Homilía pronunciada el 30 de marzo de 1987, en la Misa celebrada en la Basílica de San Pedro, en Roma, como acción de gracias por la beatificación del Venerable don Manuel Domingo y Sol. Publicada en Hermandad, nº 361, diciembre 1987,111-114.
Queridos hermanos:
Ayer hemos vivido una jornada inolvidable: esos cinco Bienaventurados, hijos de la Iglesia de España, que fueron beatificados, nos hablan con el lenguaje propio de los seguidores de Jesús hasta las últimas consecuencias e influirán en nuestro espíritu. Esta tarde nos encontramos aquí para dar gracias a Dios, más en concreto por la beatificación de don Manuel Domingo y Sol, pero desde aquí enviamos el obsequio de nuestra piedad a esas otras iglesias de Roma en donde están reunidos, o se van a reunir, los fieles, los obispos y sacerdotes de España para celebrar también la beatificación de las tres Carmelitas mártires de Guadalajara y la del Cardenal Spínola, imagen del Buen Pastor. Todos unidos, todos servidores de Cristo y todos marcándonos, cada uno con su estilo de vida, una ruta por donde debemos caminar.
Me fijo especialmente en el Beato Manuel Domingo y Sol.
Le conocimos hace mucho tiempo, pero este conocimiento se hace más profundo y a la vez más minucioso precisamente ahora con la meditación reposada y con la experiencia que nos dan los ministerios apostólicos a que vivimos entregados, queridos sacerdotes, y a los que os entregaréis también, queridos seminaristas.
Nunca la más mínima sombra de la vulgaridad apareció en la vida de don Manuel Domingo y Sol, esa mancha frecuente en nuestras vidas sacerdotales, que afea la belleza irresistible de la caridad pastoral cuando se vive íntegra y plenamente. Ya fuese como Regente de las parroquias a que le enviaron o como Consiliario de asociaciones de jóvenes, en la cátedra, en la dirección espiritual de las almas que a él se confiaban, en los trabajos catequéticos y periodísticos, los que realizó, por ejemplo, en compañía de su gran amigo y santo también el Beato Enrique de Ossó, dondequiera que Don Manuel Domingo y Sol estuvo, siempre tuvo una consigna: exigirse a sí mismo más y más.
Y en todo iba a las raíces de los problemas espirituales. Se trataba de combatir la miseria del pecado, y él, obrando por elevación, buscaba que las almas se enamorasen de la virtud. Cuando arreciaba el clamoreo agresivo del anticlericalismo del siglo XIX, él combatía a los que tanto ignoraban, ofreciéndoles la figura y la doctrina y haciéndoles entender la misión del Papa. Pensaba en la juventud desorientada y sin rumbo y tuvo aquel pensamiento que plasmó en una frase feliz, que después, sin conocerlo, repetirá, por ejemplo, el Canónigo Cardin refiriéndose a los obreros y luego, más ampliamente, dirigiéndose a los seglares Pío XI. Don Manuel Domingo y Sol dijo: «Los mejores apóstoles de los jóvenes han de ser los jóvenes, y bien formados.»
No es extraño que en una lógica normal viniera a desembocar donde desembocó.
Hacía falta intensificar la vida cristiana, y sin sacerdotes no es posible. Luego habría que despertar vocaciones sacerdotales. Y formarlas bien. Y unirse los sacerdotes que pudieran trabajar en ello.
Hasta 1873 habían pasado trece años de su vida sacerdotal. Desde 1873 hasta 1909, en que murió, treinta y seis años de trabajos tenacísimos en este campo del sacerdocio y de las vocaciones sacerdotales.
¡Es admirable lo que hizo!
Estamos en presencia de un sacerdote bueno y audaz, sí, como le ha llamado el último de sus biógrafos. Pero hay que dar a la palabra bueno toda la dimensión que encierra, porque lo encierra todo.
Estamos en presencia, sencillamente, de una cumbre de la espiritualidad sacerdotal, un hombre que dignifica a una época y hará que los historiadores de la Iglesia de este momento se fijen inevitablemente en él cada día con mayor atención. Levantó una bandera que ya nunca sería arriada: la del amor al sacerdocio y a las vocaciones sacerdotales. Si España no fuera un país reticente y tan parco para elogiar y ponderar las merecidas glorias de sus hijos, don Manuel Domingo y Sol hace tiempo que habría tenido un reconocimiento universal muy grande, porque lo que hizo fue sencillamente extraordinario, y por cómo lo hizo. Por su clarividencia y su generosidad, por su humildad y su audacia, por su piedad y su genio apostólico, por su claridad y su firmeza, por su creatividad y su perseverancia.
Queridos Operarios Diocesanos, queridos sacerdotes. Nos han sido ofrecidas esas lecturas sagradas en que se nos habla de la llamada de Dios al profeta Jeremías, de la que él quiere evadirse porque se siente incapaz: «Yo no sé ni hablar, ¿quién soy yo? Soy un pobre ser, un muchacho.» Pero Dios le hace oír su voz: «Tú serás mi voz entre los gentiles. Yo pondré mis palabras en tu boca. No les tengas miedo.»
