Una nueva celebración jubilar, la del V Centenario de la fundación del Monasterio de MM. Clarisas de Santa Isabel de los Reyes de nuestra ciudad de Toledo, es para estas queridas religiosas motivo suficiente que les mueve a solicitar de su Prelado una breve exhortación y bendición especial.
El exhumar glorias pasadas no sólo es enaltecer la institución que las protagonizó; es, a la vez, enseñanza para los presentes y lección provechosa para los venideros. Es conjugar las genuinas fuentes, raíz y entronque de una vida secular, con la vivencia actual. Es unir solera y nueva cosecha; tradición y legítima renovación. «El Espíritu Santo, con la fuerza del Evangelio, rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo»1.
El origen de este Monasterio hay que buscarlo en 1477, cuando los Reyes Católicos cedieron un suntuoso palacio, que había sido de Doña Inés de Ayala, a Doña María Suárez de Toledo, conocida por el sobrenombre de «Sor María la Pobre». Murió ésta en olor de santidad en 1507 y sus restos mortales se encuentran en el coro bajo del Monasterio. Contaba setenta años y se cumplían treinta de su profesión religiosa y treinta de la fundación del Monasterio. Fue coetánea de Santa Beatriz de Silva, fundadora de las Concepcionistas Franciscanas, quien también recibió de la Reina Isabel la Católica, los Palacios de Galiana, junto con la Capilla de Santa Fe, para primer convento de esta Orden Concepcionista.
Exigencias de la santidad #
Cinco centurias han transcurrido desde la fundación de vuestro Monasterio y por él han pasado, tratando de seguir muy de cerca las pisadas de Cristo, muchísimos más centenares de almas anhelantes de santidad.
La santidad a que aspiráis no se consigue en un día. Ni antes ni después del Vaticano II. Exige un esfuerzo constante, que se realiza a diario en una lucha incesante con nosotros mismos bajo el impulso del amor de Dios, sostenido por su gracia. Una religiosa, hoy como ayer, necesita su tiempo de oración personal, sus horas de recogimiento observado con fidelidad, mortificación de sentidos, paz en la conciencia, recepción del sacramento de la penitencia con la frecuencia que la Iglesia lo prescribe y aconseja, vida eucarística centrada en la Santa Misa y en la prolongación de ésta por la presencia del Señor Expuesto, como lo tenéis en vuestra iglesia, recientemente restaurada.
La santidad, queridas religiosas, es un proceso lento y callado, en que no se puede, además, prescindir ni un solo día de la Cruz de Jesucristo, llevada con amor y con fe. Exige mucha abnegación personal, mucho sacrificio, mucha caridad para con Dios y para con los hombres.
Esposas de Cristo, como sois, habéis de tener los mismos intereses que Él tuvo. Y éstos no son otros que la salvación eterna de los hombres. No reduzcamos nunca el alcance y el contenido de esta salvación por debajo de los horizontes que Cristo señaló. Se trata de la salvación del hombre en una eternidad de vida gloriosa junto a Dios nuestro Padre, que está en los cielos; es decir, del destino inmortal de toda criatura humana hecha a semejanza de Dios y liberada de la muerte merced a los méritos infinitos de Cristo, su Hijo Divino.
Vosotras, testigos de Cristo #
No deben faltar en vuestro Monasterio las religiosas santas que pongan nuevamente los eternos cimientos del edificio del espíritu: humildad y mortificación, evangélico desprecio del mundo, amor al hombre tal como Dios le amó. ¿Dificultades? Se superarán con la vida interior, cuya plenitud se encuentra en la contemplación, y cuyo impulso es el Espíritu Santo.
Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Evangelica testificatio destaca la actualidad de la vida consagrada a Dios, y a la vez se propone «dar una respuesta a la inquietud, a la incertidumbre y a la inestabilidad que se manifiesta en algunos y alentar igualmente a aquellos que buscan la verdadera renovación de la vida religiosa»2.
La vida tiene que ser vivida por el cristiano con alegría, con fe, con esperanza absoluta en Jesucristo por encima del miedo a todos los peligros y dificultades. Y esta vida, nuevo don de Dios, puede ser consagrada a Dios, porque Jesucristo lo ha hecho realmente posible. En la concepción cristiana del mundo es sustancial la vida religiosa, porque si el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas, este mandamiento puede tener unas exigencias no basadas en mandatos, sino en el mismo amor de Dios, que no se vean limitadas por las exigencias y anhelos de la propia condición humana. Es preciso que haya testigos, sí, sencillos, limitados como los demás hombres, pero testigos del amor a Dios sobre todas las cosas y sobre sus propios afanes, deseos y amores. El mundo de hoy necesita de estos testigos que, teniendo la misma condición humana, viviendo en el mismo mundo y siendo hijos de la misma época de progreso material, quieran seguir a Cristo «en el mismo género de vida virginal y pobre que Él escogió para Sí y que la Virgen, su Madre, abrazó»3.
La vida consagrada, hoy #
Jamás el género humano disfrutó de tantas riquezas, posibilidades y poder económico. Se busca con ahínco un orden temporal más perfecto, pero el progreso espiritual no avanza a la par. El mundo necesita de testigos de amor verdadero a Dios y a los hombres. Necesita hombres y mujeres libres de todo impedimento temporal, que no se enajenen por el progreso, por el desarrollo material, por el uso de los bienes, sino que, por el contrario, vivan libres de condicionamientos materiales y anhelosos de la auténtica justicia. El mundo necesita el testimonio del trabajo en la vida religiosa, porque el trabajo es condición esencial de la vida humana. Un aspecto esencial de vuestra pobreza será atestiguar el sentido humano del trabajo, realizado en libertad de espíritu y restituido a su naturaleza de medio de sustentación y servicio.
De este mismo esfuerzo, realizado un día y otro con perseverancia y con el desprendimiento que nace de la consagración, va brotando en el alma de la religiosa un gozo intenso cada vez más puro. Es la alegría de los que viven consagrados a Dios. La alegría, que no es un sentimiento fácil, ni algo que se compra con medios materiales. No es lo mismo un corazón alegre que un corazón divertido. La alegría se conquista, y hay que morir por ella, como Cristo (Jn 16, 20-22).
Y nada más, queridas hijas, Clarisas del Monasterio de Santa Isabel de los Reyes de nuestra ciudad. Esta es la tercera carta pastoral que, en menos de un año, dirijo a las religiosas de nuestra diócesis. La primera, con ocasión de ser elevada a los altares Santa Beatriz de Silva y beatificada Sor María de Jesús (3 de octubre y 14 de noviembre de 1976); la segunda, motivada por el VIII Centenario del Monasterio Cisterciense de San Clemente, de Toledo; y esta tercera, en el V Centenario del vuestro, de Santa Isabel de los Reyes.
Pido al Señor que esta celebración renueve en todas vosotras la fidelidad a vuestros santos fundadores San Francisco y Santa Clara, para gloria de Dios y servicio de la Iglesia y nuestra amada diócesis.
Os bendice muy sinceramente,
Marcelo, Cardenal Arzobispo de Toledo.
1 LG 4.
2 Evangelica testificatio, 7, 2.
3 Ibíd. 2.