En la canonización de Santa Teresa Jornet e Ibars

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En la canonización de Santa Teresa Jornet e Ibars

Homilía pronunciada el 17 de febrero de 1974, en la clausura del triduo celebrado en la santa Iglesia Catedral de Valencia, con motivo de la canonización de Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, Fundadora de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Texto tomado del folleto publicado en Valencia, en 1974, con el título Homilías pronunciadas con motivo de la Canonización de Santa Teresa Jornet, 51-63.

Excelentísimos y queridos señores Obispos, sacerdotes concelebrantes, excelentísimo Cabildo de la Catedral:

Hermanos, os ofrezco a todos mi saludo cordial y respetuoso. La hermandad que nos congrega hoy en torno al altar nos hace sentirnos particularmente gozosos por el acontecimiento que nos trae aquí, y dentro de este gozo y alegría, quiero significar en estas mis primeras palabras de saludo la satisfacción que como hermanos sentimos al recibir aquí con nosotros a nuestro hermano en el episcopado de Colombia, que en Roma y ahora en Valencia, se ha unido con cuantos festejamos este acontecimiento jubiloso, como si quisiera ser una espléndida representación de la América hermana. Mi saludo también a vosotros, excelentísimas autoridades y a todos cuantos estáis aquí, hijos de Valencia.

Termina ya este triduo solemne con que habéis querido honrar la memoria de la nueva Santa, a la que un día la ciudad de Valencia acudió para pedirle el ejercicio de la caridad que llenaba su alma y a la que ofreció también, como Valencia sabe hacerlo, la generosidad de sus dádivas para auxilio y protección de los ancianos que se acogerían a su amparo.

Dos milagros #

Por estas calles se movió solícita y abnegada Santa Teresa de Jesús Jornet, y aquí reposan los restos de aquel cuerpo enfermo que tantas energías desplegó impulsado por el dinamismo generoso de su alma. Muchos de los que estamos aquí, también hemos podido estar en Roma días atrás, cuando sin proponérselo nadie nos rendíamos con gozosa docilidad a una actitud unánime: el reconocimiento de la santidad proclamada por la Iglesia y el espíritu de piedad con que nos uníamos todos, humildes y contentos, ante quien con tanta humildad supo servir a la Iglesia y al mundo de los pobres.

He aquí un caso en que nadie ha puesto en duda nada. Se necesitaban algunos milagros, cuya índole sobrenatural pudiera ser comprobada fácilmente mediante el testimonio de médicos y demás personas competentes capaces de emitir un juicio autorizado. Y los milagros se produjeron y fueron reconocidos así en nombre de la religión y de la ciencia. Pero antes se había producido otro milagro: el de la vida normal y continua de esta mujer santa. Esos veinticinco años de abnegación sin límites, que arranca desde cero, arrojan el asombroso balance de 103 asilos abiertos cuando le llegó la hora de morir, son el milagro espléndido que el pueblo reconoce sin esfuerzo y le hace llamarla santa. Sin medios económicos, con la salud quebrantada, viajando sin cesar, aumentando continuamente la riqueza de su vida interior lejos de atenuarla, entregada tanto a la tarea de formar a sus hijas como al vencimiento de dificultades externas innumerables, y manteniendo en todo momento una paz inalterable, he aquí las credenciales más espléndidas que puede presentar un alma santa. Yo apelo a ese ejemplo constante y fervoroso de amor a Dios y amor a los ancianos pobres y desamparados, mantenidos ambos en medio del ejercicio de las más heroicas virtudes, como el más alto prodigio revelador de la grandeza espiritual de un ser humano.

Santa Teresa de Jesús Jornet nos invita, en esta hora grande de su glorificación que ella nunca buscó, a hacer determinadas reflexiones que brotan casi espontáneamente al hilo del gran acontecimiento que hemos vivido con motivo de su canonización. He aquí algunas.

Fecundidad de la consagración a Dios #

Cuando un ser humano se entrega a Dios por medio de los votos, siguiendo la dulce y fuerte llamada de Jesucristo, su personalidad no se anula ni disminuye, sino que se sitúa en otra dirección más alta, la de trabajar por el Reino de los cielos ya en este mundo. Y es a este trabajo por el Reino de los cielos al que Dios ha prometido su bendición, que llega generalmente por caminos insospechados.

