Comentario al evangelio del I domingo de Adviento. ABC, 17 de diciembre de 1995.
Comienza hoy el Año Litúrgico, es decir, un nuevo período de tiempo, en que la Iglesia nos presenta la vida de Jesús, a lo largo de la cual van haciendo acto de presencia misterios y personas relacionados con Él.
Su nacimiento, cantado por los ángeles rodeados de las estrellas del cielo, su Pasión larga y dolorosa, su Corazón lleno de amor, su Espíritu Santo, María Santísima, José, los santos, tantos santos… La Iglesia nos ofrece una lección magistral, capaz, con la belleza de su pedagogía hecha vida, de despertar en nuestro corazón la esperanza de la salvación.
Eso es el Adviento: un tiempo de esperanza, que templa el espíritu del cristiano y le hace confiar en que sabrá superar las dificultades, si quiere, con la ayuda del que va a venir y al que el mundo y los hombres esperan incesantemente.
No se opone a esta esperanza la advertencia, tan seria y tan dramática, de Cristo sobre el triste final del que se olvida de Dios. Si se olvida y es culpable, él es el que se pierde. En tiempo de Noé, el diluvio arrastró a los que se quedaron fuera del arca; cuando llegue el Hijo del Hombre, también sucederá lo mismo a los que han querido vivir lejos de Él.
Cada día sucede esto con cada uno de los que mueren así. Y sucederá con el género humano al final de los tiempos a todos los que rechazaron su mensaje, en cuanto tenía de aviso y advertencia, “Estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre”. Para que su llegada no nos prive de la esperanza de un encuentro feliz con Él, el Cristo de la luz y de la vida, san Pablo nos recuerda, en este primer domingo de Adviento, lo que debe ser nuestra conducta para recibirle dignamente, o ahora cuando va a venir en su nacimiento, o después a la hora de la muerte.
“Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos”. Es lo que cantaba aquel desconocido niño, con voz que atravesó como un dardo el corazón de san Agustín, empujándole suavemente hacia la luz entre sollozos y plegarias. Era un buscador de Dios. ¿Qué somos hoy nosotros?