Eucaristía y religiosidad del pueblo cristiano

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Eucaristía y religiosidad del pueblo cristiano

Lección inaugural de la IV Semana de Teología Espiritual. Toledo. 3 de julio de 1978. Texto publicado en el volumen Eucaristía y vida cristiana, Madrid 1979. 15-32.

Celebrada ya la Santa Misa, en que hemos ofrecido al Señor los trabajos de esta IV Semana de Teología Espiritual, añado ahora a la expresión de la fraterna amistad con que me he dirigido a vosotros en la homilía, la del respeto que me merecéis como oyentes de esta primera lección de la semana. Es un tema hermoso y riquísimo el que voy a desarrollar: la Eucaristía y la religiosidad del pueblo cristiano. Ojalá la necesaria brevedad no impida captar la riqueza que encierra.

Cristo quiso constituir un pueblo congregado
en torno a Él y bajo Él como cabeza: es la Iglesia #

El Padre infinito, ingénito, que es Amor, que engendra eternamente al Hijo y eternamente espira con Él al Espíritu Santo, decretó elevar a los hombres a la participación de su vida divina. Y así nos eligió antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e inmaculados en su presencia por la caridad. Mas el amor de Dios, manifestado de modo operante en Jesucristo, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos comunica, no solamente nos mueve a amar a las Personas divinas, sino que nos impulsa al mutuo amor. Y tal amor nos induce a ser una sola cosa, como el Padre y el Hijo son un solo Dios con el Espíritu Santo. Unidad que, aunque habrá de consumarse en el cielo, va siendo construida en la tierra, formando la Iglesia fundada por el Señor. La Iglesia es, pues, «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Pues determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu, y que se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos1.

Fundada por Jesucristo mismo, Él queda para siempre constituido como Cabeza del Cuerpo de la Iglesia, como quien es principio, el primogénito de entre los muertos, por medio del cual tuvo a bien Dios reconciliar todas las cosas consigo, de modo que a los que éramos extraños y enemigos, nos ha reconciliado en el cuerpo de su carne por medio de la muerte, para presentarnos santos e inmaculados e irreprochables en su acatamiento. Pues en Cristo Jesús, los que estábamos lejos hemos sido aproximados por la sangre de Cristo, que es nuestra paz, que derriba la valla que separa a los hombres, para hacer en Sí mismo, de todos, un hombre nuevo, y reconciliarlos en un solo cuerpo con Dios, por medio de la cruz, matando en ella la enemistad y dándonos acceso en un mismo Espíritu al Padre.

Así, la Iglesia, pueblo de Dios, familia de Dios, como formada por cuantos están visiblemente incorporados al Hijo, Jesucristo, no tiene otro principio de vida sino el amor del Padre que actúa en Jesús. Y Cristo ama a la Iglesia con tal caridad que dio su vida por ella.

No fue la muerte de Jesús fruto de un instante de amorosa pasión, por noble que la pensemos, sino resultado de un amor que orientó su vida entera en la tierra, que supera todo conocimiento humano, y alcanza los extremos en todos sentidos. Y si la muerte pasó para siempre, de modo que ya no tiene dominio ninguno sobre él, el amor que la produjo permanece invariable, eternamente fructuoso. Si llegó al extremo de la semejanza de la condición servil del pecador, hasta someterse a la muerte de modo superlativamente atormentado y humillante, no desea con menos ardor levantarnos al extremo en la semejanza de su condición divina, gloriosa.

El amor de Cristo a la Iglesia es el amor a cada una de sus ovejas, a quienes conoce, a quienes desea unir consigo eternamente, uniendo en consecuencia a cada una con todas las demás, en perfecta comunidad de vida divinizada. Por eso, ya en la tierra es Jesús mismo quien obra en la Iglesia, con más realidad que actúa nuestra cabeza respecto de los miembros de nuestro cuerpo. Con el amor personal del Esposo perfecto, con la unión real de quien ansia vivir una misma vida, y con la soberanía irrenunciable de quien en tal unidad no puede ser sino fuente y cabeza.

Todo intento de renovación de la Iglesia que no parta inmediatamente de este misterio del amor Personal de las tres Personas divinas a los hombres, amor realizado en Jesús, es irremediablemente vano. Y no sólo vano, sino perverso y consiguientemente destructivo.

Por qué, además de la asistencia del Espíritu Santo, Cristo prometió e instituyó, como alimento para ese pueblo, la sagrada Eucaristía #

En los discursos de la cena –narra San Juan–, Jesús, sabiendo que había llegado su hora, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Y como expresión de este amor les anuncia la pasión inmediata, la muerte y la gloria. Y les anuncia la dádiva suprema: el Espíritu Santo, como Persona que está ya para venir. Es, sin duda, el don más precioso de su amor. Hasta el punto que conviene que Él se vaya, para que venga este otro Paráclito.

Dice el Concilio: «Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu»2.

Mas podríamos malentender estas palabras, suponiendo un a modo de relevo. Como si hasta el momento hubiera actuado Jesús como revelador del Padre y ahora dejase de actuar y comenzase a hacerlo en su lugar el Espíritu Santo, perfeccionando la empresa iniciada por Él.

