»1.

Y, del mismo modo, en continuidad con la tradición multisecular de avanzar, predicar, bautizar, alzar cruces, iglesias y nuevos pueblos para Cristo, ha de entenderse la rápida evangelización de América, esa inmensa transfusión de sangre, fe y cultura que logró la total conversión de los pueblos misionados, fenómeno único de la historia de la Iglesia. «Sin los siglos de batalla contra el moro, enemigo del Altísimo, de María, de Cristo, y de sus santos, sería inexplicable el anhelo cristianizante de los españoles en América, basado en la misma férvida fe»2.

La Conquista de las Indias es completamente ininteligible sin la experiencia medieval de la Reconquista de España. Concretamente «la política asimilista, pero igualitaria, de Castilla, única en la historia de la colonización universal –política que declaró súbditos de la Corona, como los castellanos, a los indios de América y que no convirtió en colonias a las tierras conquistadas, sino que las tuvo por prolongación del solar nacional–, no podría explicarse sin nuestro medioevo»3.

«Id y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15) #

Lo que conmemoramos en este V Centenario es el comienzo de la evangelización en América:

«La llegada y proclamación –en palabras del Papa Juan Pablo II– de la fe y del mensaje de Jesús, la implantación y desarrollo de la Iglesia; realidades espléndidas y permanentes, que no se pueden negar o infravalorar. Y (la Iglesia) se dispone a celebrarlas en el sentido más profundo y teológico del término: como se celebra a Jesucristo, Señor de la historia, ‘el primero y el más grande evangelizador’, ya que Él mismo es el Evangelio de Dios (cfr. Evangelii nuntiandi, n. 7).

Como ya tuve ocasión de señalar en el discurso al CELAM reunido en Puerto Príncipe: ‘Como latinoamericanos, habréis de celebrar esta fecha con una seria reflexión sobre los caminos históricos del subcontinente, pero también con alegría y orgullo. Como cristianos y católicos es justo recordarla con una mirada hacia estos quinientos años de trabajo para anunciar el Evangelio y edificar la Iglesia en esas tierras. Mirada de gratitud a Dios por la vocación cristiana y católica de América Latina, y a cuantos fueron instrumentos vivos y activos de la evangelización. Mirada de fidelidad a vuestro pasado de fe. Mirada hacia los desafíos del presente y a los esfuerzos que se realizan. Mirada hacia el futuro para ver cómo consolidar la obra iniciada’ (9 de marzo 1983, III).

Por esto, la Iglesia se dispone a celebrar el V Centenario sin triunfalismos, pero consciente de saber que es una sublime gracia del Señor el que haya llamado a la luz de la fe a tantos millones de hombres y mujeres, que invocan su nombre y en él son salvados. Este evento eclesial debe ser también ocasión para una reflexión pastoral sobre el pasado, presente y futuro de América Latina; una reflexión que sirva para dar un nuevo impulso a la obra evangelizadora del continente a todos los niveles, en todos los países y en todos los sectores de la sociedad»4.

Es muy importante esta precisión del Santo Padre, porque deja a las investigaciones de los hombres el estudio de los hechos históricos que se desarrollaron en relación con el descubrimiento, la conquista, y el dominio de España y también de Portugal en la proporción que le corresponde, y pone el acento en lo que para la Iglesia es lo esencial, la llegada de la fe.

Acción misionera de España #

Fue todo un pueblo el que sintió fuertemente el impulso de evangelizar el continente descubierto. Todo un pueblo –digo–, no sólo los misioneros y los religiosos, cuya única misión era ésa, sino muchos hombres y mujeres colaboraron intrépidamente en la tarea de dar a conocer a Jesucristo y a la Virgen María como poderosa intercesora ante su Santísimo Hijo.

La evangelización consiste en esto, tal como afirma Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi:

«No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (n.23).

Naturalmente, al ofrecer así la Buena Nueva que anunciaba el Reino de Dios en la tierra, se forjó y extendió entre los indios una cultura distinta de la que tenían, la cultura cristiana, porque, como afirmó Juan Pablo II en la Universidad Complutense de Madrid en su visita a España en 1982, «una fe que no se hace cultura es una fe no acogida plenamente, no pensada enteramente, no vivida fielmente».

Dondequiera que ha penetrado el Evangelio, aparece un nuevo concepto del hombre y de la vida. Así sucedió en los países europeos, cuando fueron abrazando el cristianismo, empezando por Roma y las provincias de su Imperio. En cada uno de ellos había un modo de pensar, de sentir y de amar que fue desapareciendo o modificándose, a medida que penetraba en ellos la luz de quien había venido a la tierra para ser luz del mundo (Jn 8, 12). Había que nacer otra vez, como dijo Cristo a Nicodemo (Jn 3, 3).

