En la beatificación de tres Carmelitas Descalzas, el Cardenal Spínola y D. Manuel Domingo y Sol

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En la beatificación de tres Carmelitas Descalzas, el Cardenal Spínola y D. Manuel Domingo y Sol

Carta Pastoral de marzo de 1987 dirigida a los sacerdotes, comunidades religiosas y fieles de la archidiócesis de Toledo. Texto en el BOAT, marzo 1987, 165-189.

Para la Iglesia Española es un gran acontecimiento, y fecundísimo,
la exaltación simultánea de cinco de sus hijos a la Gloria del Bernini

Introducción #

Queridos diocesanos:

La ya próxima beatificación de un obispo, un sacerdote y tres religiosas de nuestra Iglesia de España me mueve a tomar la pluma para escribir esta Carta Pastoral que dirijo a todos los miembros de la gran familia diocesana, consciente de que cumplo un deber de mi ministerio episcopal, al presentaros el ejemplo de amor a Dios y a la Iglesia que dieron estos hijos suyos.

La Iglesia española y universal tiene hoy necesidad de ver de cerca a los testigos del Dios vivo, hombres y mujeres de nuestro tiempo cuyas vidas nos hablan de lealtad cristiana, serio compromiso al servicio del Evangelio, trabajo apostólico lleno de confianza en Dios y coherencia con su fe hasta el grado máximo con que se puede manifestar en la tierra.

Una Iglesia sin santidad no es concebible: «Es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos el solo Santo, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39).

Y una Iglesia de la santidad sin santos, sería un escándalo inexplicable, pues sería acusada de hacer ineficaces los méritos de Cristo y la acción del Espíritu Santo sobre los redimidos, que tiende a conseguir ese fin como a su propia meta: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron, sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios… Fluye de ahí la clara consecuencia de que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos santos» (LG 40).

Recibimos, pues, con justificada alegría la decisión del Sumo Pontífice de reconocer pública y solemnemente la santidad de estos cinco nuevos hijos de la Iglesia española, lo agradecemos, y esperamos que de este hecho se deriven copiosos frutos para los sacerdotes y las comunidades religiosas y aun para los seglares. Durante estos años del posconcilio se nos ha hecho familiar, y lo proclamamos gozosamente, que todos formamos parte de la Iglesia, Pueblo de Dios, ese «pueblo mesiánico que tiene por cabeza a Cristo…, por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo…, por ley el nuevo mandato del amor…, por meta la dilatación del Reino de Dios… hasta que sea consumado al fin de los tiempos» (LG 9).

Hablar tanto como hablamos de ese Pueblo de Dios, y olvidarnos de que el fin principal para el que ha sido constituido, el de avanzar continuamente en el seguimiento de Cristo, viviendo de su vida y practicando las virtudes que Él nos señaló, es quedarnos en la superficie de un cristianismo sin raíces, sin consistencia y sin frutos.

Por eso os escribo. Un obispo español no puede permanecer indiferente ante el acontecimiento que se avecina, del que pueden derivarse grandes frutos para la vida de la comunidad eclesial en España. Sucede, además, que los cinco nuevos beatificados tuvieron relación, algunos muy estrecha, con nuestra Diócesis de Toledo.

Las primicias del martirologio español del siglo XX #

Tres Carmelitas Descalzas #

El 22 de marzo de 1986 se dictaba, en la Congregación para la Causa de los Santos, el decreto declaratorio de la constancia del martirio de las

Siervas de Dios, María del Pilar de San Francisco de Borja, María de tos Ángeles de San José y Teresa del Niño Jesús, cuyo sacrificio violento tuvo lugar en día 24 de julio de 1936, en las calles de Guadalajara que pertenecía entonces a nuestra Archidiócesis Primada.

Este decreto sobre la constancia del martirio, avalado por S.S. Juan Pablo II, constituye un paso decisivo no sólo para la presente causa de beatificación y ulterior canonización, a tenor de la disciplina canónica vigente, sino también para la posible letanía martirial con que se enriqueció la Iglesia en España en los días de su dura prueba, allá por los años 1931- 1936. Desde los primeros siglos del cristianismo –la época romana de las persecuciones y, más tarde, la del odio religioso de los califas musulmanes– no conocía la Iglesia española la riqueza palpitante del martirio con la profusión, el pluralismo y la diafanidad testifical del «martirologio posible» de nuestro siglo XX. El que ahora inauguran las tres Carmelitas Descalzas del Monasterio de San José, de Guadalajara.

En nuestra Diócesis, por aquellas fechas del martirio, maduraron estas almas escogidas su consagración a Dios en momentos difíciles. A escasos metros de su clausura consumaron su sacrificio integral de amor y fidelidad suprema a Cristo, el 24 de julio de 1936. Y en Toledo se inició, el 4 de mayo de 1955 bajo la presidencia del Emmo. Cardenal Primado Plá y Deniel, el proceso diocesano sobre su posible beatificación, que ahora está a punto de culminar por decisión del Santo Padre Juan Pablo II.

A diferencia de los otros dos nuevos Beatos que van a ser proclamados, el Cardenal hispalense Don Marcelo Spínola y el sacerdote catalán Don Manuel Domingo y Sol, las tres Carmelitas Descalzas alcanzan el refrendo eclesial de su beatificación casi desde el anonimato silencioso de la clausura. Frente a vidas curtidas en la caridad pastoral heroica y cargadas de años de santidad cotidiana «pública», estas almas llegan a los altares por el atajo de la plenitud testifical de la caridad por el martirio, en plena madurez humana una de ellas, peno apenas estrenando juventud y vida consagrada las dos restantes. A una muerte tranquila y santa, en la serenidad de la entrega definitiva, y arropada por el amor comprendido y secundado de los suyos, y de sus obras entre los hombres, sustituye en el caso de las Mártires del Carmelo la violencia sangrienta de una muerte impuesta en clima de odio irracional y ferozmente inhumano y anticristiano. Tal es la riqueza del Evangelio en la Iglesia, que lo mismo lleva a la santidad mediante la lenta transformación del hombre por la gracia ordinaria coherentemente secundada, que por el don carismático de la inmolación cruenta en testimonio de fe y amor hasta el heroísmo.

Mientras los Siervos de Dios, don Marcelo Spínola y don Manuel Domingo y Sol alcanzan su plena madurez en la santidad en un proceso existencial de abnegación, fidelidad creciente, humildad y candad ministerial en la heroicidad cotidiana, las Carmelitas martirizadas maduran en la entrega plena de una vocación claustral, en la profundidad silenciosa de la oración contemplativa, en el trabajo y en aislamiento casi anónimo de la vida interior y de la paz teresiana, en una entrega incondicional a Dios y a la Iglesia.

