Comentario a las lecturas de la festividad de la Sagrada Familia, domingo siguiente de la Navidad. ABC, 31 de diciembre de 1995.
La liturgia de estos días nos ha presentado ya, para que podamos adorar, a Jesús recién nacido. También a María, la Madre. Pero esta gran escuela de la sucesiva presentación del misterio, que es el Año Litúrgico, no puede limitarse a señalar figuras aisladas, independientes unas de otras. Como en la Trinidad el amor cubre a las tres divinas Personas en el cielo, así en la tierra aparece la trinidad de Jesús, María y José viviendo juntos su relación y construyendo una familia sagrada.
Son una familia, en un hogar, trabajando en un oficio, en un pueblo que se llama Nazaret. Antes de venir aquí han conocido la amargura del destierro y tuvieron que huir a Egipto para librarse del miedo persecutorio de Herodes.
Merece que nos detengamos ante ellos y, reflexionando con humildad y con amor, captemos la enorme importancia que tiene ese núcleo. Es la primera familia cristiana que ha existido en el mundo, y de ahí, como ejemplo sublime, y del sacramento del matrimonio, que un día habría de instituir Jesús, el Señor, han ido brotando caudales inextinguibles de gracia, que han dado un nuevo rostro a la civilización humana. Cuando un hombre y una mujer se entregan a sí mismos su corazón y su destino, y juntos deciden formar una familia, acontece algo que se aproxima al misterio creador del amor de Dios. La gracia fortalece y hace nueva la vida y la embellece cada día, si hay empeño en conservarla.
Esta empresa de la familia cristiana no tiene límites, aspira a lograr lo mejor para cada miembro de ella. Requiere esfuerzo y exige que cada uno aporte lo más noble y lo más grande que tenga. José, según se nos dice en el Evangelio, no piensa en las dificultades de la huida a Egipto, en lo duro que resultará sacar a los suyos adelante en un país extranjero. Mejor dicho, lo piensa como todo ser humano responsable, pero no se deja amilanar. Solo importa el bien de su hijo y de su esposa.
Después, vuelta a Nazaret, el pequeño pueblo “de donde se duda que pueda salir algo bueno”. De esa humilde familia podemos aprender algo tan sencillo y tan profundo como el desgranarse silencioso de los días y los años en un ambiente, en que “se crece en sabiduría y gracia ante Dios y los hombres”. Como tantos que han crecido así en tantas familias, que han sido templos de Dios en el mundo.
En la familia se aprende y se vive la mística de lo diario, de la grandeza de la vida cristiana. La familia es el lugar idóneo, natural, para vivir el amor auténtico, permanente, confiado, desinteresado, que hace que se desarrolle lo mejor de uno.
En la familia han de esforzarse padres e hijos para aprender lo que es la tolerancia, para tener buena voluntad, para corregirse, cuando es necesario, para desarrollar sentimientos de gratitud, para alegrarse con las cualidades y valores de los otros, para compartir y sacrificarse, para sentir la responsabilidad de uno mismo y de los demás, para comprender que el pequeño núcleo, al que se pertenece, será lo que sea cada uno de sus miembros. Y que la sociedad será lo que sean las familias, que se dan la mano para convivir y crear paz y progreso.
En el hogar cristiano es donde se percibe el don de sentirse padre, madre, hijo, hermano; donde es normal sentirse a gusto en la vida y donde brotan con toda naturalidad sentimientos de ternura, de admiración, de compasión hacia los más débiles, pues en la familia se nace y se muere.
La familia es donde se aprende a llamar a Dios Padre y a rezar el Padre nuestro. A llamar a María Madre y a rezar el Ave María. Que nadie sustituya a los padres y madres en el gozo de enseñar a los hijos a rezar, de abrirles su corazón a la confianza en Dios, de que aprendan a sentirse herederos de todo lo bueno que ven en sus padres y que Dios ha creado para ellos. ¡Cómo cambiarían para bien muchas familias, si, juntos todos, leyeran las lecturas de este domingo! ¡Abuelos, padres, hijos, nietos, escuchando lo que se nos dice en el Eclesiástico!: “El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros”; y después, la carta de San Pablo a los corintios, ponderando las actitudes que hemos de tener: Misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevándonos, perdonándonos, siendo agradecidos. ¿Qué hemos hecho de la familia, para que nos encontremos tan alejados de esta mística de lo cotidiano, que podría cambiar el mundo?