Basta pensar que tales anuncios se realizan en la última cena, en la misma noche en que se instituye la Eucaristía, en que se cumplen las promesas referidas por el mismo Juan acerca del Pan de Vida, para comprender que no puede ser tal el sentido de las palabras de Jesús, ni consiguientemente el texto del Concilio.

No se trata de un relevo, sino de una nueva presencia. De la manifestación de una nueva Persona que procede del mismo Verbo. No por anulación de la presencia de Jesús, sino como fruto de esa misma presencia, perfeccionada, llevada a la máxima altura posible en la tierra.

Hasta entonces Jesús había encerrado su presencia y su actividad en las fronteras de la situación del hombre pecador. Se ha sometido al espacio y al tiempo. Se ofrecía a los sentidos humanos, pero quedaba limitado por ellos. Ha tomado la condición carnal del hombre pecador –salvo el pecado– y ha permanecido sujeto a ella.

Ahora todo va a cambiar. La muerte voluntariamente acogida acabará con esa forma de vida para dar lugar a una nueva manera misteriosa para nosotros. La humanidad de Jesús va a ser espiritualizada, glorificada en todos sus aspectos, como corresponde a la humanidad del Hijo de Dios.

Recordemos la escena que Juan nos relata en su capítulo VII. Conmemoran los judíos las maravillas con que Dios ha saciado su sed. Al fondo está, en el recuerdo, el episodio del desierto: Moisés golpea la roca y brota el agua abundante para el pueblo que muere sediento. Y en tal ambiente clama Jesús: Quien tenga sed venga a Mí, y beba el que cree en Mí. Como dice la Escritura: de su seno brotarán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu Santo que iban a recibir los que creyeran en Él. Porque todavía no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7, 37-39).

Recordemos aún otra escena: Jesús en la cruz entrega su espíritu. Entrega su alma al Padre; entrega su Espíritu Santo a los hombres. Y todavía después, una lanzada hace brotar de su pecho sangre y agua.

Discutan los exégetas; pero sin duda en tales relatos tenemos sugestivamente expresada la realidad. Durante su vida terrena, desde el instante mismo de la concepción, estuvo Jesús movido por el Espíritu, que actuaba como una corriente poderosísima, pero subterránea, voluntariamente represada, oculta. Apenas algunos signos denuncian la presencia del agua viva en las acciones de Jesús. Mas un día el Espíritu mismo impulsa al hombre Cristo a entregarse a los hombres por los hombres. Y le horadan a golpes. Y brota el agua que salta hasta la vida eterna. Espiritualiza ante todo la humanidad misma de Jesús, su cuerpo mismo, que queda eternamente glorificado, y la constituye para siempre también única fuente del Espíritu.

Por ello, Cristo tenía que deponer su modo de presencia carnal para que viniera el Espíritu. Porque el Espíritu no puede comunicarse sino en Cristo, y éste no puede ser fuente del Espíritu sino espiritualizado en su carne misma, en plenitud, glorioso. Fuera, por tanto, de la condición carnal. Exento de todas sus limitaciones.

Pero liberado de tales confinamientos, Jesús puede estar presente de nueva y más levantada manera. No menos, sino incomparablemente más real. Aunque al sentido nuestro, aún carnal, parezca lo contrario. Si su presencia es oculta, no es porque Él se limite, sino porque nosotros permanecemos aún en los límites superados por Él. Sólo cuando nosotros seamos a nuestra vez liberados de los actuales condicionamientos carnales, partícipes de su gloria, comprenderemos la maravillosa realidad que ha constituido la presencia eucarística. Pero entonces gozaremos ya de la última forma de presencia. La más sublime, la más real, porque será la presencia de Jesús victorioso, no sólo de su muerte, sino también de la nuestra.

Ello tendrá lugar en la Iglesia triunfante, al otro lado del reino de la muerte. Pero mientras permanezcamos en la tierra, la única fuente del Espíritu, mediata o inmediatamente, es la Eucaristía.

No son dádivas inconexas. Es realmente una sola dádiva: el Padre que nos entrega al Hijo como es, viviente, con su aliento personal, infinito, divino: el Espíritu Santo del Padre y del Hijo.

Relación entre el Espíritu Santo y la Eucaristía #

Ni podemos entender a Jesús sin su Espíritu, ni podemos recibir el Espíritu sino de Jesucristo. Después de todo, en su humana analogía, la realidad no es arcana. No podemos hablar con una persona que no alienta; no podemos recibir el aliento sin acercarnos a la persona. Pero el Aliento de Jesús es el Espíritu divino. Una Persona divina.

Y de ahí que no puede existir la Iglesia, una, santa, sin la Eucaristía. En la Iglesia, los hombres son conformados en una sola realidad mística, como el Padre y el Hijo son un solo Dios. Pero el Padre y el Hijo son uno porque tienen una misma vida –numéricamente una–; porque el Hijo recibe la misma vida del Padre, y espira con Él un solo Aliento. Así, los cristianos sólo podemos ser una sola cosa si recibimos la misma vida filial de Jesucristo, si inspiramos un mismo Espíritu. Y no podemos recibirlo sino de Jesús.