Sus vidas #

Los respectivos procesos canónicos evocan, como lemas de aquellas vidas, las recias palabras de Santa Teresa, en cuyo espíritu vivieron fielmente su vocación cristiana y martirial: «Quien de veras comienza a servir a Dios, lo menos que puede ofrecer es la vida.»1

Sor María Pilar (Jacoba Martínez García), a los 58 años de edad, Sor María Ángeles (Marciana Valtierra Tordesillas), a los 31, y Sor Teresa del Niño Jesús (Eusebia García García), a los 27; la primera tras treinta y siete años de vida consagrada, la segunda con apenas cinco de profesión y la tercera que aún no había completado los diez de consagración, todas estaban igualmente maduras y curtidas en disponibilidad heroica para el martirio. Privilegio carismático en el Evangelio y en la Iglesia, que de ordinario no se improvisa, por más que a veces le preceda una vida aparentemente sin relieve o anodina, inútil para el mundo, aunque inmolada en la entraña misma del misterio del Cuerpo Místico que es la Iglesia de Cristo.

Aun cuando el carisma del martirio venga determinado por coyunturas históricas por las que ha de atravesar la Iglesia en el mundo, y por más que su verificación de ordinario se realice en una fecha determinada y en circunstancias heroicas para la biografía personal de los mártires, es la gracia la que misteriosamente prepara para ello desde mucho antes, y la conciencia decisoria del propio mártir, que se va evidenciando normalmente templada para ello en formas de amor misterioso y profundo, que presiente, desea o anhela, y se curte en inmolación silenciosa e incondicionada, en fidelidad disponible, en ilusión victimal y en amor radical entrenado en la interioridad cotidiana que enriquece y transforma.

Es exactamente lo que de las tres Carmelitas mártires atestiguan los documentos testificales del proceso de beatificación (cf. Sda. Congr. Causa SS., Decretum 22 mar. 1986; cf. B.O.A., Toledo, octubre 1986, págs. 679- 684).

La priora del convento, M. Araceli, es clara en su testimonio: «Las tres Siervas estaban dispuestas a perseverar e incluso morir si hiciera falta. Todas estaban dispuestas a lo que viniera, dispuestas a morir antes que ofender a Dios.»2 «Las tres Siervas estaban dispuestas a sufrir el martirio y me consta ya de antes que las Hermanas Teresa y Ángeles tenían verdadero anhelo por el martirio», es el testimonio de Sor María del Sagrado Corazón, otra religiosa de la comunidad3.

Más explícita aún fue Sor María del Rosario: «El mismo día 22 de julio de 1936 tuvimos Misa a puerta cerrada… permaneciendo todo el día en la oración y, al caer la tarde, la Hermana Pilar se acercó a la Priora, Sor Araceli, para decirle: “Madre, he dicho al Señor que si quiere alguna víctima de esta Comunidad, que me escoja a mí y se salven las demás”»; «… contesto con un “Viva Cristo Rey”, y ojalá diera mi vida en una guillotina por Él», había escrito en fechas anteriores la Hermana Teresa4.

De la Hermana Ángeles testifica otra religiosa en el proceso: «Alma muy humilde y virtuosa tenía grandes deseos del martirio, pero advertía siempre que se consideraba indigna de esta gracia que ella consideraba muy grande.»5

A este temple martirial habían llegado desde actitudes y procesos personales muy distintos. En la pequeña «historia de salvación» que la gracia divina y la fidelidad humana responsable van tejiendo a diario, cada una había ido dejando en el ambiente conventual una peculiar semblanza personal de su vida consagrada.

Sor María Pilar, aragonesa de origen (de Tarazona), durante sus treinta y siete años de consagración había dado muestras de finura de amor a la Eucaristía viviendo intensamente la presencia cercana de Cristo «Vivo» en el misterio; en un diálogo entrañable y constante había madurado su amor de experiencia en la intimidad con Cristo, «el Vivo», según expresión espontánea suya y que atestigua el Decreto «super dubio».6

Sor Ángeles de San José, natural de Getafe, en la provincia de Madrid unía a una entrega apostólica parroquial de su primera juventud, una piedad eucarística y mariana, traducida en meticulosa fidelidad al ideal de perfección en la austeridad y en las cosas pequeñas, mediante el constante dominio de sí misma o abnegación evangélica. Sin que faltara en el temple de su alma el ansia misionera desde la inmolación claustral. «A ver si somos fieles, para que Dios nos conceda la gracia de ser mártires», le había oído decir repetidas veces una Hermana de la Comunidad7. Fue la primera en consumar su vida con el martirio en la tarde del 24 de julio.

A la Hermana Teresa del Niño Jesús le había moldeado el alma el ejercicio cotidiano de la caridad fraterna. Oriunda de la misma provincia de Guadalajara (nacida en Mochales) en el seno de una familia intensamente religiosa, educada por un tío suyo sacerdote con ministerio en Sigüenza, y en el ambiente del colegio de las MM. Ursulinas, además de su anhelo de virginidad prontamente consagrada, entre los 9 y los 11 años8, a los 17 años hacía su primera profesión religiosa. De temperamento vivo, impulsivo a la vez que generoso, supo interiorizar su abnegación hasta dejar en la vida de la Comunidad una peculiar semblanza caracterizada por la más delicada, constante y sencilla caridad. «Practicaba la caridad con verdadero vencimiento, habiéndolo manifestado especialmente en su oficio de enfermera, desviviéndose por todas las enfermas con atenciones; tenía como lema “ante todo la caridad”.» Lo que también refrenda la testigo M. Priora, Sor Araceli y la Hermana Sor Teresa del Sagrado Corazón9. «Era también un alma eucarística, que se pasaba muchos ratos junto a la reja y decía que estaba tomando baños de sol. Llamaba la atención por el fervor con que rezaba el oficio divino, y manifestó su amor a las misiones con el deseo de ir a fundar al Japón.»10 Su martirio resultó más lento por haber sobrevivido a las otras dos en su sacrificio y haber tenido que afrontar especiales insinuaciones y asechanzas contra su condición de consagrada11.

Su martirio #

A estas tres almas selectas, el Carmelo se les tornó en Calvario entre los días 22 y 24 de julio de 1936. En una España en la que el odio fratricida y la anarquía dominaban la calle e imponían su revancha.

