Pregón pronunciado el día 23 de marzo de 1977 en Valladolid. Texto tomado de la edición publicada por el Ayuntamiento de Valladolid, 1977.
Perdonad que haya tomado el título de esta breve meditación, de un libro que Marañón dedicó a la ciudad de mi actual residencia, Toledo.
Hace ya 22 años, exactamente en 1955, fui honrado por el Excmo. Ayuntamiento para pronunciar el pregón de esta vuestra y mía Semana Santa incomparable.
En aquel entonces yo vivía entre vosotros, feliz y dichoso, y aunque nunca, por la gracia de Dios, me sobró el tiempo, pude dedicar parte de él a preparar con mucho amor, lo más dignamente posible, un canto a la Semana Santa de Valladolid y de los pueblos y ciudades de su provincia. Hoy, ni eso puedo, y ante la insistente invitación de vuestro alcalde debí decir que no, pues «nunca segundas partes fueron buenas», y el acto merecía más. No fui capaz de hacerlo. Hace ya años que ostento con orgullo (mayor por inmerecido) la Medalla de Oro de esta ciudad y a ella me debo; el volver a ella es para mí muy grato, y el pensar, aunque sea muy deprisa, en su Cuaresma y su Semana Santa, constituye uno de los mayores goces y satisfacciones de mi alma.
En mis palabras de elogio y nostalgia quiero incluir no sólo a la Semana Santa, sino también a la Cuaresma que nos preparaba a celebrarla y que, en mi recuerdo tras dieciséis años de ausencia obligada, brilla también con luz esplendorosa a mis cansados ojos de pastor de la Iglesia de Cristo.
Las Cuaresmas de los años cincuenta #
¿Cómo no recordar con nostalgia aquellas Cuaresmas del Valladolid de los años cincuenta? En un mundo cada vez más desacralizado, ¿cómo no añorar aquellas Cuaresmas de intensa vida cristiana en que todos queríamos ser un poco mejores, estimulados por el ejemplo que unos a otros nos dábamos?
Tras la litúrgica imposición de la ceniza que abría la Cuaresma, la ciudad cobraba un tono de seriedad y trascendencia de que sólo bienes podían derivarse y se derivaban. Las parroquias, las cofradías, las entidades religiosas todas, rivalizaban en la organización de conferencias, retiros, ejercicios y actos piadosos de toda índole, encaminados a hacer vivir la Cuaresma con las características que para ella quiere la Madre Iglesia, a saber: reconciliación, sacrificio y caridad.
Porquera esto y sólo a esto iban dirigidas esas prácticas, y ello, sólo ello se lograba en gran medida. Soy, aunque modesto, testigo de excepción de que así era.
Espíritus ligeros, cuando no mal intencionados, podrán hablar de tristeza, de ambiente opresor, de alienación… ¡Qué falso y equivocado todo ello!
¿Cómo puede ser triste, enfrentar, poner frente a frente al hijo débil y caído y al Padre que le ama, le perdona y le eleva?
¿Cómo podemos llamar opresor a un ambiente que no cierra nada, sino, por el contrario, abre al hombre todos los horizontes de esperanza y eternidad?
¿Cómo podemos calificar de alienantes unos actos que son todo lo contrario, que no alienan sino entrañan, presentando al hombre su mismidad pura, simple, auténtica?
No, no era triste aquella Cuaresma, sino alegre, abierta, esperanzada, y como de árbol frondoso se recogían sus frutos de reconciliación, sacrificio y caridad.
De la reconciliación con Dios, la única auténtica, fluía, como vena obligada, la reconciliación con uno mismo, y por ende con el hermano, con el prójimo. Sólo de la reconciliación con el Amor absoluto puede derivarse el amor a los demás. Todo lo demás es espejismo, cuando no hipocresía. Nadie puede dar lo que no tiene y el amor sólo en Dios puede generarse y de él fluir, abarcándolo todo. Y el amor es alegre.
Como es alegre el sacrificio. Yo os emplazo a que me señaléis a un solo egoísta, a un solo hedonista auténticamente alegre. Y todos conocéis y habréis sentido en vosotros mismos la alegría del sacrificio, la de los padres que velan por sus hijos, la de los hijos que ayudan a sus padres, la de todo aquel que se desvive por su prójimo.