Somos el Cuerpo místico de Cristo. Pero el cuerpo de Cristo ha sido formado por el Espíritu, que le traspasa, y sólo comiendo el cuerpo de Cristo y bebiendo su sangre tenemos la misma vida de Jesús, recibimos su mismo Espíritu.

Somos un templo del Espíritu Santo, de la Trinidad. Pero el único Templo de la Trinidad es la humanidad de Jesucristo, y sólo cuando somos incorporados a ella –inicialmente por el bautismo, perfectamente por la Eucaristía– pasa la Iglesia entera y cada uno de los cristianos a ser templo de la Trinidad.

Así podemos decir sin exageración alguna que la Iglesia en la tierra depende totalmente de la Eucaristía, y consiguientemente que el progreso de la Iglesia es el progreso de su actitud ante la Eucaristía.

Grave advertencia para todos. Porque el Espíritu ha ido enseñando durante siglos a los hombres de la Iglesia. Ha ido matizando, perfeccionando, las ideas y los efectos respecto de este misterio central. Y no es raro que hoy intentemos retroceder, arrasando la obra del Espíritu. Problema teológico, espiritual y pastoral, en qué medida ciertas deficiencias de la Iglesia actual se deben a malentendidos respecto del misterio eucarístico.

Y basta tomar el Misal y leer las plegarias eucarísticas –vamos a tomar nuestras palabras de la cuarta– para captar la conciencia de la Iglesia acerca de cuanto hemos dicho.

Inmediatamente antes de la consagración, el sacerdote se dirige al Padre diciendo: «Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que… nos enviaste como salvador a tu único Hijo… El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo… Para cumplir tus designios, Él mismo se entregó a la muerte… (y en la oración secreta antes de la comunión se señala la cooperación del Espíritu Santo en tal entrega) … Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, desde tu seno, al Espíritu Santo… Que este mismo Espíritu santifique, Señor, estas ofrendas para que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo Nuestro Señor…».

Y antes de la comunión: «concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para tu alabanza».

El Espíritu Santo opera en la consagración como en la Encarnación; y Jesucristo, lleno del Espíritu Santo, nos lo comunica a nosotros.

Desde el principio, la Eucaristía ha sido fuerza y alimento del pueblo cristiano #

A nuestra inteligencia del misterio ayudará la meditación acerca de las actitudes de las primeras comunidades cristianas. Podemos rastrearlas en los textos del Nuevo Testamento y de los Padres Apostólicos. Textos escasos en número, y a veces de no fácil interpretación. Los autores aluden a una realidad bien conocida y pacíficamente poseída. Nos aportan fórmulas tal vez un poco secas en su concisión, y por añadidura resecas bajo la tortura de los estudios filológicos e históricos a que inevitablemente han debido ser sometidas. Nos suponen, además, un cierto esfuerzo para salir de la asfixiante mentalidad moderna, que tenemos misión de convertir, pero que no deja de operar sobre nosotros mismos.

La comunidad cristiana se presenta desde el comienzo como el pueblo convocado por Dios en Cristo Jesús. La unión con Jesús, entregado a la muerte y resucitado por nosotros, es lo característico del cristiano: seguir a Jesús, creer en Él, entrar en comunión con Él, dar testimonio de Él, es lo propio del cristiano. Todo ello se realiza por la predicación, por la fe, por el bautismo, por la donación del Espíritu. Pero todo ello se funda en la presencia de Jesús mismo y en la celebración comunitaria de la Eucaristía. Acaso fuera importante el que los apóstoles participaron en la cena antes de recibir el Espíritu…

Habría que esforzarse por entrar en la mentalidad, en los sentimientos de aquellos hombres que habían conocido humana y sensiblemente a Jesús, que habían oído, visto, palpado al Verbo de la Vida. O al menos habían convivido con los testigos inmediatos. Comprender las resonancias intelectuales y afectivas que despertarían en ellos estas simples palabras: el cuerpo y la sangre de Jesús –entender lo que significaba para ellos una comida en comunidad, y, más aún, una comida con Jesús–. Recordar que fueron testigos de los sufrimientos de aquel hombre, que sintieron en sí mismos esos sufrimientos. Que le abandonaron, le negaron o le siguieron hasta la cruz. Nosotros, que no hemos conocido a Jesús corporalmente, ni hemos contemplado jamás una crucifixión, ni una resurrección, ni hemos podido tratar jamás con testigo alguno de nada de ello. Penetrar el hondísimo sentido que tenía para ellos la alianza y, en el caso de los grecorromanos, la comunión con la divinidad.

Sensibilizados a tal ambiente, podremos captar con mucha más penetración textos como el capítulo 6 de San Juan, o los párrafos de San Pablo en 1Cor 10, 14-22 y 11, 17-34. Los primeros cristianos sienten que Jesús les ha ofrecido en la Eucaristía la realidad de su presencia, incluso corporal, que se ha quedado con su cuerpo y su sangre llevando hasta el extremo el realismo de la promesa: estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos. Presencia de quien ha sido torturado por ellos y por todos, sin otra causa que el amor inmotivado. De quien ha permitido destrozar su cuerpo y derramar su sangre. Ese Cuerpo y esa Sangre que el cristiano come y bebe ahora.