Hoy, a la vuelta de cincuenta años, si no se quiere escribir la historia desde el silencio, el disimulo convencional o la mentira, ya resulta sospechoso el solo cuestionar el hecho palmario de una auténtica persecución religiosa. Existió esta persecución, aunque el conflicto tuvo también otras motivaciones. Constituiría una verdadera aberración anti-histórica, anti-pastoral y anti-teológica, pretender explicar de otra manera una muerte alevosa, ensañada e impune, a plena luz del día, cazadas en las calles céntricas las tres religiosas salidas de su clausura monacal, y por el solo hecho de sospechar que fueran «monjas». Poco importa que la saña anticristiana en aquel momento se encarnara en grupos adueñados de las calles, no por generación espontánea, sino como fruto sociológico de ideologías, consignas y programas largamente incubados en el odio visceral, social y político a Dios y a la Iglesia. Tales hechos, con la profusión, impunidad y uniformidad programada con que se registraron en cuantas regiones españolas quedaron en la contienda a merced de una de las partes beligerantes, no tendrán nunca cabal explicación histórica si se disimula o trata de eliminar, en su génesis ideológica y social, el hecho profundo del odio antirreligioso. Es absolutamente exacto el juicio que el Prelado actual de la Diócesis de las Mártires Carmelitas ha podido formular: «Sin negar que muchas muertes en aquel doloroso período de nuestra historia, se debieron a complejas motivaciones, es indiscutible que un numeroso grupo de hombres y mujeres dio su vida por motivos puramente religiosos; en otros, al menos, prevalentemente religiosos. Los mataron por odio a la religión, a la fe, a la Iglesia, y ellos aceptaron esa muerte perdonando a sus verdugos y ejecutores.»12.

En nuestro caso, los hechos fueron los siguientes:

El 22 de julio la ciudad de Guadalajara se ve turbada por la presencia incontrolada de milicianos armados. El temor a un posible incendio del Monasterio aconseja a la Comunidad carmelitana buscar refugio en hogares y pensiones conocidas de la ciudad, tomando vestimentas seglares. El 24 de julio las tres mártires, junto con otras religiosas carmelitas y de otras comunidades, se encuentran cobijadas en una pensión de la calle ‘Teniente Figueroa’, cuya dueña, acobardada por la situación, las impulsa a buscar otros refugios, admitiendo la permanencia de sólo tres de las alojadas. Es entonces cuando Sor Teresa, magnánima y confiada, decide que la acompañen otras dos religiosas confiando en ser acogidas en una casa conocida. Hacia las cuatro de la tarde se le unen las Hermanas Pilar y Ángeles con esta intención. Apenas tienen tiempo para recorrer el tramo que les permita pasar a la antigua calle Mayor Baja. Allí son descubiertas por un pelotón de milicianos que, alentados por el odio satánico de una camarada miliciana, les siguen los pasos, mientras ellas intentan, humilladas y azoradas, encontrar refugio inútilmente en la calle de Francisco Cuesta. Allí mismo son acribilladas Sor Ángeles y Sor Pilar. Aquélla mortalmente, ésta gravemente herida, sobre la que, al intentar cruzar la calle, siguen disparando. Todavía sobrevivió lo suficiente para ser transportada primeramente a una farmacia cercana, donde un médico la examina y pide su urgente traslado a la Cruz Roja. Allí algunos milicianos que aún la acompañan, intentaron rematarla. Trasladada finalmente al Hospital Provincial, un médico y una Hija de la Caridad, que sigue trabajando en traje seglar, recogen sus últimas palabras de perdón y fueron testigos de su muerte martirial13.

Entre tanto, Sor Teresa, más ágil, había logrado escapar a las primeras descargas intentando refugiarse en las inmediaciones. Junto al Hotel Palace, en la calle Miguel Fluiters, varios milicianos le impiden la entrada. Uno de ellos intentó tomarla por el brazo para llevársela, con promesas de ofrecerle seguridad camino del cementerio, donde al fin fue asesinada. Según testigos del proceso, su último grito fue un «Viva Cristo Rey»14.

Se apagaron así las vidas de aquellas tres Carmelitas que no hicieron otra cosa más que amar y perdonar. ¡Monjas de clausura! ¡Humildes y silenciosos amores que aportan a la Iglesia de Cristo la fecundidad riquísima de su sacrificio! Lo hacen con fe profunda, con conocimiento suficiente de lo que la Iglesia pide de ellas, con delicadeza insuperable.

Creo yo que no hay ningún Carmelo, y ninguna comunidad religiosa de cualquier otra Orden en que se viven los consejos evangélicos, que no haga sentir a sus miembros el deseo de ofrecer testimonio del martirio, si las circunstancias lo exigiesen. En esa tensión serena de amor viven continuamente. ¡Qué lección para todos nosotros!

Es sabido que Santa Teresa del Niño Jesús, cuando muy joven todavía fue a Roma, en compañía de su padre, un día de su estancia en la Ciudad Eterna se acercó al Coliseo, y, en un movimiento irreprimible, se arrodilló en el centro del anfiteatro y besó el suelo en homenaje a los mártires que habían derramado allí su sangre por amor a Cristo. Ella hubiera querido hacer lo mismo. Y lo hizo, aunque de manera incruenta, cuando años más tarde ofreció su vida en holocausto, en el Carmelo de Lisieux. Esa fuerza es la que sostiene a la Iglesia y la libera de la mediocridad.

En el caso presente, las Carmelitas de Guadalajara ofrecieron su vida también por España, porque amaban a su patria y querían que los españoles viviéramos en paz unos con otros. Ellas no pudieron comprender por qué hubo tanto odio y tanto ensañamiento. Murieron, como otros sacerdotes y miembros de comunidades religiosas, y seglares, por amor a Cristo y por todos nosotros. Ojalá que en el mutuo respeto de unos a otros logremos la paz y la concordia, y nosotros, los sacerdotes, eduquemos mejor a nuestro pueblo en el conocimiento de Cristo y el amor al Evangelio, si es que nos dejan educarle.

Nuestra Diócesis de Toledo, de la que eran hijas cuando derramaron su sangre, no puede olvidarlas ni olvidar su lección en vida y en muerte. Ojalá nunca falten vocaciones para los siete Carmelos con que hoy contamos, y para las demás comunidades religiosas de vida contemplativa o apostólica que dan gloria a Dios y oran o trabajan por los hombres.

