Artículo publicado en la revista Cuadernos para el diálogo, n. 8, mayo de 1964.
Lo mas característico de ese organismo que llamarnos Iglesia es que en él no caben evoluciones que signifiquen un cambio sustancial de su ser intimo ni de sus estructuras fundamentales. Una sociedad deportiva puede evolucionar hasta convertirse, supongamos, en cultural o política, y de ello hay ejemplos abundantes. Un Estado puede pasar del absolutismo a la democracia, o al revés.
En la Iglesia esto no es posible. Su fin será siempre el mismo: hacer participar al hombre en la vida de Jesús y facilitarle su salvación sobrenatural. Su constitución interna es igualmente invariable: Cuerpo místico de Cristo que prolonga en la tierra su acción redentora. Su estructura fundamental tampoco puede sufrir modificación alguna: es y será siempre una sociedad jerárquica.
La evolución o cambio de la Iglesia se manifiesta principalmente visible en la actuación externa de la Iglesia y reflexión sobre sí misma. que comporta, lo estamos viendo ahora en el Concilio Vaticano II, iluminaciones y esclarecimientos enriquecedores sobre determinados aspectos de su ser y su constitución interna, los cuales, nunca perdidos, habían podido quedar en la penumbra.
Es notable, sin embargo, y muy digno de ser considerado por un hombre culto que entienda la fugacidad de «las cosas de la historia», el hecho de que los cambios producidos en la Iglesia como consecuencia de la adaptación pastoral, o por el enriquecimiento nacido de la reflexión, han significado siempre una vuelta a los orígenes ¿Que misterio tan rico hay en este delicado organismo, que se renueva sin cesar y extrae de sus propias venas, incluso cuando parecen muertas, la sangre que las vivifica? Para el que quiera estudiar la evolución habida en la Iglesia española en los últimos cincuenta años, le resultará obvio y natural dividir tal periodo de tiempo en dos etapas: una, la que va de 1914 a 1939, final de nuestra guerra; otra, desde tal fecha hasta nuestros días. Son exactamente dos subperiodos de veinticinco años cada uno.
No es mi propósito, ni lo pide tampoco la índole de este articulo, hacer de historiador de sucesos. Se trata mas bien de un juicio sintético y global con la mirada puesta en amplios horizontes que nos permita captar, si el juicio es acertado, el hecho de la evolución habida y sus manifestaciones mas generales.
1914 a 1939 #
Era muy triste la herencia recibida. En un país como el nuestro, en que tan estrecha habla sido la unión entre el Altar y el Trono, como entonces se decía, o para adorar al mismo Dios o para reñir si se dejaba de adorarle, la Iglesia, como tal sociedad organizada, con su jerarquía y sus fieles, tenía que resentirse forzosamente de lo mucho que se había reñido en el siglo XIX y en bastantes de los primeros años del XX. Demasiadas riñas y polémicas. Ello dio origen a que se crease una actitud que consistía en vivir calmosamente en los periodos de bonanza o defenderse de las persecuciones y ataques que se hacían contra ella cuando arreciaba la tormenta.
En esta disposición de ánimo siguió viviendo la Iglesia española los años que van de 1914 al advenimiento de la segunda República, Ni en su actuación pastoral ni en la reflexión doctrinal sobre sí misma aparecen cambios con suficiente calado nacional como para decir que la Iglesia evolucionaba. Hoy era una huelga general revolucionaria, y mañana se consagraba el país al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles. Ahora se tributaba un homenaje popular fervoroso al prelado de la diócesis, y a continuación se lanzaban contra él los mas graves insultos desde las paginas de la prensa enemiga o incluso se le hacia víctima de un alentado criminal, como sucedió en Zaragoza. Los tranquilos años de la Dictadura apagaron las llamas del incendio, pero no extinguieron las brasas ocultas que podían devorar al país en cualquier momento.
La Iglesia de España durante todo este tiempo se complacía en su tradicional vida de piedad, en su alto índice de moralidad familiar y su ideal de unión concordada con el Estado. Pero ni en los seminarios, ni en las casas de estudio de las Órdenes religiosas, ni en los documentos episcopales de la época o en los escasos congresos o reuniones de estudio, ni en las tímidas y balbucientes agrupaciones de seglares con fines apostólicos, se registran hechos autentícamele sintomáticos y representativos de una evolución en un sentido o en otro, salvo muy contadas excepciones. Más bien habría que decir que la Iglesia, es decir, los hombres que la representaban, eclesiásticos y seglares católicos, permanecían quietos en sí mismos, añorando las grandezas del pasado o lamentándose. cuando a ello había lugar, de la tristeza del presente. Fuera de su alcance iban quedando, cada vez más alejados, los dos campos que ejercían o iban a ejercer mayor influencia en la vida moderna: el de la cultura y el de las masas obreras.