Las enseñanzas del Señor sobre la filiación divina, la esperanza de la vida eterna, la pureza de corazón, el amor fraterno, la mortificación y dominio de sí mismo, y las cartas de los Apóstoles Pablo, Pedro, etc., son un impulso constante hacia la radical novedad en la vida del hombre y de la sociedad, y hacen surgir una nueva cultura que el creyente en Cristo va generando y que a su vez da lugar a nuevos cristianos. Todos los evangelizadores, en todos los lugares de la tierra adonde han llegado, en cualquier época de la historia, han hecho lo mismo. Primero el anuncio, después el catecismo y los sacramentos, y, como fruto de esta acción, la promoción humana, cultural y social, de los nuevos evangelizados. Así se hizo también en América.

Lo asombroso, lo verdaderamente sorprendente, es que la evangelización entendida como ofrecimiento y aceptación del misterio de Cristo e implantación de la Iglesia mediante el establecimiento de la jerarquía y administración de los sacramentos, se produjera con tanta rapidez.

La explicación está en lo que hemos dicho:

«La Iglesia en las Indias fue una madre capaz de engendrar con Cristo Esposo más de veinte naciones cristianas. Y en esta admirable fecundidad misionera colaboraron todos, reyes y virreyes, escribanos y soldados, conquistadores y cronistas, escribanos y funcionarios, frailes y padres de familia, encomenderos, barberos, sastres y agricultores, indios catequistas, gobernadores y maestros de escuela, cofradías de naturales, de criollos, de negros, de españoles o de viudas, de gremios profesionales, patronos de fundaciones piadosas, de hospitales y conventos, laicos fiscales y religiosas de clausura, párrocos y doctrinos, niños hijos de caciques, educados en conventos religiosos, corregidores y alguaciles… Todo un pueblo cristiano y fiel, con sus leyes y costumbres, con sus virtudes y vicios, con sus poesías y danzas, canciones y teatros, con sus cruces alzadas y templos, sus fiestas y procesiones y, sobre todo, con sus inmensas certezas de fe, a pesar de sus pecados, fue el sujeto real de la acción apostólica de la Iglesia.»

«Ese pueblo, evidentemente confesional, que no fue a las Indias a comunicar a los indígenas la duda metódica, sino que recibió de Dios y de la Iglesia el encargo de transmitir al Nuevo Mundo la gloriosa certeza de la santa fe católica, cumplió su misión, y es el responsable de que hoy una mitad de la Iglesia Católica piense y crea, sienta, hable y escriba en español»5.

Este pueblo era así, fuertemente católico. Había sido forjado en la lucha contra el islam invasor. Tenía fallos y defectos, muchos. Pero tenía también una fe ardorosa y militante y admitía y trataba de cumplir con generosidad sin límite el mandato evangélico: «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto Yo os he mandado» (Mt 28, 19-20).

«El espíritu religioso de aquella magna aventura que fue la conquista y la colonización, se mantuvo largo tiempo en su prístina fuerza gracias al fraile. El fraile es el segundo prototipo de la estirpe blanca en las Indias. En su esencia no difiere del conquistador. Viene a ser como un conquistador a lo divino. El fraile encarna el sentido universal más que el individual de la psicología española, pero desde luego la diferencia es más bien cosa de grado o dosaje que de naturaleza; de otro modo, que uno y otro tipo sólo difieren en proporción y puede pasarse de uno al otro por gradaciones casi insensibles. Hubo muchos conquistadores que terminaron frailes. Las Casas fue primero conquistador, luego encomendero, más tarde clérigo y por último fraile. Caso típico si los hay, pues nadie abrazó la causa del espíritu universal con más celo y ardor, y sin embargo nadie luchó por tal causa con terquedad más apasionada e individualista. En el fraile se observa la misma osadía, el mismo espíritu de sacrificio, el mismo deseo hazañoso de vencer obstáculos, que caracteriza a los conquistadores. Pero mientras los conquistadores pasaban trabajos y fatigas por alzarse hasta la honra y la grandeza, los frailes luchaban por humillarse. ‘Maravillábanse los indios de ver tal tesón en los predicadores, y más de verlos tan desaficionados al oro y plata de que nuestros españoles seglares hacían mucha estima’, escribe un autor de la época. El ejemplo era, en efecto, el único lenguaje en que al principio era posible a los frailes hacerse comprender de los naturales y comunicarles la fe ardiente que les animaba; y en el lenguaje del ejemplo hablaban aun a riesgo de muerte… Era entre los frailes cosa a la vez de fe, de doctrina y de disciplina vivir tan modestamente como los indios más humildes. ‘Andan pobres y descalzos como nosotros –decían los indios– comen de lo que nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mansamente’. Hubo muchos casos de martirio, y uno quizá todavía más significativo, el de fray Antonio de Roa, que no contento con imitar la pobreza de los indios, a fin de ganar mejor su confianza, y al ver que no se daban cuenta suficiente del horror que el pecado debía inspirar, solía disciplinarse cruelmente durante el sermón y para demostrarles que el cuerpo no era más que un esclavo, se marcaba a fuego con una tea. Tales eran los métodos de los conquistadores a lo divino, para intentar al menos la conquista espiritual del Nuevo Mundo»6.