El Cardenal Spínola, imagen del Buen Pastor #

Unos rasgos de su vida #

Nació en 1835 y murió en 1906. Lo que más llama la atención en la vida de este insigne Prelado es el conjunto armonioso de sus virtudes. Caridad sin límites y celo infatigable, oración interior y trabajo pastoral agotador, distinción aristocrática y humildad conmovedora, cultura civil y formación eclesiástica, asceta riguroso y padre comprensivo de sus hijos, señor lleno de dignidad y servicial hasta hacerse mendigo en favor de los pobres.

No puede resumirse en unas breves páginas una vida tan rica por lo cual os recomiendo a todos que procuréis leer la biografía que del él escribió José Mª Javierre con el título de Don Marcelo de Sevilla, o la más breve del P. José Antonio de Sobrino, S.J., El Venerable Spínola. Perfil y espíritu.

Dejó el ejercicio de la abogacía para emprender el camino del sacerdocio; fue coadjutor, párroco, consiliario de diversas asociaciones, canónigo, obispo auxiliar, obispo propio en Coria-Cáceres y en Málaga, arzobispo de Sevilla, cardenal de la Santa Iglesia Romana. Y en todas partes y en todos los cargos que desempeñó, la misma armonía de virtudes, la misma dedicación y entrega, el olvido de sí mismo y el servicio de la Iglesia y a la sociedad de su tiempo.

Los seminaristas que hoy vienen a nuestros seminarios en edad ya adulta, los párrocos y obispos tenemos mucho que aprender de aquel hombre extraordinario que no tuvo más ambición que la de alcanzar la santidad.

Escribió incesantemente, y se calcula que salieron de su pluma 16.000 folios manuscritos, predicó unos 10.000 sermones y pláticas, confirió el Sacramento de la Confirmación a más de 300.000 niños.

Atento a las necesidades de su tiempo, no se limitó a proclamarlas para que los demás las remediasen, sino que hizo y puso en marcha cuanto estaba en sus manos para que las palabras se vieran acompañadas de las obras. Para la educación de la juventud femenina principalmente la más desvalida, fundó la Congregación de las Esclavas del Divino Corazón; para trabajar en el campo de la prensa impulsó la fundación de El Correo de Andalucía; para subvenir a las necesidades perentorias de los pobres fomentó asociaciones y obras de caridad, y se convirtió en el «Arzobispo mendigo» que se lanzó a pedir limosna por las calles de Sevilla, bajo el sol abrasador de verano, yendo de puerta en puerta para aliviar las consecuencias de la sequía de 1905.

Habría que preguntar cuál era el secreto íntimo de aquella vida de apóstol que a tantos asombró entonces y después. Y la respuesta es sencilla: vivió totalmente entregado a un ideal de santidad como único afán de su vida hacia el cual tendían todos sus trabajos, sus amores y sus sacrificios. «Si me preguntan qué es lo que más anhelo en este mundo –escribió– sin vacilar responderé: santificarme.» En la Eucaristía y en el Corazón de Jesús encontró el manantial del agua fresca y pura que le permitió saciar su sed.

Su relación con el Cardenal Sancha, de Toledo #

Hay un episodio en su vida que tiene particular interés para el clero toledano. Merece ser conocido.

En el Proceso de su Beatificación y tanto en la Positio super causae introductione (Roma, 1955) como en la Positio super virtutibus (Sacr. Congr. pro Causis Sanctorum, Roma, 1978) se cierran significativamente ambos documentos definitivos con este epígrafe: De quaestione cum Cardin. Sancha (Asunto con el Cardenal Sancha). Posiblemente el episodio de su vida más invocado y más perturbador en todo el proceso canónico.

Pero episodio que, a su vez, termina evidenciando el grado de madurez heroica a que, en materia de humillación y humildad, había llegado el Arzobispo hispalense. Explica también, en parte, el que Don Marcelo Spínola desde enero de 1896 hasta diciembre de 1905 rigiera la Archidiócesis de Sevilla sin el tradicional título de Cardenal, y que sólo antes de su muerte, el 19 de enero de 1906, apenas durante cuarenta días, gozara del Cardenalato, sin llegar a recibir el galero de tal dignidad de manos de San Pío X, que se lo había otorgado.

Los hechos comienzan el 25 de febrero de 1889, en que el Eminentísimo Cardenal Sancha, Primado de España, firmó y publicó un documento pastoral con este título: «Consejos al Clero de su Arzobispado». En el capítulo XII de este amplio documento afrontaba el problema de las relaciones públicas del clero con los poderes constituidos en España: Monarquía y Gobierno liberal. El capítulo XIII se convirtió en bandera de conflictividad religioso-política en todo el ámbito nacional, al proclamar el Prelado toledano el deber de sumisión y obediencia a las autoridades legítimamente constituidas. Esto, en un entorno de fricción irreconciliable, representado por el carlismo y el integrismo, tanto en el ambiente religioso como político imperante a la sazón en amplios sectores de la vida española. Dicha sección del documento del Primado fue ampliamente manipulada, como piedra de contradicción clericalista o anticlericalista, radicalizada por su fondo, por la significativa dignidad eclesial de su autor, y aun por el fuerte subrayado con que tal posición aparecía como avalada por el magisterio de León XIII, en quien el Cardenal Sancha intentaba respaldar su propia autoridad pastoral.

El Magistral de la Catedral hispalense, don José Roca y Ponsa, hombre de plena confianza del Arzobispo Spínola, polemista tanto como teólogo, y formado ideológicamente en la dialéctica balmesiana por su origen eclesiástico del seminario de Vich, redactó y publicó un folleto con el título de «Observaciones que el capítulo XIII del opúsculo del señor Cardenal Sancha, Arzobispo de Toledo, ha inspirado a un ciudadano español». Era una contundente réplica en materia discutible a la posición ideológica que latía en la pastoral del Cardenal Primado.

Sometido previamente este escrito a censura eclesiástica, el Arzobispo de Sevilla advirtió paternalmente a su autor que no sería prudente su publicación. Roca y Ponsa, apelando a su derecho, insistió en ello, «si nada había en su escrito contra la fe y la moral». A dos censores cualificados sometió sucesivamente el examen de aquel folleto, quienes unánimemente y por separado dieron dictamen favorable en materia propia de censura eclesiástica. Por lo que el Arzobispo otorgó, al fin, la solicitada licencia de publicación, el 19 de mayo de aquel año.

