En nombre de nuestra fe

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En nombre de nuestra fe

Exhortación pastoral, marzo de 1984: en Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, marzo, 1984, 124-126.

Queridos diocesanos: Próxima ya la fiesta de San José, a quien invocamos como Patrono de las vocaciones sacerdotales, me dirijo a vosotros para invitaros una vez más a pensar en algo tan fundamental para la vida de la Iglesia como son los sacerdotes.

El don de la fe #

Recibida de Dios nuestro Padre la fe católica que profesamos, debemos conservarla como el mejor tesoro que tenemos en este mundo, porque ella nos guía en la vida y en la muerte.

Por la fe podemos conocer y amar a Dios, saber qué es lo que Él espera de nosotros, cuáles son sus mandamientos y sus leyes, y qué camino hemos de seguir para alcanzar la vida eterna.

Por la fe hemos conocido el misterio de Cristo hecho hombre, nacido de la Virgen María, que vino al mundo como enviado del Padre, predicó el Evangelio, mostró el esplendor de su divinidad realizando milagros para que los hombres creyesen en Él, murió en la cruz por todos nosotros, y resucitó vencedor del pecado y del demonio para ofrecernos a todos los redimidos la seguridad de nuestra propia victoria y nuestra resurrección al final de los tiempos.

Por la fe sabemos lo que es la Iglesia, fundada por el mismo Jesucristo para transmitirnos su vida y su enseñanza. La instituyó Él mismo, no los hombres. Por eso la amamos tanto y nos sentimos dichosos de pertenecer a ella, a la Iglesia de Cristo, nuestro Salvador. En la Iglesia encontramos, y de ella recibimos, los sacramentos, que son signos y realidades sagradas a través de los cuales se nos da la vida de Jesús; el Credo y artículos de la fe, que son como el resumen de las verdades que hemos de creer; la sucesión apostólica que es la cadena que empieza con los Apóstoles, llamados y elegidos por el Señor, y llega hasta los obispos de nuestros días; los sacerdotes, hombres que, por el sacramento del Orden, reciben el poder de consagrar el Cuerpo del Señor para darlo como alimento del alma, y el de perdonar los pecados a todo aquel que los confiesa arrepentido.

Y en la Iglesia encontramos también a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, intercesora y abogada, ejemplo sublime de todas las virtudes; y a los santos, hermanos nuestros que en las más diversas situaciones de edad, raza, condición, sexo, cultura, etcétera, aparecen dando testimonio de su fe y demostrando con las obras que son verdaderos discípulos de Cristo.

Pues bien, son los sacerdotes los que, normalmente hablando, viven para predicar, propagar y alimentar esa fe. No ellos solos, porque en realidad todo bautizado ha de colaborar a esa tarea si quiere ser fiel a las exigencias del bautismo y de la confirmación. Pero los sacerdotes son los que al recibir el sacramento del Orden se consagran total y exclusivamente a esa misión, de tal manera que con el testimonio de su vida y con su trabajo apostólico, el que el obispo les encomienda, se entregan sin cesar a la misión de ayudar a vivir la fe a los creyentes y facilitar a los que no creen el que, ayudados por la gracia, puedan encontrarse algún día con Cristo Salvador.

La fe y el amor al hombre #

Esta dedicación del sacerdote a predicar y propagar la fe cristiana no es sólo el cumplimiento de un mandato de Dios mismo, que nos ha llamado y elegido para esa misión, sino también la más viva manifestación de amor a los hombres que puede darse en la tierra.

En primer lugar, porque el sacerdote acepta su ministerio por amor a la comunidad a la que va a servir, no por provecho ni comodidad personal.

En segundo lugar, porque lo que predica y ofrece el sacerdote es la luz que guía al hombre hasta su destino inmortal, la vida eterna, y esto lo hace porque ama a todos y desea que no se pierda ninguno.

Y, en tercer lugar, porque la fe que el sacerdote predica y cultiva entre los hombres no es para fomentar una mera devoción personal; ni se contenta con ofrecer un conjunto de hechos e ideas para ser contempladas en una reflexión egoísta y solitaria. Es, por el contrario, un don de Dios que invita y llama a amar, a sacrificarse por los demás, a ser generosos y limpios de corazón, a promover la caridad y la justicia en todo momento, a perdonar y solicitar ser perdonados, a procurar la paz en las relaciones humanas, a mantener siempre la esperanza.

Esto es lo que hacen los sacerdotes con su apostolado entre los niños, los jóvenes, las familias, los ancianos, los moribundos. Y lo hacen siempre, constantemente, porque aman a Cristo y a los hombres. No buscan su éxito propio, que podrían encontrar mejoren otras profesiones. No están para dividir ni rechazar a nadie, sino para pedir a todos que se amen y se esfuercen por procurar ser mejores, en la seguridad de que así se logra también el mayor bienestar social.

El Seminario #

Por todo lo cual, hemos de ayudar cuanto podamos al Seminario, que es la institución en que se forman los alumnos que se preparan para el sacerdocio. Necesitamos mucha ayuda, porque los gastos son muy cuantiosos, y no todos los aspirantes pueden pagar las pensiones necesarias para el sostenimiento del Seminario en todos los órdenes.

Os pido a todos los sacerdotes, párrocos y rectores de iglesias, también las de religiosos, que organicéis lo necesario para que todos cooperen con sus ofrendas generosas en la Colecta del día del Seminario. Os pido que habléis del sacerdote y de la fe. Os pido que invitéis a todos a orar por los sacerdotes y las vocaciones sacerdotales de niños, jóvenes y adultos.

Con mi agradecimiento anticipado, os bendigo afectuosamente.
Toledo, marzo 1984.