Propósito de los reyes de España y abusos posteriores #

Sucedió, además, que quienes ejercieron la autoridad y el gobierno, como reyes de España, como jefes de las expediciones desde el primer viaje de Colón, o como conquistadores de los territorios, eran y fueron también –muchos de ellos– igualmente fervorosos cristianos, que tenían el anhelo de extender la fe que profesaban.

La reina Isabel, aunque educada conforme a la mentalidad esclavista de la época, nunca admitió que se tratase a los indios como esclavos, quería que se les tratase «muy bien y amorosamente», y obligó a devolver a América los esclavos que habían sido traídos por abusiva determinación de Colón. Consideró siempre las tierras que podrían ser descubiertas –y mucho más tras el descubrimiento– como campo de evangelización. Y así, toda su vida, hasta tres días antes de morir en Medina del Campo, cuando dicta un codicilo que se añade a su testamento, en el que declara cuál fue su intención principal cuando la Santa Sede concedió a la Corona las Indias descubiertas:

«Nuestra principal intención fue… de procurar inducir y traer los pueblos de ellos y los convertir a nuestra santa fe católica, y enviar a las dichas islas y tierra firme prelados y religiosos y clérigos y otras personas doctos y temerosos de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas en la fe católica y les enseñar y doctrinar buenas costumbres, y poner en ello la inteligencia debida, según más largamente en las letras de dicha concesión se contiene» (Codicilo, Cláusula X).

Demuestra lo que estamos diciendo, la narración que hace Bartolomé de las Casas. Refiere lo que sucedió cuando llegaron algunas naves con sus respectivos indios esclavos. «Como por las cartas postreras del Almirante, que vinieron en los dichos navíos, supiese la Reina, de gloriosa memoria, que el Almirante había dado a cada uno de los que allí venían un indio por esclavo, y que, si no se me ha olvidado, eran trescientos hombres, hubo muy gran enojo, diciendo estas palabras: ¿Qué poder tiene mío el Almirante para dar a nadie mis vasallos?, y otras semejantes». Este relato no se ha tenido suficientemente en cuenta. El Almirante había decidido cubrir la falta de oro y especias prometidas a los reyes con el envío de indios esclavos. Consta que la actitud de la soberana fue de disgusto y repulsa. «La reina Isabel, que había apoyado la hazaña colombina, demostró su fibra cristiana, su humanismo, y obligó a Colón a retraer sus malos pasos esclavistas». EI hecho de que el Almirante enviara esclavos sin aprobación real fue una de las causas de su relevo en el gobierno de La Española. Las Casas sigue refiriendo la reacción que tuvo doña Isabel: «Mandó luego a pregonar en Granada y en Sevilla, donde ya estaba la Corte, que todos los que hubiesen llevado indios a Castilla, que les hubiese dado el Almirante, los volviesen luego acá (a las Indias desde donde escribe Bartolomé su Historia), so pena de muerte, en los primeros navíos». Y a continuación reconoce que él mismo tuvo un esclavo que le había llevado su padre (que acompañó a Colón en el segundo viaje a las Indias) desde La Española: «Y mi padre, a quien el Almirante había dado uno y lo había llevado en el susodicho viaje de los dos navíos o carabelas, que yo en Castilla tuve y algunos días anduvo conmigo, tornó a esta isla con el mismo comendador Bobadilla, y los trajo, y después yo lo vi y traté acá».

Como señala Rafael Altamira, el 20 de junio de 1550 es una fecha memorable para el mundo entero, porque señala el primer reconocimiento del respeto debido a la dignidad y libertad de todos los hombres, por incultos y primitivos que sean: principio que hasta entonces no se había proclamado en ninguna legislación, y mucho menos se había practicado en ningún país. Aquella disposición fue luego ratificada y ampliada por otras, en las que se declaró hombres libres a todos los indios; base de un empeño para protegerlos, que caracteriza de manera especial la filosofía política de la Corona española en Indias y cuya iniciadora fue Isabel I7.

No siempre fueron fieles a estos deseos y ruegos de la reina Isabel muchos de los españoles que fueron a América; con sus abusos y crueldades escribieron páginas oscuras. Pero los evangelizadores directos, los religiosos franciscanos, dominicos, agustinos, mercedarios, jesuitas, y con ellos muchísimas familias que allí llegaron, realizaron una labor de difusión del Evangelio inigualable.