La divulgación de esta réplica doctrinalmente comedida y contundente, más el ambiente polémico que contribuyó a alentar, afectó profundamente al Cardenal Primado que, el 12 de julio, publicaba una nueva pastoral «Sobre la obediencia debida a los Prelados». Condenaba severamente el opúsculo del Magistral de Sevilla, al que imputaba causar escándalo y daño en el pueblo cristiano, además de provocar menosprecio y desprestigio a la autoridad episcopal, y aún presentaba aquella polémica suscitada como fruto de una presunta connivencia con el integrismo de Cándido Nocedal, su jefe más significado. En el trasfondo se inculpaba al Arzobispo hispalense por haber otorgado licencia de publicación. Y reverdecía indirectamente la acusación de integrismo que ya venía pesando tan infundadamente contra el Prelado andaluz.

Se agravó aún más el incidente al decidir el Cardenal Sancha informar a la Santa Sede, denunciando el hecho al mismo tiempo que buscaba el respaldo del Sumo Pontífice. Este le llegó en forma de «Carta de Su Santidad al Emmo. Sr. Cardenal Sancha», el 22 de agosto de 1899. A su vez, el Cardenal Rampolla enviaba al Nuncio Apostólico instrucciones precisas nada favorables al autor del escrito polémico. Si bien en cuanto a su ortodoxia «no existían reparos», se impedía su reimpresión, al igual que la publicación de un nuevo escrito del Magistral sevillano, titulado «En propia defensa», y que también había sometido previamente a la alta decisión romana.

Actitud del Cardenal Spínola en este asunto #

Si ejemplar fue la sumisión del Magistral, heroica fue la conducta y el silencio del Arzobispo de Sevilla durante todo el incidente. La única intervención suya fue la publicación en el Boletín de la Archidiócesis del texto de la Carta de León XIII al Cardenal Primado, junto con una impresionante nota de presentación propia, fechada el 15 de septiembre, en la que, olvidándose absolutamente de su propia situación tan denostada en aquel asunto, formulaba una incondicionada profesión de fe filial en la persona del Pontífice, y añadía: «Gozámonos en declarar que aceptamos, acatamos y recogemos con veneración profunda la palabra apostólica contenida en el documento precedente, pensando en todo como piensa el Papa, sintiendo como él siente, aprobando lo que él aprueba y condenando lo que él condena, porque con el Papa nos hallamos completamente identificados; y queremos y esperamos estarlo perpetuamente con la ayuda de la gracia, cuyo auxilio sin duda no nos faltará… Digamos, pues, unánimes al Pontífice sapientísimo, que nos lleva por las sendas difíciles de la vida: Habéis hablado,… vuestros hijos callan y se inclinan ante vuestra palabra.»15

Todavía en junio de 1910, uno de los censores del primer opúsculo del Magistral, el Dr. Bartolomé Romero Gago, colaborador íntimo del Arzobispo, en unos apuntes confidenciales remitidos a la Superiora General de las Esclavas del Sagrado Corazón, hermana carnal del propio Spínola, Madre Mª de San Marcelo, consignaba los detalles más íntimos del incidente, destacando «la reconocida virtud, la egregia santidad, el admirable silencio y la serena y tranquila resignación de ánimo con que soportó la dura prueba». Testigo directo de experiencia, resumía así el temple de su Arzobispo: «¿Para qué relatar detalladamente los sinsabores y amarguras que con tal motivo tuvo que devorar el señor Spínola? ¿Para qué mencionar el enojo hacia él por parte de los más altos poderes públicos, el desdén por parte de los gobernantes y la murmuración y hasta la maledicencia por parte de todos los sectarios del liberalismo? ¿Para qué, en fin, traer a colación el triste recuerdo de que, propuesto el señor Spínola para la púrpura cardenalicia en el año 1897, no se le confirió, sin embargo, tan alta dignidad hasta diciembre de 1905, o sea, poco antes de su inesperada muerte?»16

La humildad y el silencio heroico del Arzobispo fueron aún más allá del acatamiento, el respeto y el silencio absoluto. En noviembre de 1903 el Cardenal Sancha visitó la ciudad de Carmona (Sevilla), para inaugurar la apertura de una casa de las Damas Catequistas, fundación suya religiosa. A Don Marcelo Spínola le faltó tiempo para desplazarse hasta allí –unos 30 Km de la Capital–, saludar al señor Cardenal, ponerse a su servicio e invitarle a pasar unos días en Sevilla. Aceptada la invitación, el Cardenal Sancha permaneció del 1 al 4 de diciembre, residiendo en el propio palacio arzobispal. Fue entonces cuando realmente conoció al Arzobispo con el que tan públicamente se había enfrentado. Ante aquel gesto de Spínola, la ciudad se volcó agasajando espontáneamente a la persona del Primado. El Seminario le honró con una solemne velada literaria en su salón noble, que hubo de clausurar el Cardenal Sancha confesando tan sincera como proféticamente: «De lo que me he convencido, sevillanos, es de que la diócesis de Sevilla está gobernada por un santo y lo tendréis un día en los altares.»

Todavía el Arzobispo sevillano llevaría su humildad generosa, al término del Año Mariano de 1904, establecido por León XIII para conmemorar el 50 aniversario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, y que en Sevilla culminó con la coronación canónica de la Virgen de los Reyes, su Patrona, hasta el detalle de ofrecer al Cardenal Sancha el honor y privilegio de presidir y de realizar personalmente, aquel día 4 de diciembre, el rito de la coronación. Lo que, a su vez, se tornó en un nuevo y delicado homenaje a un Cardenal, que tan directamente estaba tocando una de las fibras más finas del marianismo hispalense, así como el gesto de la caridad humilde del propio Prelado, que un año después sería también, al fin, creado Cardenal por el nuevo Pontífice San Pío X.

Los Cardenales Sancha de Toledo y Spínola de Sevilla, dos figuras señeras de la Iglesia española, cierran y abren siglos en momentos conflictivos de fuerte anticlericalismo, con la entereza de su autenticidad pastoral y con el aval de su santidad evangélica. Ambos emplazados hacia los altares. Camino en el que la humildad heroica del Prelado sevillano ahora se adelanta, como también se adelantó en su muerte, tras fundirse en caridad y silencio ejemplar con el Cardenal Primado en los últimos años de su vida.

Don Manuel Domingo y Sol,
la clarividencia apostólica #

La Beatificación de don Manuel Domingo y Sol, Fundador de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Sagrado Corazón de Jesús, es también motivo de gozo para nuestra Diócesis de Toledo y para toda la Iglesia Española.

Nació en Tortosa el 1 de abril de 1836. Ordenado sacerdote el 2 de junio de 1860, murió el 25 de enero de 1909. ¡Cuarenta y ocho años y medio de vida sacerdotal, de fecunda vida sacerdotal!