Y se lo ha dejado en una comida que contiene el cumplimiento de todas las expectaciones del Antiguo Testamento. Es el ofrecimiento actual de la alianza escatológica, nueva y eterna, que realiza, rebasándolas con mucho, todas las promesas esperadas durante siglos por el Israel de Dios, que iba preparando el nuevo y verdadero Israel, que es la Iglesia.

Un banquete sacrificial en que está presente el Señor mismo sacrificado, resucitado ya, haciendo todo lo que Dios ha hecho y ha de hacer por los hombres en la larguísima historia de la salvación.

Y sienten que la celebración de la Eucaristía les pone en comunicación con las actitudes de sacerdote y víctima del Señor. Y sienten la seriedad tremenda del anuncio de su muerte. La necesidad absoluta de comer dignamente esta carne y beber dignamente esta sangre. Pues quien no come y no bebe no puede tener vida eterna, y quien come y bebe indignamente se come y bebe su propia condenación.

La experiencia eucarística les hace conscientes de la verdad de la mutua unión. Porque participan de un mismo pan, tienen una misma vida; porque comen el cuerpo de Jesús, quedan constituidos en cuerpo de Cristo, del que no pueden ya separarse sin gravísima culpa. Unión personal, total, permanente, eterna con Jesús, y en Él y con Él con todos los demás partícipes del banquete sacrificial. Como fruto del sacrificio. En la unión de una vid con sus sarmientos, en la unidad del cuerpo con su cabeza.

Valoración de la Eucaristía hecha por el Vaticano II en relación con la religiosidad del pueblo #

Actualizadas estas ideas capitales sobre la Eucaristía, pensamos ahora en las circunstancias de nuestros tiempos en el ámbito del tema señalado. La relación del misterio eucarístico con la religiosidad del pueblo cristiano.

Nos dice el Concilio: «El ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste, sobre todo, en los actos internos, voluntarios y libres, por los que el hombre se ordena directamente a Dios… Y la misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria»3.

Entendemos por religiosidad cristiana la actitud de quienes, confesando el credo, admiten, sean cualesquiera sus deficiencias originadas en la debilidad humana, que el único camino para unirse con las personas divinas en Cristo Salvador es el que la Iglesia les señala como manifestado por Jesucristo.

Sin duda, tal actitud incluye la tendencia al perfeccionamiento progresivo, a la caridad plena, a la santidad personal en la comunidad, aunque todo ello apenas llegue a hacerse consciente en muchos cristianos. Tarea pastoral es colaborar con Cristo al desenvolvimiento paulatino de dicha tendencia. Y la plenitud consiste en la adhesión total del hombre al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo que actúa en la Iglesia.

La religiosidad cristiana supone la conciencia, por débil que sea, de la infinita majestad y soberanía divina, de la acción salvífica de Dios en Cristo, de la posibilidad de salvación y condenación, del pecado como acto y como situación, de la operación redentora llevada a cabo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica.

Ahora bien, quienquiera que admita tales verdades percibe fácilmente:

  • La necesidad de la presencia activa continua del Salvador en nuestra vida.
  • La necesidad de adoración de las Personas divinas y, consiguientemente, de Jesucristo mismo, a quien confiesa por Hijo de Dios.
  • La necesidad de alabanza y gratitud a Dios, fuente continua de beneficios, en todos los órdenes, orientados a la santificación.
  • La necesidad de perdón, de expiación incesante, ya que se reconoce como pecador.
  • La necesidad de petición, de una postura de reconocimiento de la propia indigencia humana y de esperanza en el amor omnipotente del Padre.

Y percibe igualmente la incapacidad absoluta del hombre como tal y, en un plano incomparablemente más hondo, del hombre pecador, para satisfacer tales indigencias.

¿Y quién podría negar que todas ellas, siempre reales objetivamente, progresivamente experimentadas según el hombre va haciéndose realmente hombre bajo la acción de la gracia, sólo pueden encontrar satisfacción en todos esos aspectos de la Eucaristía que hemos hallado en las promesas del Señor y en la vivencia de los primeros cristianos? Tal es, ciertamente, la conciencia de la Iglesia de hoy, como ha sido, a lo largo de la historia de veinte siglos, con matices diversos, la conciencia de todos los santos. Por ello, el misterio de la Eucaristía, la presencia permanente de Jesús entre nosotros, a partir de la celebración de la Eucaristía, de la consagración y de la comunión sacramental, es la fuente inmediata de la religiosidad cristiana.

Y por lo mismo, la tarea pastoral principal es descubrir, conservar y desarrollar los diversos modos que en la época actual pueden ser válidos para establecer el contacto de los hombres con la Eucaristía. Sin olvidar que se trata del don de Jesús a su Iglesia, y sólo en ella se nos entrega a cada uno. A su Iglesia, tal como Él la ha establecido: una, jerárquica, guiada por su Espíritu.

