Instrucción pastoral, abril de 1974. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, junio de 1974.
A nadie se le oculta que, en estos últimos tiempos, sobre todo después de la celebración del gran Concilio Vaticano II, han sido llamadas a revisión gran número de prácticas piadosas que el pueblo cristiano venía celebrando con fervor y entusiasmo desde hace siglos. De esta revisión –realizada muchas veces principalmente y en contra de las orientaciones del Magisterio oficial de la Iglesia– no ha escapado la devoción mariana por excelencia que es, sin discusión posible, el santísimo Rosario, llamado con singular acierto el «salterio de María». En torno a esta piadosísima devoción, que ha sufrido los embates de una crítica desprovista de todo fundamento serio, quisiéramos decir unas palabras de orientación y estímulo del pueblo cristiano, como corresponde a la altísima responsabilidad de nuestro misterio pastoral.
El Rosario es, repetimos, la primera y más excelente de todas las devociones marianas. Consta expresamente por el testimonio de la misma Virgen María (en Lourdes y Fátima, a San Antonio María Claret, etc.), por la recomendación explícita y ferviente del Magisterio de la Iglesia, desde San Pío V a Pablo VI, y por su misma estructura y contenido teológico verdaderamente espléndido.
La Iglesia, como es sabido, declaró dignas de crédito las apariciones marianas en Lourdes y Fátima. Y en las dos aparece la Virgen con el Rosario en la mano y la misma consigna en los labios: «¡Haced penitencia! ¡Rezad el Rosario!» Y a San Antonio María Claret, afligido por los males que amenazaban a España, le dijo la Virgen María en una de sus frecuentes apariciones: «En el Rosario está cifrada la salvación de España».
El Magisterio oficial de la Iglesia es constante o ininterrumpido desde los albores del siglo XV hasta hoy. Para no citar sino a los Papas del siglo XX, el inmortal Pontífice León XIII dedicó la tercera parte de sus magistrales encíclicas a ponderar las glorias y excelencias del santísimo Rosario. San Pío X hablaba continuamente de él y regalaba profusamente rosarios a los peregrinos que acudían a la Ciudad Eterna. Benedicto XV dijo del Rosario que era «una de las más sublimes flores de la piedad cristiana, uno de los más fecundos manantiales de gracias celestiales»1. Pío XI escribió: «Ningún cristiano ignora que entre las diversas y muy útiles plegarias que dirigimos a la Madre de Dios, obtiene especial y principalísimo lugar el Santo Rosario, que algunos llaman Salterio de la Virgen»2. Pío XII afirma terminantemente: «Nos es bien conocida la poderosa eficacia del Rosario para obtener la ayuda maternal de la Virgen; la cual, aunque pueda conseguirse con diversas maneras de orar, sin embargo, estimamos que el Santo Rosario es el medio más conveniente y eficaz, como lo recomiendan su origen, más celestial que humano, y su misma naturaleza»3. Juan XXIII, devotísimo del Rosario, cuyos quince misterios rezaba íntegramente todos los días, escribió sin vacilar: «El Rosario…tiene su puesto después de la Santa Misa y del Breviario, para los eclesiásticos y después de la participación de los sacramentos, para los seglares. Es siempre forma devota de unión con Dios y de alta elevación espiritual»4. Y el Pontífice, felizmente reinante, Pablo VI –que reza también diariamente las tres partes del Santo Rosario– ha dedicado innumerables documentos y alocuciones a ponderar las excelencias del Santo Rosario, culminando en el extenso y cálido elogio a él dedicado en su última exhortación apostólica que lleva como título Marialis cultus, en la que recomienda especialísimamente las dos principales devociones marianas: el Angelus y el Santo Rosario5. Y el propio Pablo VI declaró que «el Concilio Vaticano II, aun cuando no con expresas palabras, pero sí con toda certeza, inculcó en los ánimos de todos los hijos de la Iglesia, estas preces del Rosario en estos términos: Estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella (María) recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos»6. Si se nos pregunta por qué no aludió expresamente al Rosario el Concilio Vaticano II en el texto aludido, la contestación es muy sencilla: para mantener todas las devociones marianas sin excluir ninguna, cosa que hubiera podido discutirse si hubiera citado tan sólo alguna de ellas en particular sin mencionar las otras.
El testimonio explícito de la Virgen María y la enseñanza oficial y constante del Magisterio de la Iglesia en torno a la excelencia y eficacia soberana del Santísimo Rosario deberían bastar a todos los católicos para estimarlo en lo que merece y recitarlo todos los días –al menos una tercera parte– con gran fervor y alegría de espíritu. Recordemos, además, que el rezo del Rosario en familia o en una iglesia u oratorio público está enriquecido con indulgencia plenaria, de acuerdo con las últimas disposiciones eclesiásticas que restringieron muchísimo la concesión de indulgencias plenarias7.