Su espíritu emprendedor, generoso, abierto a todos los horizontes del bien, le impulsó a trabajar en los más variados campos apostólicos. Fue encargado de parroquia rural y urbana, misionero popular, profesor y secretario de Instituto de Enseñanza, confesor y director espiritual, capellán de monjas, fundador de conventos, periodista y propagandista de buenas lecturas, educador de jóvenes mediante la creación de asociaciones piadosas y el establecimiento de círculos de estudio y recreo y de escuelas dominicales, promotor de vocaciones sacerdotales y religiosas. En todas sus actividades se manifestó entusiasta propagador del culto eucarístico y devotísimo del Corazón de Jesús. Profesó especial predilección a la Santísima Virgen con filial y tierno amor, a San José con ilimitada confianza en su valioso patrocinio, a San Luis Gonzaga como ejemplar y dechado de jóvenes, a San Francisco de Asís y a Santa Clara cuyo espíritu asimiló, a Santa Teresa de Jesús con cuyos escritos místicos nutrió su alma, y al Santo Ángel Custodio de España, cuya situación política y social era ya preocupante.

Educador de jóvenes #

Comenzó por amarlos intensamente. «Debemos amar a la infancia y a la juventud como Jesús las amó, porque en esto está verdaderamente el secreto de educar bien a los pequeños y volverlos felices y buenos». No escatimó fatigas Don Manuel en favor de los jóvenes. Reduciendo nuestra consideración ahora a la juventud seglar masculina, recordemos esta confesión de Don Manuel, ya mayor: «Mucho ha sido mi amor a la juventud. Desde el día en que, recién ordenado, se me colocó en el Instituto, como Profesor y como Secretario, he tenido interés por la juventud varonil. Aunque no hubiera sido por mi natural afecto, la experiencia de la importancia que tiene este campo, los resultados de gloria de Dios y bien de la sociedad, y por lo tanto de bien de la juventud, serían bastante motivo para mirarla con predilección.» Y pasó a las obras. Fue la primera, en 1869, la creación de la Juventud Católica de Tortosa, siguiendo las bases de la de Madrid, fundada en 1869 y con la misma finalidad: salvar a los hombres de los embates furiosos de la Revolución de septiembre del 68, que, bajo la bandera de la enseñanza libre, proscribió la educación religiosa de la juventud. A la formación en la piedad y vida cristiana, se añaden actos culturales; conferencias científicas; celebración de centenarios, como la solemne velada literaria, en 1892, en conmemoración del descubrimiento de América; peregrinación a Roma, en 1878, en que participaron, con otros 2.000 jóvenes del resto de España, los de Tortosa, en el homenaje a León XIII; colaboración en las clases de la Escuela Dominical que venía funcionando en Tortosa desde 1865; establecimiento de Escuelas nocturnas para obreros y artesanos.

Otra obra en pro de la juventud seglar fue la Congregación de San Luis Gonzaga. Los jesuitas, fundadores de la misma en 1866, hubieron de dejarla como consecuencia de la Revolución del 68. Atendida durante dos años por don Juan Corominas, pasa a manos de Don Manuel cuando aquél se traslada a Tarragona acompañando al Obispo Vilamitjana. No se le podía haber hecho a Don Manuel otro encargo más placentero. La primera providencia que toma como Director de la Congregación Mariana o de San Luis Gonzaga es aunar los reglamentos (los jesuitas habían hecho dos reglamentos, uno para estudiantes y otro para artesanos). Mantiene las actividades formativas, asistenciales, caritativas e intensifica las espirituales y piadosas añadiendo nuevas normas sobre tiempos de oración, visitas semanales a la Santísima Virgen de la Cinta (Patrona de Tortosa) y al Santísimo Sacramento, Mes de María, etc. Son incalculables los frutos de la revista El Congregante de San Luis, que Don Manuel comenzó a publicar al año de haber sido nombrado Director Espiritual de la Congregación. Deseoso de atraerse a la juventud, levantó un Gimnasio de recreo, inaugurado el 26 de diciembre de 1883. «Estaba desalentado de poder reunir un número regular de jóvenes que quieran practicar la piedad –escribe–, y no vi otro medio que el de establecer medios de recreación, y en ellos confío, si ha de lograrse algo de los jóvenes.»

Apóstol de las vocaciones sacerdotales #

Así le llamó Pabló VI en la declaración de sus virtudes heroicas (4 de mayo de 1975). En efecto, desde 1873 su quehacer prioritario fue el fomento, el cuidado, la formación integral de los sacerdotes. Todo ello enmarcado en una línea profundamente pastoral, y con un alma abierta para escuchar los latidos del Corazón Sacerdotal de Cristo y las permanentes urgencias de la Iglesia. Él vivió convencido, según su propia expresión, de que «todo el bien de la Iglesia, y de las almas, y de la sociedad, y del mundo, depende de la formación del clero». Casi noventa años después, esta visión pastoral de la Iglesia la asumiría el Concilio Vaticano II como introducción y remate de su Decreto sobre la formación sacerdotal: «Conociendo perfectamente el Santo Concilio que la deseada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes (OT 1),… los Padres de este Santo Concilio… mientras confían a los superiores y profesores de los seminarios la misión de formar a los futuros sacerdotes de Cristo en el espíritu de renovación promovido por este Concilio, exhortan ardientemente a quienes se preparan para el ministerio sacerdotal a que se den perfecta cuenta de que la esperanza de la Iglesia y la salvación de las almas están en sus manos» (OT 22).

La fundación de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, en 1883, acaba de perfilar la peculiar entrega del sacerdote tortosino al servicio de la Iglesia en su quehacer más íntimo y vital: el fomento de las vocaciones y la preparación y formación integral de los sacerdotes de Cristo y de su Iglesia.

A este entrañable empeño llegó Don Manuel Domingo y Sol desde su propia experiencia de novel sacerdote en medio de ambientes clericales empobrecidos en que no existían ni formadores aptos, ni una atención adecuada a la promoción y selección de las vocaciones. Él tenía este espíritu bien forjado por su fina sensibilidad ante el misterio de la Eucaristía, por su urgencia pastoral de reparación y, sobre todo, por su sintonía vital con los más profundos sentimientos del Corazón Redentor de Cristo.