Y, cuando en la península iban siendo conocidas las noticias que hablaban de tales abusos, cundió un malestar profundo, que dio lugar a posturas revisionistas sobre lo que se estaba haciendo en Indias y fue la ocasión para que brillara con esplendor una luz que no se ha apagado: la del gran maestro Vitoria y, en general, la Escuela de los teólogos de Salamanca, que exponían sus enseñanzas fundados en el hecho de la dignidad humana y la revelación cristiana.

La nueva ética:
la fe en el indio y en su capacidad de libertad #

Francisco de Vitoria y sus discípulos durante el siglo dieciséis llegan a ser la voz más cualificada de la Iglesia, la luz para iluminar los problemas múltiples que se originan con el descubrimiento, la conquista, la colonización de las Indias Occidentales.

Las lecciones de Francisco de Vitoria desde la cátedra y desde el púlpito pasan de mano en mano; llegan a hacerse hasta 500 copias manuscritas de las mismas.

Los principios de los derechos humanos y de gentes están asentados en el derecho natural, que los fundamenta; y de tal forma estos principios son verdaderos y fecundos que sus discípulos de derecho y teología, pronto maestros, irán enriqueciéndolos al aplicarlos a los problemas y situaciones que se iban ofreciendo, sobre todo en los años de las conquistas.

Así podríamos compendiar las enseñanzas de esta Escuela que a la luz del Evangelio enseña al mundo entero la esencia del derecho natural, del derecho de gentes, de los derechos humanos.

Reivindica la dignidad humana de los indios; pues son seres racionales y libres, creados a imagen de Dios, con destino personal y transcendente. Los indios eran capaces de salvación y de condenación.

Tenían, por tanto, derecho a ser bautizados.

El retraso o subdesarrollo de los indios, su «bestialidad», o incapacidad, se debía más bien a la mala y bárbara educación.

Tenían derecho al progreso y a la paz.

Los indios eran verdaderos dueños de sí y de sus cosas de igual modo que los españoles.

Indios y españoles eran iguales fundamentalmente, en cuanto que eran hombres.

Su libertad política también es reivindicada.

Por tanto, la intervención de España en América se justifica en función de la necesidad de protección de los derechos humanos. No sería conveniente ni lícito al rey de España abandonar completamente la administración de aquellos pueblos.

Los españoles por derecho natural y de gentes tenían derecho a recorrer las provincias de los indios y permanecer en ellas, mientras no causaran daño a sus poblaciones. Los indios no podían prohibir el derecho de emigración.

Igualmente, los españoles podían comerciar con los pueblos indios, importar y exportar mercancías.

Los conquistadores y sus familias, por derecho natural y de gentes, tenían derecho a domiciliarse y tomar la ciudadanía de los países indios, contrayendo matrimonio, o por otras formas, mediante las que los extranjeros la adquieran; de igual modo pueden defenderse y buscar su propia seguridad8.

EI ilustre historiador Lewis Hanke dice que «la empresa de España en América fue mucho más que una extraordinaria hazaña militar y política. Fue también uno de los mayores intentos que ha presenciado el mundo para que prevalezcan los preceptos cristianos en las relaciones entre las gentes»9.

Francisco de Vitoria, en virtud de estos títulos y con éstas y otras limitaciones, obligaba tanto a indios como a españoles, a la Corona y a los gobernadores, virreyes, encomenderos, vasallos y soldados. El derecho natural obliga en conciencia a todos.

La Universidad de Salamanca es pionera en España y en el mundo entero en el riguroso y crítico planteamiento de la presencia de España en las Indias.

«La duda indiana» #

La intervención de Vitoria y sus discípulos no se limita a dictaminar sobre algunos casos de gravedad que le son planteados, sino que progresivamente llega a ser la conciencia de la mejor sociedad española cristiana. De las aulas de Salamanca saldrán los mejores defensores de los indios; misioneros, obispos, juristas, profesores de las universidades americanas de Lima, México, promovidas precisamente con el propósito de predicar íntegramente el Evangelio entre los indios: Pedro de la Gasca (pacificador del Perú y presidente de la Audiencia de Lima), Juan de la Peña (obispo de Lima), Zumárraga (arzobispo de México), Anchieta, Juan del Valle (obispo de Popayán), Domingo de Santo Tomás Navarrete (obispo de Charcas), Tomás de San Martín (La Plata), Diego de Covarrubias (obispo de Santo Domingo y de la Concepción de la Vega).

Por encargo de Carlos V, Francisco de Vitoria escogía misioneros y profesores para las universidades americanas entre sus mejores discípulos.

El influjo de la Universidad de Salamanca es tan eficaz que la mayoría de las disposiciones legales de este tiempo van en el sentido de paralizar y prohibir las conquistas, porque se oponían radicalmente al concepto de tutela; misión que únicamente justificaba la presencia e intervención de España en las Indias (1556).