Pues la maravillosa labor está, sin duda, expuesta a muy graves extravíos. No hemos de perder jamás de vista que el hombre comienza siendo carnal, humano, párvulo en la fe, y tiende inevitablemente a entender carnalmente las mismas realidades divinas, los divinos planes. Y no es ni la carne ni la sangre las que pueden llevarnos a Jesucristo.

El Vaticano II no ha intentado exponer sistemáticamente la doctrina sobre la Eucaristía como fuente de vida del pueblo cristiano. No obstante, tal sistematización sería hacedera entresacando de los diversos documentos conciliares los textos pertinentes. No vamos a ensayarla ahora; sólo queremos hacer notar que, partiendo de la presencia del Señor, el Concilio ve en la Eucaristía la fuente de toda la vida cristiana desde el comienzo en la tierra hasta la consumación gloriosa eterna, y eso no solamente respecto de la vida individual de cada cristiano, sino también respecto de la vida de la comunidad como tal.

Leemos solamente algunos textos particularmente expresivos a modo de ejemplo: «La celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la futura gloria, por la cual los fieles, unidos con el obispo, al tener acceso a Dios Padre por medio del Hijo, el Verbo encamado, en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la Santísima Trinidad, hechos “partícipes de la naturaleza divina”. Así pues, por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de las Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios…»4.

«La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado”. Y al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del Pan eucarístico»5.

Refiriéndose a los seglares: «Pues todas sus obras… si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor»6.

«Al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto celestial»7.

«De esta forma, la comunidad cristiana se hace signo de la presencia de Dios en el mundo, pues por el sacrificio eucarístico pasa con Cristo al Padre»8.

La Eucaristía como sacrificio: ahí la verdadera religiosidad. Adoración, acción de gracias… #

Ya hemos advertido que el Vaticano II no trató de exponer la doctrina sobre la Eucaristía. Sin embargo, ha dejado indicados los diversos aspectos que debemos considerar para penetrar más y más el misterio. Y Pablo VI ha cuidado incansablemente de seguir tales indicaciones completando, precisando y aplicando a la práctica cuanto parece más oportuno en nuestros días. Por lo demás, importa notar que, salvo ciertas adaptaciones de pormenores prácticos, no hay propiamente novedad alguna en tales enseñanzas.

Es claro que hoy como siempre los aspectos capitales del misterio eucarístico, supuesta como base la realidad de la presencia incluso corporal del Señor, son el sacrificio y la comunión de los cristianos en él.

El sacrificio: consideramos esencial la predicación insistente de esta realidad.

Sacrificio significa elevación más inmediata al nivel de lo sagrado, a la esfera divina. El hombre Jesús fue levantado a la diestra del Padre por el sacrificio, de donde el sacrificio de Cristo incluye la resurrección, más aún, consiste en ella, sobre todo. Mas partiendo de su condición semejante al hombre pecador, Jesús pasó de hecho por los tormentos de la pasión y por la muerte, y esto es esencial en su sacrificio, y, por tanto, lo es en el sacrificio de la Eucaristía. No puede restablecerse la unión con Dios del pecador sino por la adhesión al sacrificio del Señor, y esta unión no tiene otra realización que la Eucaristía. Todos los demás sacrificios del cristiano reciben su valor aquí.

No podemos adorar al Padre, ni rendirle el tributo conveniente, amoroso, de nuestra gratitud, ni pedirle el perdón necesario por nuestros pecados, ni impetrar las gracias necesarias para mantener y desarrollar nuestra vida divina, sino por el sacrificio de Jesús, hecho presente en la Misa.

Y creemos importante recordar una verdad, por lo demás obvia: la eficacia sacrificial de la Misa se extiende mucho más lejos que la comunión sacramental. Actualizando en la tierra sacramentalmente el sacrificio de nuestra Cabeza, recabamos gracias de perdón y de progreso sobre muchedumbres incontables que jamás tendrán acceso en la tierra, y muchísimas veces sin culpa alguna, a la comunión sacramental.

La Misa se ofrece por todos los vivos y todos los difuntos aún indigentes. De ahí la inadmisible incongruencia de los que, por sistema, se abstienen de las celebraciones mal llamadas «privadas», pues la celebración de la Misa no es privada, por muy solo que se encuentre corporalmente el sacerdote que la celebra.

Y aún podríamos insistir en otra verdad. El sacrificio de la Eucaristía es el sacrificio que Jesús pone a disposición de su Iglesia. En la medida que el celebrante lo toma como propiedad suya, atreviéndose a variar las normas con que la Iglesia atiende a la celebración recta y fructuosa, el sacrificio va alejándose de su autenticidad. Es evidente que, si un sacerdote cambia a su arbitrio la materia o la forma de la consagración, no se realiza el sacrificio. Pero igualmente lo es que cuando altera el marco que la Iglesia dispone para la celebración de «su sacrificio, del sacrificio de su Cabeza», priva a los fieles, y se priva a sí mismo, de las gracias congruentes para la participación fructuosa en el sacrificio.