Existe otro trabajo que Dios también bendice, el del hombre como colaborador de la creación en el desarrollo de las virtualidades naturales de las cosas creadas. Pero yo hablo expresamente de la estructura religiosa de la consagración que pertenece, de manera substantiva y única, a los postulados del Evangelio. En este campo concreto se da una bendición de Dios particular y original, que tiene como condición la fidelidad; como cauce de manifestación, la desproporción entre los medios humanos empleados y los resultados conseguidos; y, como demostración definitiva, una fecundidad, a corto o largo plazo, que viene a significar siempre glorificación de Dios y servicio al hombre, aunque esa vida consagrada se consuma en el silencio de la contemplación. Es, en una palabra, el cumplimiento de la promesa del Señor:Cualquiera que dejare casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa e hijos, o heredades por causa de mi nombre, recibirá después cien veces más, y poseerá después la vida eterna. Y muchos que eran los primeros en este mundo, serán los últimos, y muchos que eran los últimos serán los primeros (Mt 19, 29-30).

Es esto lo que llamo trabajar por el Reino de los cielos, que no es evasión ni desentendimiento de los problemas de los hombres, sino fidelidad evangélica y rectitud de intención que pone a Dios en el centro del corazón y del pensamiento. Cuando no se obra así, podrá haber esfuerzos generosos, inquietudes sanas, afanes de renovación, planificaciones inteligentes, pero al no estar Dios mismo en el centro de las aspiraciones del alma, la ley del trabajo por el Reino de los cielos no se observa en su integridad y tampoco se produce la bendición divina, característica y única, prometida en el Evangelio a sus seguidores.

Podrá darse otra bendición, la de la normal asistencia de Dios creador a las causas segundas que cooperan al bien general de la creación. Acaso esté aquí el secreto de por qué no tienen éxito evangélico ciertas renovaciones y esfuerzos que se hacen hoy en nuestras congregaciones religiosas. Bien planeadas en un orden puramente humano, si falta después en las personas consagradas la orientación hacia el Reino de los cielos, la bendición divina no se logra, y ni hay paz en el corazón, ni alegría en el sufrimiento, ni serenidad en el trabajo, ni esperanza en la continuidad, condiciones necesarias todas ellas para la fecundidad misteriosa prometida por Cristo, y que brilla con tan claros fulgores en el caso de Santa Teresa de Jesús Jornet.

El mundo hubiera seguido igual su camino sin la presencia de la Santa de Aytona. Más aún, en un momento o en otro, la seguridad social hubiera llegado a preocuparse de la atención a los ancianos. Pero la cuestión no es ésta. De lo que se trata es de saber si una mujer con tan escasos medios hubiera sido capaz de realizar lo que ella hizo, en veinticinco años de su vida, con tanto amor y caridad, de no haber sido porque el trabajo por el Reino de los cielos, ya en este mundo, llenó su corazón y su voluntad. «El valor de la consagración –decía el Papa recientemente a las religiosas en Roma– radica en que es para el bien de toda la Iglesia»1. Es decir, el trabajo por el Reino de los cielos tiene una fecundidad de signo superior y distinto a cualquier otro. Se dirige al bien de toda la Iglesia, sea de la índole que sea, y al hundir así sus raíces en el misterio de la Iglesia, sirve siempre al mundo, porque la Iglesia es la primera servidora de los hombres según el plan de Dios

Eficacia silenciosa de su ejemplo #

Nosotros festejamos gozosos la memoria de Santa Teresa de Jesús Jornet, porque a ello nos invita la Santa Iglesia que ha querido glorificarla. Pero en un día como éste, también la gloria de los hijos es el honor de los padres, y yo cumplo un deber de justicia al referirme, con la mirada puesta en la Congregación, a las innumerables hijas de Santa Teresa Jornet, esas Hermanitas de los Ancianos Desamparados, distribuidas por tantos y tantos lugares del mundo que son fieles día tras día al valiente compromiso de su oblación.

Maestras de humanismo, confidentes de todas las miserias, vencedoras de las obscuras soledades de tantos corazones muertos ya antes de que muera el cuerpo a que pertenecen, sublimes dialogantes en conversaciones que el mundo considera totalmente inútiles, sembradoras de limpieza física y moral entre los turbios despojos de vidas humanas, ellas cantan y ríen, ejercitando una pedagogía que brota directamente del corazón, y se asombran de que nos sintamos asombrados –¡hasta ahí llega su elegancia!–, cuando las vemos tan admirablemente entregadas al heroísmo de su diaria tarea de amor. Son hijas de la Madre, y el ejemplo que ella dio, en ellas vive y se actualiza. En una congregación religiosa como ésta, nunca deja de haber auténticos santos, aunque la historia desconozca sus nombres, pero ¡estad seguros! En estas Residencias de Ancianos, Santa Teresa de Jesús Jornet es algo más que un recuerdo y ahora una imagen venerada. Es una influencia real, un ejemplo vivo, una fuerza que se reproduce y se multiplica, una pregunta estimulante y una respuesta clarificadora. Las Hermanitas no nacen por generación espontánea, se hacen y se forman en el claustro materno de su Fundadora y unas a otras se transmiten el testamento de la fidelidad, que las ayuda a permanecer constantes en su abnegación.