Por el magisterio de Juan de la Peña, se llega a la convicción de que es preciso, para obtener la absolución sacramental, la restitución y devolución de lo adquirido en guerra injusta.

La opción negociada y defendida por gran parte de los obispos, sacerdotes, misioneros y religiosos, y por no pocos juristas y funcionarios de la Corona, se enfrentaba a la opción continuista de los conquistadores y, encomenderos, que luchaban por el reconocimiento de la perpetuidad de sus encomiendas.

Tras los primeros años de descubrimientos, seguidos de conquistas muchas veces ensombrecidas por el atropello y la crueldad, se había llegado, después de muchos trabajos, a una situación que hoy podríamos llamar de protectorado político; única plataforma que podía ayudar a la tarea evangelizadora de la Iglesia10.

Imposible enumerar siquiera los hitos por los que van transcurriendo el pensamiento y las realizaciones jurídicas y de gobierno; la Escuela de Salamanca es la pionera en la Iglesia y a la vez la mentora de la Corona. Se consigue una política de rectificaciones continuas, pues «la Corona de Castilla tenía el país en fideicomiso hasta que los naturales fueran capaces de autogobierno y de perseverar en la fe cristiana».

A la luz de estos principios, y luchando enérgicamente desde el Consejo de Indias y la Corona de Castilla por el fiel cumplimiento de los mismos, se organiza la empresa de la evangelización de América con todo lo que lleva consigo de empeño cultural, asistencial, social, humano en una palabra. Esta es la base, que irá haciendo posible la futura independencia. Como el fruto maduro se separa del árbol, así estaba prevista por Francisco de Vitoria la independencia, como una mayoría de edad de los hijos de familia.

El problema no es sólo de juristas. La fundamentación de la ley está en último término en el derecho natural que asiste a todo hombre. Afectan, pues, muchos aspectos a la conciencia moral. En el fondo de todo problema político hay un problema teológico. La «gobernación de las Indias» está sometida también al derecho divino y natural.

Los reyes de España, dice Vitoria, habían asumido la carga de un mandato con el fin de capacitar a los pueblos de los indios para facilitar su integración en la comunidad del orbe sobre una base de igualdad fundamental. En interés de los súbditos de los países indios, y sólo por ello, los reyes de España se hacían cargo de la administración, mientras fuera necesario para utilidad y progreso de aquellos pueblos.

EI emperador no podría dar leyes que fueran perjudiciales para los pueblos indios y beneficiosas para España.

Frutos abundantes #

No debemos negar que hubo grandes atropellos y crueles violencias según fue desarrollándose el proceso del descubrimiento, la conquista y la evangelización, pues no se puede separar una cosa de otra de una manera neta y tajante.

Gracias a esa Escuela de Salamanca fueron distinguiéndose los diversos campos de actuación. Las leyes y ordenanzas que progresivamente se promulgaron, sirvieron para hacer luz en medio de las sombras y nunca dejó de haber espléndidos testimonios de fe y de amor cristiano, tras lo que se ve una prodigiosa acción evangelizadora, que en menos de cincuenta años sirvió para que se extendiera la fe y el sentido cristiano de la vida en los numerosos territorios descubiertos.

Merecerán siempre la gratitud y la admiración de todos los que creemos en Jesucristo aquellas legiones de misioneros franciscanos, dominicos, agustinos, mercedarios, jesuitas y obispos, que aprendieron y enseñaron idiomas, fundaron escuelas y, sobre todo, abrieron la inteligencia de tantos para comprender de algún modo los catecismos y textos litúrgicos que explicaban con ardorosa fe. Hombres como Toribio «Motolinía» y los doce apóstoles de México; el incomparable Santo Toribio de Mogrovejo, en el Perú; San Pedro Claver, en Colombia; Acosta, Anchieta, Pedro de Gante, Bernardino de Sahagún, etc. ¿A qué seguir?

Los frutos de vida cristiana se multiplicaron sin cesar. La devoción a Cristo crucificado, a la Virgen María, a la Sagrada Eucaristía, arraigó en el pueblo y alimentó la piedad de pobres y de ricos como expresión de su fe y como estímulo para conservarla y propagarla.

En las iglesias de esos países de Iberoamérica cuajó con fuerza la familia cristiana y no fueron pocos los que dieron testimonio de santidad heroica con nombres gloriosos, que tienen su lugar hoy en el martirologio de la Iglesia. Juan Pablo II, antes de inaugurar los años de preparación del V Centenario, dijo a su paso por Zaragoza: «Una siembra generosa y fecunda fue la de aquellos misioneros españoles y portugueses, que sembraron a manos llenas la palabra del Evangelio en un esfuerzo que llega hasta hoy y que constituye una de las páginas más bellas de toda la historia de la evangelización, llevada a cabo por la Iglesia» (10 de octubre de 1984).