Y se reforzaba la caridad, que es el amor manifestado en perdón, en comprensión, en ayuda, en desprendimiento, en eso tan denostado por algunos como son «las obras de caridad» que no son incompatibles ni sustitutorias de la justicia, sino complementarias de ella y culminación de ella. Y con obras tan entrañables de la caridad vallisoletana como el Asilo, la Cáritas, Pan y Catecismo, el Patronato de San Pedro Regalado, etc., que recibían en la Cuaresma las mejores adhesiones y apoyos.
Sí, yo recuerdo con elogio y nostalgia las Cuaresmas vallisoletanas de los años cincuenta. Me viene a la memoria un cartel que, cruzando en lo alto de la calle del Duque de la Victoria, anunciaba los Ejercicios Espirituales que hombres beneméritos organizaban todos los años en la Catedral; y recuerdo las naves de ésta repletas de ejercitantes que oían una vez más, o quizá por primera vez, las verdades eternas; y recuerdo sus filas apretadas ante los confesonarios y sus miradas alegres y esperanzadas tras su reconciliación con el Padre. Y recuerdo actos semejantes en otros muchos templos y el bullir de los hermanos de las cofradías preparando sus actos de culto, y las imágenes de las procesiones, y sus mismos atuendos privados.
Alguien podrá decirme: «Pero bueno, don Marcelo, ¿es que su Valladolid en las Cuaresmas de los años cincuenta era una ciudad de santos o de ángeles? Usted chochea». No, ni creo chochear aún, ni nuestro Valladolid, por desgracia, era ni ha sido nunca una ciudad de santos o de ángeles. El pecado original, en el que creo firmemente, hace que eso no sea nunca posible. Lo que digo, con firme convicción interior, es que durante aquellas Cuaresmas intentábamos mejorar nuestra condición de pecadores, y que de esa mejoría sólo frutos de amor, de convivencia y de justicia se derivaban. Lo que digo es que de esas Cuaresmas sólo frutos de bien se cosechaban sin daño para nadie; y que, de su supresión, o al menos de su enfriamiento y languidez, sólo frutos de desamor, incomprensión o injusticia pueden dimanar, en mayor o menor grado.
Y, tras esa cristiana Cuaresma, la Semana Santa de Valladolid.
La Semana Santa de Valladolid #
A esa Semana Santa he venido a pregonar. No sé si lo haré. Más bien, a meditar brevemente sobre ella. Me impide pregonarla el peso de los pregones anteriores. Lo han hecho, en treinta años, las mejores cabezas y plumas españolas: académicos, catedráticos, políticos, literatos y poetas, muchos poetas. El poeta saborea y pregona mejor que nadie las cosas del espíritu. Muchos de ellos, Francisco de Cossío, Francisco Mendizábal, Adolfo Muñoz Alonso, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, Jaime de Foxá, ya no están con nosotros. Al presentarse al Padre no habrá sido su menor mérito aquel pregón que en el Ayuntamiento de Valladolid o en los Museos Catedralicio, de Escultura o de Pintura pronunciaron en homenaje a la Semana Santa de este pueblo entrañable.
No voy, pues, a cantaros la historia de nuestras cofradías, algunas con antigüedad de centurias, ni la maravilla de nuestras imágenes procesionales de todos conocidas. Tenéis libros espléndidos, estudios documentadísimos, reproducciones insuperables, muchos de los cuales honran mi biblioteca y me han acompañado siempre y son, con frecuencia, un descanso de fe y de belleza para mis ojos.
Las cofradías. A todas las recuerdo. Desde la de «La Santa Vera Cruz» que debe de andar por los quinientos años, hasta la de «Nuestro Padre Jesús Resucitado», quizá la más moderna, pero con raíces de siglos. En todas ellas vi siempre fervor y seriedad, entusiasmo, espíritu de emulación y leal disciplina eclesial. ¡Beneméritas cofradías vallisoletanas!