«Si pudiéramos penetrar –decía el Santo Padre en su homilía el día de la canonización– en vuestras comunidades y residencias, allí sorprenderíamos a tantas hijas de la nueva Santa que, como ella, están difundiendo caridad: Caridad encerrada en un gesto de bondad, en una palabra de consuelo, en la compañía comprensiva, en el servicio incondicional, en la solidaridad que solicita de otros una ayuda para el más necesitado. Bien sabemos que vuestra entrega a los ancianos, cuyos achaques requieren de vosotras atenciones delicadas y humanamente no gratas, tiene un ideal, una pauta, un sostén: el amor a Cristo que todo lo soporta, todo lo supera, todo lo vence, hasta lo que para tantas mentalidades de hoy, empapadas de egoísmo o prisioneras del placer, es considerado como una locura. Ese amor que se alimenta en la oración y que adquiere un ulterior dinamismo en la Eucaristía llevó a Santa Teresa y os impulsa a vosotras a ver en los ancianos una mística prolongación de Cristo, a atenuar en ellos sus fatigas, sus enfermedades, sus sufrimientos, cuyo alivio repercute con cadencias de Evangelio en el mismo Cristo: A Mí me lo hicisteis»2.

Cristo, sí, es vuestro ideal. Y el ejemplo inmediato, de probada y continua eficacia, lo halláis en vuestra Fundadora, que de nuevo demuestra así la fecundidad de la consagración religiosa.

Ya veis por dónde sois capaces de conseguir algo totalmente inesperado, porque merced a esa dedicación constante y generosa que nace de vuestro amor, lográis dar al mundo una lección que no podíamos esperar que pudiera venir de aquellos a quienes parece que lo único que podemos ofrecer es el consuelo de que seamos capaces. Vosotras convertís a los ancianos, no sólo en objeto de vuestra atención y de la solicitud generosa que en el ejercicio de la caridad podamos ofrecer nosotros. Los convertís a ellos, también, en agentes vivos, capaces de darnos a todos una lección desde el silencio de su ancianidad. Gracias a vosotras y a vuestro amor, esos ancianos no son solamente personas que están allí en vuestros hogares esperando las visitas que les podamos hacer. Nos ofrecen un magisterio: el de la esperanza en la ancianidad, el de la limpieza en sus propósitos buenos, el de la humilde seguridad con que se disponen a unir los dos polos del arco de la vida: la existencia terrestre que se les va acabando, y la vida eterna que empiezan a gozar ya desde ahora, merced a vuestros desvelos.

Los ancianos de vuestras casas son, para los que vivimos en el mundo, maestros no solamente de silencio y abnegación tolerada, sino un poco más, son testigos humildes del Evangelio, de la humildad de ese Evangelio que Cristo proclamó como supremo valor de las almas creyentes. Ya nada es inútil. Todo cuanto se realiza en vuestras casas y lo que se ve a través de aquellos a quienes vosotras llamáis hijos, se convierte en una lección de eficacia paternal para todos cuantos vivimos en el mundo entregados a nuestros afanes. Ese es otro milagro que vosotras sois capaces de hacer también sin proponéroslo, porque nunca queréis dar lecciones. Sencillamente, es Dios que bendice vuestra labor, y a toda persona capaz de dedicar un poco de reflexión a ese hecho misterioso de la ancianidad, le invita a concentrar el pensamiento en este maravilloso misterio de la vida que se acaba en la alegría de la fe, ofreciendo al mundo una lección tan soberana desde el punto de vista religioso, moral y social.