Algo así pienso yo que podría haber sentido el alma de don Manuel Domingo y Sol cuando meditaba en la tarea a la que Dios le llamaba. Porque, ¿quién era él para lanzarse a una tarea tan difícil?
Pero creyó en Dios y en que pondría sus palabras en su boca.
Como los Apóstoles, cuando la pesca milagrosa, tiró las redes en su nombre y escuchó la frase que ha trastornado el corazón y el pensamiento de tantos seguidores de Jesús: «En adelante, tú serás pescador de hombres».
¡Ah, hermanos, si todos tuviéramos esta generosidad, este desprendimiento para seguir esta llamada de Dios, tal como lo hizo el Beato Manuel Domingo y Sol!
Hay que pasar de la fase de las discusiones y las críticas, siempre necesarias cuando son serenas, sobre cómo hay que entender el ministerio sacerdotal, etc., a otra mucho más operativa de la entrega a nuestro trabajo en diálogo con el mundo y en total donación a Dios.
Hay que pasar de las lamentaciones y el miedo a la confianza y la decisión. Se nos dice que ya no tenemos qué hacer en nuestro tiempo. Pero, ¿quién puede pensar eso cuando lo que llevamos en la mano es la cruz y en la cruz está nuestra victoria?
Hemos hecho bien en librarnos de los poderes de la política y del tiempo, pero haremos muy mal si sucumbimos a otros poderes mundanos: los de la ambigüedad y complacencia con tantas desviaciones morales como se dan hoy. La vida cristiana no pide solamente que estemos vigilantes para rechazar el aborto, la eutanasia, el divorcio, reclama también otras actitudes mucho más finas y delicadas que son las únicas capaces de darnos fuerza para ir creando la sociedad nueva. Cristianos llenos de amor de Dios y que entienden la moral como una exigencia de la fe.
Estamos necesitando otra vez el apostolado de las vocaciones sacerdotales. Llamar, llamar, llamar a cada joven, uno por uno, a cada corazón. Hablarle con esas palabras de Cristo y decirle, como no hace muchos días nos recordaba el Presidente de la Comisión de Seminarios: «No basta hablar de vocaciones, sino que cada uno tiene que plantearse en concreto: ¿por qué no soy yo el que tiene que responder?»
Pongamos aquí nuestro interés. Hay muchos jóvenes que sólo están esperando esta llamada para dar una respuesta. No vaciléis. No tengáis miedo. Inventad fórmulas nuevas. Los métodos que sean, que son muchos los que pueden ser aptos para la finalidad que se busca. No perdernos en las nuevas antropologías, necesarias como un dato a tener en cuenta en el conocimiento y el respeto necesario que ha de tener el hombre, pero nada más. La respuesta a una posible llamada de Dios se ventila en otros terrenos. Es la gracia de Dios, es la voz del que colabora con Él, es el Espíritu que guía a la Iglesia. Tenemos tanta doctrina, tanta doctrina del Papa, de los Sínodos explicitando los contenidos del Concilio, tantos ejemplos de sacerdotes santos, que incurriríamos en ridículo si seguimos dudando. Es necesario que, llenos de humildad y ricos en nuestra pobreza, nos sintamos ante el mundo poderosos con la gracia de Dios.
Sigamos estos ejemplos de hombres tan santos como el Beato Manuel Domingo y Sol, tan santos, hermanos sacerdotes, seminaristas, vosotros, queridos Operarios. Ya anciano, hizo todo lo posible para no ser reelegido Superior de la Hermandad nuevamente, y al serlo, escribe en su diario: «Yo que quería poder ejercitarme en la obediencia…» Quería practicar la obediencia y dejar de regir para convertirse en uno más. Acudía al Templo de Reparación, en Tortosa, ya con pasos vacilantes que anunciaban el final. Iba siempre que podía para pasarse horas allí ante Cristo Sacramentado y platicar con Él, a veces en voz alta. Hasta tal punto, que un día, al advertir que uno de los Operarios le había podido oír, le recrimina cariñosamente diciéndole: «Ya podías haber tosido».
Era el final de un hombre que ya sentía frío en su cuerpo, pero que seguía con el rostro iluminado por un fervor cada vez más creciente; contemplaba, desde los últimos paisajes que veían sus ojos, aquel inmenso panorama de los seminarios de España y América, adonde se habían extendido los Operarios Diocesanos que él fundó.
Hermanos, sigamos caminos como éste, cada uno según nuestra misión.
Que don Manuel Domingo y Sol, el nuevo Bienaventurado, nos alcance muchas bendiciones del cielo para todos nosotros, obispos de España y de América, sacerdotes, seminaristas y fieles. Así sea.