Las imágenes procesionales. A todas me referí, quizá con torpe palabra, en mi pregón del 55. Nacidas de una fe honda y firmemente sentida en una tierra que sentía como ninguna el misterio de Dios y de su Pasión, Muerte y Resurrección. De Juni, Fernández, de Rincón, de la Cuadra, Diez de Tudanca, de la Maza, de Ávila, de Rozas, apellidos todos humildes de épocas de gloria para España, nacidos la mayoría en tierras distintas de Castilla, pero que en ella encontraron el ambiente espiritual que les permitió transformar árboles de nuestros pinares en joyas de arte y apóstrofes de espiritualidad que han vencido a los siglos y a la historia. Como os decía entonces: «en algunas iglesias, a las que no llegó la garra de la desamortización, en pequeños templos penitenciales como el de las Angustias, la Cruz y el Nazareno, o quizá en los desvanes y sótanos de algún museo que de tal no tenía más que el nombre, habían ido quedando avergonzadas y heridas, como restos dispersos de un ejército en derrota, imágenes y símbolos, andas y carrozas, figuras y atributos, que yo no sé si eran, en efecto, los últimos vestigios del glorioso desfile del pasado, o más bien, todavía, las cuerdas de aquella hermosa arpa del poeta que estaban esperando la mano que supiera pulsarlas».
La mano del arzobispo Gandásegui, unida a la de todos los vallisoletanos, supo hacerlo más de medio siglo y desde entonces, el pueblo, y con el pueblo las piedras, las calles y las torres, Valladolid acogió sus procesiones como una madre que recobra a sus hijos perdidos.
Desde la bendición de los Ramos que abre la Semana Santa, hasta la celebración pascual alegre y exultante de gozo que la cierra, el templo catedralicio, las parroquias y conventos van recorriendo el ciclo litúrgico con dignidad y fervor admirables. En aquél la presidencia corresponde a un arzobispo, apellidado más de una vez García, nacido siempre en otras tierras, pero siempre respetado y querido por el pueblo que apacienta. En éstos a un sacerdote que vive con intensidad los misterios pascuales, fundamento y razón de su vida. Allí el Cabildo, aquí el Presbiterio y las comunidades religiosas y allí y aquí el pueblo compacto, multitudinario, triste o alegre según los está la Iglesia, pero sintiéndose hermano auténtico de Aquél que padece, muere y resucita, y hermano también y, por tanto, de aquel que tiene a su lado. ¡Y los turnos de vela de los cofrades ante sus imágenes y los turnos de adoración ante el Santísimo Sacramento tras la celebración del Jueves! ¡Y las Horas Santas de reflexión y meditación del Jueves y el Viernes, y los Vía Crucis del Viernes Santo y de todos los viernes de la anterior Cuaresma!
¡Procesiones de Semana Santa de Valladolid! Desde la humilde y sencilla de «las Palmas» del Domingo de Ramos, «en el que quien no estrena no tiene manos», a la recia y viril del traslado, desde Laguna de Duero, del Santísimo Cristo que la cofradía de Las Siete Palabras acoplará al primero de sus pasos.
Desde la popular y fervorosa del «Santísimo Rosario del Dolor», que recorre las viejas calles de Valladolid con sabor de siglos el lunes santo, hasta la emotiva y profunda del «Encuentro de la Santísima Virgen con su Hijo en la calle de la Amargura», el martes, ante la fachada de nuestra Universidad. (Observemos, de paso, la profunda y teológica introducción de devociones e intervenciones marianas de la Semana Santa de Valladolid, prenda de su profunda raíz católica de los mejores tiempos).
Desde el Vía Crucis procesional del Miércoles Santo hasta los desfiles de «Penitencia y Caridad», «Nuestra Señora de la Amargura», «la Sagrada Cena», «Peregrinación del Silencio» y «Penitencia del Santo Entierro» que llenan las calles el Jueves. En todas las cofradías se afanan y desviven por mantener y mejorar el peculiar estilo de cada una, llena siempre de religiosidad seria y sentida.
Antes de entrar en el recuerdo del Viernes Santo y de la alegre y sencilla procesión del «Señor Resucitado y la Virgen de la Alegría», que cierra, el Domingo de Resurrección, estos desfiles, quisiera hacer una sencilla defensa (aquí ya sé que no es necesaria) de estos cultos procesionales, hoy combatidos por algunos.