De modo que expresiva, aunque acaso no muy exactamente, podríamos decir que no es privada la celebración de un sacerdote solitario físicamente según las ordenaciones de la Iglesia, y sí va siéndolo la celebración del presbítero que sigue sus propias ordenaciones, aunque esté rodeado de una comunidad muy numerosa.

Y pensamos que el marco litúrgico puede llegarse a mudar de tal forma que ni siquiera se realice el sacrificio.

En cuanto a la comunión, deberíamos quizá insistir mucho más en que se trata, como ya hemos dicho, de la comunión con Cristo sacrificado. Comunión es comunicación; es recepción de la vida de Jesucristo que se nos comunica. Es comunicarnos con Él participando de su propia vida que nos ofrece. Y sólo en ella nos comunicamos mutuamente. Pero es antigua y exacta doctrina que la recepción de la vida del Señor depende no sólo de su voluntad de dárnosla, sino también de nuestra disposición para recibirla. Y así quien no se acerca a Jesús con un mínimo de actitud de sacrificio, no comulga en rigor. No parece exagerado pensar en la invalidez de muchas comuniones. Es cierto que la ordenación de la Misa tiende a crear esas disposiciones; mas desventuradamente muchas veces el cristiano atiende muy poco a las expresiones del misal.

Quien no llega a la Eucaristía con la conciencia de hombre pecador, indigente de la elevación que sólo produce Cristo, con el deseo de participar de su sacrificio, difícilmente recibirá vida divina, o apenas la recibirá. De ahí el escándalo –muy grave– de personas que «comulgan» y no progresan en sus actitudes cristianas.

Y, por otra parte, no debemos reducir esta comunión a un momento cimero. Es cierto que la comunión sacramental se realiza en plenitud cuando en el momento de la celebración misma nos acercamos a recibir como comida la hostia consagrada. Pero la comunión sacramental, si es, como hemos recordado, comunicación de la vida de Cristo en su sacrificio, se realiza siempre que hay una aproximación personal real a la Eucaristía. Siempre, por supuesto, que comulgamos en un momento en que no se está celebrando la Misa. A cualquier hora que recibamos al Señor, si lo recibimos bien, estamos comulgando en la Misa. Que objetivamente sea preferible participar en ella con presencia física, no significa de ninguna manera que no participe quien no está presente corporalmente. Ni menos que no participe quien comulga en otro momento.

Más aún, no sólo entramos en comunión con la Misa recibiendo en nuestra boca la hostia santa. Todo el que se acerca al Sagrario, consciente de la presencia real corporal de Jesús sacrificado, comulga realmente. Es lo que llamamos la comunión espiritual. Pues si Jesús desea ciertamente que recibamos en la plenitud de signo el sacramento de su cuerpo y de su sangre, no está limitado por esa plenitud significativa. Y hay muchos motivos válidos que impiden al cristiano comulgar en la Misa, e incluso acercarse a comulgar. No debemos olvidar, aun desde este punto de vista, la eficacia de los actos de culto eucarístico. Una visita, una exposición del Santísimo Sacramento, deben ser una comunión, en este sentido secundario, pero real y que puede tener eficacia incalculable.

La Eucaristía como presencia sacramental. Valor extraordinario de las diversas formas de culto eucarístico #

Y vamos a tocar concisamente un último punto fundamental: la realidad de la presencia corporal del Señor.

La magnitud del don amoroso consiste sobre todo en esto: que ha querido estar con nosotros aun corporalmente. Ciertamente, como víctima, como sacrificio, pero Él mismo. De hecho, la Misa es el sacrificio de Jesús, porque está presente Jesús mismo. No podemos pensar jamás en la Misa sin pensar en el sacrificio, pero tampoco podemos hacerlo sin ser conscientes de su presencia. De la presencia del Hijo de Dios y, consiguientemente, del Padre y del Espíritu Santo, quienes están en relación precisamente en Cristo. Y de ahí brota la necesidad y no sólo la licitud de las formas del culto eucarístico. La persona vale más que sus actos; y si el modo de estar condiciona la relación con la persona, ésta no deja por ello de ser lo capital. Si Jesús está presente en la hostia consagrada, se impone la adoración, el ejercicio despacioso de la fe en su presencia, de la esperanza en su amor, del amor a su Persona tal como es: el Verbo divino hecho carne.

En la medida que crezca, nuestra conciencia de su presencia personal divino-humana, crecerán nuestras disposiciones para recibir el fruto de su sacrificio, para recibir la comunicación de su vida.

Y no podemos actualizar la fe en su presencia sin que inmediatamente surja el acto de adoración, y de adoración del hombre pecador, y de gratitud porque es mi Salvador, y de deseo de unión con Él.