A nadie puede extrañar este singular aprecio del Magisterio de la Iglesia, si tenemos en cuenta la estructura íntima de esta admirable devoción del Santo Rosario. Los teólogos que la han examinado cuidadosamente han distinguido siempre en él una especie de organismo sobrenatural formado por la unión íntima de un cuerpo y un alma. El cuerpo del Rosario está formado por las tres oraciones más bellas y fundamentales del cristianismo: el Padrenuestro, la sublime oración enseñada por el mismo Cristo en la que, como demuestra admirablemente Santo Tomás de Aquino, se contiene todo cuanto hemos de pedir a Dios y por el orden mismo con que hemos de pedirlo8. Imposible pedir algo bueno y conveniente a Dios que no esté fundamentalmente contenido en el Padrenuestro. La segunda oración del Rosario es el Avemaría repetida profusamente como guirnalda de rosas, perfumadas de amor que colocamos a los pies de la Virgen nuestra Madre. A pesar de su repetición, nunca cansa ni abruma, como nunca nos cansamos de manifestar nuestro amor a los seres que de verdad amamos. Cada Avemaría es un nuevo suspiro de amor que brota del corazón enamorado de María sin perder jamás su frescura primaveral. Como dijo bellísimamente Lacordaire, «el amor no tiene más que una sola palabra; y diciéndola siempre, no la repite jamás». Finalmente, la tercera oración que constituye el cuerpo del Rosario es la bellísima doxología Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto, que constituye el cántico eterno de adoración de la Iglesia bienaventurada ante el trono de la Trinidad Beatísima. Imposible soñar en algo más sublime y perfecto.
Pero si es sublime el cuerpo del Rosario, no lo es menos lo que constituye su alma: la devota meditación de los principales misterios de la vida de Jesús y María, desde la Encarnación del Verbo en las purísimas entrañas de María hasta su gloriosa coronación en el cielo por Reina y Señora de todo lo creado, pasando por las escenas de la infancia de Jesús, su dolorosísima pasión y su glorioso triunfo sobre la muerte con su resurrección y ascensión al cielo. Estos grandes misterios, pletóricos de enseñanzas para nuestra vida cristiana, han de ir inseparablemente unidos al cuerpo del Rosario para que éste exista de hecho. Quien se limitare a rezar los padrenuestros y avemarías, pero sin meditar los misterios correspondientes, haría, sin duda, una excelente oración vocal, pero no rezaría el Rosario; y el que meditara atentamente los misterios, pero sin rezar los padrenuestros y avemarías, haría una excelente meditación, pero es claro que tampoco habría rezado el Rosario. Para que exista el Rosario es preciso, imprescindiblemente, juntar las dos cosas: rezo de las oraciones y meditación de los misterios. Como es difícil simultanear ambas cosas a la vez, es suficiente atender, dentro de un mismo misterio, ora a las oraciones que se recitan, ora a los misterios que se conmemoran. En la práctica resulta muy fácil, con tal de esforzarse en rechazar las distracciones que puedan asaltarnos.
El rezo del Santo Rosario en las condiciones que acabamos de indicar constituye una de las más grandes y claras señales de predestinación que podemos alcanzar en este mundo, al reunir la eficacia infalible de la oración impetratoria («pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá») y la poderosísima intercesión de María como Mediadora universal de todas las gracias. Es moralmente imposible que deje de obtener de Dios, por intercesión de María, el gran don de la perseverancia final todo aquel que rece diaria y piadosamente el Santo Rosario con esta finalidad y dispuesto, en cuanto esté de su parte, a vivir cristianamente todos los días de su vida. La promesa de Cristo vinculada a la perseverancia en la oración y la intercesión de María como Mediadora de todas las gracias, de ninguna manera puede fallar.
En vista de estas excelencias y sublimes ventajas, ¿quién no se animará a perseverar en el rezo devoto del Santo Rosario, o a empezar desde ahora su rezo diario si no lo habíamos hecho todavía hasta hoy?
No nos dejemos impresionar por falsos aggiornamentos que pretenden suprimir el rezo del Santo Rosario del seno de nuestras familias e incluso de nuestras iglesias. Esas falsas reformas y pretendidas «adaptaciones» a las exigencias de la vida moderna son totalmente contrarias al común sentir de los verdaderos cristianos y no pueden compaginarse con el Magisterio oficial de la Iglesia, que proclama hoy como ayer –y acaso con más insistencia que nunca– la necesidad de seguir rezando el Rosario de María para atraer sobre la Iglesia y el mundo entero el auxilio del cielo, del que tan necesitado están en los tiempos que corremos. El mundo, cada vez más materializado y egoísta, y el «humo de Satanás» tratando de infiltrarse en la misma Iglesia (como advertía no hace mucho el Papa Pablo VI), hacen hoy más necesaria que nunca la intercesión de María, Madre de la Iglesia, para alcanzarnos de la misericordia infinita de Dios el remedio de tantos males. Los que conscientes de su propia responsabilidad por el bien de la Iglesia y del mundo entero aporten todos los días con filial devoción su granito de arena a la gran empresa de la recristianización del mundo, sepan que, además de practicar para consigo mismo un gran acto de caridad al impetrar para sí la gracia soberana de la perseverancia final, habrán realizado una de las más grandes y eficaces obras de apostolado que nos es dado practicar.
1 Carta del 18 de septiembre de 1915.
2 Encíclica Ingravescentibus malis, 29 de septiembre de 1937: en Doctrina Pontificia. Documentos marianos, BAC 128, Madrid 1954, núm. 657.
3 Encíclica Ingruentium malorum, 15 de septiembre de 1951: BAC 128, Madrid 1954, núm. 827.
4 Epístola II religioso convegno, 29 de septiembre de 1961: AAS 53 (1951) 643.
5 Exhortación apostólica Marialis cultus, del 2 de febrero de 1974, núm. 40-55.
6 Encíclica Christi Matris Rosarii, del 15 de septiembre de 1966: AAS 58 (1966) 748. Cf. etiamLumen gentium,67.
7 Sagrada Penitenciaría, Enchiridion indulgentiarum, del 29 de junio de 1968.
8 Suma Teológica2-2 q.83 a.9.