Es verdad que la fe y la religiosidad tienen su trono, ante todo, en el corazón del hombre y en el sagrado recinto de los templos, pero no lo es menos que también pueden y deben manifestarse al exterior. Hoy, cuando nuestras calles han estado y estarán cada día más ocupadas con desfiles, paradas, marchas y manifestaciones de todo tipo, patrióticas, cívicas, políticas y hasta deportivas para celebrar triunfos, efemérides, discrepancias, actitudes discutibles, posturas partidistas, se quiere por algunos negar adecuación y licitud a manifestaciones religiosas como nuestras procesiones que a nadie ofenden y que sólo intentan ofrecer también la calle al Señor de todas las cosas y celebrar también en ella la mayor victoria y la más gloriosa efeméride, el triunfo de Cristo sobre el pecado y la resurrección del Señor que garantiza la nuestra.
Los Viernes Santos de Valladolid #
Y ya, en ese confluir de la Semana Santa de Valladolid, enmarcado en los conciertos sacros, en números extraordinarios de los periódicos dedicados a ella, en emisiones especiales de las emisoras locales elaborados cuidadosamente y con amor en los días y semanas precedentes, nos encontramos con el Viernes Santo de Valladolid.
Y aquí mi elogio y mi nostalgia suben aún más su acento y mi recuerdo se hace más fuerte y sentido.
Dije de él alguna vez que el Viernes Santo de Valladolid era «un prodigio de estética del sentido cristiano», «como un Himalaya del fervor popular, el arte y la liturgia unidas». Y no se me ocurre otra expresión más rotunda. Comienza, antes de clarear el día, con la procesión de «Sacrificio y Penitencia»; seguía (no sé si aún sigue) con el pregón que anuncia por las calles y barrios de la ciudad el Sermón de las Siete Palabras que al mediodía congrega al pueblo para escuchar, una vez más, y de labios de los mejores oradores de España, la glosa de aquellas divinas palabras de Cristo en la Cruz, testamento eterno del Amor de Dios a los hombres y prenda de nuestra herencia de salvación. Al caer la tarde, la «Procesión general de la Sagrada Pasión del Señor» que no admite adjetivos, y de la que otra vez puedo decir que «si un día se quemaran todos los libros del Santo Evangelio, bastaría ella sola para que un nuevo Lucas evangelista describiera otra vez la Pasión del Señor sin omitir detalle».
No voy a hablaros de sus veinticinco pasos con sus Cristos, sus Vírgenes, su Verónica y su Cirineo, sus Apóstoles, sus soldados y sus sayones, sus ladrones, cumbres inaccesibles de la fe y el arte de nuestro pueblo; los tenéis en el corazón, como los tienen todos aquellos que los vieron, como los tengo en el mío de por vida.
Voy a hablaros sólo, con este mi corazón abierto, de dos o tres de los infinitos recuerdos que esos Viernes Santos de Valladolid dejaron en mi alma.
Uno de ellos es ingenuo, si queréis, pero pienso que hondo y representativo. Se refiere a aquellas hileras de sillas de propiedad particular que horas antes de la procesión enmarcaban las calles y plazas del trayecto. Variadas, humildes, viejas muchas, y tan diferentes de las severas tribunas de pago y representación de la Plaza Mayor. Solían estar atadas, hilvanadas, diría mejor, por una cuerda y guardada cada grupo de ellas por un pequeñuelo, delegado para tal menester por la familia o vecinos propietarios de las sillas, a efectos de disfrutar de un buen sitio para ver su procesión. El chaval solía entretener su espera leyendo tebeos y revistas infantiles que tenía amontonados en la silla contigua a la que ocupaba. Terminada la procesión, sobre las cabezas de la multitud que se retiraba hacia sus casas, se veían, como flotando, esas sillas que se reintegraban a sus hogares, a los hogares que entonces cité de «los obreros ferroviarios de las Delicias, los hortelanos de Santa Clara, los albañiles de la Magdalena y San Juan» y hoy supongo, con el Valladolid industrializado, de siderúrgicos y metalúrgicos de todos los barrios.