Si Él ha querido, en realización de un amor eterno aun humanamente, convivir con nosotros desde la tierra conjugando su modo de vida celestial con el nuestro todavía terreno, no puede haber otra respuesta que la convivencia a nuestro modo. A su presencia real en el Sagrario no hay otra respuesta que nuestra presencia real ante el Sagrario. Pueden mudarse accidentalmente las formas externas de esta comunicación; pero la sustancia, la adoración, la presencia, tienen que perseverar necesariamente mientras viva la fe. La Iglesia ha cuidado siempre de ordenar también todas estas manifestaciones exteriores. Después del Concilio, y aparte de las ordenaciones expuestas en el Misal, nos han llegado de Roma no pocos documentos doctrinales o prácticos, acerca del culto eucarístico. Debemos, por supuesto, aceptarlos, conscientes –una vez más– de que la Eucaristía es el don de Jesús a su Iglesia. Pero debemos meditarlos, seguros de que el Espíritu que ha prometido su asistencia a la jerarquía para ordenar rectamente nuestra relación con el Señor, nos ha prometido igualmente su asistencia para obtener el fruto de tales ordenaciones.

Tema de alto bordo este de nuestras actitudes ante las normas jerárquicas. Se dice frecuentemente, y con verdad, que la historia es el lugar donde Dios se revela. Pero la revelación de Dios en las acciones del mundo no es fácilmente discernible; en cambio, sí lo es en las actividades de la Iglesia regida por el Espíritu Santo.

Desviaciones prácticas de hoy en relación con la Eucaristía #

Y ante estas visiones del amor de Dios, lleno de ternura, que nos rodea por todas partes de gracia, que nos entrega a su Hijo en medio de nuestra vida terrena, ¿qué pensar de tantas repulsas a su amor?

No vamos a entrar en un análisis de las actitudes teóricas o prácticas, con que a lo largo de los veinte siglos de historia de la Iglesia el hombre ha rechazado este divino amor. Ni siquiera nos vamos a detener a considerar todas las desviaciones de nuestra época. Pero en una Semana de Teología, que necesariamente ha de ser una contemplación de ese amor infinito, tal como se manifiesta en el misterio eucarístico, y un intento de ahondar más en él e incluso de considerar las formas de acogerlo más plenamente, no podemos prescindir de dirigir la mirada a los yerros humanos, que nos revelan mejor todavía la calidad de la caridad divina: su característica respecto a los hombres. Pues el amor de Dios a los hombres se realiza en continuo perdón. Jamás el hombre responde con plenitud total a la gracia. Salvo la Virgen María, todos somos pecadores… Y que Cristo mantenga sus dones, conociendo de antemano la mala acogida que van a recibir por parte de muchos, es soberanamente significativo. Tanto más cuanto que muchos de ellos acabarán, pese a todo, transformados por tal amor omnipotente.

Nos parece que si atendemos a las realizaciones actuales en relación con el misterio de la Eucaristía advertimos múltiples desviaciones, en cuyo fondo se oculta siempre el espíritu de autosuficiencia del hombre, tan agudizado hoy.

Y debido a tal espíritu de autosuficiencia se olvida (aunque no se niegue generalmente):

  • Que la Eucaristía es un don de Dios.
  • Que es una presencia personal de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
  • Que tal presencia se realiza en un sacrificio.
  • Que es un don hecho a la Iglesia, y destinado a cada uno de los hombres que reciben la vida de Cristo y por ello quedan más estrechamente unidos entre sí.

Pensamos que lo radical en los extravíos que podemos advertir consiste en que la Eucaristía se considera como una propiedad del hombre como tal, que significa con ella su unidad con otros hombres.

De ahí la tendencia a las Misas de grupos, no como un paso acaso conveniente para llevarlos a la comunidad de la Iglesia total, sino como manifestación de la unidad que los miembros del grupo mantienen entre sí.

La tendencia a inventar los signos que se estiman oportunos según el propio juicio, con desprecio absoluto de las normas de la Iglesia.

La tendencia a multiplicar los signos del grupo humano y a limitar los signos de adoración, de conciencia de la presencia del Señor.

En consecuencia, la libertad para acercarse a la comunión con toda clase de pecados; sin atender a la pureza de conciencia que produce la confesión sacramental.

El uso de las celebraciones para afirmar la mera solidaridad natural humana, con ocasión de sucesos de nivel social, o viceversa, la supresión de las celebraciones por idénticos motivos.

La seguridad en el juicio propio, frente a las normas de la Iglesia, para juzgar de las disposiciones de los fieles a la hora de comulgar. Ello produce retraso en las primeras comuniones, omisiones en las comuniones de enfermos, multiplicación de comuniones fuera de las orientaciones de la jerarquía, comuniones en pecado, sin confesión ni aun propuesta…

Es expresivo el caso de las primeras comuniones. Un Papa santo señaló un avance notable en la inteligencia del amor divino a los hombres, impulsando a la comunión a los niños con un mínimo de discernimiento intelectual. Es, en suma, un caso del amor de Dios a los pobres, a los humildes y sencillos. Pero actualmente, en medio del clamor por los pobres, se abandona a los niños al despertar de sus pasiones, privándoles de la comunicación de la vida, que ciertamente no depende del grado de inteligencia humana.

Y es tanto más expresivo cuanto que los mismos que hacen esperar años enteros a un niño –que según ellos mismos ni siquiera puede cometer pecado mortal–, admiten a la comunión a un adulto en pecado, porque estiman severidad excesiva retrasarle el momento de la comunión hasta que pueda confesar.