Así fue, en efecto; y cuando en el siglo XIX los países americanos se independizaron de España, no por eso se separaron de la Iglesia.

Promoción humana #

La labor de evangelización que se realizó, prestó atención también a los problemas humanos de los indios, de manera que no fue una espiritualidad desencarnada la que se practicó entre ellos. Son innumerables los testimonios de amor al hombre y de transformación de la condición humana para fomentar el progreso de aquellos pueblos, gran parte de los cuales vivían en condiciones ignominiosas. Tantos y tan grandes como los abusos de muchos fueron también los gestos y los actos de amor y redención social que se realizaron por parte de los evangelizadores, los frailes, los obispos, y muchos de los laicos que los acompañaban.

Empezaron por tener que enseñar las elementales normas de educación y convivencia respecto al aseo personal, la comida, el vestido y la vivienda, la convivencia entre ellos, los oficios artesanales que les ayudaron a valerse por sí mismos, las normas de civilización (policía, se decía entonces) y ordenamiento político elemental, que poco a poco fue desarrollándose. En todo intervinieron los misioneros, porque lo consideraban como un deber de la fraternidad cristiana que proclamaban. Las escuelas de los franciscanos, las «reducciones» de los jesuitas, y otras similares fueron una contribución muy notable al progreso y desarrollo de las poblaciones autóctonas. «Se edificaron ciudades enteras con sus plazas mayores, iglesias y catedrales, casas y palacios, fuertes, audiencias imperiales, universidades. Estos centros universitarios de Hispanoamérica precedieron tres cuartos de siglo a la primera de América del Norte»11.

Escribe el historiador Pedro Borges:

«En el tema concreto de las relaciones de los padres y los hijos, los dominicos de Nueva España aconsejaban en 1548 a estos últimos que obedecieran a sus progenitores, pero, sorprendentemente, una vez establecido el principio general de la necesidad de esta obediencia, en lo que insistían era en la facultad de que gozaban los hijos para sustraerse a ella, cuando los padres les preceptuaban algo moralmente reprobable. Evidentemente, a estos religiosos les preocupaba sobre todo la posibilidad de que los adultos de reciente inserción en el cristianismo y probablemente aficionados todavía a las prácticas idolátricas prehispánicas intentasen obligar a sus hijos a realizar acciones contrarias a la nueva religión o a lo que ellos entendían por ley natural».

Más adelante, cambian las circunstancias y cambia la perspectiva. Continúa Borges:

«Un documento como el Tercer Catecismo del concilio de Lima, editado en 1585, es decir, en un momento en el que los indígenas peruanos, a los que se dirigía, ya estaban plenamente cristianizados, olvida esa preocupación y enfoca el asunto desde un punto de vista positivo y desde todas las vertientes de esas relaciones.

«Así, y según ese catecismo, los hijos debían honrar a sus padres, porque habían sido engendrados y criados por ellos, lo que practicarían obedeciéndoles y ayudándoles, cuando lo necesitaran, sobre todo en la ancianidad. Esta misma honra debían hacerla extensiva a los padres espirituales y a los ancianos, esto último a imitación de ‘los españoles y todos los hombres de policía y buena razón’.

«Los padres, por su parte, tenían obligación de educar a sus hijos en las buenas costumbres, consejo con cuyo motivo inserta el catecismo la siguiente exhortación, antológica por su estilo y por su insistencia en basar el razonamiento en la cualidad de hombres de los indios, distintos por lo mismo de los animales:

«‘Mirad que oigan misa vuestros hijos, que recen cada día la doctrina antes de acostarse, que no se apuñeen y riñan. Limpiadlos y lavadlos y vestidlos, y las muchachas ya grandecitas no consintáis que anden con otros muchachos, y mirad que no duerman hermanos y hermanas todos juntos, como muchos hacéis. Eso es de bestias y no de hombres. ¿Son perros o carneros para que machos y hembras anden revueltos?… Que por ese pecado y otros que tenéis ha permitido Dios que andéis perseguidos y hechos esclavos como si fuésedes bestias, porque no queréis vivir como hombres, sino como caballos y carneros del prado, sin orden ni limpieza en vuestras almas ni en vuestros cuerpos’.

«Estas exhortaciones de los catecismos americanos tienen el mérito de que trascendían el orden de las ideas, porque dichos catecismos eran una especie de manuales para los predicadores, a quienes se les quería facilitar su labor ofreciéndoles incluso el texto de cómo debían predicar a los indios, sin limitarse a simples guiones.