El segundo recuerdo es profundo y constituye el mejor elogio y la más alta gloria de esa «Procesión general de la Sagrada Pasión del Señor». Lo cité aquí el 55 y lo recuerdo hoy, porque lo viví muchas veces. Es el recuerdo de tantas miradas de hombres y mujeres clavadas en los ojos de los Cristos sufrientes, agonizantes, de los pasos, Son miradas hondas, profundas, serenas, llenas de resoluciones y entrega. Son miradas alegres y esperanzadas, plenas de futuro y aun de eternidad. Tienen la belleza y trascendencia de la mirada de la madre hacia el hijo, de la mirada de los esposos felices, de la mirada del hijo bueno hacia la madre anciana. Es una mirada, mezcla de todas las miradas hermosas de los ojos limpios, con la que los hombres se sienten mejores, más alegres y más hermanos de todos. Siempre que he leído el bello soneto de Sánchez Mazas que comienza diciendo «Delante de tu cruz, los ojos míos quédenseme, Señor, así clavados…» he recordado, con elogio y nostalgia, aquellas miradas de mis paisanos a los ojos de los Cristos del Viernes Santo de Valladolid.
El tercero se refiere a algo grandioso, sin par. Os lo describí el 55 y me vais a permitir que lo repita ahora con las mismas palabras. Es difícil cambiarlas para describir el mismo hecho y el mismo sentimiento. Se refiere a la Virgen. Decía así: «Y de repente un grito sofocado y explosivo: ¡La Virgen! ¡La Virgen de las Angustias! ¡La que hizo temblar y llorar a Juan de Juni al esculpirla! ¡La del patetismo insuperable! Va acompañada de todos los miles y miles de vallisoletanos que han vivido y han muerto desde que el escultor la creó. Lleva sobre sus ojos la mirada de todos los moribundos, de todas las madres desamparadas, de todos los hijos huérfanos. Reina de los dolores, Señora de las gentes, Emperatriz de la fe, Montaña de la amargura, Abismo de la contemplación, Castillo de la fortaleza. ¡Quieto todo el mundo, que pasa Ella siguiendo a su Hijo! ¡Se le han robado! La bravura de su instinto maternal que quiere recobrarlo, lucha con sus entrañas de misericordia que quieren regalarle a los hombres. Y vencen éstas, por fin, sobre aquél y por eso se echa hacia atrás y mira al cielo y pide desgarradamente que por lo menos los nuevos hijos la acompañen. Y la acompañan, sí. Vedles, si podéis; mirad cómo acuden presurosos por todas las calles, rompiendo ya el orden y el silencio. Van con ella, se adelantan, la esperan. Y cuando llega a ese templo de las Angustias que parece la casita en que Ella se refugió en Jerusalén después de muerto su Hijo, la rodean con una escolta de entrañable amor y hacen que se rindan ante Ella sayones, verónicas, apóstoles, verdugos, centuriones romanos, Magdalenas y Marías. Y desvanecen la negrura de la noche con el claro fulgor de una plegaria cantada por todos, en la cual –¿dónde están los que hablaban de tumbas y cipreses?– las almas se derraman al exterior con acentos de firmísima esperanza: ¡Oh clementísima! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María! Una plegaria –¿dónde están los que hablaban de extremada dureza?– en la que todo es un requiebro de la más lírica ternura: ¡Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos! ¡Vida, dulzura y esperanza nuestra! Una plegaria, en la cual –¡venid conmigo los que hablabais de fidelidad al Evangelio!– cada una de sus frases encierra tanta teología como la Summa de Santo Tomás de Aquino, gratitud, pesar, confianza: ¡Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo! La fidelidad al Evangelio llega a tan exquisita finura que, ¡ya lo veis!, al igual que cuando murió Jesús, la pequeña comunidad cristiana, arrepentida y anhelante, no excluidos los Apóstoles, se agrupó en torno a María, sólo en su amor confiada, así aquí, terminada la procesión del Santo Entierro, la ciudad se acoge a los brazos maternales de la Virgen, segura de que con Ella puede esperar la resurrección. ¿Quién ha ordenado que en Valladolid se hiciera así? Nadie. Es una consecuencia espontánea de la compenetración del alma del pueblo con el Evangelio en el que creyó y en el que cree. ¡Eso es la Semana Santa de Valladolid, vieja Corte de España!» Hasta aquí el elogio y la nostalgia. Aquél por merecido y ésta por lícita, cuando se rondan los 60 años y se está lejos.