Precisamente hacia estos campos apuntaba la dirección y esfuerzo de algunos hombres clarividentes. que con obras e instituciones eficaces querían imprimir nuevos rumbos a la vida de la Iglesia en España. Ellos constituyen las excepciones a que me he referido antes. Son, por una parte, con relación al mundo obrero, y también al patronal en la España campesina y aun más, las organizaciones sindicales católicas en que tanto se distinguió el P. Nevares. Por la otra, la actuación del P. Ayala, con la fundación de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y el paralelo y subsiguiente esfuerzo del hoy obispo de Málaga. D. Ángel Herrera, incansable y magnánimo luchador en los frentes cultural, político, periodístico y social que, cultivando siempre un amor encendido a las mejores tradiciones del catolicismo español, conseguía, no obstante, imprimir a sus minorías selectas, y a través de ellas a la gran masa a que llegó, los mejores caracteres del llamado catolicismo sociológico y europeo en línea con las orientaciones pontificias. Él fue también el que logró a escala nacional los primeros cuadros bien organizados de la Acción Católica, libre de toda clase de extrañas adherencias.
Al advenimiento de la Republica, la Iglesia española dio un alto y conmovedor ejemplo: el del acatamiento al poder constituido, a pesar de que se presentaba poco tranquilizador. Solo Dios sabe los bienes que hubieran podido derivarse de ese hecho si el régimen del 14 de abril hubiera respetado las normas de una civilizada convivencia en lugar de convertirse en el más iracundo y bárbaro instrumento de opresión. Aquel pudo ser el momento en que la Iglesia, despojada de ciertas prerrogativas que hasta entonces había juzgado obligación suya defender, se habría dedicado a un profundo examen de sí misma en todos los ámbitos de su actuación pastoral, y habría encontrado, sin duda, el camino por donde dar curso a muy deseadas orientaciones. De hecho, múltiples fueron las voces de prelados insignes que invitaban a este examen. Pero les fue impedido hacerlo. La Iglesia fue la gran perseguida. Victima de atropellos sin número, acorralada y herida en lo más vivo de su ser y sus venerandas tradiciones la única evolución que pudo experimentar fue la del sufrimiento llevado a límites inconcebibles. Todavía hoy produce estremecimiento leer los documentos del episcopado de entonces, y aun del sumo pontífice Pio XI, como la Dilectissima nobis. Después, los tres años de la guerra civil.
Como obispo hoy de esa Iglesia que todavía tiene tan cerca el dolor de su martirio, lo único que se ocurre decir a los que desde otros supuestos de vida nacional han enjuiciado a la Iglesia española de aquel tiempo, con reproches que causan estupor al brotar de una pluma católica, es que Dios libre a sus países y a la Iglesia que en ellos vive de un azote como el que nosotros padecimos. En circunstancias como las nuestras, de amenazas continuas primero y de violentísima revolución después, no caben serenas evoluciones. Lo único que puede hacerse es tratar de sobrevivir y abrir el alma, eso sí, para que en ella caigan las semillas que puedan dar más tarde frutos de adaptación nacidos de las dolorosas lecciones recibidas. ¿Se perciben ya en el horizonte esas nuevas adaptaciones?
1939 a 1961 #
En el discurso que el Santo Padre Pablo VI dirigió a España el pasado 26 de enero con motivo de la clausura del Año Paulino, ha pronunciado unas palabras de cincelada precisión. Dice así: «Creemos que esa imagen de Cristo que Pablo llevaba siempre en su corazón ardiente, esa noble manera de llevarla en su vida de hombre entero, en consonancia con Dios y en armonía con todo lo bueno, está aún viva en España. Y creemos que su siembra de Cristo sigue todavía fecunda en las organizaciones católicas, en los cenobios históricos, que adquieren nueva vida; en los cenáculos de contemplación, siempre repletos; en las asambleas de apostolado, en el santuario de la familia, en el ejercicio de las virtudes cívicas y sociales, en el incesante resurgir vocacional. Y, aunque hubiera sombras, hay también esfuerzo, hay lucha por devolver a la esposa de Cristo su faz blanca, sin arrugas, sin manchas».
