Comentario a las lecturas del III domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 26 de enero de 1997.
Nuestra vida ha de ser una conversión continua, para que pueda ser un continuo crecer y madurar en nuestra fe y en nuestra esperanza en Jesús, como Maestro y Redentor. Los textos de hoy son una invitación a ello, a tomar conciencia de la necesidad, que siempre tenemos, de poner orden en nuestra vida, de convertirnos y creer en la Buena Nueva.
Tenemos tendencia a instalarnos en los pequeños y engañosos logros, que nos proporcionan comodidad y bienestar, y los consideramos como definitivos y permanentes, olvidándonos de lo que Dios nos pide para acercarnos a Él y vivir una conversión incesante, que nos traería la paz y el gozo de una vida, cada vez más nueva y más atenta a las invitaciones divinas, que nos llegan.
La lectura del libro de Jonás nos pone de manifiesto que la conversión tiene que ser real, y traducirse en acciones concretas de la vida de cada uno en su propia existencia. “Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno, y se vistieron de sayal grandes y pequeños”. Nadie nos pide que utilicemos hoy el sayal y la ceniza, pero sí que hagamos oración para fomentar nuestro trato con Dios; que practiquemos la mortificación de nuestros sentidos, nuestro cuerpo y nuestro espíritu; que entremos a fondo en las zonas oscuras de nuestra sensualidad, nuestra avaricia, nuestra soberbia, para purificar ese interior, tan limpio por fuera y tan manchado por dentro, a pesar de las apariencias en contra.
La liturgia de hoy nos invita a leer este libro del profeta Jonás, que habla tan claramente de la necesidad de la conversión, porque también el evangelio nos presenta a Jesús llamando a sus discípulos, para que vayan con Él, y comenzar la predicación de la Buena Nueva, que pide también arrepentimiento y conversión.
El salmo podría servir, para que durante toda la semana lo recitáramos en encuentros de oración. ¡Qué bien habla de los humildes! Y, ¡qué humildad tan digna y tan provechosa la que nos invita a decir: “Señor, instrúyeme en tus caminos, haz que yo los siga con lealtad! Y como tu ternura y tu misericordia son eternas, acompáñanos en nuestro caminar y que sintamos así tu bondad”. ¿Cómo se puede decir que el fomentar una religiosidad así sirve para generar pusilánimes y cobardes ante la vida?
Nuestra sociedad consumista, ansiosa de placeres sea como sea, hace nacer seres débiles y cobardes, incapaces de buscar el equilibrio en el uso y disfrute de lo que la vida nos ofrece, ese equilibrio que llega a las más altas cumbres del humanismo cristiano en las palabras de san Pablo, que leemos en la carta a los corintios. Son palabras para formar hombres libres, no esclavos. “Los que lloran, como si no llorasen; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran”.
Siglos más tarde, un genio de la espiritualidad católica, san Ignacio de Loyola, nos hablaría, en la meditación del Principio y Fundamento, sobre el famoso “tanto cuanto”. “Todas las cosas de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. El hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impidan”.
Por lo demás, todo cuanto vengo diciendo sobre la conversión, de que nos hablan las lecturas de hoy, alcanza su máximo vigor en el fragmento evangélico de san Marcos. En él se nos dice que Jesús empezó a predicar el mensaje que traía a los hombres. Y ¿cuáles fueron sus primeras palabras? No otras sino estas: “Se ha cumplido el plazo. Está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”. Los tres textos, el del profeta Jonás, el de san Pablo y el de san Marcos, son breves y concisos. Hay que convertirse ya, saber utilizar desde la fe todas las cosas de la vida. Esto no es una fuga irreal del mundo, sino creer en el Evangelio. Los primeros a quienes habló, dejaron las redes y le siguieron. Todos estamos atados por algo. Hay que dejar lo que nos ata y seguirle más de cerca.