¿Cómo debería ser hoy la vida eucarística para lograr auténtica religiosidad? #

No vamos a exponer circunstancialmente nuestro pensamiento acerca de lo que debería ser hoy una pastoral eucarística –que es lo mismo que una pastoral sin más en los diversos centros comunitarios: parroquias, colegios de la Iglesia, movimientos apostólicos, seminarios, comunidades religiosas… Pero sí señalaremos algunos puntos orientadores, que creemos aplicables, en su generalidad, a todos ellos.

En primer lugar, la conciencia del pastor de la realidad total, en todos sus aspectos, del misterio eucarístico. Sin una experiencia muy viva del trato con Cristo en la Eucaristía, es casi imposible colaborar con Él a conformar la vida cristiana de cualquier comunidad.

Un testimonio personal incisivo. El pastor debe chocar, en el ambiente actual, por su ternura y su eficacia en todo lo referente a la Eucaristía. No estimo exagerado pensar que se requieren largas horas ante el Sagrario, siempre que no sea imposible, para ejercer un apostolado eficiente. Todos los santos lo han hecho así, al menos a lo largo de los últimos siglos, desde que la conciencia de la Iglesia alcanzó un cierto nivel de comprensión de este misterio. Y no podemos dudar de ello: es el ejemplo de los santos el que se nos impone como norma de pensamiento y actuación. Cuando durante siglos enteros, tantos hombres diferentes en temperamento, sexo, edad, cultura, ambiente sociológico, han actuado y pensado de la misma manera, no cabe titubeo en admitir que lo han hecho movidos por el Espíritu Santo.

Una predicación abundante que muestre la Eucaristía como realización del amor divino y fuente inmediata de la caridad en nosotros. La consideración detenida de los textos litúrgicos, la preparación de las Misas en círculos reducidos, haciendo ver la relación fontal que tienen con la vida entera. Es inútil el esfuerzo de la Iglesia por poner a nuestro alcance los textos litúrgicos si no enseñamos al pueblo a meditarlos.

Un esmero especial en rodear el culto eucarístico de la dignidad debida. Más valiera pecar por el extremo de la exageración en esta materia. Si atendemos a los traídos y llevados signos de los tiempos, tendremos que admitir que una enfermedad del hombre actual es la ceguera para contemplar la grandeza divina. Y si no la contempla, difícilmente podrá amarla. Debemos, pues, acudir a sanarle, presentándole los signos que le choquen, que le hagan pensar. Aunque en un primer movimiento reaccione en contra. Todo hombre de buena voluntad acabará percibiendo la realidad altísima que Dios ciertamente quiere revelarle. ¿Cómo podrá creer en la presencia del Hijo de Dios en la Forma consagrada, cuando nosotros hemos despojado el trato de la Sagrada Hostia de toda muestra de respeto?

Aun signos no obligatorios en las normas generales de la liturgia, pero tampoco prohibidos, deberían ser conservados o sustituidos, siempre que las circunstancias lo permitan.

Insistencia incansable en subrayar el carácter eclesial de la Eucaristía. Con la palabra y con los hechos. Eliminar toda expresión que pueda fomentar la conciencia de que un grupo posee en propiedad la celebración eucarística o el sagrario.

Y, finalmente, una actitud de aliento ante los imperfectos crecimientos de la fe en los individuos y en las comunidades. Señalando lo más perfecto, pero alentando a su realización paulatina, y, por tanto, facilitando realizaciones imperfectas, pero ya plausibles. Que los fieles puedan visitar el Sagrario, que puedan comulgar fuera de la Misa, que puedan confesar antes de acercarse a la Comunión. Que puedan participar en actos de culto eucarístico: exposiciones, bendiciones con el Santísimo Sacramento…, acompañados frecuentemente de la palabra que explique su sentido total, su conexión con la Misa, con la vida de la comunidad.

Hace menos de un mes, el 15 de junio, Pablo VI habló sobre la Eucaristía a un grupo de obispos norteamericanos. Y terminó con estas palabras, que traemos aquí como perfectamente adaptadas a nuestras circunstancias: «Os exhortamos a que os mostréis firmes al proclamar el misterio de la vida en Cristo, y al conducir a vuestro pueblo, a la fuente de esta vida: la Eucaristía. Pedimos que vosotros alentéis por vuestra parte a los fieles en su vocación eucarística. Pedimos especialmente para que todos nuestros hijos en el sacerdocio sean sostenidos y apoyados en su inestimable cometido de edificar el pueblo de Dios por medio de la Eucaristía. En todos los sectores de la Iglesia pedimos se acerque una nueva etapa de piedad eucarística, generadora de confianza y de amor fraternal y creadora de justicia y de santidad de vida»9.

1 Cf. LG 2.

2 LG 4.

3 DH 3.

4 UR 15.

5 LG 3.

6 LG 34.

7 LG 50.

8 AG 15.

9 Discurso del 15 de junio de 1978, sobre el sacrificio eucarístico como centro de la unidad de la Iglesia, a los obispos de la IV y de la IX Región Pastoral de los Estados Unidos de América del Norte.