«Refiriéndose al noroeste de México, Andrés Pérez de Ribas nos ofrece en 1647 una relación detallada de lo que los jesuitas de esas misiones habían conseguido de los indígenas desde finales del siglo XVI. De una manera general, esos misioneros habían logrado ‘las mudanzas de costumbres fieras que (los naturales) tenían arraigadas y heredadas de sus antepasados’. En concreto, habían conseguido implantar entre ellos la monogamia, el corte de la cabellera al bautizarse, el abandono de los nombres personales bárbaros, la amistad con los españoles, la afición al trabajo cuando antes eran las gentes más ociosas del mundo»12.

Reflexión desde Europa #

Cuando en 1492 los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, conquistaron Granada, se celebraron grandes fiestas en los países de Europa occidental. Fueron famosas las de Milán y las de San Pablo, de Londres. Se vivía con gozo la victoria que suponía para la fe cristiana el alejamiento que representaba la presencia del islam en la Península Ibérica.

Ese mismo año se produjo el descubrimiento de América. En muchos lugares de Europa aparecieron en seguida manifestaciones de sorpresa y perplejidad, y en sus respectivos pueblos también de gozo por lo que suponía para la fe católica la actitud tan favorable de la Corona española en orden a la evangelización.

La escisión provocada por la Reforma protestante en el siglo XVI dio lugar a la aparición de actitudes contrapuestas y enconadas, e incluso a guerras de religión y desatadas ambiciones políticas. Todo apareció mezclado y confundido.

En lugar de atender a la evangelización, se rechazaba la conquista y el dominio, todo igual. Las devastaciones, saqueos y crueldades se presentaron como actitudes de la España católica sin más. Desde entonces y a partir sobre todo del siglo XVIII se ha ido extendiendo el apasionamiento y la deformación de la historia, que ha llegado hasta hoy.

Es necesario volver a estudiar con el máximo rigor los hechos y las interpretaciones.

Durante los siglos en que se fue forjando la Europa cristiana medieval, la violencia, los ataques feroces de unas regiones contra otras, las destrucciones en masa estuvieron a la orden del día. Un Carlomagno, que tanto hizo por la cristiandad, se distinguió igualmente por su afán imperialista y sus atropellos y venganzas.

América debe mucho a Europa y más aún a quienes han ido realizando desde 1492 la gran empresa de la evangelización. Pero también Europa debe mucho a la América evangelizada. El simple hecho de poder contar con tantos otros pueblos que creen en Jesucristo Redentor fue para los europeos, libres de odio y pasión, un motivo de satisfacción incalculable, el que produce la propagación de la fe, que permite, según nuestras creencias, pasar de las tinieblas a la luz. Pero está comprobado que no se logra esto normalmente, sin que aparezca el misterio de la contradicción.

Evangelizadores íntegros, sin ninguna otra apetencia humana en sus afanes, son siempre escasos. Aquí tiene aplicación la parábola del grano de mostaza. Sólo con el paso del tiempo se hace árbol frondoso en que pueden anidar las aves del cielo. Y hoy el pueblo católico de América es árbol frondoso. Para Europa entera, el descubrimiento de América significa –creo yo– un complemento de humanidad que sólo entonces haría comprender a los europeos qué perspectivas tan colosales se abrían a sus inquietudes, y qué poca cosa habían sido mientras estuvieron encerrados en sí mismos.

La Europa de Santo Tomás y San Bernardo, como la de San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán y San Francisco Javier, estaba reclamando horizontes de universalidad, que ahora se presentaban fascinantes a los espíritus nobles. También a los evangelizadores que salieron de Europa para América –pues no fueron sólo frailes españoles los que llegaron al nuevo continente–, como a los que en territorios europeos habían evangelizado siglos atrás, les acompañaron –sin que ellos fueran responsables– la ambición desmedida y muchas veces la barbarie. En medio de tantas sombras fue extendiéndose la luz.

Ahora esa América no reniega de la fe que recibió, aunque puede ser que las sectas se la arrebaten en gran parte. Europa debería prestar una mucho mayor atención a los problemas sociales y económicos de Iberoamérica, porque, aunque tengamos distinta casa, formamos parte de la misma familia. El corazón de las Iglesias de América late con fuerza en el momento actual y se siente agitado en sus afanes apostólicos.

Desde aquí, desde Europa, ¿qué podemos hacer para ayudarles? ¿O es que ya somos tan pobres en la fe los europeos, que casi estamos necesitando que vengan a ayudarnos ellos? Quizá no se trate de que ellos reclamen la ayuda que se les debe, sino de que ellos y nosotros nos dispongamos a predicar y vivir mejor el Evangelio hoy, en nuestro tiempo, en estos años que vivimos.

En la homilía que el Santo Padre pronunció el 1 de enero de este año, dijo estas palabras:

«Desde hace quinientos años el misterio de Cristo, Salvador del hombre, está presente entre los pueblos del continente americano, totalmente desconocido para el Viejo Mundo hasta 1492.