Aliento y esperanza. La religiosidad popular #
Y ahora el aliento y la esperanza. El aliento y la esperanza connaturales a los discípulos de Quien venció a la muerte. Ante los problemas del mundo presente, ante los del debilitamiento de la moralidad ambiental, ante la disminución de las vocaciones, ante las defecciones en la fe, ante las desviaciones litúrgicas, ante los ataques a la familia, ante los peligros que acechan a la enseñanza religiosa, ante tantos peligros y problemas, estad vigilantes, pero vigilantes y esperanzados.
Cristo, ese Cristo, Hijo único de Dios, de vuestros cultos cuaresmales y de vuestras procesiones de Semana Santa no sólo venció a la muerte, sino también al mundo. Y las fuerzas del infierno no prevalecerán frente a Él.
Yo os pediría, con toda la intensidad de mi alma de vallisoletano y de sacerdote, que continuéis trabajando por estas inigualables Cuaresma y Semana Santa de Valladolid, haciéndolas cada día más serias, más fervorosas, más conformes con el Evangelio. Os lo exigen vuestros antecesores en este medio siglo largo (un recuerdo emocionado para Ramón Pradera que en Dios esté y para José Luis Gutiérrez Semprún, que como alcalde y como vallisoletano vivió la Semana Santa con el mayor entusiasmo); os lo piden la fe y la esperanza de esta querida ciudad, y lo necesitan los hombres de su vecindad, los niños que guardan las sillas o ven los pasos desde los miradores y ventanas, los hombres y mujeres que miran frente a frente a los ojos de nuestros Cristos haciéndose hombres nuevos, y el pueblo todo de Valladolid que, entrada ya la noche de vuestro Viernes Santo, se aglomera frente a su Virgen de las Angustias y entona la secular plegaria de perdón y esperanza. Esos niños, esos hombres y mujeres, bañados con la gracia del Señor, son la mayor garantía de nuestra alegría para el futuro.
Mas no puedo terminar sin hacer una reflexión, a la que me siento obligado por mi condición de obispo. Conozco bien todas las discusiones de la teología pastoral moderna sobre la religiosidad popular, sobre las nuevas líneas de la acción pastoral, sobre lo que el Evangelio exige para que la Iglesia esté al servicio del hombre, sobre la necesidad de no limitarnos a una religiosidad exteriorista y adormecedora, etc., etc. Por los diversos lugares en que he ejercido mi ministerio, me ha tocado ser testigo siempre muy directo de estas polémicas y afirmaciones, algunas veces protagonista, y otras, víctima de las mismas.
Tomé parte en el último Sínodo de los Obispos de 1974, donde, como sabéis, se tocó el tema de la evangelización del mundo contemporáneo. Al referirse a la religiosidad popular, todos los obispos del mundo la defendieron. Pero lo que resultó conmovedor fue oír a los obispos de Hispanoamérica, los cuales unánimemente se refirieron a cómo, después de las experiencias y ensayos de estos años posteriores al Concilio –y son muchas las que se han hecho en aquellos países, bastantes de ellas aprovechables–, juzgaban que era necesario defender las tres grandes manifestaciones de fe y de piedad que los evangelizadores españoles habían sabido dejar hondamente arraigadas en sus pueblos, la devoción a la pasión de Cristo, a la Virgen, y al misterio de la Eucaristía. Atribuían a esto el que la fe católica se haya salvado en sus naciones. Devociones las tres que tienen las mismas expresiones externas que en España.
Un año más tarde, el Papa promulgaba la Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi. Ved lo que ahí dice sobre la religiosidad del pueblo.
Más aún, en la visita ad limina que hemos hecho los obispos de España durante el pasado año, a todos nos ha pedido que cuidemos y fomentemos, la religiosidad popular con sus sanas y hermosas tradiciones y costumbres.
Lo cual en nada se opone a los esfuerzos que debemos hacer para cultivar la fe con mayor profundidad, a establecer pequeñas comunidades como el mismo Papa lo indica, a fomentar la catequesis en todas las edades de la vida, a despertar el compromiso cristiano en coherencia con la fe. No se opone en nada lo uno a lo otro.
Jesucristo cultivó de modo especial a algunos grupos y personas, pero jamás despreció las aproximaciones del pueblo a su Persona, de un pueblo débil, egoísta, interesado, como todos los pueblos de la tierra. Le acogió con amor y con ternura, y le invitó a subir con Él hasta la cumbre. Hagamos lo mismo. No exijamos más que Jesucristo.