«Por eso nuestra mirada a España nos llena de consuelo, y es este afecto que se despierta en nuestro pecho el que nos impulsa a abriros el alma con algunas consideraciones. Nuestros ojos se detienen, en primer lugar, en vosotros, sacerdotes queridos. Sabemos bien el celo renovador que distingue tanto al dignísimo clero español como a las familias religiosas de probada tradición histórica y a los institutos de reciente nacimiento. Este celo que es caridad cuando impulsa a la búsqueda serena de métodos apropiados a las nuevas formas de vida, cuando trata de entablar y mantener el diálogo con el mundo moderno en el afán de llevarlo a Cristo, en quien todo tiene su recapitulación y corona».
«Laudable intento, que no pide renegar del pasado histórico ni romper con tradiciones en lo que ellas tienen de esencial y venerando, sino que más bien rinde homenaje a tales tradiciones, aunque para hacerlas viables, para conservarlas en su eficacia, haya tal vez que podarlas de cuanto transitorio y caduco, de manifestación defectuosa, en ellas haya. Ut fructum plus afferat según palabras del Evangelio»1.
La cita es larga, pero es imprescindible. En ella aparece el reconocimiento justo de lo mucho que la Iglesia española ha hecho en estos años para renovarse y de lo mucho que queda por hacer para completar la necesaria evolución. ¿Completar, digo? Jamás podrá lograrse un grado de evolución que permita descansar a los operarios del cristianismo en ningún país del mundo. La búsqueda de métodos apropiados para la encarnación del Evangelio supone un esfuerzo incesante. El apostolado cristiano y el estancamiento en su metodología son una contradicción in terminis.
El esfuerzo hecho durante estos veinticinco años por la Jerarquía española y por el clero y seglares que con ella han colaborado ha sido laudabilísimo. La mayor acusación que contra ella se ha hecho, a veces en tono demasiado destemplado, ha sido de que ha obrado con excesiva prudencia. Difícil terreno el de las aplicaciones de esta virtud para que los que polemizan en torno a la extensión que debe alcanzar, puedan sentirse inconmoviblemente seguros en sus apreciaciones. De la prudencia no se puede hablar más que prudentemente o para defenderla o para atacarla.
El hecho es que la Iglesia durante este tiempo, favorecida ciertamente por las disposiciones legales de un Estado católico, cuyos méritos son infinitamente superiores a sus defectos en este orden de cosas, ha ido apuntando hacia direcciones nuevas, sin olvidar los viejos caminos de siempre transitados, que permitieron alcanzar una fecundidad gloriosa. Viejos caminos llamo, que nadie tiene derecho a abandonar, los del cultivo de las vocaciones sacerdotales y religiosas, la familia cristiana, la educación religiosa de los niños, la vida de piedad en los templos, la expansión misionera. ¿No sirve todo esto para la defensa de la fe? ¿Y no es la fe el primer valor que hay que cuidar, aunque parezca tan antiguo en la axiología de la renovación cristiana de la vida en un mundo oprimido por las tinieblas de la negación y de la duda? En este sentido, la obra de la Iglesia en España, aunque siempre perfectible, ha sido extraordinaria.
Pero han brotado, además, direcciones nuevas, que suponen una auténtica evolución en muchos aspectos o que garantizan su aparición inmediata y provechosa. Una unión más estrecha entre el episcopado, un estudio más eficaz y detallado de los problemas por medio de las comisiones formadas por los miembros del mismo, una relación y trato más sencillo y pastoral entre los obispos, y los sacerdotes, y los fieles; una predicación de la palabra de Dios mil veces más acomodada en sus fundamentos, y su estilo de la que se hacía antes, un progreso evidente en la vida interna de los seminarios, una educación litúrgica del pueblo cristiano que se extiende con rapidez, una mayor dedicación de los eclesiásticos a tareas culturales, sin excluir las de alto vuelo; una innegable multiplicación de los apóstoles de la caridad y la beneficencia social, un intento cada día más ensayado de diálogo y comprensión con hombres e instituciones representantes de ideas muy diversas. Son hechos que están ahí expuestos al examen y valoración de quien quiera contemplarlos.