«El descubrimiento de América coincide con el comienzo de la evangelización de aquellas tierras nuevas. Desde entonces, el misterio de la salvación, revelado para toda la humanidad en el Verbo hecho carne, comenzó a ser anunciado a nuevos pueblos, con los cuales hasta entonces Europa no había tenido ningún contacto. Sin embargo, aquellos pueblos eran conocidos por Dios desde toda la eternidad; y por Él siempre abrazados con la paternidad que el Hijo ha revelado ‘en la plenitud de los tiempos’ (cf. Gal 4, 4).

«Al igual que en otras partes del mundo, el Evangelio, de hecho, ha acompañado durante su andadura a los pueblos latinoamericanos, entre los cuales el mensaje de la salvación ha resonado mediante el testimonio de infatigables misioneros y apóstoles. Damos gracias al Señor por la asistencia constante y sobrenatural con la que ha guiado el camino de aquellos pueblos cristianos a lo largo de estos quinientos años. Al mismo tiempo, reafirmamos nuestra voluntad y el compromiso de continuar el irrenunciable ministerio de la evangelización.»

Resumen final #

Si se me pidiera una síntesis de los principales pensamientos que me sugiere el hecho de la evangelización de la América Latina, vista desde Europa, diría lo siguiente:

1º. La evangelización que comienza en 1492 y ahora conmemoramos, es, en conjunto, una labor prodigiosa, llevada a cabo principalmente por España, gracias a la cual se predicó la fe cristiana y el misterio de Cristo fue conocido y amado.

2º. Con la fe predicada surgió una nueva cultura, que en muchos casos sustituyó a la que existía, y en otros coexistió con ella, en cuanto lo permitió el nuevo concepto del hombre.

3º. A la vez que la evangelización realizada por la Iglesia (obispos y misioneros, Bulas alejandrinas, etc.) y por la Corona y el pueblo español, hubo abusos, crueldades, violencias numerosísimas que lamentamos profundamente. Es deber de los historiadores fijar con precisión estos hechos, discernir responsabilidades con exactitud, conocer el origen de muchas falsedades y calumnias que también se han dado desde el principio, por lo que son muy de alabar los estudios que vienen haciendo diversos autores españoles y extranjeros.

4º. La Escuela de Salamanca, con sus grandes teólogos y juristas, como Vitoria, Soto, etc., y otros como Suárez, merecen el reconocimiento universal por las luminosas doctrinas que difundieron sobre los indios y los conquistadores, y en general sobre el derecho internacional de pueblos y naciones, favoreciendo una autocrítica de lo que se venía haciendo en América, como nunca se ha dado entre colonizadores y colonizados.

5º. Las Iglesias de Europa deberían ser capaces de ayudar con mayor eficacia a las de América Latina, como lo hace la de Alemania. Ayuda para colaborar en la transmisión de la fe, en la erección de seminarios y noviciados, en la acogida y fomento de las vocaciones, en el envío de sacerdotes, en la defensa de los criterios que eviten la secularización de la sociedad, en el esfuerzo por aplicar lo que está pidiendo la justicia respecto a la situación de esos pueblos en cuanto a la deuda exterior, los gastos en armamento, la defensa de la vida, el acceso a la propiedad de la tierra y a las fuentes de producción para los aborígenes y desposeídos, etc.13.

6º. El esfuerzo por secundar las exigencias de la nueva evangelización a que nos convoca el Papa Juan Pablo II ha de dar frutos, tanto en América como en Europa. Tendrá que ser nueva en su ardor, en su expresión y en sus métodos, sí, pero permanentemente fiel al Evangelio y a la guía y magisterio de la Iglesia.

Siguiendo el año litúrgico

1 José Mª. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, p. 38.

2 C. Sánchez Albornoz, La Edad Media española y la empresa de América, p. 106.

3 Ibíd. p. 128.

4 Discurso a la II Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para la América Latina, 14 de junio de 1991: L’Osservatore Romano, edic. en español, 21 de junio de 1991, p. 24.

5 José Mª. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, p. 84.

6 S. de Madariaga, El auge y ocaso del Imperio español, Madrid 1979, 154.

7 Cf. Enrique González Fernández, Filosofía política de la Corona española en Indias, tesis doctoral defendida, en marzo de 1992, en la Facultad de Teología del Angelicum, en Roma.

8 Cf. Luciano Pereña, La Escuela de Salamanca. Proceso a la conquista de América, Salamanca 1986, 47-48.

9 Citado en la revista Palabra, agosto de 1991, p. 48.

10 Cf. la obra citada en la nota 8, 83-93.

11 Julián Marías, artículo en ABC, 12 de julio de 1991.

12 Pedro Borges, Misión y civilización en América, 176-177.

13 Cf. Exhortación de las Comisiones episcopales de España en el Día de Hispanoamérica, 1 de marzo de 1992.