Con toda esta riqueza y tensión de su ardoroso espíritu, un atardecer de febrero de 1873 se le revela el camino de su plenitud sacerdotal. Le sacude fuertemente el encuentro fortuito con un joven seminarista, Ramón Valero, en un portal de Tortosa. Un seminarista pobre hasta la miseria, acogido compasivamente en una buhardilla y subalimentado con un plato de sopas que le regalaban. Iba a comprar algo de lumbre para la noche, «un cuarto de cerilla».

El ancho corazón sacerdotal de Mosén Sol, dilatado como las arenas del mar, queda desde entonces abierto al quehacer primordial del mundo vocacional sacerdotal: «la obra del fomento de vocaciones debe absorber mi vida…, es lo que forma y formará mi gozo y mi corona». Desde el primer Colegio de San José, en Tortosa, hasta el más decisivo para la Iglesia española, en el mismo corazón de la Iglesia, en Roma (año 1892), se le abrió un amplio y magnífico campo de acción urgente y especializada que muy pronto despertó la atención y cariño de no pocos obispos españoles e hispanoamericanos, hasta poner en sus manos sus propios seminarios diocesanos. Para todo ello su espíritu se multiplicó inteligentemente, concibiendo primero y configurando desde 1883 la Hermandad de Sacerdotes Operarios, entregada a este servicio tan trascendental en la vida de la Iglesia. Su obra pone de manifiesto la inmensa capacidad de su gran espíritu sacerdotal y el peculiar carisma que, a través de él, el Espíritu suscitaría en la Iglesia de nuestro siglo.

Mosén Sol y Toledo #

Una de las primeras diócesis españolas que se benefició de este espíritu y de esta obra de Mosén Sol fue Toledo, de cuyo Seminario se hicieron cargo los Operarios en el año 1898. Al siguiente, el propio Don Manuel puso en marcha, también en Toledo, un nuevo Colegio Vocacional de San José, la obra inicial y previa a la misma Hermandad.

Durante casi un siglo son ya muchos los sacerdotes Operarios que entregaron generosamente sus ilusiones sacerdotales y sus vidas en la formación ininterrumpida de nuestro Clero toledano. Tan rica siembra dio sus frutos, y la Archidiócesis fue aportando a la Hermandad figuras sacerdotales tan señeras como la de Don Pedro Ruiz de los Paños, que llegó a regir la propia Hermandad como Director General, fue fundador de una Institución al servicio del Clero y coronó su vida con la inmolación sacerdotal del martirio. Hijos de Toledo han trabajado y trabajan en España y en Hispanoamérica bajo el impulso de aquel espíritu vocacional y sacerdotal que alentaba con fuerza y amor eclesial en el corazón de Don Manuel. Pero es, respecto a nosotros, toda la diócesis la que está siendo durante casi un siglo, la gran beneficiaría de su espíritu y su obra prioritaria en la Iglesia.

El espíritu de Don Manuel Domingo y Sol #

Como siempre comprobamos en la vida de los santos, no hay más que una clave para poder explicarnos la grandeza excepcional de aquel sacerdote de Tortosa, que, al igual que su gran amigo y de la misma ciudad, el hoy Beato Enrique de Ossó, desde la humildad de los comienzos y el dolor de las contradicciones sufridas, viene a convertirse en honor de la Diócesis tortosina y de toda la Iglesia española. Esa clave es el desprendimiento total y la entrega a un ideal con inmenso amor a Jesucristo y a la Iglesia. En Don Manuel, el ideal fue, tras tantos y tan variados ministerios, el sacerdocio y las vocaciones sacerdotales. Piadoso, tenaz, dulce y enérgico a la vez, orante y activo, no se acobardó ante los acontecimientos dolorosos de la época que le tocó vivir, el siglo XIX tan atormentado y tan perturbador para la Iglesia española. Con muy buena formación teológica –había hecho el Doctorado en la Universidad Pontificia de Valencia– y una atención vigilante a los problemas culturales y sociales –no simplemente laborales– de aquellos años, buscó anhelosamente la voluntad de Dios en la oración y en el consejo que recibía de quienes podían dárselo. Sacerdote de cuerpo entero, practicó en sí mismo una ascética rigurosa, y fue haciéndose apto para lo que Dios quiso y en el momento en que lo quiso.

Repito lo que escribí en la vida de Don Enrique de Ossó o la fuerza del sacerdocio: «A Don Manuel le cabe el honor indiscutible de haber sido el primer eclesiástico español que concibió y realizó un plan a gran escala para reformar el sombrío panorama (de los seminarios españoles).»

Alimentó continuamente su reciedumbre espiritual en el amor a la Eucaristía y al Corazón de Jesús, como el Cardenal Spínola, como tantos hombres y mujeres apostólicos de la Iglesia de aquel tiempo. Hoy sabemos muchas más cosas, pero hacemos mucho menos para llegar hasta las raíces más hondas de la vida espiritual cristiana escondida en el corazón de la Iglesia. No basta hablar de amor a los hermanos. Tenemos que hacerlo, sí, y luchar en muchos campos a la vez, particularmente en dos: el de la relación entre fe y cultura y el de la transformación social más justa. Pero no podemos olvidarnos ni un minuto de Jesucristo.

Decir que queremos impregnar de sentido cristiano el orden temporal sin más, nos hará sucumbir al riesgo, o de invadir el campo que corresponde a los seglares e incurrir así en un nuevo clericalismo, o el de olvidarnos de las fuentes de donde brota el agua pura de la fe intrépida y de la caridad pastoral sin límites.

Don Manuel Domingo y Sol, como tantos otros sacerdotes santos, centró su vida sacerdotal en la Eucaristía, en su Misa diaria, en su oración constante, en su mortificación, en su amor a la Iglesia Santa de Cristo. Así fueron apóstoles. No parece que el Concilio Vaticano II haya desautorizado este modo de entender el sacerdocio para que fructifique entre los hombres. Dichosos los sacerdotes que no lo olvidan en medio de tantos y tan duros trabajos como tienen que realizar, pero no más difíciles, arriesgados e ingratos –estén seguros– que los que llenaron la vida de Don Manuel Domingo y Sol.

Un ruego a la Hermandad de Operarios Diocesanos #

Fue esta la obra principal de Don Manuel. Durante casi un siglo, los Operarios han prestado un servicio eminente a la Iglesia en España y en varios países de América, entregados a tareas apostólicas diversas y, más concretamente, a la dirección de Seminarios y formación de futuros sacerdotes. Con gran sencillez y abnegación, esforzándose continuamente para alcanzar una capacitación cada vez mayor, consumieron sus vidas silenciosamente entre los muros de aquellos viejos edificios que acogían a los jóvenes seminaristas, y se entregaron sin descanso a la dura tarea, por otra parte tan hermosa, de ir moldeando el carácter y el espíritu de los que aspiraban al sacerdocio, procedentes la mayor parte del mundo rural, ricos en valores humanos pero profundamente necesitados de una paciente labor educadora que fuera transformando su alma y su estilo.