En octubre del pasado año se celebró en Roma la Sesión Plenaria de la Congregación para la Evangelización de los pueblos, a la que pertenezco. Las ponencias, presentadas por obispos de todos los continentes, tocaron el tema de la religiosidad popular en ambientes primitivos, en pueblos no cristianos, en la Iglesia de más allá del telón de acero, y en los ambientes ya evangelizados. Todos la defendieron, todos estimaron que es y representa un valor extraordinario para la evangelización en el mundo actual.
Al defenderla yo también, con referencia expresa a algo que nos es tan querido como la Semana Santa de Valladolid, no trato de anteponer su valor al de otras expresiones de la religiosidad, de distinto ámbito y carácter. Sencillamente hago eso, defenderla como algo provechoso para el pueblo cristiano, y, en este caso, singularmente merecedor de respeto por la conjunción que encierra de arte, historia y piedad. Amo el canto gregoriano, la liturgia finísima de los monasterios, la oración de los contemplativos, la meditación silenciosa y culta para grupos selectos con tal de que no crean que lo son, amo todas las renovaciones sanas y provechosas que el Espíritu de Dios va suscitando en su Iglesia.
Como escribe el cardenal Daniélou en sus Memorias:
«Yo intento defender al pueblo cristiano, es decir, a la masa de hombres y mujeres, así como de familias, que integran ese gran Pueblo de Dios, formado por santos y pecadores, creyentes e incrédulos. No tenemos derecho a desinteresarnos de él, asiéndonos a un cristianismo de capillitas, de ‘minúsculas’ comunidades que congregan a ‘minúsculas’ selecciones.»
«Me viene a la memoria una frase pronunciada ante mí por un filósofo marxista polaco con ocasión de las Reuniones Internacionales de Ginebra: ‘Nosotros conocemos de sobra que habrá siempre hombres y mujeres que tengan problemas metafísicos, y es cosa que no nos molesta. Lo que no queremos es que haya un pueblo cristiano’. Le respondí: ‘Las élites no me interesan, puesto que, en cierto sentido, ellas salen de por sí’. Me preocupa la inmensa grey de Jesucristo y sé que tiene necesidad de un mínimo de apoyo. Semejante punto de vista entraña importantes consecuencias prácticas: así, por ejemplo, siempre he defendido la existencia de colegios cristianos para unos muchachos que precisan un ambiente favorable en que expansionar su fe. Hoy en día, se comienza a volver a descubrir tales verdades, a admitir que las manifestaciones religiosas populares no dimanan únicamente de superstición o de un cristianismo sociológico, sino que son expresiones ingenuas de una fe verdadera. Después de todo, una mujer que va en peregrinación o que pone una vela a la Santísima Virgen, cuando su hijo está enfermo, posee una vida religiosa tan auténtica como la de muchos intelectuales»1.
Por último, al defender estas tradiciones nobles, de Valladolid y de España, tampoco me sitúo en una perspectiva nacionalista. Pienso en las manifestaciones religiosas de cualquier parte del mundo, donde existan, en la Bretaña francesa, en Irlanda, en Polonia. Mi punto de partida es sencillamente el Evangelio, donde me encuentro con estas palabras del Señor: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura».
Me duele que ese Evangelio no haya llegado aún a tantos lugares de la tierra. Me duele todavía más, desde cierto punto de vista, que se oscurezca o se apague su luz allí donde se había encendido hace ya muchos siglos.
Todas las aportaciones son necesarias para que nuestro mundo no se desacralice del todo: la investigación teológica, la adaptación pastoral, el compromiso en favor de los hombres. Pero pienso igualmente con Teilhard de Chardin: «Cuanto más hombre se haga el hombre, tanto más experimentará la necesidad de adorar. La religión es una dimensión humana irreversible».
Ahora bien, para adorar y para contemplar lo que merece ser adorado, algo sirven también, hoy como ayer, esos Cristos de nuestros «pasos» y ese homenaje sencillo que la miseria de nuestra condición de pecadores rinde a su Majestad infinita.
1 J. Daniélou, Memorias, Bilbao, 1975, 105-106.