La O.C.S.H.A., con sus 800 sacerdotes enviados a Hispano américa, los capellanes de emigrantes, las diócesis misioneras, la pujanza de las Obras Misional es Pontificias, los Cursillos de cristiandad, los cuadros de Acción Católica en sus diversas ramas y grupos especializados, la Cáritas nacional , las obras apostólicas familiares, el Instituto Social León XIII, el desarrollo del Opus Dei, las Universidades de Comillas y Salamanca, cada vez más perfeccionadas; las de Navarra y Deusto, las revistas sacerdotales, tan valientes en la autocritica; la Escuela de Ciudadanía Cristiana y la de Periodismo, los Patronatos de Acción Católica Social y Cultural , las seccione s filiales de Enseñanza Media, casi todas promovidas por la Iglesia; los centros de formación profesional, las Semanas de Estudios Teológicos, los centenares de seminaristas y sacerdotes que cursan ciencias sagradas y profanas en las universidades extranjeras, el grupo de investigadores de la Iglesia española de Montserrat en Roma, la B.A.C., el Instituto de Pastoral , de Salamanca; la Oficina de Estadística de la Iglesia, la tendencia cada vez más generalizada a la supresión de clases y aranceles, la fragmentación de los grandes núcleos parroquiales, los convictorios y asambleas sacerdotales, las casas de ejercicios…, ¿no son demostraciones claras de que se advierte una evolución en la Iglesia española en el sentido más noble y alentador de la palabra?
Quedan sombras, sí; esas sombras a que alude, con delicada cortesía, el Sumo Pontífice. Me atrevería a señalar, entre los problemas que esperan de la Iglesia en España una evolución más positiva de la que hasta aquí ha habido, los siguientes, algunos de ellos gravísimos y especialmente nuestros, otros comunes también a otros países: la falta de conciencia social entre los católicos; la formación de un laicado más consciente y responsable de su dignidad y sus obligaciones; la educación religiosa de la juventud , que, particularmente en los ambientes universitarios, se aleja de la Iglesia cada día más; la ausencia de una evangelización efectiva de la familia y de la clase obrera; la falta de coordinación entre el clero secular y regular; determinadas formas de vida, demasiado burguesas en personas y estructuras eclesiásticas; la acertada orientación del riquísimo caudal de energía del clero joven; la presencia de la Iglesia, hoy casi nula, en las tareas y preocupaciones del mundo moderno, tales como la cultura y la técnica, el desarrollo industrial, la libertad, incluso religiosa, y las formas del pensamiento político de las nuevas generaciones.
Difícil camino el que se abre a nuestra vida, para recorrer el cual va a ser necesario el más delicado tacto y a la vez la más santa audacia. Considero interesante reproducir aquí los últimos párrafos de un articulo firmado por Xavier Tilliette, que apareció en la revista francesa Etudes en noviembre de 1960 con el titulo «Momento del catolicismo español». Todo él es sumamente sugeridor. Dice así: «¿Es deseable que nuestro Evangelio haga tanto sitio al desarrollo de los valores profanos y a la apología de la libertad? Estamos bien advertidos en Francia, por la apostasía de las masas, de todo lo que hemos perdido en piedad sencilla, en fe humilde, en solidez de la familia, en salud moral, en espíritu de obediencia y de renunciamiento. Nuestras comunidades tan animadas hacen resaltar amargamente la abstención de la muchedumbre y la desaparición generalizada de la oración. Es esto, acaso, pagar demasiado caro el precio de un catolicismo esencial, equipado a la ligera y ante las exigencias de un mundo moderno. En todo caso, la Iglesia española está comprometida en una ruta difícil, más difícil de lo que se piensa. ¿Puede en breve plazo alcanzar lo que nosotros hemos conquistado, sin perder lo que nosotros echamos de menos? ¿Sin crisis de crecimiento, llegar, a través de sus miembros, al vigor de la plenitud cristiana, conciliar la guarda de la doctrina intangible en un medio esterilizado con la sustitución de los usos inmemoriales sacudidos por el paso del tiempo? Se lo deseamos ardientemente. Parece bien preparada para llevar a cabo la tentativa, si es que los sacerdotes, sin disminuir su celo, se desprenden de su monopolio dogmático y apostólico, abdican en parte, digámoslo así, a pesar de su temible equívoco, su responsabilidad de jueces y de guías de las almas, y si los laicos, sin aminorar su obediencia, se sienten invitados a tomar parte en el diálogo ya entablado»2.
1 Radiomensaje dirigido a España en el acto de clausura del XIX Centenario de la llegada de San Pablo a España: Ecclesia 24 (1964) 141.
2 Etudes, noviembre 1960, 213-224.