Los Operarios Diocesanos, ejemplarmente obedientes a los prelados en cuyas diócesis trabajaban, desprendidos de vinculaciones familiares, renunciando a cargos brillantes que hubiesen podido desempeñar, soportando incluso la incomprensión de algunos sectores del clero diocesano, se entregaron día y noche a la responsabilidad de su misión, y contribuyeron eficazmente a la renovación del clero español.

La Hermandad ha sufrido también la crisis derivada de la situación de la Iglesia, a la que se ha referido el Sínodo de 1985 en su Relación final.

Sus miembros, que ojalá fueran más numerosos, son continuamente llamados a trabajar en ministerios muy diversos. Corresponde a la misma Hermandad seleccionarlos de acuerdo con las características y fines para los que nació. Pero hay una actividad que debería hoy reclamar su atención con más apremio que nunca: la de las vocaciones sacerdotales. La Beatificación del Fundador podría ser la gran ocasión que la Providencia de Dios señala a la Hermandad para concentrar la mayor parte de sus energías apostólicas en esta tarea. La necesidad es casi angustiosa. A pesar del leve aumento de vocaciones producido en los últimos años, muchas diócesis españolas van a sufrir pronto –la están sufriendo ya– una escasez de clero terriblemente dolorosa y agobiante. La solución no está en la ordenación sacerdotal de hombres casados, ni en el diaconado permanente. Esto último puede y debe ayudar a una más completa estructuración jerárquica de la Iglesia. Lo primero, fuera de casos excepcionales que ya la Iglesia tiene previstos, solamente podría ser invocado si se empieza por renunciar a la grandeza del sacerdocio católico que pide a los que a él se consagran un corazón indiviso y una disponibilidad total.

Esta es vuestra hora, queridos Operarios. Permitid a quien escribe esta carta que, sin intromisiones indebidas en la planificación de vuestros afanes y esfuerzos, os recuerde y os ruegue que penséis en vuestros orígenes. Empezad de nuevo como empezó vuestro Fundador, con algo así como pequeñas «Casas de San José», como se erigió al principio la de Tortosa. No esperéis a que los obispos os llamen. Discurrid vosotros las iniciativas que hoy deben surgir, presentadlas a los prelados. Pequeñas residencias, grupos de jóvenes en las parroquias, asociaciones de seglares que puedan ayudaros. Hacen falta clarividencia y audacia, o, dicho en lenguaje más pastoral, discernimiento y fe en Dios y en su Providencia. Hacen falta otra vez Operarios muy abnegados, muy sacrificados, muy capaces de renunciar a todo para trabajar en este campo.

Pero eso sí, tendréis que abrasar el corazón y la mente de los jóvenes a quienes llaméis, con el fuego paulino del amor a Cristo y a los hombres, cultivando sin reticencias la vida interior de su espíritu cristiano. Tendréis que proclamar sin miedo las grandes exigencias de una vida sacerdotal, tal como lo hace Juan Pablo II y como lo han hecho los Papas de nuestro siglo.

Los primeros Operarios no tuvieron a mano documentos pontificios tan iluminadores sobre el sacerdocio como los que se promulgaron después. Ni un Código de Derecho Canónico tan claro y bien dispuesto como el de 1917 o el de ahora. Ni, por supuesto, un Concilio Vaticano II y todo cuanto la Iglesia nos va diciendo para su recta asimilación, si queremos aprovecharlo.

Vosotros lo tenéis, y tenéis además una experiencia caudalosa. Cuando Dios da un carisma a una persona o a una institución y éstas lo abandonan, Dios se retira, porque ya no le sirven para el fin que Él buscaba. No es este vuestro caso, porque no lo habéis abandonado. Pero yo os pido –y éste es mi humilde ruego– que intensifiquéis vuestros esfuerzos. La Iglesia española lo está esperando.

Reflexión final #

Queridos diocesanos:

He escrito esta Carta Pastoral como homenaje a quienes ahora van a ser beatificados y con el deseo de ofreceros una meditación provechosa, la que nos brindan ellos con su vida y con su muerte. No nos es lícito olvidar a quienes nos han dado tan ejemplares lecciones, las Carmelitas con su martirio, el Cardenal Spínola y Don Manuel Domingo y Sol, con sus trabajos apostólicos. En ellas y en estos, todo fue acompañado o precedido de un amor silencioso a Jesucristo, cultivado día a día en el silencio del claustro o en medio del ajetreo y las urgencias del trabajo incesante. Obraron el bien, amaron, se sacrificaron por los demás. Sirvieron a Dios, a la Iglesia, y a la sociedad, cada uno a su manera. Todos podemos encontrar en ellos un poco de luz para seguir nuestro camino y ser mejores en nuestra vida cristiana.

Para la Iglesia española este acontecimiento de la beatificación simultánea de cinco de sus hijos es una altísima llamada al compromiso diario de vivir nuestra fe católica con abnegación y confianza en Dios, rectificando cuando haya que rectificar y proclamando con gozo que en el Santo Evangelio está nuestra esperanza.

Os bendigo a todos en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.

Toledo, marzo de 1987.

1 Camino de perfección,12, 2:enObras completas,BAC, 2128, 283.

2 Cf. Summar. p. 8.

3 Ibíd.

4 Summar. p. 203.

5 Ibíd.

6 22 marzo 1986, 2.

7 Sor María del Sagrado Corazón. También Magdalena de San José y la portuguesa, Sor Teresa del Sagrado Corazón, Summar. 14, 35 y 54.

8 Cf. Summar. 51 y 147.

9 Ibíd., 14-15, 47, 44.

10 Sor Teresa del Sagrado Corazón, Summar. 44.

11 Cf. Decreto super dubio, p. 5; Summar. 130 y 219.

12 Mons. Jesús Pla, 23 noviembre 1986, enBoletín del Obispado de Sigüenza-Guadalajara.

13 Cf. Summar. 95 v 117.

14 Cf. Summar. 130, 208, 219-220.

15 Boletín Oficial del Arzobispado de Sevilla,1899, 153-154.

16 Historia de un disgusto o reparación de una ofensa. Véase Archivo del Secretariado de la Causa de Beatificación, carpeta «Asunto con el Cardenal Sancha».