Afortunada lección para nuestros días #

Por último, séame permitido referirme a otro aspecto de singular importancia en el momento en que vivimos. Está por escribir la historia de la Iglesia de España en siglo XIX. Una historia que se levante por encima del horizonte de nuestras guerras civiles, de las polémicas parlamentarias, de las apologéticas combativas y apasionadas. Sería la historia de la serenidad humilde y callada de tantas familias buenas, de tantos sacerdotes fieles, de tantos fundadores y fundadoras de congregaciones religiosas que supieron unir el respeto a la tradición con los avances que el nuevo tiempo requería. Esos fueron los profetas silenciosos que hablaron, también con la pluma y la palabra, pero sobre todo con las obras, algunas de ellas como en nuestro caso, certeramente orientadas a buscar remedio eficaz a una necesidad social para la que no existía más que el lamento de la impotencia o la crueldad del abandono.

Esa Iglesia merece también nuestra veneración y nuestro amor, y está bien que nos lo recuerde, con la capacidad de estimación que despiertan los hechos de su vida, una mujer que está por encima de toda polémica. Santa Teresa de Jesús Jornet abrió un camino nuevo, y lo abrió con el ejercicio de las virtudes activas y pasivas de siempre. Estas no pierden actualidad hoy, y en muchos casos están esperando los espíritus generosos que sepan incorporarlas a las nobles y arriesgadas renovaciones que son hoy necesarias.

«La Iglesia en España –nos decía el Papa a los obispos españoles–, que cuenta con la reserva incalculable de sus fieles nobles, sinceros, sacrificados, devotos, no puede limitarse a vivir de su pasado, entretejido de iniciativas, virtudes y méritos. Tiene hoy una apremiante misión y no puede desmentirla. Esa misión, eterna, hay que rejuvenecerla y actuarla cada día para que la vitalidad y el mensaje de la Iglesia, incorporados consciente y valientemente al estilo de vida de cada uno de sus hijos y pastores, contribuyan a que el hombre y la sociedad sean cada vez más dignos, más justos, más elevados moral y espiritualmente»3.

Estas palabras se unen con las que había pronunciado la víspera:

«Nos no queremos silenciar el augurio –¿un vaticinio?– de que España pueda encontrar siempre en la fidelidad a sus tradiciones religiosas e históricas la fuente de su plena, original y magnífica expresión, por su libre, orgánica y compacta unidad interior y por su renovado impulso en el cumplimiento de los graves y grandes deberes que hoy propone la historia a toda sociedad civil en progreso.»

«Que la humilde y gran hija de España, que Nos elevamos hoy al honor de los altares, pueda ser inspiradora de paz y prosperidad interior y exterior para su noble y piadosísimo pueblo, y lo anime a obtener de sus extraordinarias energías étnicas y morales aquella renovación general y espiritual, individual y social que el anuncio del Año Santo propone a toda nación, y a nuestra Santa Iglesia católica principalmente»4..

No hay otro camino. El pasado y el presente de cara al futuro; la esperanza y la mortificación; la religiosa santa y la madre de familia buena; el trabajo transformador de la energía creada y la penitencia por nuestros olvidos de Dios; las vocaciones religiosas y sacerdotales y el ímpetu de la juventud que construye el mundo; la atención a los ancianos desamparados y la previsión para impedir el desamparo; el honor de ser «tierra de santos… que ofrece siempre la reserva de lo esencial y definitivo, su fe cristiana arraigada y vital»5, y el coraje para lograr hoy los frutos que la nueva época histórica nos pide permaneciendo fieles a las exigencias de la santidad que Dios nos señala, para serlo igualmente a las que el amor a los hombres nos reclama. Santa Teresa de Jesús Jornet, de haber vivido hoy, hubiera emprendido una obra como la que realizó, u otra de otro estilo. Pero en su interior hubiera sido la misma: un alma enamorada de Dios, que por vivir en unión con Él y sus misterios divinos se habría entregado al servicio de los hombres. Y de ese modo, hoy como ayer, queda unido el respeto a la tradición, la fidelidad al pasado con el afán venturoso de ofrecer al porvenir nuevos caminos de realización humana y cristiana.

Que ese ejemplo siga siendo fecundo para todos cuantos hemos festejado su memoria y meditamos las lecciones que nos da.

1 Pablo VI,Homilía en la festividad de la Purificación de la Virgen,2 de febrero de 1974: IP XII, 1974,150-151.

2 Pablo VI, Homilía en la canonización de Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, 27 de enero de 1974: IP XII, 1974, 67-72.

3 Pablo VI, Alocución a los obispos españoles presentes en la canonización de Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, 28 de enero de 1974: IP XII, 1974, 75.

4 Pablo VI, homilía citada en la nota 2: IP XII, 1974, 72.

5 Ibíd., 68-69